Cianuro espumoso (9 page)

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Authors: Agatha Christie

¿Y si yo le dijera, con brutal franqueza, que todo había terminado?. ¿Que ya no la quería?. Se estremeció. No, no se atrevía a decirle eso. Podría ocurrírsele ir a ver a George con un ataque de nervios. Hasta cabía la posibilidad de que se enemistara con Sandra. Se imaginaba oír la voz de Rosemary, lacrimosa, aturdida... «Dice que ya no me quiere, pero sé que eso no es verdad. Quiere ser leal... portarse como es debido contigo... pero creo que estarás de acuerdo conmigo en que, cuando dos personas se quieren, no hay más camino que la franqueza, la sinceridad... Por eso quiero pedirte que le des la libertad.»

Algo así diría Rosemary, o cualquier otra cosa no menos nauseabunda. Y Sandra, con gesto de orgullo, replicaría: «¡Por mí, la tiene concedida!»

Sandra no la creería. ¿Cómo iba a creerla?. Si Rosemary presentaba aquellas cartas, las cartas que había sido lo bastante idiota para escribirle. ¡Dios sabía lo que había llegado a decirle en ellas!. Lo bastante y más que lo bastante para convencer a Sandra. Jamás le había escrito a
ella
nada parecido.

Tenía que pensar en algo. Alguna manera de conseguir que Rosemary guardara silencio.

«Es una lástima —pensó— que no vivamos en el tiempo de los Borgia...»

La única cosa capaz de silenciar a Rosemary sería una copa de champán envenenado.

Sí. Había llegado el punto de pensar en eso.

Cianuro en la copa de champán, cianuro en el bolso. Depresión tras un fuerte resfriado.

Y, por encima de la mesa, la mirada de Sandra se encontró con la suya.

Había trascurrido cerca de un año. Y no podía olvidar.

Capítulo V
-
Alexandra Farraday

Sandra Farraday no había olvidado a Rosemary Barton. Estaba pensando en ella en este mismo instante, recordándola caída sobre la mesa del restaurante.

Recordó cómo había contenido el aliento y cómo, al levantar la cabeza, había visto a Stephen mirándola.

¿Había leído la verdad en sus ojos?. ¿Había visto Stephen en ellos el odio, la mezcla de horror y de triunfo?.

Casi había transcurrido un año, ¡y lo recordaba claramente como si hubiese sido ayer!.
Rosemary, símbolo del recuerdo
. ¡Cuan horriblemente cierto era eso!. De nada servía que una persona muriese si seguía viviendo en el recuerdo. Eso era lo que había hecho Rosemary. En el recuerdo de Sandra. ¿Y en el de Stephen también?. No lo sabía pero lo creía probable.

El Luxemburgo, aquel odioso lugar con su excelente comida, su magnífico servicio, su lujoso decorado. Un lugar imposible de esquivar. Era un lugar de encuentro obligado.

Le hubiera gustado olvidar, pero todo parecía aliarse en su contra. Ni siquiera Fairhaven se salvaba desde que George Barton fijara su residencia en Little Priors.

Resultaba verdaderamente extraordinario que lo hubiese hecho. George Barton era un hombre raro de verdad. No era la clase de vecino que a ella le hubiese gustado tener. Su presencia en Little Priors estropeaba para ella el encanto y la paz de Fairhaven. Siempre, hasta aquel verano, había sido un lugar saludable y de reposo, un lugar en que Stephen y ella habían sido felices; es decir, si es que habían sido felices alguna vez.

Apretó los labios. Sí, ¡mil veces sí!. Hubieran podido ser felices de no haber sido por Rosemary. Era Rosemary quien había destruido el delicado edificio de confianza y de cariño mutuos que Stephen y ella empezaban a construir.

Algo, su instinto quizá, le había impulsado a ocultarle a Stephen su propia pasión, su amor unipersonal. Le había amado desde el momento en que cruzara el salón hacia ella aquel día en Kidderminster House, fingiéndose tímido, fingiendo no saber quién era ella.

