Chanchadas (2 page)

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Authors: Marie Darrieussecq

Tags: #Realismo Mágico, Relato

En esa época, desde los primeros días en la perfumería, a los clientes se les dio por decirme que tenía una tez magnífica. Le hacía una publicidad excelente al establecimiento. La tienda empezó a andar bárbaro conmigo. El director de la cadena me felicitaba. Es verdad que el uniforme de trabajo, un guardapolvo blanco serio como en las clínicas de estética, era sentador, de corte muy ceñido al cuerpo, con un escote profundo en la espalda y sobre los pechos. Pero exactamente para esa misma época mis pechos se redondearon como mis nalgas. Llegó un punto en que tuve que dejar mis corpiños de taza B, las ballenas me lastimaban. Todavía no había cobrado mi primer sueldo, apenas un pequeño adelanto porque en la tesorería había un problema con las computadoras y no podía comprarme sostenes de taza C. Pero el director me tranquilizó y dijo que a mi edad se sostenían solos, que no tenía ninguna necesidad de corpiño. Y es verdad que se mantenían admirablemente bien, hasta cuando pasé a talle D; pero en ese momento despilfarré: me compré un corpiño con el dinero para comer que había ahorrado poco a poco. Honoré me hizo preguntas, sabía que todavía no me habían pagado, pero me dominé, no confesé nada, a pesar de que esa pequeña traición todavía me tortura. Pobre Honoré, no podía saber lo que es correr sin corpiño tras un ómnibus con semejante busto. Tenía cada vez más clientes masculinos en la tienda, y pagaban bien; el director de la cadena pasaba casi todos los días para recoger el dinero, estaba cada vez más contento conmigo. Mis masajes tenían un enorme éxito, inclusive creo que el director de la cadena sospechaba que me había metido en masajes especiales por propia iniciativa, cuando normalmente se le deja un poco de tiempo a la vendedora antes de incitarla a hacerlo. Eso hizo que, gracias a todo ese dinero, no haya corrido el riesgo de hacerme despedir tras unas semanas, el director de la cadena no me empujó a nada, todo se desarrolló con la mayor discreción. El director actuó con elegancia. Me dejó tranquila un buen tiempo, debía pensar que estaba cansada por todo ese trabajo. Yo nunca había estado tan en forma en mi vida. Y no tenía nada que ver con Honoré. No tenía nada que ver con mi nuevo empleo, a pesar de que me gustaba, ni siquiera con el dinero, porque de todos modos no lo toqué sino mucho después y sólo en parte, y que jamás habría bastado para independizarme. No, sólo era que, por así decirlo, siempre había un halo de sol alrededor de mi cabeza, hasta en el subte, hasta en el barro de esa primavera, hasta en las plazas polvorientas a donde iba a comer mi sandwich a mediodía. Y, sin embargo, objetivamente no era una vida tan fácil. Tenía que levantarme temprano pero, cosa curiosa, en cuanto cantaba el gallo, en fin, desde lo que corresponde a eso en la ciudad, me despertaba con facilidad, sola, no tenía más necesidad de Tamestat por la noche ni de Excidrill por la mañana, mientras que Honoré y todas las personas que me rodeaban seguían atosigándose con ellos. Lo que no resultaba para nada cómodo era que nunca tenía tiempo de comer con tranquilidad, y sin embargo tenía hambre, me agarraba en cuanto llegaba a la plaza, me moría de hambre; el aire, los pájaros, no sé, lo que quedaba de naturaleza de pronto me producía algo. Mis compañeras bromeaban, «es la primavera», decían; estaban celosas de Honoré y de verme tan linda, pero al mismo tiempo halagadas de que con todo ese éxito todavía las llamara por teléfono de vez en cuando. Además, bueno, lo que a menudo no era divertido eran los clientes, tenía cada vez menos dientas, creo que la tienda les daba miedo, había un ambiente de lo más raro. Los clientes a menudo intentaban cosas que no me gustaban y, en épocas normales, eso sin duda me habría deprimido; pero