Cerebros Electronicos (16 page)

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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

De todos modos los diabólicos robots estaban demasiado encima y no era posible abatirlos a todos a disparos.

—¡Miguel, elévate! —gritó Richard Balmer mientras lanzaba el chorro de fuego líquido de su lanzallamas sobre los robots.

El lanzallamas tuvo efectos espectaculares, aunque no tan eficaces como las granadas antitanque. Como antorchas rodantes, los robots siguieron avanzando velozmente, los brazos extendidos, como queriendo apresar con sus metálicas garras a los asustados terrícolas…

Capítulo 9.
La raza que duerme.

L
anzando una exclamación de rabia Miguel Ángel Aznar tiró de nuevo de la palanca. El aparato se elevó hacia el techo y abajo quedaron los robots, algunos de ellos envueltos en llamas, dando vueltas como avispas furiosas y atronando el aire con .sus sirenas.

—¡Estamos atrapados! —exclamó Thomas Dyer—. ¡Nunca lograremos salir!

—¡Cállese, Dyer, condenación! —rugió Miguel Ángel—. Preparen las granadas de mano, vamos a hacer pedazos a esos robots del demonio.

La «zapatilla volante» seguía subiendo y Miguel Ángel buscó el punto apropiado en la palanca hasta conseguir que la máquina se estabilizara a unos ochenta metros sobre el suelo de la ciudad. Haciendo girar la ruedecilla moleteada en el eje del volante. Miguel Ángel varió el ángulo del proyector de «rayos ígneos» en noventa grados, apuntándolo directamente hacia abajo. En el visor electrónico tenía de nuevo a los robots, pero estos se movían continuamente y resultaba difícil fijar la puntería sobre uno determinado. El español disparó de todos modos, esperando que el «rayo ígneo» alcanzara al azar a alguno de los robots, como en efecto ocurrió. El robot fue desintegrado en medio de un fogonazo, y Miguel Ángel siguió apretando el botón disparador hasta conseguir reducir a cenizas otros dos robots.

Mientras tanto George Paiton había saltado al asiento de atrás de la nave, abrió un cajón de granadas de pina y empezó a arrancar anillas, dejando caer las granadas por la borda.

Las granadas pegaban en el piso de mármol, botaban y estallaban esparciendo metralla en derredor. El eco multiplicaba el fragor de las explosiones como si se estuviera librando una batalla con artillería y cientos de combatientes. El fuego del lanzallamas también había surtido sus efectos. Tres o cuatro robots con el neumático en llamas, se habían detenido. Miguel Ángel los aniquilo con el «rayo ígneo».

—Solo quedan seis en pie —dijo George Pailón—. Si bajamos podremos destruirlos con nuestros fusiles. Miguel Ángel puso de nuevo la «zapatilla» en movimiento, llevándola entre dos rascacielos hacia la plaza, donde descendió a dos metros de altura sobre el suelo.

Los seis robots venían corriendo en persecución de la «zapatilla».

Tres de ellos fueron parados en seco a veinte pasos de distancia por las granadas de Harry Tierney. Thomas Dyer y Edgar Ley. Los tres restantes llegaron hasta la borda de la navecilla. Paiton, esgrimiendo una botella de oxígeno, la dejó caer como una maza sobre el cráneo de un robot. Con la cabeza aplastada el muñeco se vino al suelo. Richard Balmer roció con el lanzallamas a los dos restantes.

Miguel Ángel elevó la «zapatilla» ligeramente y los dos robots, lanzados como motocicletas en llamas, siguieron ciegamente adelante hasta estrellarse contra el edificio del otro lado de la plaza, donde quedaron tumbados arrojando humo.

—Los liquidamos —dijo Richard Balmer con satisfacción.

La «zapatilla» descendió y se posó suavemente en el suelo, muy cerca del ascensor que como un huso, se elevaba recto hasta lo más alto de la cúpula de cristal.

