Es curioso este sonido. Claro, de cierta manera claro, para no dejar dudas a los testigos que somos, pero apagado, sordo, discreto, para que no acudan demasiado pronto Eva doméstica y los Caínes, para que todo pase entre lo solitario y lo aislado, como conviene a tanta grandeza. La cabeza, como estaba previsto y cumple las leyes de la física, golpeó y rebotó un poco, digamos, toda vez que estamos cerca y habíamos acabado de hacer otras mediciones, dos centímetros hacia arriba y hacia un lado. De aquí en adelante la silla ya no importa. No importaría siquiera el resto de la caída, ahora pleonástica. El proyecto de Buck Jones incluía, ya ha sido dicho, una trayectoria, preveía un punto. Ahí está.
Cuanto ahora suceda es por la parte de dentro. Dígase antes, sin embargo, que el cuerpo volvió a caer, y la silla acompañante, de la cual no se hablará más o apenas por alusión. Es indiferente que la velocidad del sonido iguale súbitamente la velocidad de la luz. Lo que tenía que suceder, sucedió. Eva puede correr ansiosa, murmurando oraciones como nunca se olvida de hacer en las ocasiones adecuadas, o esta vez no, si es verdad que los cataclismos privaron de voz, aunque no de grito, a sus víctimas. Por eso Eva doméstica, agujero de martirio, se arrodilla y hace preguntas, ahora las hace, porque el cataclismo ya se fue, ya ha pasado, y quedan los efectos. No pasa mucho tiempo sin que de todos los rincones vengan subiendo los Caínes, si no es injusto finalmente llamarles así, darles el nombre de un infeliz hombre de quien el Señor desvió su rostro, y por eso humanamente tomó venganza de un hermano lameculos e intriguista. Tampoco les llamaremos buitres, aunque se muevan así, o no, o sí: más exacto, desde el doble punto de vista morfológico y caracterológico, sería incluirlos en el capítulo de las hienas, y éste es un gran descubrimiento. Con la salvedad importante de que las hienas, al igual que los buitres, son útiles animales que limpian de carne muerta los paisajes de los vivos y por eso se lo tendremos que agradecer, mientras que éstos son al mismo tiempo la hiena y su misma carne muerta, y éste es al final el gran descubrimiento que se dijo. El perpetuum mobile, al contrario de lo que continúan imaginando los inventores ingenuos de domingo, los iluminados taumaturgos del carpinterismo, no es mecánico. Sí es biológico, es esta hiena que se alimenta de su cuerpo muerto y putrefacto y así constantemente se reconstituye en muerte y putrefacción. Para interrumpir el ciclo no todo basta, pero la menor cosa bastaría. Algunas veces, si Buck Jones no estuviera ausente del otro lado de la montaña persiguiendo a unos simples y honestos ladrones de ganado, una silla serviría, y un sólido punto de apoyo en el espacio para mover el mundo, como dijo Arquímedes a Hierón de Siracusa, y para romper los vasos sanguíneos que los huesos del cráneo creían proteger, y en sentido propio se escribe creían porque apenas parecía que los huesos tan próximos al cerebro no fuesen capaces de realizar, por los caminos de ósmosis o simbiosis, una operación mental tan al alcance como es el simple creer. E incluso así, aun interrumpido ese ciclo, habrá que estar atentos a lo que en su punto de ruptura puede injertarse, y podrá ser, aquí no por injerto, otra hiena naciendo del flanco purulento como Mercurio del muslo de Júpiter, si comparaciones de este tipo, mitológicas, se consienten. Esta, sin embargo, sería otra historia, quién sabe si ya contada.
Eva doméstica salió de aquí corriendo, y también gritando y diciendo palabras que no vale la pena registrar, tan semejantes que apenas se diferencian, salvo en el estilo medieval, de aquellas que dijo Leonor Teles cuando le mataron a Andeiro, y además era reina. Este viejo no estámuerto. Sólo se ha desmayado, y nosotros podemos sentarnos en el suelo, con las piernas cruzadas, sin ninguna prisa, porque un segundo es un siglo, y antes de que lleguen los médicos y los camilleros, y las hienas con pantalón listado, llorando, una eternidad pasará. Observemos bien. Pálido, pero no frío. El corazón late, el pulso está firme, parece que el viejo duerme, y quieren ver que todo esto ha sido al final un gran equívoco, una monstruosa maquinación para separar el bien del mal, el trigo de la paja, los amigos de los enemigos, los que están a favor apartados de los que están en contra, puesto que Buck Jones habría sido, en toda esta historia de la silla, un vulgar y asqueroso provocador.