Porque lo
había sabido
. No hubiera podido decir cuándo aceptó aquel hecho. Algún tiempo después de su boda, cierto día, cuando explicaba la astuta manipulación política necesaria para conseguir que se aprobara cierta ley.

Se le había ocurrido entonces el pensamiento: «Esto me recuerda algo. ¿Qué?» Más tarde se dio cuenta de que, en esencia, se trataba de la misma táctica que empleara aquel día en Kidderminster House. Aceptó el descubrimiento sin la menor sorpresa, como si se tratara de algo que hubiera sabido desde hacía tiempo, pero que sólo en aquel instante hubiese emergido del subconsciente.

Desde el día de su matrimonio se había dado cuenta de que él no la quería de la misma manera que ella le quería a él. Pero creyó posible que él no fuera capaz de semejante amor, que la facultad de amar era exclusiva y desgraciada herencia suya. Ella sabía que amar con tal desesperación, con tal intensidad, era poco frecuente en una mujer. Hubiera dado la vida por él sin vacilar. Estaba dispuesta a mentir por él, a conspirar por él, a sufrir por él. En lugar de ello, sin embargo, aceptaba con orgullo y reserva el lugar que él quería que ocupase. Deseaba su cooperación, su simpatía y comprensión, su ayuda intelectual activa. Él no quería su corazón, sino su inteligencia y las ventajas materiales de las que por su cuna disfrutaba.

Una cosa que no haría jamás sería avergonzarla, exteriorizando un amor al que no podía adecuadamente corresponder. Pero que creía sinceramente que él la apreciaba y que encontraba agradable su compañía. Previo un porvenir en que su carga se vería inmensamente aligerada, un porvenir de ternura y de amistad.

Suponía que él la quería a su manera.

Y de pronto, Rosemary se cruzó en su camino.

Se preguntaba a veces, con los labios contraídos en un rictus de amargura, cómo podía imaginarse Stephen que ella no estaba enterada. Se había dado cuenta desde el primer momento, allá en Saint Moritz, por las miradas que dirigía a la mujer.

Ella había sabido el día exacto en que la mujer se convirtió en su amante.

Conocía el perfume que empleaba...

Le era posible leer, en el cortés semblante de Stephen, en la abstraída mirada, cuáles eran sus recuerdos, lo que estaba pensando de aquella mujer, ¡de la mujer a la que acababa de dejar!.

Resultaba difícil, pensó sin pasión, calcular con exactitud los sufrimientos que había experimentado. Tener que soportar día tras día los tormentos de los condenados sin nada que le diera fuerza más que su creencia en el valor, su propio orgullo innato. No quería exteriorizar, no exteriorizaría jamás, lo que estaba sintiendo. Perdió peso. Se marcaban los huesos de la cabeza y de los hombros con la tirantez de la piel. Se obligó a sí misma a comer, pero no podía obligarse a dormir. Pasaba las interminables noches con los ojos secos, clavada la mirada en la oscuridad. Despreciaba las drogas por considerar su uso como una muestra de debilidad. Aguantaría. Mostrarse herida, suplicar, protestar, todas estas cosas le resultaban aborrecibles.

Tenía un consuelo, aunque pequeño: Stephen no quería dejarla. Aun admitiendo que ello fuese por el bien de su carrera y no por el amor que le tuviese, el hecho subsistía. El no deseaba abandonarla.

Algún día, quizá, aquel capricho pasaría.

Después de todo, ¿qué encontraba en la muchacha?. Tenía atractivo, era hermosa, pero lo mismo podía decirse de otras mujeres. ¿Por qué se había encaprichado de Rosemary?.

Carecía de inteligencia. Era tonta y ni siquiera (hacía hincapié en este detalle especialmente) podía decirse que fuese divertida. Si hubiera tenido ingenio, encanto, modales provocativos. Ésas eran las cosas que atraían a los hombres. Sandra tenía la convicción de que el asunto terminaría, de que Stephen acabaría hastiándose.

Estaba convencida de que lo que más le interesaba en la vida era su trabajo. Estaba predestinado a hacer grandes cosas y lo sabía. Tenía un magnífico cerebro de estadista y le encantaba usarlo. Era la misión que el Destino le reservaba. Estaba segura de que menguaría su capricho en cuanto se diera cuenta de ello.

