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Authors: Marie Darrieussecq

Tags: #Realismo Mágico, Relato

Chanchadas

 

Esta es la historia de una joven que vende su cuerpo sin apenas darle importancia, en Aqualand, en la perfumería donde trabaja o en casa con su novio. Una mujer que se encuentra atractiva, joven, guapa y que gana lo suficiente para vivir. Pero un día, la protagonista sufre una extraña metamorfosis. Se está convirtiendo en un cerdo. A pesar de este problema que es ante todo físico, empieza a tomar conciencia del abuso cotidiano al que es sometida. Denuncia el uso de la imagen de la mujer, la brutalidad de la especie humana y la ausencia de solidaridad femenina. Sólo cuando ella pierde su forma humana se da cuenta de la perversidad del ser humano.

Marie Darrieussecq

Chanchadas

ePUB v1.0

Ariblack
02.08.2012

Título original:
Truismes

Marie Darrieussecq, 1996.

Traducción: Cristina Piña

Editor original: Ariblack (v1.0)

ePub base v2.0

Luego el cuchillo se hunde. El criado

le da dos pequeños empujones para

hacerlo atravesar el pellejo, tras lo

cual es como si la larga hoja se

fundiera al hundirse hasta el mango

a través de la grasa del cuello.

Al principio el verraco no se da

cuenta de nada, se queda tirado

unos segundos reflexionando un poco.

Sí! Ahora comprende que lo matan

y lanza gritos sofocados

hasta que no puede más.

KNUT HAMSUN

Sé hasta qué punto esta historia puede sembrar problemas y angustia, hasta qué punto perturbará a la gente. Me temo que el editor que acepte hacerse cargo de este manuscrito se expondrá a infinitas molestias. Sin duda la prisión no le será ahorrada, y me apresuro a pedirle perdón de inmediato por el trastorno. Pero es preciso que escriba este libro sin más demora, porque si me encuentran en el estado en que estoy ahora, nadie querrá escucharme ni creerme. Pero tomar una lapicera me produce calambres terribles. También me falta luz, me veo obligada a detenerme cuando cae la noche, y escribo muy, pero muy lentamente. Ni les cuento las dificultades para encontrar este cuaderno, ni del barro, que ensucia todo, que diluye la tinta apenas seca. Espero que el editor que tenga la paciencia de descifrar esta letra de chancho tome en consideración los terribles esfuerzos que hago para escribir de la manera más legible que puedo. La misma acción de recordar me resulta muy difícil. Pero si me concentro mucho y trato de remontarme lo más lejos que me resulta posible, es decir justo antes de los acontecimientos, logro encontrar imágenes. Es preciso confesar que la nueva vida que llevo, las comidas frugales con las que me contento, este alojamiento rústico que me conviene desde todo punto de vista y esta asombrosa aptitud para soportar el frío que descubro a medida que llega el invierno, no me hacen añorar los aspectos más penosos de mi vida anterior. Recuerdo que en la época en que todo comenzó estaba sin trabajo y que la búsqueda de un empleo me hundía en angustias que ahora no comprendo. Suplico al lector, en particular al lector sin trabajo, que me perdone estas palabras indecentes. Pero, caramba, no estaré lejos de la indecencia en este libro; y ruego a todas las personas a quienes pueda chocarle que tengan la amabilidad de disculparme.