Calma, portugueses, escuchad y tened paciencia. Como sabéis, el cráneo es una caja ósea que contiene el cerebro, lo cual viene a ser, a su vez, conforme podemos apreciar en este mapa anatómico en colores naturales, ni más ni menos, que la parte superior de la médula espinal. Esta, que a lo largo del dorso venía constreñida, habiendo encontrado espacio allí, se abrió como una flor de inteligencia. Repárese en que no es gratuita ni despreciable la comparación. Es grande la variedad de flores, y para el caso bastará que nos acordemos, o que se acuerde cada uno de nosotros de aquella que más le guste, y en caso extremo, verbi gratia, aquella con la que más antipatice, una flor carnívora, de gustibus et coloribus non disputandum, supuesto que concordemos en detestar aquello que a sí mismo se desnaturaliza, aunque, por exigencia de aquel mínimo rigor que siempre debe acompañar a quien enseña y a quien aprende, nos debiésemos interrogar sobre la justicia de la acusación y, sin embargo, otra vez para que nada quede olvidado, debamos interrogarnos sobre el derecho que tiene una planta a alimentarse dos veces, primero de la tierra y luego de lo que en el aire vuela en la múltiple forma de los insectos, cuando no de las aves. Reparemos, de pasada, en lo fácil que es paralizarse el juicio, recibir de un lado y de otro informaciones, tomarlas por lo que dicen ser y sacrificarnos todos los días en el altar de la prudencia, nuestra mejor fornicación. Sin embargo, no hemos sido neutrales mientras hemos asistido a esta larga caída. Y en puntos de prudencia piérdase al menos la suficiente para acompañar, con la debida atención, el movimiento del puntero que pasea sobre este corte del cerebro.
Reparen, señoras mías y señores míos, en esta especie de puente longitudinal compuesto por fibras: se llama bóveda y constituye la parte superior del tálamo óptico. Por detrás de ella se ven dos comisuras transversales que obviamente no deben ser confundidas con las de los labios. Observemos ahora del otro lado. Atención. Esto que sobresale aquí son los tubérculos cuadrigémeos o lobos ópticos (no siendo clase de zoología, la acentuación de lobos se hace fuerte en la primera o). Esta parte amplia es el cerebro anterior, y aquí tenemos las célebres circunvoluciones. En este sitio, abajo, está, evidentemente, todo el mundo lo sabe, el cerebelo, con su parte interna, llamada arbor vitae, que se debe, conviene aclararlo, no vaya a creerse que estamos en la clase de botánica, al pliegue del tejido nervioso en un cierto número de laminillas que dan origen, a su vez, a pliegues secundarios. Ya hemos hablado de la médula espinal. Repárese en esto que no es un puente, pero que tiene el nombre de puente de Varolio, que parece incluso una ciudad de Italia, no dirán que no. Atrás está la médula alargada. Falta poco para que lleguemos al final de la descripción, no se pongan nerviosos. La explicación podría ser, naturalmente, mucho más lenta y minuciosa, pero para eso nada como la autopsia. Limitémonos, por lo tanto, a indicar la glándula pituitaria, que es un cuerpo glandular y nervioso que nace del pavimento del tálamo o tercer ventrículo. Y, finalmente, concluyendo, informamos que esta cosa de aquí es el nervio óptico, asunto de la más alta importancia, pues con esto nadie osará decir que no ha visto lo que pasó en este lugar.
Y ahora, la pregunta fundamental: ¿para qué sirve el cerebro, vulgo sesos? Sirve para todo porque sirve para pensar. Pero, atención, no vayamos a caer ahora en la superstición común de que todo cuando llena el cráneo está relacionado con el pensamiento y los sentidos. Imperdonable engaño, señoras y señores. La mayor parte de esta masa contenida en el cráneo no tiene nada que ver con el pensamiento, no tiene nada que ver con esto. Sólo una cáscara muy fina de sustancia nerviosa, llamada corteza, con cerca de tres milímetros de espesor, y que cubre la parte anterior del cerebro, constituye el órgano de la conciencia. Repárese, por favor, en la perturbadora semejanza que hay entre lo que llamaremos un microcosmos y lo que llamaremos un macrocosmos, entre los tres milímetros de corteza que nos permiten pensar y los pocos kilómetros de atmósfera que nos permiten respirar, insignificantes unos y otros, y todos, a su vez, en comparación ni siquiera con el tamaño de la galaxia, sino con el simple diámetro de la tierra. Pasmémonos, hermanos, y oremos al Señor.
