Cerebros Electronicos (8 page)

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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

—¡Imagen! —exclamó una voz.

Todos quedaron en silencio, contemplando perplejos la escena. Algo se movía allá entre las sombras confusas, pero no era una figura humana.

—¿No puedes hacer que veamos mejor, Richard? —dijo Bill.

—Estoy tratando de orientar la antena, pero no espero que la imagen mejore mucho. Ellos deben utilizar un sistema diferente del nuestro. Necesitaría un convertidor, y podría construirlo con tiempo.

—La imagen se ve un poco más clara ahora —dijo Else.

—Esta es la dirección buena —comentó Balmer—. Tal vez si apagan las luces veamos mejor. Se apagaron todas las luces de la cabina. La imagen parecía ciertamente algo más clara. La cámara retrocedió, giró a la izquierda y entonces pudieron ver de qué se trataba. Era una maquina excavadora que abría sus fauces depositando tierra y rocas en una vagoneta. La cámara giró de nuevo, ahora a la derecha, y aproximó la imagen. Las poderosas mandíbulas mecánicas mordían en su desmonte.

—¡Es una máquina excavadora! —exclamó Edgar Ley con regocijo.

Richard Balmer movió el selector de canales y la imagen desapareció siendo reemplazada por otra completamente distinta. En primer plano, unas grandes pinzas atenazaba una plancha metálica, la levantaban y depositaban en un lugar borroso. A continuación las mismas pinzas cogían una pieza hemisférica, la levantaban y la depositaban en un montón de piezas iguales.

—¡Una prensa de estampación de metal! —exclamó el ingeniero Dyer.

—¡Fantástico! —exclamó Tierney—. ¿Qué nos sugiere todo esto?

Fue el profesor von Eicken quien contestó:

—Máquinas dirigidas por control remoto a través de la radio y la televisión. Las precaras condiciones de vida de este planeta deben haber obligado a sus habitantes a servirse de máquinas para aquellas tareas en las que el frío y la falta de oxígeno les obligaría a protegerse con trajes y equipos espaciales.

—A mí me sugiere algo mas práctico que todo eso —dijo Dyer—. Si hay en alguna parte de este planeta una prensa de estampación moldeando una pieza de metal, para mí significa que esa plancha ha tenido que ser forjada en otra parte. Una fundición me sugiere la idea de un horno alto, y el horno de una llama fundiendo al mineral. Ahora bien, no puede haber fuego donde no hay oxígeno. Una condición previa para que todo este proceso haya podido realizarse, es la existencia de oxígeno en alguna parte de este planeta. ¡Y oxígeno es lo que primero y más urgentemente necesitamos para seguir respirando!

—¡Caramba eso es lo que se dice tener un sentido práctico de las cosas! —exclamó Paiton.

—Siga probando, Balmer —dijo Tierney animosamente—. En cualquier momento puede aparecer en imagen la figura de los habitantes de este mundo.

—Espera un momento, Richard —dijo Miguel Ángel—. Anota la marcación de la antena. Fijando luego ésta en el giroscopio de nuestro helicóptero, nos bastará volar en la dirección que señale el compás para dar con la emisora de televisión.

—¿Hacer un vuelo de descubierta? —dijo Tierney—. Ciertamente, el helicóptero debe ser capaz de volar en esta atmósfera. Sabemos que las ondas de televisión no se curvan o se curvan muy poco. Pero el planeta es pequeño y su horizonte presenta una curvatura muy acentuada. Así pues, esa emisora o torre repetidora no puede estar muy lejos.

—Excepto que utilicen satélites artificiales de comunicaciones, en cuyo caso la emisora podría encontrarse muy lejos, en cualquier lugar del planeta —objeto von Eicken.

La sugerencia del científico tuvo la propiedad de enfriar súbitamente el entusiasmo de sus compañeros.

—¿Por qué no se me ocurrió a mí? —murmuró Richard Balmer—. Lógicamente tiene que ser como dice el profesor. En un planeta pequeño, donde el horizonte se curva tanto, un satélite artificial sería la solución radical al problema de las comunicaciones.

—Enciende el radar, vamos a comprobar si hay algún satélite sobre nosotros —dijo Miguel Ángel contrariado. Poco después Balmer señalaba un punto luminiscente que se desplazaba lentamente en la pantalla del radar.

—Ahí lo tenemos. A dos mil kilómetros de altura y moviéndose con bastante rapidez.

—Es un fastidio —refunfuñó George Paiton—. Así no es posible averiguar la situación de la emisora. Else Von Eicken hacía rápidamente números sobre un papel.

—A dos mil kilómetros de altura, el cono de proyección de un satélite artificial cubre un círculo de terreno de cinco mil kilómetros de diámetro. Eso representa, seis millones doscientos cincuenta mil kilómetros cuadrados.

—Demasiado para cubrirlo con nuestro helicóptero —dijo Thomas Dyer.

—¿Qué les parece si grabamos un mensaje y lo emitimos una y otra vez por radio hasta que alguien nos escuche? —propuso Bárbara.

