Miró el reloj. Debían de estar por delante unos veinte coches. No era ninguna exageración. Pero pensó que lo mejor sería ir primero a la oficina y dejar las vueltas para la tarde, ya lleno el depósito, sin preocupaciones. Bajó el cristal para llamar a un vendedor de periódicos que pasaba. El tiempo había enfriado mucho. Pero allí, dentro del automóvil, con el periódico abierto sobre el volante, fumando mientras esperaba, hacía un calor agradable, como el de las sábanas. Hizo que se movieran los músculos de la espalda, con una torsión de gato voluptuoso, al acordarse de su mujer aún enroscada en la cama a aquella hora y se recostó mejor en el asiento. El periódico no prometía nada bueno. El embargo se mantenía. Una navidad oscura y fría, decía uno de los titulares. Pero él aún disponía de medio depósito y no tardaría en tenerlo lleno. El automóvil de delante avanzó un poco. Bien.
Hora y media más tarde estaba llenándolo y tres minutos después arrancaba. Un poco preocupado porque el empleado le había dicho, sin ninguna expresión particular en la voz, de tan repetida la información, que no habría allí gasolina antes de quince días. En el asiento, al lado, el periódico anunciaba restricciones rigurosas. En fin, de lo malo malo, el depósito estaba lleno. ¿Qué haría? ¿Ir directamente a la oficina o pasar primero por casa de un cliente, a ver si le daban el pedido? Escogióel cliente. Era preferible justificar el retraso con la visita que tener que decir que había pasado hora y media en la cola de la gasolina cuando le quedaba medio depósito. El coche estaba espléndido. Nunca se había sentido tan bien conduciéndolo. Encendió la radio y se oyó un diario hablado. Noticias cada vez peores. Estos árabes. Este estúpido embargo.
De repente el coche dio una cabezada y se dirigió a la calle de la derecha hasta parar en una cola de automóviles más pequeña que la primera. ¿Qué había sido eso? Tenía el depósito lleno, sí, prácticamente lleno, por qué este demonio de idea. Movió la palanca de las velocidades para poner marcha atrás, pero la caja de cambios no le obedeció. Intentóforzarla, pero los engranajes parecían bloqueados. Qué disparate. Ahora una avería. El automóvil de delante avanzó. Recelosamente, contando con lo peor, metió la primera. Perfecto todo. Suspiró de alivio. Pero¿cómo estaría la marcha atrás cuando volviese a necesitarla? Cerca de media hora después ponía medio litro de gasolina en el depósito, sintiéndose ridículo bajo la mirada desdeñosa del empleado de la gasolinera. Dio una propina absurdamente alta y arrancó con un gran ruido de neumáticos y aceleramientos. Qué demonio de idea. Ahora al cliente, o será una mañana perdida. El coche estaba mejor que nunca. Respondía a sus movimientos como si fuese una prolongación mecánica de su propio cuerpo. Pero el caso de la marcha atrás daba que pensar. Y he aquí que tuvo realmente que pensarlo. Una gran camioneta averiada tapaba todo el centro de la calle. No podía contornearla, no había tenido tiempo, estaba pegado a ella. Otra vez con miedo movió la palanca y la marcha atrás entró con un ruido suave de succión. No se acordaba de que la caja de cambios hubiese reaccionado de esa manera antes. Giró el volante hacia la izquierda, aceleró y con un solo movimiento el automóvil subió a la acera, pegado a la camioneta, y salió por el otro lado, suelto, con una agilidad de animal. El demonio de coche tenía siete vidas. Tal vez por causa de toda esa confusión del embargo, todo ese pánico, los servicios desorganizados hubiesen hecho meter en los surtidores gasolina de mucha mayor potencia. Tendría gracia.
