—¡Bill! —llamaba la voz angustiada de Edgar mientras corría.
En los auriculares de Miguel Ángel Aznar, y simultáneamente en los de Harry Tierney, se escuchó la voz de George Paiton diciendo:
—Por favor, Edgar… no se acerque. Será mejor que no lo vea.
—¡Bill, hijo mío! —se oyó sollozar a Edgar. Miguel Ángel Aznar y Harry Tierney cruzaron su mirada a través del cristal azulado de sus respectivas escafandras.
—¡Paiton! —llamó Tierney con rabia—. ¿Qué ha ocurrido?
El pobre Bill… —murmuró Paiton a través de la radio con palabras entrecortadas—. Ese maldito aparato que está allí
arriba disparó un rayo. No sé exactamente lo que ocurrió. La escafandra de Bill fue desintegrada y sus pedazos volaron la cabeza del muchacho… Creo que de todas formas habría muerto… asfixiado. Miguel Ángel se mostró ahora enérgico.
—Tierney, tome usted los mandos. Elévese y manténgase inmóvil sobre ese aparato. Voy a descender hasta él por medio del cable.
—¿Qué es lo que se propone hacer?
—Capturar ese aparato… si puedo.
El helicóptero se elevó de nuevo haciendo rugir sus turbinas. Miguel Ángel, en la cabina, desenrolló veinte o treinta metros de cable de acero del cabestrante. Tierney llevó al helicóptero por encima de la «zapatilla volante» y, siguiendo las indicaciones que Aznar le hacía a través de la radio de su escafandra, fue a situarse exactamente sobre el misterioso aparato.
Miguel Ángel Aznar se deslizó a lo largo del cable hasta que sus pies tocaron en el piso de la carlinga del otro aparato.
—Listo, Tierney. Ya estoy. Intentaré llevar este aparato a tierra.
—Me sostendré aquí arriba por si me necesita —contestó Tierney.
El aparato, que de lejos parecía una embarcación, seguía pareciéndolo a bordo de ella. La carlinga era muy espaciosa, estando ocupada por tres asientos corridos, capaz cada uno para tres personas cómodamente sentadas. A popa se elevaba un volumen constituido por dos motores, cada uno de ellos accionando una hélice de tamaño más bien reducido. Más atrás, entre las dos hélices, se elevaba un timón.
Miguel Ángel había venido a caer en el centro del extraño aparato, a espaldas del piloto. Este, por lo que pudo ver en seguida, no era un ser humano, sino otro robot parecido al que capturaron horas antes en la planta atómica de energía eléctrica. La diferencia más notable entre ambos robots consistía en que este tenía dos piernas articuladas en lugar de una llanta de automóvil.
Los proyectiles de veinte milímetros habían perforado la plancha de acero en la nuca y la espalda del robot, abriendo media docena de agujeros en el cristal parabrisas de la navecilla. Esta se estaba moviendo despacio, alejándose del Lanza, lo que originaba este lento desplazamiento era el aire que soplaba sobre la inmensa llanura de hielo.
—El piloto está «muerto» —informó Miguel Ángel por la radio—. Es otro robot.
—¿Seguro que se trata de un robot? —preguntó Tierney.
—Yo veo un robot. Voy a amarrarle con el cable. Cuando yo le diga, usted se eleva y así sacaremos al robot de su asiento. Parece muy pesado.
Miguel Ángel pasó el cable de acero por debajo de los brazos del robot, engancho el gancho formando a modo de un nudo corredizo y avisó a Tierney para que se elevara.
El helicóptero, batiendo el aire por encima de Miguel Ángel, se elevó verticalmente levantando al robot del asiento y arrastrándolo consigo.
—Perfecto —dijo Miguel Ángel—. Ahora llévelo junto al Lanza y deposítelo en el suelo. Voy a tratar de averiguar cómo se maneja este aparato.
El helicóptero se alejó mientras Miguel Ángel pasaba una pierna por encima del respaldo del asiento que había ocupado el piloto. Los mandos no parecían ser muy complicados: un volante que seguramente movía el timón de popa, situado a la izquierda como en un automóvil americano; una palanca larga a la derecha del piloto, como el freno de mano de un coche cualquiera, y dos pedales abajo, uno para cada pie. El cuadro de mandos era muy somero: solamente un par de indicadores de aguja, y media docena de interruptores de balancín, con una pequeña placa grabada debajo de cada uno de ellos.
Miguel Ángel se inclinó con curiosidad para mirar los caracteres de las placas. El corazón le dio un vuelco. ¡Eran caracteres de escritura saissai! El cartelito decía: «Rayos ígneos». La sorpresa dejó a Miguel Ángel momentáneamente sin habla. ¡Escritura saissai aquí, en este planeta!
Los saissai eran una raza de hombres semejantes a los terrícolas, de caracteres orientales y piel de coloración ligeramente azul. Estos hombres azules habitaban Venus cuando los Hombres Grises (thorbod) llegaron a aquel planeta procedentes de algún remoto lugar del Universo.
