—Entiendo que Ragol es este planeta en el que nos encontramos ahora. ¿Cómo pudo este planeta llegar hasta aquí? preguntó Miguel Ángel Aznar.
—Nuestro sol, cada vez más pequeño, irradiaba cada vez mayor calor. Las reacciones termonucleares se aceleraban precipitando el fin, hasta que finalmente estallo convirtiéndose en polvo cósmico. Los planetas que giraban alrededor del sol abandonaron sus órbitas y salieron despedidos a gran velocidad, iniciándose de este modo el errante caminar de Ragol a través del Universo, condenado a estrellarse contra otro mundo, o a caer en la hoguera de una estrella que se cruzara en su trayectoria.
—Comprendo —dijo Miguel Ángel—. Así fue cómo, después de vagar durante siglos por el espacio, Ragol vino a pasar por puro azar por las proximidades de nuestro Sol.
—Sí, en efecto. El pueblo saissai había aprendido una dura lección y las nuevas generaciones recriminaban a los antiguos por la estúpida conducta. Bien era cierto que el final de Diyan estaba sentenciado de todos modos, pero esto hacía todavía mas injusto e inhumano el genocidio que la raza saissai perpetró condenando al aniquilamiento a la raza «kidman». Cuando tuvimos la evidencia de que penetrábamos en un sistema solar donde había planetas en los que podríamos sobrevivir, empezamos a prepararnos para la emigración. Pero entonces surgió otro problema con división de opiniones. Algunos como yo eran de la opinión que el progreso y la técnica sólo nos habían acarreado desgracias y una forma de vida antinatural e insensata. Los »saissai que fueran a habitar aquellos jóvenes planetas deberían reemprender una nueva existencia, volviendo a lo natural, lo elemental y lo primitivo. Sólo se les enseñaría a leer y escribir, pero ignorarían su historia y no llevarían consigo ni una sola maquina, absolutamente ninguna.
Sólo unas pocas herramientas y el conocimiento del arte de fundir el hierro y el cobre, nada más.
—Eso implicaba la exclusión tácita de los hombres adultos, ¿no es cierto? —preguntó Harry Tierney.
—En efecto. Sólo unos pocos adultos, de espíritu bien probado, acompañarían a los jóvenes para servirles de maestros en las pocas artes que el nuevo pueblo saissai necesitaba aprender,. Esta decisión, aceptada por la mayoría, dejó a una minoría descontenta, que propugnaba la emigración al planeta virgen, sí. Pero llevando consigo toda su ciencia, su técnica y nuestra vieja cultura. Finalmente, tras algunos brotes de rebeldía, hechas las exploraciones previas, los emigrantes fueron embarcados en todas las aeronaves disponibles y trasladados a ese planeta que llamáis Venus. Las naves no regresaron, a fin de impedir que otros que no debían las utilizarán para emigrar a su vez y propagar la discordia en el nuevo mundo, y fueron destruidas en Venus. Ragol continuó su errático caminar, alejándose de vuestro Sol, y durante mucho tiempo se prohibió rigurosamente la construcción de nuevas aeronaves, capaces de navegar en el vacío intergaláctico. Algunos, sin embargo, deseábamos vivir para conocer los resultados de nuestra obra si, como suponíamos, la nueva órbita de Ragol nos conducía algún día de nuevo a las proximidades de Venus. Doscientas veinte mujeres y trescientos cuarenta hombres quisimos sumirnos en un letargo de largos siglos. Deberían habernos revivido cuando nos acercábamos a vuestro sistema solar, pero es evidente que no ha ocurrido así. ¿Dices que Ragol se está alejando ahora de Venus?
—Sí. Hace algunos días que nosotros salimos de Venus en nuestra aeronave. Sufrimos un contratiempo en nuestros motores, vuestro planeta nos arrastró consigo y nos vimos obligados a efectuar un aterrizaje. Nuestra aeronave quedó destrozada y carecemos de medios para regresar a la Tierra. ¿Podréis ayudarnos vosotros, llevándonos con alguna de vuestras aeronaves?