—¿En qué idioma, señora Aznar? —repuso Thomas Dyer—. Esta gente no nos entendería nunca. Tal vez ellos ni siquiera utilicen la voz como medio de comunicación. En realidad no hemos recogido ni un sólo sonido articulado, ni voces, ni siquiera música. ¿No es sospechoso?

—Hay otra cosa que podríamos hacer —dijo Richard Balmer—. Se trata de averiguar la longitud de onda de sus emisiones televisadas y provocar con nuestra emisora una interferencia que les obligue a indagar las causas y el origen de la interferencia.

—No me gustaría a mí ser descubierto por ellos —dijo Dyer—. Puesto a elegir, prefiero verles y espiarles antes que ellos nos vean a nosotros. ¿Sabemos acaso cómo nos acogerán?

—Es una tontería decir eso, Thomas —dijo Harry Tierney—. Incluso si nos acogen como enemigos no estaremos en peor situación que ahora. Tanto da que nos maten como que nos muramos por falta de oxígeno. Nada perderemos con probar. En todo caso, si nos atacan, nos defenderemos hasta donde alcancen nuestras fuerzas. Luego… será lo que Dios quiera.

La posibilidad de ser recibidos con hostilidad era algo que a nadie se le había ocurrido hasta ahora. En medio de la esperanzada alegría que todos habían sentido en un principio, esta alternativa, aceptada como posible, surtió los efectos de una ducha fría en el entusiasmo de todos.

—Richard —preguntó Miguel Ángel—. ¿Cuánto tiempo calculas que te llevará modificar nuestro emisor de televisión, adaptándolo al sistema que ellos utilizan?

—Puede llevarnos bastante tiempo. Dos, tres… cuatro días. No lo sé con seguridad.

—Es mucho tiempo para permanecer inactivos —dijo Miguel Ángel—. Soy de la idea que, puesto que tenemos un helicóptero, lo utilicemos en algunas misiones de exploración. Eso nos mantendrá entretenidos y, ¿quién sabe?

Hasta es posible que demos con alguna cosa interesante, como esa mina que vimos en televisión.

—En este momento —dijo Thomas Dyer-lo que más urgentemente necesito es un sueño reparador. Creo que todos estamos demasiado cansados y excitados. Ocho horas de sueño tal vez nos hagan ver las cosas más claras y con mayor optimismo.

Realmente era como Dyer decía. Nadie había descansado desde que descubrieran al planeta errante, a las pocas horas de haber despegado de Venus. El intento de recuperar el combustible perdido había requerido el trabajo intensivo de toda la tripulación. Vino luego la tensión del arriesgado aterrizaje seguido de la desesperación de saberse perdido para siempre en un mundo hostil que se alejaba de la Tierra a una velocidad de cuatrocientos mil kilómetros a la hora.

Sabiendo la angustia que seguramente mantenía en inquieto insomnio a sus compañeros, Miguel Ángel Aznar les había llamado para comunicarles la buena nueva del descubrimiento del profesor Stefansson respecto a la posibilidad de que este mundo estuviera habitado por seres inteligentes.

Todos estaban necesitados de un descanso, y Miguel Ángel se sentía tan agotado como cualquiera de sus compañeros.

—Está bien, vamos a descansar —aprobó Harry Tierney—. Pondremos el despertador para dentro de ocho horas. No olviden apagar todas las luces, necesitamos hacer la máxima economía de energía eléctrica. Abandonaron la cabina dirigiéndose cada uno a su camarote. Miguel Ángel se dirigió al suyo con Bab.

—No se si podre dormir de todos modos —suspiró la joven mientras su esposo se despojaba del engorroso traje de astronauta—. Antes era la angustia de sabernos perdidos. Ahora la inquietud de lo que nos deparará el futuro próximo.

—Querida, si comparas verás que es distinto —contestó Miguel Ángel sentado en el borde de la litera—. Ahora tenemos una esperanza.

De todos modos, al propio Aznar, a pesar del cansancio, le costó bastante conciliar el sueño. Durmió con sueño profundo y reparador, hasta que el timbre del teléfono, conectado al reloj eléctrico de a bordo, la despertó ocho horas más tarde.

El desayuno reunió a todos alrededor de la gran mesa redonda del salón. Aunque las circunstancias eran idénticas a las de ocho horas atrás, los rostros en general parecían mucho más animados. Inmediatamente surgió el tema del propuesto vuelo de exploración.

Cuatro eran los hombres que podían pilotar el helicóptero; Harry Tierney, Thomas Dyer, George Pailón y Miguel Ángel Aznar.

Decidieron volar por parejas: Miguel Ángel con Pailón, y Tierney en compañía de Dyer. La autonomía del helicóptero era de 600 kilómetros, pero con un par de bidones de reserva podía alcanzar los 800 kilómetros; esto es, volar a 400 kilómetros de distancia y regreso a la base.

La primera interrogante que se suscitó al trazar el plan de vuelo fue ¿hacia dónde volar?

La respuesta del profesor Stefansson fue terminante:

—A lo largo de la costa.

—¿Por qué? —preguntó Edgar Ley.