Miró el reloj. ¿Valdría la pena visitar al cliente? Con suerte encontraría el establecimiento aún abierto. Si el tránsito ayudase, sí, si el tránsito ayudase, tendría tiempo. Pero el tránsito no ayudó. En época navideña, incluso faltando la gasolina, todo el mundo sale a la calle, para estorbar a quien necesita trabajar. Y al ver una transversal descongestionada desistió de visitar al cliente. Mejor sería dar cualquier explicación en la oficina y dejarlo para la tarde. Con tantas dudas, se había desviado mucho del centro. Gasolina quemada sin provecho. En fin, el depósito estaba lleno. En una plaza, al fondo de la calle por la que bajaba, vio otra cola de automóviles esperando su turno. Sonrió de gozo y aceleró, decidido a pasar resoplando contra los ateridos automovilistas que esperaban. Pero el coche, a veinte metros, tiró hacia la izquierda, por símismo, y se detuvo, suavemente, como si suspirase, al final de la cola. ¿Qué diablos había sido aquello, si no había decidido poner más gasolina? ¿Qué diantre era, si tenía el depósito lleno? Se quedó mirando los diversos contadores, palpando el volante, costándole reconocer el coche, y en esta sucesión de gestos movió el retrovisor y se miró en el espejo. Vio que estaba perplejo y consideró que tenía razón. Otra vez por el retrovisor distinguió un automóvil que bajaba la calle, con todo el aire de ir a colocarse en la fila. Preocupado con la idea de quedarse allíinmovilizado, cuando tenía el depósito lleno, movió rápidamente la palanca para dar marcha atrás. El coche resistió y la palanca le huyó de las manos. Un segundo después se encontraba aprisionado entre sus dos vecinos. Diablos. ¿Qué tendría el coche? Necesitaba llevarlo al taller. Una marcha atrás que funciona ahora sí y ahora no es un peligro.
Habían pasado más de veinte minutos cuando hizo avanzar el coche hasta el surtidor. Vio acercarse al empleado y la voz se le estranguló al pedir que llenase el depósito. En ese mismo instante hizo una tentativa para huir de la vergüenza, metió una rápida primera y arrancó. En vano. El coche no se movió. El hombre de la gasolinera le miró desconfiado, abrió el depósito y, pasados pocos segundos, fue a pedirle el dinero de un litro que guardó refunfuñando. Acto seguido, la primera entraba sin ninguna dificultad y el coche avanzaba, elástico, respirando pausadamente. Alguna cosa no iría bien en el automóvil, en los cambios, en el motor, en cualquier sitio, el diablo sabrá. ¿O estaría perdiendo sus cualidades de conductor? ¿O estaría enfermo? Había dormido bien a pesar de todo, no tenía más preocupaciones que en cualquier otro día de su vida. Lo mejor sería desistir por ahora de clientes, no pensar en ellos durante el resto del día y quedarse en la oficina. Se sentía inquieto. A su alrededor las estructuras del coche vibraban profundamente, no en la superficie, sino en el interior del acero, y el motor trabajaba con aquel rumor inaudible de pulmones llenándose y vaciándose, llenándose y vaciándose. Al principio, sin saber por qué, dio en trazar mentalmente un itinerario que le apartase de otras gasolineras, y cuando notó lo que hacía se asustó, temió no estar bien de la cabeza. Fue dando vueltas, alargando y acortando camino, hasta que llegó delante de la oficina. Pudo aparcar el coche y suspiró de alivio. Apagó el motor, sacó la llave y abrió la puerta. No fue capaz de salir.
Creyó que el faldón de la gabardina se había enganchado, que la pierna había quedado sujeta por el eje del volante, e hizo otro movimiento. Incluso buscó el cinturón de seguridad, para ver si se lo había puesto sin darse cuenta. No. El cinturón estaba colgando a un lado, tripa negra y blanda. Qué disparate, pensó. Debo estar enfermo. Si no consigo salir es porque estoy enfermo. Podía mover libremente los brazos y las piernas, flexionar ligeramente el tronco de acuerdo con las maniobras, mirar hacia atrás, inclinarse un poco hacia la derecha, hacia la guantera, pero la espalda se adhería al respaldo del asiento. No rígidamente, sino como un miembro se adhiere al cuerpo. Encendió un cigarrillo y, de repente, se preocupó por lo que diría el jefe si se asomase a una ventana y le viese allí instalado, dentro del coche, fumando, sin ninguna prisa por salir. Un toque violento de claxon le hizo cerrar la puerta, que había abierto hacia la calle. Cuando el otro coche pasó, dejó lentamente abrirse la puerta otra vez, tiró el cigarrillo fuera y, agarrándose con ambas manos al volante, hizo un movimiento brusco, violento. Inútil. Ni siquiera sintió dolores. El respaldo del asiento le sujetó dulcemente y le mantuvo preso. ¿Qué era lo que estaba sucediendo? Movió hacia abajo el retrovisor y se miró. Ninguna diferencia en la cara. Tan sólo una aflicción imprecisa que apenas se dominaba. Al volver la cara hacia la derecha, hacia la acera, vio a una niñita mirándolo, al mismo tiempo intrigada y divertida. A continuación surgió una mujer con un abrigo de invierno en las manos, que la niña se puso, sin dejar de mirar. Y las dos se alejaron, mientras la mujer arreglaba el cuello y el pelo de la niña.