entonces no, estaba alegre como un pájaro. A los clientes eso les encantaba. Todos decían que era extraordinariamente sana. Me sentía orgullosa, debo decirlo, orgullosa de mí. Pero tampoco era eso lo que me subía a tal punto la moral, tenía la impresión excitante de comenzar una nueva vida. Una de mis últimas dientas, fiel a mí y sin pelos en la lengua, me puso recelosa. Era chaman, y extraordinariamente rica. Estaba masajeándola cuando me dijo que sin duda era hormonal. Repetí lo que le decía a mis compañeras, el empuje de la savia de la primavera, pero la clienta insistió: «No, no», me dijo, «eso viene de usted, del interior de usted. ¿Está totalmente segura de que no está embarazada?» Ese fue el mes en que mis menstruaciones se detuvieron. Esta reflexión me dejó con la boca abierta, por así decirlo. No le comenté nada a Honoré. La clienta era bastante vieja, tenía una gran experiencia de la vida, yo le tenía cariño. Era de ésas que siempre quieren charlar durante el masaje, creo que era como quien diría frígida. Debía gustarle verme tan linda, tan joven, tan sana como decían todos, y saberme embarazada debía excitarla todavía más, no sé cómo decirlo. Hay cada vez menos bebés. Yo no estoy en contra de los bebés, a menudo veía bebés en la plaza. Sea como fuere, tenía cada vez más hambre y la clienta reconocía síntomas por todas partes. «¿Tiene antojos?», me preguntaba. Ahora venía a darse masajes todos los días, los clientes protestaban, la llamaban el
vejestorio
. Yo no tenía antojos, más bien tenía rechazos. «Es lo mismo», me decía, y preguntaba detalles. Ya no podía comer sandwiches de jamón, me daban náuseas, una vez hasta había vomitado en la plaza. Eso era de mala educación. Por suerte era demasiado temprano para que los clientes o el director pudieran verme. De golpe, me pasé al pollo, podía tragarlo mejor. «Ve», me decía la clienta, «tiene antojo de pollo; yo, con mi primer hijo, no soportaba el cerdo; de todos modos, cuando una está

embarazada hay que evitar por completo el cerdo, a causa de las enfermedades. « Sabía que la clienta no había tenido nunca hijos, un cliente me había dicho que era lesbiana, que
era claro como el agua
. Mis menstruaciones seguían sin venirme. Tenía cada vez más hambre, y para variar mis comidas traía huevos duros, chocolate. Era difícil encontrar legumbres frescas a un precio accesible; le había pedido a un cliente que me las trajera de su casa de campo, también me daba manzanas. Había que ver cómo me comía esas manzanas. Nunca tenía suficiente tiempo en la plaza para clavarles bien el diente, para masticarlas, ¡hacían mucho jugo en mi boca, crujían bajo mis dientes, tenían un gustito! Mis pocos minutos de descanso en la plaza con las manzanas, en medio de los pájaros, eran, por así decirlo, la felicidad de mi vida. Tenía antojos de verde, de naturaleza. Me dejé convencer de pasar un fin de semana en casa de un cliente, pretexté una pasantía para que Honoré no dijera nada. Me desilusionó. La casa del cliente era linda, llena de árboles alrededor, aislada; estaba toda rodeada de campo, jamás había visto una cosa así. Pero pasé todo el fin de semana adentro, el cliente había invitado a sus amigos. Por al ventana veía campos y bosques, tenía un deseo que llamaría extravagante de ir a meter la nariz allí, de tenderme en la hierba, de olería, de comerla. Pero el cliente me tuvo atada todo el fin de semana. Al volver, hubiera llorado en el auto. No quería hacerle nada más en el auto, además en la carretera es peligroso, y ese mal bicho me tiró en la primera puerta de la ciudad, sin miramientos, nunca más volvió a la tienda. Perdí un buen cliente. Me puse a sangrar al volver a casa. Me dolía mucho el vientre, apenas podía caminar. Honoré me dijo que las mujeres siempre tienen problemas de vientre. Estuvo amable, me pagó un ginecólogo. Encima, el ginecólogo estaba apurado, me dijo que había tenido un aborto, me