Sin embargo, tampoco los saissai eran aborígenes de Venus. Según su propia leyenda, que las investigaciones del profesor Stefansson corroboraron más tarde, los primeros Hombres Azules habían llegado a Venus unos 700
años antes de Jesucristo. Eran los • supervivientes de alguna supercivilización que, obligados a abandonar su mundo de origen, fueron a refugiarse en Venus.
Sin duda escarmentados por las desdichas que su civilización les había deparado, los saissai decidieron romper con su vieja cultura, y renunciaron a todas las ventajas de su avanzada técnica, para recomenzar una nueva existencia con retorno al más puro primitivismo. Solamente conservaron su lengua y su escritura. Miguel Ángel Aznar sintió su corazón lleno de esperanza. ¿Era este inhóspito planeta la patria de la raza saissai?
Si era de este modo, al menos podrían hacerse entender de ellos en su propia lengua. La lectura de las pequeñas placas bajo los interruptores aclaró muchas de las dudas del español. Uno de ellos servía para poner en marcha los motores. Miguel Ángel tomó asiento en el puesto del piloto, hizo girar el volante a la izquierda y miró atrás, comprobando que, en efecto, el timón se movía en el mismo sentido. El sistema de sustentación era lo que más intrigaba a Miguel Ángel.
No se escuchaba ruido de motor alguno. Si lo hubiera habido, el astronauta lo habría oído gracias a los micrófonos situados en la parte exterior de su escafandra.
Apoyada contra el parabrisas, al extremo un brazo de acero articulado, había una caja negra rectangular, del tamaño de una caja de zapatos, con un cristal. Por la posición de la caja se deducía que el robot, al caer hacia adelante, la había empujado contra el parabrisas.
Miguel Ángel tiró de la caja y entonces vio que se trataba de una pequeña pantalla de televisión haciendo las veces de visor. El visor estaba funcionando, pero sólo se veía el suelo cubierto de hielo. De este instrumento óptico debía haberse servido el robot para fulminar a Bill con su mortífero «rayo ígneo». Miguel Ángel apartó el visor y tentó la larga palanca situada a su derecha. La palanca no se movió, pero el español descubrió en su extremo un botón, el cual indudablemente servía para sostener fija la palanca. Apretó el botón con el pulgar y empujó la palanca hacia adelante.
¡La nave empezó a descender verticalmente!
Aznar tiró de la palanca. La nave se detuvo en su brusco descenso y se elevó suave pero enérgicamente. Aznar esperó a ver qué ocurría. La nave se detuvo a unos quinientos metros de altura.
—¡Fantástico! —exclamó.
Su voz fue escuchada en tierra a través de la radio.
—¡Eh, Miguel Ángel! —era la voz de George Paiton—. ¿Qué haces ahí, subiendo y bajando como un ascensor?
—Estoy tratando de averiguar cómo funciona esto… y ya he descubierto cosas muy interesantes —contestó Aznar.
—Te estás alejando mucho.
—El viento me empuja. Pero creo haber encontrado la forma de regresar. Voy a intentarlo ahora. Miguel Ángel apretó el botón con la anotación «motor». A popa las dos hélices empezaron a girar, una en sentido contrario a la otra, trazando dos brillantes círculos bajo el sol.
«Estos pedales deben servir para algo. Tal vez de acelerador» —se dijo el español. Puso el pie derecho sobre el pedal del mismo lado y pisó con suavidad. Con gran satisfacción notó que la aeronave empezaba a moverse hacia adelante, impulsada por las dos hélices que ahora giraban más aprisa. Antes de seguir adelante quiso hacer una ultima prueba. Soltó el acelerador y pisó el pedal de la izquierda con la esperanza de que actuara de freno.
Era un freno, en efecto. Las hélices disminuyeron su velocidad de rotación, se detuvieron y erripezaron a girar en sentido contrario. La nave frenó suavemente, se detuvo y a continuación empezó a moverse hacia atrás. Sabiendo ya cómo andaban las cosas, Miguel Ángel retiró el pie del pedal izquierdo y pisó a fondo el derecho. Las hélices invirtieron su giro y la aeronave salió impulsada de nuevo hacia adelante. A fin de comprobar la velocidad máxima que era capaz de desarrollar el aparato, Miguel Ángel pisó y mantuvo a fondo el acelerador de «avante» hasta que la máquina alcanzó su máxima velocidad. Esta la calculó Aznar en unos trescientos kilómetros por hora, lo que no estaba del todo mal para un aparato movido por motores eléctricos. El aviador había comprendido hacía rato que la navecilla se alimentaba de electricidad por idéntico sistema que los robots. La recibía de la lejana emisora igual que una radió las ondas hertzianas, y las convertía en energía aplicada a todo el sistema de propulsión de la nave.
Se había alejado mucho del Lanza durante estas pruebas, y viró para regresar. Entonces descubrió con sorpresa que la aeronave se inclinaba de lado para contrarrestar la fuerza centrífuga, y se enderezaba de nuevo al enderezar el volante.
Miguel Ángel experimentó auténtica admiración hacia los genios que habían construido esta navecilla. Todavía no se explicaba ni podía comprender cómo la máquina se sostenía en el aire.