Volvió a mirar el espejo y adivinó lo que debía hacer. Pero no allí. Había personas mirando, gente que le conocía. Maniobró para separarse de la acera, rápidamente, echando mano a la puerta para cerrarla, y bajó la calle lo más deprisa que podía. Tenía un designio, un objetivo muy definido que ya le tranquilizaba, y tanto que se dejó ir con una sonrisa que a poco le suavizó la aflicción. Sólo reparó en la gasolinera cuando casi iba a pasar por delante. Tenía un letrero que decía «agotada», y el coche siguió, sin una mínima desviación, sin disminuir la velocidad. No quiso pensar en el coche. Sonriómás. Estaba saliendo de la ciudad, eran ya los suburbios, estaba cerca el sitio que buscaba. Se metió por una calle en construcción, giró a la izquierda y a la derecha, hasta un sendero desierto, entre vallas. Empezaba a llover cuando detuvo el automóvil.
Su idea era sencilla. Consistía en salir de dentro de la gabardina, sacando los brazos y el cuerpo, deslizándose fuera de ella, tal como hace la culebra cuando abandona la piel. Delante de la gente no se habría atrevido, pero allí, solo, con un desierto alrededor, lejos la ciudad que se escondía por detrás de la lluvia, nada más fácil. Se había equivocado, sin embargo. La gabardina se adhería al respaldo del asiento, de la misma manera que a la chaqueta, a la chaqueta de punto, a la camisa, a la camiseta interior, a la piel, a los músculos, a los huesos.
Fue esto lo que pensó sin pensarlo cuando diez minutos después se retorcía dentro del coche gritando, llorando. Desesperado. Estaba preso en el coche. Por más que girase el cuerpo hacia fuera, hacia la abertura de la puerta por donde la lluvia entraba empujada por ráfagas súbitas y frías, por más que afirmase los pies en el saliente de la caja de cambios, no conseguía arrancarse del asiento. Con las dos manos se cogió al techo e intentó levantarse. Era como si quisiese levantar el mundo. Se echó encima del volante, gimiendo, aterrorizado. Ante sus ojos los limpiaparabrisas, que sin querer había puesto en movimiento en medio de la agitación, oscilaban con un ruido seco, de metrónomo. De lejos le llegó el pitido de una fábrica. Y a continuación, en la curva del camino, aparecióun hombre pedaleando una bicicleta, cubierto con un gran pedazo de plástico negro por el cual la lluvia escurría como sobre la piel de una foca. El hombre que pedaleaba miró con curiosidad dentro del coche y siguió, quizá decepcionado o intrigado al ver a un hombre solo y no la pareja que de lejos le había parecido.
Lo que estaba pasando era absurdo. Nunca nadie se había quedado preso de esta manera en su propio coche, por su propio coche. Tenía que haber un procedimiento cualquiera para salir de ahí. A la fuerza no podía ser. ¿Tal vez en un taller? No. ¿Cómo lo explicaría? ¿Llamar a la policía? ¿Y después? Se juntaría gente, todos mirando, mientras la autoridad evidentemente tiraría de él por un brazo y pediría ayuda a los presentes, y sería inútil, porque el respaldo del asiento dulcemente lo sujetaría. E irían los periodistas, los fotógrafos y sería exhibido dentro de su coche en todos los periódicos del día siguiente, lleno de vergüenza como un animal trasquilado, en la lluvia. Tenía que buscarse otra forma. Apagó el motor y sin interrumpir el gesto se lanzó violentamente hacia fuera, como quien ataca por sorpresa. Ningún resultado. Se hirióen la frente y en la mano izquierda, y el dolor le causó un vértigo que se prolongó, mientras una súbita e irreprimible gana de orinar se expandía, liberando interminable el líquido caliente que se vertía y escurría entre las piernas al suelo del coche. Cuando sintió todo esto empezó a llorar bajito, con un gañido, miserablemente, y así estuvo hasta que un perro escuálido, llegado de la lluvia, fue a ladrarle, sin convicción, a la puerta del coche.