metió mucho algodón ahí abajo y me envió a una clínica. Costó muy caro el raspaje. Pero yo estoy segura de que no estaba embarazada. No sé qué me dio de pronto para atreverme a llevarle la contra al ginecólogo, en todo caso se enojó mucho y me trató de zorrita. No me animé a contarle lo que había ocurrido con el cliente y sus amigos. En la clínica me hicieron doler mucho y, estoy segura, por nada. Me parece que cuando una está embarazada lo sabe. Debe sentirlo en el cuerpo, algún tipo de olor a maternidad, y yo, que me había vuelto tan sensible a los olores, no sentía nada por el estilo en mi piel. Además, estoy convencida de que fuera de mi clienta un poco especial, los clientes se habrían apartado de mí si hubieran adivinado que estaba embarazada. Les gustaba sana, pero no a tal punto. Todavía hoy tengo un poco de dolor en el vientre de todo lo que me hicieron en la clínica. Seguí siendo hembra a pesar de todo. Y lo que me hace decir, inclusive ahora, que no estaba embarazada, es que casi inmediatamente después del pretendido aborto mis menstruaciones volvieron a dejar de venirme y los mismos síntomas —el hambre, el asco, las redondeces— continuaron. A pesar de esas contrariedades —a menos que todo esté vinculado— mantenía siempre una excelente moral. La clienta vieja me quería más que nunca. Insistía, tocaba mi vientre y me lo mostraba en el espejo, mi vientre también se volvía muy redondo, un poco demasiado para mi gusto. Pero los clientes seguían encontrándome terriblemente sexy, era todo lo que contaba. Hasta hacían cola. La clienta pasaba mucho tiempo conmigo, era la última mujer que venía a la tienda, y en cierto sentido mi única amiga porque mi
esplendor
, como decía ella, había desalentado, por así decirlo, a todas mis compañeras. Me gustaba charlar con la clienta, su cuerpo no me resultaba desagradable, me parecía interesante ver en qué me convertiría en unos años. Me equivoqué de medio a medio. La clienta me regalaba sus vestidos que todavía podían usarse, una vez hasta una alhaja que ya no quería. A la clienta la asesinaron. Un día no vino más y encontraron su cuerpo en la plaza, bajo un árbol. Parece que no era un lindo espectáculo. A partir de ese momento, a menudo me crucé con una de sus amigas, toda de negro, que venía a llorar bajo los árboles de la plaza. Es lindo tener amigas así. Yo ya no tuve a la clienta para charlar y me encontré sola con el problema de mis menstruaciones. En cierta forma, fue un alivio no ver más a la clienta, porque yo sabía que no estaba embarazada, que ella quería que lo estuviera, me embrollaba terriblemente las ideas. Los clientes, por lo menos, no tenían ese tipo de preocupaciones. No me miraban para saber cómo andaba; en rigor se ocupaban de sí mismos, los enorgullecía poder manosearme. Me venía bien, en el fondo, esa especie de indiferencia, porque me parecía que estaba engordando demasiado y que eso ya no era tan lindo como antes; pero como en la tienda no recibía más que a los clientes de siempre, no tenía que temer las miradas nuevas que, por así decirlo, me habrían visto de verdad. Mis clientes sabían que yo les gustaba y eso les bastaba, no iban a buscar más lejos: un cambio en mi persona de todos modos les habría parecido
incongruente
, creo que ésa es la palabra. Después reflexioné sobre esto. Empezaba a conocerlos bien, a mis clientes, sobre todo porque para poder recibirlos mi tiempo parcial se había convertido insensiblemente en tiempo completo. Me venían ideas raras, ideas que jamás había tenido, puedo decirlo ahora. Empezaba a juzgar a mis clientes. Hasta tenía preferencias. Había algunos a quienes veía llegar con verdadero disgusto, por suerte conseguía no demostrarlo. Creo, además, que esas ideas nuevas y todo el resto estaba vinculado con la falta de menstruaciones; a pesar de que mantenía siempre ese curioso buen humor, esa buena salud, cada vez aguantaba menos ciertos caprichos