Buscaba un trabajo, entonces. Iba a entrevistas. Y no me daba ningún resultado. Hasta que envié una
solicitud espontánea
—me vuelven las palabras a la memoria— a una gran cadena de perfumerías. El director de la cadena me había puesto sobre sus rodillas y me manoseaba el seno derecho, y evidentemente lo encontraba de una elasticidad maravillosa. En ese período de mi vida, a todos los hombres se les había dado por encontrarme de una elasticidad maravillosa. Había aumentado un poco de peso, tal vez dos kilos, pues me había dado por tener hambre todo el tiempo, y esos dos kilos se habían repartido armoniosamente por toda mi persona, lo veía en el espejo. Sin practicar ningún deporte, sin hacer ninguna actividad especial, mi carne estaba más firme, más lisa, más turgente que antes. Ahora veo con toda claridad que ese aumento de peso y esa espléndida textura de mi carne fueron sin duda los primeros síntomas. El director de la cadena tenía mi seno derecho en una mano, el contrato en la otra mano. Yo sentía que mi seno palpitaba, era la emoción de ver ese contrato tan próximo a firmarse, pero también era ese aspecto, cómo decirlo,
neumático
de mi carne. El director de la cadena me decía que en la perfumería lo esencial era estar siempre linda y cuidada, y que sin duda yo apreciaría el corte muy ceñido de los guardapolvos de trabajo, que me quedaría muy bien. Sus dedos habían bajado un poco más y desabrochaban lo que había para desabrochar, por eso el director de la cadena se había visto obligado a poner el contrato sobre su escritorio. Yo leía y releía el contrato por encima de su espalda, un tiempo parcial por el que se pagaba casi la mitad del
SMVM
[1]
, eso me permitiría aportar al alquiler, comprarme uno o dos vestidos; y en el contrato se precisaba que en el momento de cambio de stock anual, tendría derecho a productos de belleza: ¡las marcas más importantes estarían a mi alcance, los perfumes más caros! El director de la perfumería me había hecho ponerme de rodillas delante de él y mientras cumplía con mi tarea soñaba con esos productos de belleza, con lo bien que olería, con lo fresca que estaría mi tez. Sin duda le gustaría más a Honoré. Había conocido a Honoré la mañana en que por quinta primavera consecutiva había rescatado del placard mi viejo traje de baño. En ese momento, cuando me lo probaba, me di cuenta de que mis nalgas se había vuelto rosadas y firmes, musculosas y redondas al mismo tiempo. Comer me sentaba. Entonces me concedí una tarde en el Aqualand. Afuera llovía, pero en el Aqualand siempre hay buen clima y hace calor. Ir al Aqualand representaba casi un décimo de mi pensión mensual y mi madre no estuvo en absoluto de acuerdo. Hasta se negó a darme un boleto de subte y me vi en la obligación, para franquear el molinete, de pegarme a un señor. Siempre hay muchos que esperan a las jovencitas en los molinetes del subte. Sentí bien clarito que le causaba efecto al señor; para decirlo con franqueza, mucho más efecto del que por lo general producía. En los vestuarios del Aqualand, tuve que lavar discretamente mi pollera. En los salones del Aqualand siempre hay que estar atenta a que los intersticios de las puertas estén bien cerrados y hay que saber ocultarse cuando el salón ya está ocupado por una pareja; también siempre hay señores que esperan delante de las puertas de la zona reservada a las mujeres. Uno bien puede ganarse la vida en el Aqualand, pero yo siempre me negué a eso, inclusive en el momento en que mi madre amenazaba con echarme a la calle. En el salón desierto me apresuré a desvestirme y a ponerme la malla y allí de nuevo, en el espejo dorado que te da buena cara, me encontré, lamento decirlo, increíblemente bella, como en las revistas pero más apetitosa. Me enjaboné con muestras gratis que olían bien. La puerta se abrió pero eran sólo unas mujeres que entraban, ningún hombre, y pudimos disfrutar de una cierta paz. Las mujeres se desvestían riendo. Era un grupo de musulmanas ricas, para bañarse se ponían vestidos lujosos y muy largos, en la ducha sus cuerpos se moldeaban bajo los velos translúcidos. Esas mujeres me rodearon y exclamaron que era linda, me ofrecieron una muestra de perfume muy elegante y unas monedas. Me sentía segura con ellas. El Aqualand es un lugar de esparcimiento pero de todos modos hay que desconfiar. Por eso cuando Honoré se me acercó, en el agua, primero huí nadando