Embragó despacio, con los movimientos pesados de un sueño de las cavernas, y avanzó por el sendero, esforzándose en no pensar, en no dejar que la situación se le representase en el entendimiento. De un modo vago sabía que tendría que buscar a alguien que le ayudase. Pero¿quién podría ser? No quería asustar a su mujer, pero no quedaba otro remedio. Quizá ella consiguiese descubrir la solución. Al menos no se sentiría tan desgraciadamente solo. Volvió a entrar en la ciudad, atento a los semáforos, sin movimientos bruscos en el asiento, como si quisiese apaciguar los poderes que le sujetaban. Eran más de las dos y el día había oscurecido mucho. Vio tres gasolineras, pero el coche no reaccionó. Todas tenían el letrero de«agotada». A medida que penetraba en la ciudad, iba viendo automóviles abandonados en posiciones anormales, con los triángulos rojos colocados en la ventanilla de atrás, señal que en otras ocasiones sería de avería, pero que significaba, ahora, casi siempre, falta de gasolina. Dos veces vio grupos de hombres empujando automóviles encima de las aceras, con grandes gestos de irritación, bajo la lluvia que no había parado todavía.
Cuando finalmente llegó a la calle donde vivía, tuvo que imaginarse cómo iba a llamar a su mujer. Detuvo el coche enfrente del portal, desorientado, casi al borde de otra crisis nerviosa. Esperó que sucediese el milagro de que su mujer bajase por obra y merecimiento de su silenciosa llamada de socorro. Esperó muchos minutos, hasta que un niño curioso de la vecindad se aproximó y pudo pedirle, con el argumento de una moneda, que subiese al tercer piso y dijese a la señora que allí vivía que su marido estaba abajo esperándola, en el coche. Que acudiese deprisa, que era muy urgente. El niño subió y bajó, dijo que la señora ya venía y se apartó corriendo, habiendo hecho el día.
La mujer bajó como siempre andaba en casa, ni siquiera se había acordado de coger un paraguas, y ahora estaba en el umbral, indecisa, desviando sin querer los ojos hacia una rata muerta en el bordillo de la acera, hacia la rata blanda, con el pelo erizado, dudando en cruzar la acera bajo la lluvia, un poco irritada contra el marido que la había hecho bajar sin motivo, cuando podía muy bien haber subido a decirle lo que quería. Pero el marido llamaba con gestos desde dentro del coche y ella se asustó y corrió. Puso la mano en el picaporte, precipitándose para huir de la lluvia, y cuando por fin abrió la puerta vio delante de su rostro la mano del marido abierta, empujándola sin tocarla. Porfióy quiso entrar, pero él le gritó que no, que era peligroso, y le contó lo que sucedía, mientras ella, inclinada, recibía en la espalda toda la lluvia que caía y el pelo se le desarreglaba y el horror le crispaba toda la cara. Y vio al marido, en aquel capullo caliente y empañado que lo aislaba del mundo, retorcerse entero en el asiento para salir del coche sin conseguirlo. Se atrevió a cogerlo por un brazo y tiró, incrédula, y tampoco pudo moverlo de allí. Como aquello era demasiado horrible para ser creído, se quedaron callados mirándose, hasta que ella pensó que su marido estaba loco y fingía no poder salir. Tenía que ir a llamar a alguien para que lo examinase, para llevarlo a donde se tratan las locuras. Cautelosamente, con muchas palabras, le dijo a su marido que esperase un poquito, que no tardaría, iba a buscar ayuda para que saliese, y así incluso podían comer juntos y ella llamaría a la oficina diciendo que estaba acatarrado. Y no iría a trabajar por la tarde. Que se tranquilizase, el caso no tenía importancia, que no tardaba nada.