—Porque si hay habitantes en este mundo, sus ciudades deben encontrarse junio al mar. El agua debe ser tan vital para ellos como lo es para nosotros. Del océano extraerían, además de oxígeno, los alimentos indispensables para su subsistencia; especialmente peces y algas.

—Pero la vida animal, como la vida vegetal, es imposible en un ambiente privado de luz. El hielo cubre enteramente los océanos de este planeta, y debajo del hielo solo puede haber oscuridad —dijo Else von Eicken.

—Las plantas pueden crecer también bajo la luz artificial, ¿no es cierto? —replicó Stefansson—. Si los seres de este mundo han sido capaces de crear un sol artificial utilizando su satélite como una gigantesca lámpara, ¿qué les impediría hacer lo mismo en el fondo del mar? Potentes globos de luz eléctrica, esparcidos a distancias regulares, bastarían para mantener en torno a ellos una frondosa vegetación submarina. Los peces acudirían a alimentarse de esta vegetación, y los bancos de pesca quedarían de este modo muy a mano de las ciudades.

—Cierto que es una deducción muy acertada —dijo Miguel Ángel—. Además, tenemos la costa cerca, como quien dice a un paso de aquí.

—De acuerdo, exploraremos la cosía arriba y abajo —dijo Harry Tierney—. Por cierto, tengo que darles una buena noticia. Me levante hace un par de horas y salí a comprobar el estado de los depósitos. ¿Saben? Todo aquel trabajo que nos tomamos para recuperar parte del combustible derramado no fue en vano. Los depósitos, aunque abollados, resistieron bien el impacto del aterrizaje. Tenemos allí alrededor de quince toneladas de combustible, lo que nos permitirá volar a gran distancia formando una serie de bases escalonadas con reservas de combustible.

—¿Podríamos volar muy lejos con todo ese combustible? —preguntó el profesor Stefansson.

—Verá usted —explicó Miguel Ángel—. Se Irala de cargar el helicóptero con lodo el combustible que pueda llevar, volar cuatrocientos kilómetros y descargar el combustible. Se hacen sucesivos viajes, hasta constituir una importante reserva en aquel lugar. Luego, desde allí, se hace lo mismo transportando el combustible cuatrocientos kilómetros más lejos para constituir la segunda base, y se opera de igual modo hasta formar la tercera y la cuarta. Todo esto, naturalmente, représenla muchas horas de vuelo y enorme gasto de combustible en los sucesivos viajes de ida y vuelta desde una base a oirá. Pero se puede hacer si tenemos combustible y tiempo en abundancia.

—Lo malo del asunto, en nuestro caso, es que no sepamos en qué dirección debemos explorar —dijo Thomas Dyer—. Si aplicamos todos nuestros esfuerzos a explorar costa arriba, podemos incurrir en el error de no haberlo hecho en el sentido opuesto, y lo mismo si lo hacemos al revés y exploramos cosía abajo.

—Bien, la solución es bien sencilla —dijo Balmer—. Exploremos la costa en ambos sentidos hasta donde nos permita llegar nuestra reserva de combustible. Aunque, de lodos modos, soy de la opinión de que una interferencia en las comunicaciones por televisión obligaría a la gente de este mundo a acudir a este lugar sin que nosotros tengamos que ir a buscarles.

—Haremos ambas cosas a la vez —dijo Harry Tierney—. Mientras nosotros exploramos la costa, usted puede dedicarse a su trabajo de interferir las comunicaciones. Pondremos en práctica su idea en último lugar, después de haber agolado todas ras posibilidades de descubrir a los seres de este mundo por nuestros propios medios. Puestos de acuerdo y habiendo terminado el desayuno, decidieron poner manos a la obra. El helicóptero volaría trescientos kilómetros con una carga de mil litros adicionales de combustible, que serían depositados en la primera base, en un depósito de plástico hinchable. Al regreso de esta primera misión, el helicóptero volvería a ser cargado y, con distinta tripulación, volaría en sentido opuesto también a lo largo de la costa. El trasiego del combustible desde los depósitos del destrozado Lanza al helicóptero resultó bastante laborioso, teniendo que efectuarse con una bomba accionada a mano.

Durante la noche, la gigantesca aeronave había quedado totalmente cubierta de hielo, así como los restos desperdigados en el largo camino que el Lanza recorrió arrastrándose sobre la panza antes de detenerse para siempre.

El helicóptero fue elevado por el montacargas hasta la abertura rectangular del techo del hangar superior. Allí desplegó su cola y las palas del rotor y, puesto en marcha por George Pailón, se elevó sólo lo suficiente para abandonar la plataforma y posarse sobre el hielo junto a los restos del destrozado Lanza Harry Tierney parecía deseoso de efectuar el primer vuelo, y Miguel Ángel Aznar no opuso reparos. Thomas Dyer, Edgar Ley y el profesor von Eicken acompañarían a Tierney y colaborarían en los trabajos de transvasar el combustible desde los bidones al depósito hinchable que se extendería sobre el hielo en el lugar escogido para establecer la primera base.

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