El anciano saissai miró en torno.
—¿Dónde estamos? —preguntó—. No conozco este lugar.
—Tal vez lo hayas olvidado. Nos encontramos a unos cincuenta metros de profundidad bajo la ciudad. Sobre nosotros hay una enorme cúpula de cristal, y en su interior cuatro altos edificios deshabitados.
—No conozco esa ciudad. Nuestras ciudades siempre estuvieron enterradas bajo el hielo, junto al mar. ¿Dónde está nuestra gente? ¿Por qué no veo aquí a ningún hombre de mi raza? —preguntó el anciano poniéndose en pie.
—Nunca vimos ningún saissai en los días que llevamos en este planeta. Hemos recogido señales de radio en nuestros aparatos, y captado emisiones de televisión en nuestras pantallas, pero nunca escuchamos una voz humana ni vimos un saissai hasta que penetramos en la cámara donde hibernabais. Buscando seres humanos llevamos a cabo una incursión en una de vuestras plantas atómicas. Un robot nos atacó, lo destruirnos y lo llevamos a nuestra aeronave. Más tarde nos atacó una «zapatilla volante» que mató a uno de nuestros hombres. El piloto de aquel aparato era otro robot. Capturamos vuestra «zapatilla volante», y con ella llegamos hasta aquí siguiendo el ferrocarril. También en esta ciudad fuimos atacados por los robot. Los destruimos y penetramos en esta cámara. Comprendimos que se trataba de un cerebro electrónico, desde el cual se impartían todas las órdenes para acabar con nosotros, y lo desconectamos. Luego penetramos en vuestra cámara y comprendimos que al detener el cerebro electrónico habíamos puesto en marcha algún dispositivo automático que os sacó de vuestro sueño.
—No comprendo nada de lo ocurrido. Pero lo investigaremos. Este cerebro debe conservar en su memoria todos los sucesos acaecidos en el largo tiempo que yo y mis amigos estuvimos dormidos. Mi nombre es Rothma, Tadd y miembro del Consejo de Gobierno en otro tiempo. Mostradme esa ciudad. Mis amigos harán funcionar al cerebro y conoceremos lo ocurrido.
Con gran dignidad, recogiendo su túnica, el Tadd se dirigió al ascensor. Miguel Ángel Aznar y Harry Tierney cambiaron una mirada. Luego tomaron sus fusiles y siguieron al Tadd. Dyer, Ley, Paiton y Balmer les siguieron también.
El ascensor funcionaba al parecer con los medios propios de la ciudad y les elevó rápidamente hasta la monumental plaza flanqueada por los cuatro esbeltos rascacielos.
El Tadd miró en torno y levantó sus ojos sorprendidos hacia la alta cúpula de cristal.
—¿Podemos subir allá arriba? —preguntó.
—Supongo que sí. No lo hemos intentado —respondió Miguel Ángel.
Regresaron todos al ascensor. Tierney apretó el último botón, se cerraron las puertas y el ascensor se puso en marcha velozmente.
Poco después salían del ascensor. Se encontraban en aquel edificio de planta circular que colgaba del punto mas alto de la cúpula. Al parecer, se trataba de un observatorio astronómico, pues en él vieron un gigantesco telescopio electrónico, cartas astronómicas y gran cantidad de materiales científicos para la observación y estudio del espacio. Asomándose por las ventanas del observatorio pudieron ver a sus pies una bella perspectiva de la plaza, la ciudad y los jardines circundantes, todo a través de la lámina de cristal que formaba un segundo piso cerca del remate de los rascacielos.
También se podía ver a través de la cúpula, los restos de las grúas y las grandes montañas de materiales abandonados alrededor de la ciudad.
El Tadd, por último, quiso ver cómo eran los rascacielos por dentro.