crawl
vigorosamente y tal vez eso fuera lo que más lo sedujo (en esa época yo nadaba muy bien). Pero cuando a continuación me ofreció una copa en el bar tropical, de inmediato advertí que era un hombre de bien. Estábamos chorreando los dos ahí, en el bar tropical, transpirábamos en nuestras mallas húmedas, se me veía toda roja en los espejos del techo, un negro grandote nos abanicaba. Bebíamos unos cócteles muy azucarados y muy coloridos, había música de las islas, de pronto estábamos muy lejos. Era el momento de las olas grandes. Honoré me contó que para ciertas recepciones privadas metían tiburones en la piscina; los tiburones tenían cinco minutos, antes de morir en el agua dulce, para morder a los invitados demasiado lentos. Eso le daba, al parecer, un ambiente único a las fiestas. Después se bañaban en el agua roja, hasta el amanecer. Honoré era profesor en un gran
Collège
de los suburbios. Las fiestas privadas le daban asco. Ni siquiera iba a las fiestas de graduación de sus alumnos. A mí me hubiera encantado estudiar, le dije, y me dijo que para nada, que los estudiantes eran depravados y corruptos, que venía al Aqualand para conocer a jovencitas sanas. Honoré y yo simpatizamos. Me preguntó si iba a menudo a recepciones privadas. Le contesté que nunca, no conozco a nadie. Me dijo que me presentaría gente. Al principio fue eso lo que me atrajo, el hecho de que ese muchacho, además de ser correcto, me propusiera relacionarme con gente, pero de hecho Honoré no tenía ninguna relación, no lograba tenerlas a pesar de su trabajo, y quizás esperaba hacerse invitar a lugares
selectos
gracias a mí. Honoré me compró un vestido al salir, en las tiendas elegantes del Aqualand, un vestido de gasa transparente que nunca me puse más que para él. En el salón probador de la tienda elegante hicimos el amor por primera vez. Me veía en el espejo, veía las manos de Honoré sobre mi cintura, sus dedos hacían surcos elásticos en los huecos de mi piel. Jamás, jadeaba Honoré, jamás había conocido una jovencita tan sana. Las mujeres musulmanas entraron a su vez en la tienda elegante, las oíamos parlotear en su lengua. Honoré se volvió a vestir mirándome, yo tenía un poco de frío toda desnuda. La señora de la tienda nos ofreció té de menta y tortas. Nos lo pasó por debajo de la puerta del salón probador, era discreta y muy elegante, yo me decía que me encantaría tener un trabajo de ese tipo. Al final, en la perfumería, mi trabajo no fue para nada diferente. Había un salón probador para cada perfume, la gran cadena de la que era empleada vendía perfumes de todo tipo que era preciso probar sobre diversos lugares del cuerpo, esperar que su aroma evolucionara bien o mal, eso llevaba tiempo. Instalaba a los clientes en los grandes sofás de los salones, tenía que explicarles que sólo un cuerpo distendido revela toda la paleta de un perfume, lo sabía, pues había hecho una pasantía de formación de masajista. Distribuía Tamestat y cocciones de pluma de cisne. No era un oficio desagradable. La cosa es que cuando las musulmanas se fueron, dejando casi cinco mil euros en
Internet Card
, la vendedora tan elegante, ante nuestros ojos, echó perfume en aerosol por toda la tienda. Jamás, le dije a Honoré, jamás me permitiré tener semejante falta de clase si atendiera una tienda elegante. En ese momento Honoré me dijo que con un cuerpo así y un rostro tan resplandeciente podría estar en todas las tiendas elegantes que quisiera. Al final, no se equivocó. Pero no le gustaba que trabajara. Decía que el trabajo corrompía a las mujeres. Sin embargo, yo me había desilusionado al ver que a pesar de su trabajo prestigioso, su sueldo no le permitía alquilar más que un dos ambientes diminuto en el suburbio cercano. De inmediato me dije que, por simple honestidad de mi parte, era preciso que trabajara por cuatro para ayudarlo.

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