—¿Por qué nos detenemos? —preguntó Harry Tierney.

—¿Qué otra cosa podemos hacer? —contestó Aznar—. Hemos visto que el rayo desintegrador es impotente frente a esas puertas.

—Tal vez se puedan abrir manualmente.

Es posible, aunque no lo creo. Además, ¿qué será de nosotros una vez salgamos de aquí? Hemos buscado con afán la ciudad de los saissai y estamos en ella. No me marcharé de aquí antes de haber tenido dos palabras con el tipo que ha dirigido este festival de los robots.

—¡Está usted loco! Es evidente que nos enfrentamos a fuerzas superiores, con una suma de recursos cuya variedad todavía desconocemos.

— Mire. Tierney —repuso Aznar serénamente—. Si quiere pueden a probar a abrir alguna de aquellas puertas. Mi idea es otra. Ese ascensor debe conducir a alguna parte.

—¿Se refiere allá arriba?

—O aquí abajo —dijo Aznar golpeando con el pie el piso de la «zapatilla»—. En alguna parte tiene que haber un lugar desde el cual se abren y cierran las puertas y se mueven los robots. Si encontramos ese lugar y nos apoderamos de él, la ciudad será nuestra. ¡Y necesitamos esta ciudad para sobrevivir!

Tierney asintió con mudos movimientos de su grotesca escafandra.

—Sí, es cierto. Necesitamos esta ciudad para sobrevivir.

—Bien —dijo Miguel Ángel abriendo la portezuela y saltando al reluciente piso de mármol—. Cambiemos ahora nuestras botellas de oxígeno. Llevaremos con nosotros los fusiles y también los explosivos. Efectuaron rápidamente el cambio de botellas. Cada hombre tomó su fusil y media docena de granadas antitanque, además de una bolsa con dinamita y cargas de T.N.T. Los lanzallamas no se habían mostrado muy eficaces y era engorroso llevarlos. Miguel Ángel decidió dejarlos en la aeronave.

Se dirigieron al ascensor. Este era mucho más capaz de lo que parecía a primera vista. Al abrir la puerta miraron recelósamente en su interior, pero estaba vacío. Miguel Ángel estudió la línea de botones. Contó ocho botones, cada uno de los cuales tenía su correspondiente placa en caracteres saissai. Miguel Ángel los pasó por alto todos para fijarse especialmente en el penúltimo.

«Sala de mandos».

Lo apretó sin vacilar. Las puertas se cerraron y el ascensor se puso en marcha. El ascensor era muy rápido, lo cual sólo pudieron apreciar cuando frenó para detenerse con suavidad. Las puertas se abrieron automáticamente y los seis terrícolas pusieron sus fusiles en posición horizontal, dispuestos para disparar.

Miguel Ángel Aznar saltó fuera del ascensor mirando en torno con recelo. Sus temores se disiparon en seguida, pues nadie había a la vista, en cambio lo que vio le dejó estupefacto.

Se encontraban en una enorme sala de planta circular de cincuenta metros de diámetro, completamente libre de columnas, con el techo situado a veinte metros de altura. Los ciento cincuenta metros de perímetro de esta habitación aparecían totalmente cubiertos de paneles de acero inoxidable, con centenares de interruptores, esferas indicadoras, botones eléctricos y millares de pequeñas luces blancas, rojas, verdes, azules y amarillas que se encendían y apagaban intermiténtemente. A intervalos regulares aparecían pantallas de televisión de gran tamaño, sobre bancos que parecían esperar a un operador con sus interminables hileras de botones. Por encima de estos paneles, a una altura de dos metros, una barandilla metálica circundaba todo el recinto, formando un pasillo angosto. Sobre este pasillo había otro… y otro… diez en total, comunicados entre si por una serie de escalerillas, en las paredes de estos pasillos superpuestos no había nada… solamente hileras interminables de placas metálicas con aspecto de portezuelas, cada una con su identificación en caracteres y cifras saissai. Un zumbido persistente llenaba toda la enorme sala, y en muchas de las pantallas de televisión se movían las imágenes… imágenes de máquinas excavadoras, de trenes que se movían a gran velocidad, de grúas que removían graneles cargas… de pinzas que tomaban delicadamente un objeto y lo depositan en alguna parte…

—¡Cielos! —exclamó Edgar Ley roncamente—. ¿Qué es esto? ¿Dónde nos hemos metido?