Descendieron en el ascensor hasta el piso inmediato, aquel que estaba formado por una lámina de cristal transparente a ciento setenta metros de altura sobre la plaza. Entraron en uno de los rascacielos y recorrieron toda una planta, examinando el Tadd. Las habitaciones vacías y perfectamente limpias. Descubrieron que cada rascacielos disponía de ascensores de gran capacidad para el propio uso del edificio, y utilizaron uno de ellos para descender a la planta baja.
La planta baja estaba repleta de robots perfectamente ordenados en filas. El Tadd los estuvo examinando en silencio y luego salió a la plaza. Allí se encontraron con los restos de los robots destruidos por los terrícolas.
—No conocía este tipo de robot —murmuro el Tadd—. No existían en mi época. Regresemos al solano, mis amigos deben haber descifrado este misterio.
El grupo volvió a tomar el ascensor para regresar a la cámara de control. Allí hombres y mujeres, sentados en los bancos, movían botones y leían las líneas de escritura saissai, que una maquina parecía escribir electrónicamente en algunas pantallas,. En otras pantallas aparecían escenas de filmes que los «saissais» seguían con atención. El segundo anciano, que por su túnica debía estar revestido igualmente de la dignidad de «Tadd», salió al encuentro de su compañero.
—¿Se sabe algo de lo ocurrido aquí. Tesan?, —preguntó Rothma.
—Nuestra ansiedad nos ha hecho ir directamente a los acontecimientos más importantes, dejando algunas lagunas que podrán rellenarse luego. Una gran catástrofe ha ocurrido hace cinco siglos. Después que nosotros escogimos el sueño que no piensa, los saissai continuaron viviendo igual que lo habían hecho hasta entonces. Ragol llegó a una lejana galaxia, donde un cuerpo celeste de gran magnitud lo atrajo y lo hizo desviar de .su órbita. Los saissai comprendieron entonces que, por un azar imprevisible, Ragol retornaba por la ruta que había seguido hacia aquellos hermosos planetas, en uno de los cuales habíamos abandonado a nuestra juventud. A partir de este momento, se hicieron proyectos para construir grandes aeronaves, capaces de tomar millares de personas de una sola vez. Y se empezó a construir una aeronave gigante que llamaron autoplaneta. Es ésta en la que nos encontramos ahora.
—¡Estamos a bordo de un autoplaneta! —exclamó Miguel Ángel con júbilo—. ¡Una aeronave capaz de volar y llevarnos a todos de regreso a la Tierra!
El Tadd Tesan dejó caer sobre el español una mirada apagada.
—No, hombre de la Tierra. Este autoplaneta no puede volar… porque no está terminado.
—¡ ¡ ¡Oh! ! ! —se escuchó una triple voz de decepción.
—Para manejar una aeronave tan grande y tan compleja, nuestros técnicos proyectaron el cerebro electrónico de mayor capacidad que se había construido hasta la fecha. El cerebro se construyó antes que el autoplaneta con el fin de que colaborara con los ingenieros en la resolución de los muchos problemas que planteaba la construcción del autoplaneta. Mientras, se levantaban los edificios que deberían albergar a más de diez mil personas en su éxodo espacial. El cerebro se puso a trabajar y resolvió el problema de levantar la cúpula de cristal que cubre la ciudad. Pero entonces ocurrió algo inesperado…
—Di pronto qué ocurrió, Tesan —apremió Rothma—.
Todavía no has contestado a lo más importante. ¿Dónde está nuestro pueblo?
—Murieron todos.
—¡Imposible!
—Nuestro pueblo fue aniquilado de la forma más absurda. El cerebro, ¡este cerebro! —señaló Tesan en derredor—, iba desarrollando sus propias facultades como las va desarrollando un niño al crecer. Nadie había sido capaz de prever hasta dónde alcanzaría la inteligencia de este cerebro. Lo cierto fue que él cobró en algún instante conciencia de su propia existencia. Sabemos que el hombre ha sido siempre superior a la máquina, porque la máquina no es capaz de desarrollar el sentido de abstracción del ser humano. Pero en este caso ocurrió. Este monstruo electrónico atravesó la frontera de lo psíquico y se adentró en el mundo de la abstracción. Entonces «sintió» desprecio por los hombres… «sintió» que era superior a todos nosotros… y «sintió» la necesidad de erigirse en ser supremo del mundo que le rodeada.