«Seguramente los saissai han encontrado la forma de crear un campo de fuerza magnético» —se dijo. El Lanza estaba a la vista y Miguel Ángel pisó el freno. Lo hizo tan bien que la navecilla vino a detenerse casi sobre la vertical del Lanza.
Sólo dos figuras, sobre el campo de hielo, observaban las evoluciones de Miguel Ángel. Eran George Paiton y el profesor Erick von Eicken. La impresión por la muerte de Bill era probablemente lo que les mantenía en silencio.
Miguel Ángel Aznar empujó la palanca hacia adelante y la nave empezó a descender, pero se detuvo después de haber bajado algunos metros. Aznar tuvo que ir empujando más y mas la palanca hasta que el fondo plano de la curiosa «zapatilla» se posó en el hielo.
—¡Bravo, Miguel! —se oyó exclamar a Paiton a través de la radio—; Lo conseguiste. La navecilla tenía tres portezuelas por lado para facilitar el acceso al aparato. Miguel Ángel abrió la portezuela de su izquierda y saltó al hielo. El profesor von Eicken y Paiton se acercaron para contemplar la navecilla llenos de curiosidad.
—¿Qué fue exactamente lo que le ocurrió a Bill? —preguntó Aznar.
—No nos dimos cuenta de que estaba sobre nosotros hasta que tú diste la voz. Pero fue demasiado tarde. La escafandra de Bill se desintegró bajo ese maldito rayo y le deshizo la cabeza. Hubiese muerto también de asfixia ya que sus botellas de oxígeno estallaron al mismo tiempo.
—No sólo fueron desintegradas la escafandra y las botellas de oxígeno —dijo el profesor von Eicken—. También el anillo donde la escafandra se une al cuello del traje, las cremalleras… todo cuanto de metálico llevaba Bill encima.
—¿Sólo las partes metálicas?
—Sí, sólo las piezas metálicas. El caucho, la ropa ni el propio Bill resultaron afectados por ese extraño rayo desintegrador.
—¿No es curioso que ocurriera así?
—Ese rayo debe tener alguna propiedad especial que sólo afecta al metal. Encontré la visera de cristal de la escafandra de Bill intacta a varios metros de distancia —contestó el profesor.
—No he intentado poner a prueba la capacidad destructora de ese rayo, pero si es como usted dice, tenemos en nuestras manos un arma poderosa contra los robots. Los robots están hechos de acero. Pero quizás no tengamos que destruir más robots. He descubierto algo sorprendente, realmente inesperado. Nuestros amigos los saissai construyeron esa aeronave.
—¡Los saissai! —exclamó George Pailón—. ¿Quieres decir los Hombres Azules de Venus?
—No los de Venus, sino los de aquí, los que seguramente habitan o habitaron en este planeta.
—¡Aznar, eso es algo realmente sorprendente! —exclamó a su vez el profesor von Eicken—. Sabemos que los Hombres Azules no son oriundos de Venus. ¿Es posible que este planeta fuera su patria, el viejo mundo del que emigraron para ir a establecer una nueva civilización en Venus?
—No me lo pregunte, no lo sé —contestó Aznar—. Sólo sé, porque lo he .visto, que en los mandos de esa aeronave hay carteles escritos en lengua saissai. No tuve la menor dificultad en descifrarlos.
—Vamos adentro a decírselo a los demás. Es un descubrimiento digno de celebrarse. ¿Por qué no lo dijo antes?
—Porque considerando la muerte de Bill, no creo que estemos para celebraciones.
—Tiene usted razón, ha sido una gran desgracia —murmuró el profesor.
—Vayan ustedes a comunicarlo a los demás. Yo me quedaré aquí por el tiempo que dure mi provisión de oxígeno. Ellos saben ahora dónde estamos y pueden atacarnos de nuevo. Si su rayo desintegra el metal… no quiero pensar lo que habría ocurrido si en lugar de disparar contra Bill lo hacen contra nuestro helicóptero e incluso el Lanza.
—Vaya usted, profesor —dijo George Paiton—. Yo me quedare con Miguel por sí vuelven esos malditos robots.
—¿Puedo ver antes esas inscripciones en caracteres saissai?
Miguel Ángel no tuvo qué oponer al deseo del sabio alemán y éste subió a la «zapatilla volante» para mirar y remirar las pequeñas placas del cuadro de mandos.
—Es escritura saissai, no cabe duda —dijo el profesor—. Voy a comunicarlo a los compañeros. El profesor se alejó para entrar en el Lanza por el agujero que habitualmente solían utilizar.
—¿Cómo funciona este aparato? —preguntó Pailón—. Eléctricamente, como los robots. Es un gran invento el de los
saissai, este de enviar ondas eléctricas a distancia sin cables. Los motores son movidos por energía eléctrica, y por lo lanío puede funcionar perfectamente en una atmósfera sin oxígeno, incluso sin atmósfera de ninguna clase.
—Eso puedo entenderlo bien. ¿Pero cómo se sostiene en el aire, sin rotor, sin alas y sin salida de gases?
—No lo sé. Yo pienso si llevará algún apáralo que crea un campo de fuerza magnético… algo que repele la atracción de la masa del planeta.