de mis clientes, tenía, por así decirlo, una opinión sobre todo. Me callaba, por cierto, cumplía, para eso me pagaban, pero sentía que mi cuerpo no me seguía más, mi cuerpo con esa ausencia de menstruaciones. Mi cuerpo dirige mi cabeza, ahora bien que lo sé, pagué un alto precio aunque en el fondo estoy muy contenta de haberme liberado de los clientes. Pero en esa época, creía que era posible explotar al cuerpo a ojos cerrados. La cosa marchaba bien, por otra parte. Sólo a partir del momento en que subí un poco demasiado de peso, antes inclusive de que los clientes se dieran cuenta, empecé a no gustarme. Me veía en el espejo y tenía, de verdad, pliegues en la cintura, ¡casi rollos! Ahora ese recuerdo me hace sonreír. Había tratado de reducir los sandwiches, hasta había llegado a no comer al mediodía, todo para seguir engordando. Las fotos de modelos que había en la perfumería me obsesionaban. Estaba convencida de que había como un fenómeno de retención de sangre en todo mi cuerpo, me volvía rubicunda, insensiblemente los clientes adoptaban costumbres de granja conmigo. No se daban cuenta de nada, demasiado ocupados consigo mismos y su placer, pero la cama de masajes se convertía, bajo sus nuevos deseos, en una especie de pajar; algunos empezaban a rebuznar, otros a resoplar como chanchos y uno tras otro se ponían, más o menos, en cuatro patas. Me decía, si mis menstruaciones por fin volvieran, me vaciaría de toda esa sangre, estaría de nuevo fresca como una jovencita; y tenía deseos de hacerme sangrías. Los propios clientes estaban cada vez más gordos. Me dolían las rodillas bajo su peso, me bailaban estrellas en los ojos, veía cuchillos, hachas. Para la cocina de Honoré compraba electrodomésticos cada vez más sofisticados, él apreciaba mucho estas nuevas tendencias domésticas. Y luego fue preciso que admitiera las cosas como eran. Como me puse a reflexionar sobre todo, a tener ideas acerca de todo, racionalmente no podía seguir cerrando los ojos a mi estado y ocultarme que estaba embarazada. Había engordado seis kilos en un mes, sobre todo en el vientre, en los senos y en las nalgas, tenía grandes mejillas rojas, casi una máscara, sentía hambre todo el tiempo. Por la noche tenía sueños raros, veía sangre, morcillas, y me levantaba para vomitar. Hasta el día de hoy me dan vergüenza esos sueños descabellados, pero era así. Me esforzaba por comprender, a menudo tenía extraños relámpagos de certeza, una lucidez que me subía del vientre. Eso me daba miedo. Estar embarazada era el único lazo, por así decirlo, objetivo y razonable entre todos esos síntomas. Honoré quería que dejara de trabajar, desconfiaba, debía sospechar algo. Junto con eso, paradojicamente estaba bastante orgulloso de mí. Se hablaba de mi perfumería en toda la capital, era la más elegante, gente muy conocida venía a verme de lejos. Honoré no podía sino comprobar también las repercusiones económicas, todos esos electrodomésticos, por ejemplo. Y además no tenía de qué quejarse, fuera de ciertos fines de semana volvía todas las noches a casa, de todos modos seguía ganando nada más que por tiempo parcial. Había decidido no decirle nada porque si hubiera sabido que estaba embarazada, habría hecho todo lo posible por retenerme en casa. Durante tres meses habría tenido el subsidio pro natalidad que era bien superior a mi sueldo, y después habría estado encerrada con Honoré. Quería conservar mi trabajo, en el fondo no sé bien por qué. Era como una ventana, veía la plaza, los pájaros. De todos modos, si hubieran sabido que estaba embarazada no habría podido conservarlo. ¿Cómo anunciarle eso al director de la cadena? Era impensable. Me habría acusado de no cuidarme, pero no ganaba lo suficiente como para poder cuidarme, y para Honoré es cuestión de las mujeres ocuparse de esas historias del vientre. También por eso creía que estaba embarazada, porque no me cuidaba. De todos modos hay una