El cuerpo todavía está aquí, y estará todo el tiempo que queramos. Aquí, en la cabeza, en este sitio en el que el pelo aparece despeinado, es donde fue el golpe. A simple vista, no tiene importancia. Una ligerísima equimosis, como de uña impaciente, que la raíz del pelo casi esconde; no parece que por aquí pueda entrar la muerte. En verdad, ya está ahí dentro. ¿Qué es esto? ¿Nos iremos a apiadar del enemigo vencido? ¿Es la muerte una disculpa, un perdón, una esponja, una lejía para lavar crímenes? El viejo acaba de abrir los ojos y no consigue reconocernos, lo cual sólo a él asombra, pero a nosotros no, porque no nos conoce. Le tiembla la barbilla, quiere hablar, se inquieta por cómo hemos llegado hasta ahí, nos cree autores del atentado. No dirá nada. Por la comisura de la boca entreabierta le corre hacia la barbilla un hilo de saliva. ¿Qué haría la hermana Lucía en este caso, qué haría si estuviese aquí, de rodillas, envuelta en su triple olor a moho, faldas e incienso? ¿Enjugaría reverente la saliva o, más reverente aún, se inclinaría del todo hacia delante, prosternada, y con la lengua recogería la santa secreción, la reliquia, para guardarla en una ampolla? No lo dirála historia sagrada, no lo dirá, sabemos, la profana, ni Eva doméstica reparará, corazón afligido, en la injuria que el viejo practica babeando sobre el viejo.
Ya se oyen pasos en el corredor, pero tenemos todavía tiempo. La equimosis se ha vuelto más oscura y el pelo parece erizado sobre ella. Una pasada cariñosa de peine podría componerlo todo en esta superficie que vemos. Pero sería inútil. Sobre otra superficie, la de la corteza, se acumula la sangre derramada por los vasos que el golpe seccionó en aquel punto preciso de la caída. Es el hematoma. Es ahí donde en este momento se encuentra el Anobium, preparado para el segundo turno. Buck Jones ha limpiado el revólver y mete nuevas balas en el tambor. Ahí vienen a buscar al viejo. Ese rascar de uñas, ese llanto, es de las hienas, no hay nadie que no lo sepa. Vamos hasta la ventana. ¿Qué me dice de este mes de septiembre? Hace mucho tiempo que no teníamos un tiempo así.
Se despertó con la sensación aguda de un sueño degollado y vio delante de sí la superficie cenicienta y helada del cristal, el ojo encuadrado de la madrugada que entraba, lívido, cortado en cruz y escurriendo una transpiración condensada. Pensó que su mujer se había olvidado de correr las cortinas al acostarse y se enfadó: si no consiguiese volver a dormirse ya, acabaría por tener un día fastidiado. Le faltó sin embargo el ánimo para levantarse, para cubrir la ventana: prefirió cubrirse la cara con la sábana y volverse hacia la mujer que dormía, refugiarse en su calor y en el olor de su pelo suelto. Estuvo todavía unos minutos esperando, inquieto, temiendo el insomnio matinal. Pero después le vino la idea del capullo tibio que era la cama y la presencia laberíntica del cuerpo al que se aproximaba y, casi deslizándose en un círculo lento de imágenes sensuales, volvió a caer en el sueño. El ojo ceniciento del cristal se fue azulando poco a poco, mirando fijamente las dos cabezas posadas en la almohada, como restos olvidados de una mudanza a otra casa o a otro mundo. Cuando el despertador sonó, pasadas dos horas, la habitación estaba clara.