—¡Colosal! —exclamó Richard Balmer.

De pronto echó a correr, trepó por una de las escalerillas, alcanzó el pasillo superior, cogió un asa y tiró hacia sí. Salió un cajón lleno de placas colocadas verticalmente. Cada placa tenía un circuito impreso, transistores, condensadores…

—¡Es un cerebro electrónico! —chilló Balmer triunfalmente a través de su radio—. Estos cajones contienen la memoria del cerebro… millones de programas de cosas que tiene que ejecutar el cerebro en cada momento y circunstancias determinadas. Miguel tenía razón, como siempre. De aquí salieron los impulsos de radio que nos abrieron y cerraron las puertas de la ciudad… que lanzaron sobre nosotros a los robots motorizados, que enviaron contra nosotros la «zapatilla volante» que asesinó a Bill. Estamos en el corazón mismo de este mundo automatizado… ¡y podemos inutilizarlo!

—¿Quiere decir destruirlo? —preguntó Tierney, todavía junto al ascensor, en el centro de la enorme sala de control.

—No es necesario destruirlo, sino desarmarlo… ¡así! Balmer tiró hacia arriba y sacó del cajón una de las placas, que mostró a sus amigos.

—Debe haber un medio más sencillo de detener toda esta máquina diabólica —dijo Miguel Ángel—. No podemos vaciar lodos los cajones ni en una semana de trabajo. Debe haber miles… tal vez millones de programas impresos en esas placas. Y muchas de las funciones del cerebro pueden sernos de utilidad. Aquí veo muchos mandos… muchos interruptores, y todos llevan su anotación correspondiente. Este mundo automatizado descansa sobre una base más bien débil. Todo funciona eléctricamente. Luego si conseguimos cortar el suministro eléctrico todo se parará.

—Es una excelente idea —dijo Richard Balmer. Y bajó la escalerilla.

Los seis hombres empezaron a recorrer lentamente los ciento cincuenta metros de muros repletos de indicadores…

—Miren aquí —señaló Thomas Dyer—. Dice: «Plantado Energía Tercera».

—Desconéctela —ordenó Miguel Ángel.

Dyer tiró de la palanca. Continuaron andando. Tierney se detuvo ante otra placa. La placa, en caracteres saissai, indicaba «Planta de Energía Segunda».

La palanca fue desconectada y simultáneamente, sobrevino un apagón en la sala. Pero inmediatamente las luces volvieron a brillar.

—Hemos cortado la línea que suministra energía a la ciudad —dijo Richard Balmer—. Pero esta sala de control debe tener algún sistema de acumuladores o una planta de energía propia que funciona sólo cuando se interrumpe el suministro de la línea principal.

—¿Quiere eso decir que los malditos robots de esta ciudad seguirán funcionando? —preguntó George Paiton.

—No lo creo —fue la respuesta de Balmer—. Mas para tu tranquilidad veo aquí algo que puede ser definitivo. Dice: «hombres autómatas Serie B». Y aquí: «hombres autómatas Serie A». Y todavía hay otra Serie la «C». Vamos a dejar quietecita a toda esta gente.

Balmer desconectó sucesivamente las tres palancas.

Había otras muchas anotaciones bajo su correspondiente mando: «Factoría Primera». «Yacimiento de Titanio» . «Yacimiento Hierro». «Yacimiento Dedona». «Factoría Segunda». «Fundición Hierro»…

—Todo un mundo bajo control —murmuró George Pailón—. ¿Cómo pueden transmitir órdenes desde aquí a los antípodas?