—¡No es posible! —exclamó roncamente el Tadd Rothma.
—La máquina lo ha declarado. Una máquina no miente, aunque se trate de un cerebro tan inteligente como éste. El pueblo saissai deseaba abandonar en masa Ragol, y quería hacerlo lo más pronto posible. Es decir, el autoplaneta se pondría en marcha y viajaría mas aprisa que Ragol, anticipándose en siglos a la llegada de este a Venus. Nuestros técnicos no querían dedicar más esfuerzos que los imprescindibles al mantenimiento de las plantas de energía, de nuestros cultivos submarinos y nuestras ciudades. Al nuevo cerebro se le asignó, pues, el mantenimiento de nuestras ciudades, provisión de oxígeno, renovación de la atmósfera, calefacción, aireación, alumbrado y todos los demás servicios. El cerebro decidió acabar con los humanos. Es probable que lo hubiese confesado si alguien se lo hubiera preguntado… pero nadie preguntaría una cosa así a una máquina. El cerebro cortó simultáneamente la energía eléctrica y el suministro de oxígeno, y abrió los conductos para que el anhídrido carbónico de la atmósfera invadiera nuestras ciudades… todos murieron asfixiados.
—¿Oh Dios! —exclamó el Tadd Rothma levantando sus brazos escuálidos al cielo.
—Si alguien quedó con vida —continuó Tesan-los robots acabaron con ellos controlados por el cerebro. Eso fue lo que ocurrió. Por eso se suspendió la construcción del autoplaneta.
—¿Por qué no nos destruyó también a nosotros?
—Probablemente porque el cerebro ignoraba que nos habían trasladado aquí. Los que cuidaron de nuestra vida montaron un dispositivo para que despertáramos si el cerebro dejaba de funcionar.
—¡Destruid esta máquina diabólica! —gritó el Tadd colérico—. Voladla en mil pedazos.
—No, Tadd —dijo Miguel Ángel, firme y respetuoso—. ¿Qué utilidad hay en destruir una máquina que todavía puede sernos de gran utilidad? Limitemos sus funciones… destruyamos su poder de abstracción y hagamos de ella lo que debe ser… una simple máquina a nuestro servicio. El planeta entero depende de este cerebro. Si lo destruimos, destruiremos también las fuentes de energía eléctrica… dejarán de trabajar las minas y las fundiciones.
—¿Qué importa, si nuestro pueblo ha sido aniquilado?
—Vuestro pueblo, una rama numerosa de él, vive todavía en un planeta llamado Venus. Aquel pueblo feliz vive actualmente sojuzgado por una raza detestable que aspira, asimismo, a conquistar y esclavizar al pueblo terrícola. Tenemos aquí una máquina portentosa que puede ayudarnos a terminar el autoplaneta. Y este autoplaneta puede ser una baza decisiva en la liberación de vuestro joven pueblo de Venus.
—Tardaríamos años… tal vez siglos en terminarla de construir.
—El tiempo no importa. Tenemos millares de robots dispuestos al trabajo, y un eficiente cerebro electrónico para dirigirles. Unos pocos de nosotros podemos quedarnos aquí vigilando los trabajos mientras el resto pasa al estado de hibernación. Podemos terminar la aeronave y ser todavía jóvenes dentro de mil años.
—Escuche, Aznar — —interrumpió Thomas Dyer en inglés—. ¿Está hablando por usted mismo o en nombre de todos? ¿Por qué no les pide mejor que nos ayuden a construir algo más modesto que un autoplaneta, algo que nos permita regresar a ia Tierra lo más pronto posible?