Dijo a su mujer que no se levantase, que aprovechase un poco más de la mañana, y se escurrió hacia el aire frío, hacia la humedad indefinible de las paredes, de los picaportes de las puertas, de las toallas del cuarto de baño. Fumó el primer cigarrillo mientras se afeitaba y el segundo con el café, que entretanto se había enfriado. Tosió como todas las mañanas. Después se vistió a oscuras, sin encender la luz de la habitación. No quería despertar a su mujer. Un olor fresco a agua de colonia avivóla penumbra, y eso hizo que la mujer suspirase de placer cuando el marido se inclinó sobre la cama para besarle los ojos cerrados. Y susurróque no volvería a comer a casa.
Cerró la puerta y bajó rápidamente la escalera. La finca parecía más silenciosa que de costumbre. Tal vez por la niebla, pensó. Se había dado cuenta de que la niebla era como una campana que ahogaba los sonidos y los transformaba, disolviéndolos, haciendo de ellos lo que hacía con las imágenes. Habría niebla. En el último tramo de la escalera ya podría ver la calle y saber si había acertado. Al final había una luz aún grisácea, pero dura y brillante, de cuarzo. En el bordillo de la acera, una gran rata muerta. Y mientras encendía el tercer cigarrillo, detenido en la puerta, pasó un chico embozado, con gorra, que escupió por encima del animal, como le habían enseñado y siempre veía hacer.
El automóvil estaba cinco casas más abajo. Una gran suerte haber podido dejarlo allí. Había adquirido la superstición de que el peligro de que lo robasen sería tanto mayor cuanto más lejos lo hubiese dejado por la noche. Sin haberlo dicho nunca en voz alta, estaba convencido de que no volvería a ver el coche si lo dejase en cualquier extremo de la ciudad. Allí, tan cerca, tenía confianza. El automóvil aparecía cubierto de gotitas, los cristales cubiertos de humedad. Si no hiciera tanto frío, podría decirse que transpiraba como un cuerpo vivo. Miró los neumáticos según su costumbre, verificó de paso que la antena no estuviese partida y abrió la puerta. El interior del coche estaba helado. Con los cristales empañados era una caverna translúcida hundida bajo un diluvio de agua. Pensó que habría sido mejor dejar el coche en un sitio desde el cual pudiese hacerlo deslizarse para arrancar más fácilmente. Encendióel coche y en el mismo instante el motor roncó fuerte, con una sacudida profunda e impaciente. Sonrió, satisfecho de gusto. El día empezaba bien.
Calle arriba el automóvil arrancó, rozando el asfalto como un animal de cascos, triturando la basura esparcida. El cuentakilómetros dio un salto repentino a noventa, velocidad de suicidio en la calle estrecha y bordeada de coches aparcados. ¿Qué sería? Retiró el pie del acelerador, inquieto. Casi diría que le habían cambiado el motor por otro mucho más potente. Pisó con cuidado el acelerador y dominó el coche. Nada de importancia. A veces no se controla bien el balanceo del pie. Basta que el tacón del zapato no asiente en el lugar habitual para que se altere el movimiento y la presión. Es fácil. Distraído con el incidente, aún no había mirado el contador de la gasolina. ¿La habrían robado durante la noche, como no sería la primera vez? No. El puntero indicaba precisamente medio depósito. Paró en un semáforo rojo, sintiendo el coche vibrante y tenso en sus manos. Curioso. Nunca había reparado en esta especie de palpitación animal que recorría en olas las láminas de la carrocería y le hacía estremecer el vientre. Con la luz verde el automóvil pareció serpentear, estirarse como un fluido para sobrepasar a los que estaban delante. Curioso. Pero, en verdad, siempre se había considerado mucho mejor conductor que los demás. Cuestión de buena disposición esta agilidad de reflejos de hoy, quizá excepcional. Medio depósito. Si encontrase una gasolinera funcionando, aprovecharía. Por seguridad, con todas las vueltas que tenía que dar ese día antes de ir a la oficina, mejor de más que de menos. Este estúpido embargo. El pánico, las horas de espera, en colas de decenas y decenas de coches. Se dice que la industria va a sufrir las consecuencias. Medio depósito. Otros andan a esta hora con mucho menos, pero si fuese posible llenarlo… El coche tomó una curva balanceándose y, con el mismo movimiento, se lanzó por una subida empinada sin esfuerzo. Allí cerca había un surtidor poco conocido, tal vez tuviese suerte. Como un perdiguero que acude al olor, el coche se insinuó entre el tráfico, dobló dos esquinas y fue a ocupar un lugar en la cola que esperaba. Buena idea.