—Por medio de sus satélites artificiales. En cada factoría, en cada planta de energía y en cada yacimiento de mineral debe haber un cerebro complementario que desempeña otras funciones más específicas. Por ejemplo en la planta de energía donde entraron Miguel y Bill. Allí debe haber un cerebro electrónico que solicita un cargamento de uranio, recibe al tren, lo descarga y lo reenvía, introduce el uranio en el reactor y vigila la presión de las calderas, la velocidad de las turbinas y el perfecto funcionamiento de toda la instalación… ¡hasta desempeña funciones de vigilancia y cuida de que lodo este perfectamente limpio! Pero si desde esta sala recibe la orden de suspender todas sus actividades, el cerebro de allá corta el suministro de energía, detiene las turbinas, descargará el reactor, y probablemente lo deje todo limpio y a punto de reanudar sus actividades cuando se le transmita la orden de empezar de nuevo.

—Bueno, pero a todo esto, digo yo, ¿dónde se ha metido la gente que maneja estos aparatos? ¿Han huido? ¿Se han escondido en alguna parte? —preguntó George Paiton.

—Es curioso, verdad? —murmuro Richard Balmer medrosamente mirando a su alrededor. En este momento Miguel Ángel Aznar se detenía ante una angosta puertecilla de acero que no destacaba apenas entre los interminables paneles de mandos. Grabado en caracteres saissai en el acero, el español leyó entre dientes:

—Aquí yacen los padres de la civilización saissai. Quedó Miguel perplejo ante la inscripción.

—¡Eh, vengan aquí! —llamó sus compañeros—. No acabo de entender el significado de esta inscripción. Tierney y Dyer se acercaron.

—AQUÍ YACEN LOS PADRES DE LA CIVILIZACIÓN SAISSAI —leyó Tierney en .voz alta, que llegó hasta el resto del grupo a través de la radio que comunicaba a todos entre sí.

Miguel Ángel se acercó y golpeó el metal con los nudillos enguantados.

—Parece una puerta. ¿Qué puede haber detrás de ella? —murmuró.

—Manojos de conductores eléctricos y cosas parecidas —dijo Dyer.

—Aquí yacen los restos de la civilización saissai —volvió a repetir Miguel Ángel a media voz—. Parece un mensaje, algo así como una despedida. Yacer equivale más o menos a morir.

—No lo tome al pie de la letra —dijo Tierney—. La lengua saissai es bastante enrevesada, y nunca llegamos a dominarla por completo. Puede que no haya nada detrás de ese acero.

—¿Por qué no miramos a ver qué hay? —propuso Edgar Ley, que estaba detrás de Tierney mirando sobre el hombro de éste—. Tenemos buena cantidad de explosivos… suficientes para volar toda la ciudad. Tierney se encogió de hombros. Aznar dijo resueltamente:

—Vamos a volarla. Una pequeña carga será suficiente.

Se hicieron rápidamente los preparativos, fijándose con adhesivos una carga de T.N.T. al acero. Encendida la mecha los terrícolas se retiraron a prudente distancia.

¡Baaam!

Un mazo de llamas hizo saltar la puerta, que quedó doblada y colgando de un gozne entre el humo. Los terrícolas se acercaron para contemplar el hueco que había aparecido detrás de la destrozada puerta. Miguel Ángel metió la cabeza por el agujero y anunció:

—Hay luz y una escalera que desciende. Vengan, ayúdenme a quitar los restos de la puerta. Un par de vigorosos tirones acabó por arrancar la puerta. La escalera empezaba en un rellano de mármol y continuaba con escalones del mismo material noble. Peí techo abovedado, a tramos regulares, pendía un globo de cristal que esparcía una luz azulada y suave.

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