cierta lógica biológica; a pesar de que lo mínimo que podría decir ahora es que lo dudo. Pero mi único triunfo era mi aspecto neumático, y hay que confesar que lo perdía poco a poco. En un mes o dos no podría entrar más en mi guardapolvo, mi vientre desbordaría y ya había dejado de ser tan excitante que la carne se derramara en exceso por los breteles y el escote. En ocasión del primer cambio de stock, justo un año después de mi contrato, tuve derecho a bases en polvo y me las empecé a poner todas las mañanas, pues atenuaban un poco mi aspecto de granjera de mejillas rojas. Pude mantenerme todavía un mes. Pero engordaba por todas partes, no sólo en el vientre. Y mi vientre no parecía para nada el de una mujer encinta, no era un hermoso globo redondo sino que tenía rollos. De todos modos ya había visto mujeres embarazadas, sabía qué aspecto tenían. No hacía tanto que mi propia madre había esperado hasta el quinto mes antes de hacerse un aborto llorando, teníamos demasiada necesidad de su sueldo en casa. Casi no comía. Tenía vahídos durante el día, sueños absurdos todas las noches. Honoré se mostraba molesto por mis gruñidos, luego fueron gritos penetrantes y ya no soportó dormir conmigo. Tuve que dormir en el salón. Era más cómodo para los dos, podía ponerme de costado como me gustaba y roncar. Sin embargo dormía cada vez peor, tenía bolsas debajo de los ojos que intentaba borrar a fuerza de tapa–ojeras Yerling, dos tubos gratuitos que recibí de regalo. Pero el tapa–ojeras estaba vencido y se deshacía, yo realmente tenía una pinta muy rara. Me venían angustias terribles ante la idea de ese aborto. La gente no es amable con las mujeres que abortan. Hasta dicen que a esas mujeres ni se gastan en darles anestesia, no tendrían más que haberse cuidado. Y después estaban esos temibles comandos a los que hay que temer, aunque yo no estaba demasiado al tanto. En esa época no seguía las noticias. Ahora estoy muy lejos de todo eso, por suerte. Fui a la clínica. Había vendido a escondidas lápices labiales ultra elegantes, temblaba de que me pescaran. No me quedé más que seis horas, al director de la cadena no le gustó nada ese medio día desperdiciado. Había un tipo encadenado a los estribos de la mesa de operaciones, salmodiaba no sé qué, pero ese cretino se había encadenado demasiado bajo y verdaderamente no molestaba. Se vio obligado a asistir a todo, y cuando la policía llegó para cortarle las cadenas —pues se había tragado la llave—, estaba todo cubierto de mi sangre. En la clínica dijeron que no iba a llegar a viejo si seguía tragándose las llaves. A mí me dijeron que si no me cuidaba, después de esos dos raspajes me arriesgaba a quedar estéril. También me dijeron que jamás habían visto un útero con una forma tan rara, que haría bien en cuidarme un poco, que hay montones de enfermedades dando vueltas por ahí. Hasta se quedaron con la
histerografía
para estudiarla con cuidado. El tipo me acompañó. Estaba todo pálido. Me dijo que estaba maldita para siempre, que no podía, desgraciada de mí, imaginar las consecuencias de mis actos, que era una muchacha perdida. A mí me importaba un pito lo que decía, me apoyaba en su brazo para llegar a la perfumería. En el fondo era amable, sin él no podría haber caminado. Yo me preguntaba cómo haría para no llenar todo de sangre y aguantar con los clientes. Levanté la cortina de hierro. Cuando el tipo vio el cartel, se puso todavía más pálido. Se apartó y apuntó dos dedos hacia mí, dijo que era una criatura del diablo. «¡Ahí, ahí!», aulló. De pronto me miraba, me escrutaba por así decirlo. «¡La marca de la Bestia!», aulló. A mí eso me trastornó un poco, que pudiera decir eso mirándome. El tipo se fue corriendo. Me miré en el espejo. No advertí nada anormal. Por una vez estaba pálida, ya no tenía aspecto de granjera rubicunda. Al final esa sangría me había hecho bien.

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