Sandra no pensó ni una sola vez abandonarlo. Ni llegó a ocurrírsele semejante idea siquiera. Era suya en cuerpo y alma. Podía tomarla o rechazarla. Él era su vida, su existencia. Ardía en ella la llama del amor con fuerza medieval.

Hubo un momento en que concibió esperanzas. Fueron a Fairhaven. Stephen parecía más normal. Sintió la esperanza en su pecho. Aún la quería; aún encontraba agradable su compañía; aún confiaba y se apoyaba en su criterio. De momento, se había escapado de las garras de aquella mujer.

Parecía más feliz, volvía a ser el de antes. No todo estaba perdido. Se le estaba pasando el capricho. Si lograba decidirse a romper con ella...

Luego volvieron a Londres y Stephen recayó. Se le veía demacrado, preocupado, enfermo. Parecía enfermo. Empezó a no poder concentrarse en su trabajo.

Ella creyó comprender la causa. Rosemary quería que se fugase con ella. Él estaba pensando en dar el paso, en romper con todo lo que más quería. ¡Locura!. Era uno de esos hombres para quienes lo primero es el trabajo, un tipo muy inglés. En el fondo él lo debía saber. Sí, pero Rosemary era muy bella y muy estúpida. ¡No sería Stephen el primer hombre en abandonar su carrera por una mujer y arrepentirse después!.

Sandra sorprendió cierto día unas palabras, una frase en una fiesta.

«... decírselo a George... Tenemos que decidirnos.»

Fue poco después de aquello cuando Rosemary cayó postrada en cama con la gripe.

Sandra sintió renacer su esperanza. ¿Y si pillara una neumonía?. A mucha gente le ocurría eso después de pasar una gripe. Una amiga suya había muerto así el invierno pasado. Si Rosemary muriera...

No intentó ahogar el pensamiento, no se horrorizaba de sí misma. Era lo bastante medieval para odiar intensamente sin el menor remordimiento de conciencia.

Odiaba a Rosemary Barton. De haber podido matar con el pensamiento, la hubiese matado.

Pero los pensamientos no matan...

Los pensamientos no bastan...

¡Qué hermosa estaba Rosemary aquella noche en el Luxemburgo, con la piel de zorro plateado resbalando por sus hombros en el tocador de señoras!. Más delgada, más pálida desde su enfermedad, con un aire delicado que hacía más etérea su belleza. Se había detenido delante del espejo para retocarse el maquillaje.

Sandra, de pie detrás de ella, había contemplado sus imágenes en el cristal. Su propio semblante parecía esculpido, frío, sin vida... Hubiérase dicho que carecía de sentimientos, una mujer fría y dura.

Y entonces Rosemary había dicho:

«Oh, Sandra, ¿estoy acaparando el espejo?. He terminado ya. Esta gripe me ha dejado muy maltrecha. Estoy hecha un esperpento. Me siento bastante débil y tengo un dolor de cabeza perpetuo...

Sandra le había preguntado con tranquilo y cortés interés:

—¿Tienes dolor de cabeza esta noche?.

—Un poco. No tendrás una aspirina, ¿verdad?.

—Tengo unos comprimidos.

Rosemary había abierto el bolso y sacado un comprimido. Rosemary lo aceptó.

—Me lo llevaré en el bolso, por si acaso.

La muchacha morena, secretaria de Barton, lo había observado todo. Se acercó a su vez al espejo y se limitó a ponerse polvos. Una muchacha de agradable aspecto, casi hermosa. Sandra tuvo la impresión de que Rosemary no le era nada simpática.

Luego salieron del tocador. Sandra primero, después Rosemary y, a continuación, miss Lessing. Oh, y claro, la joven Iris, la hermana de Rosemary. Muy excitada, con grandes ojos grises, y un vestido blanco que parecía de colegiala.

Habían salido a reunirse con los caballeros en el vestíbulo.

El
maitre
les había salido al encuentro y conducido a su mesa. Habían pasado por debajo del arco abovedado, y nada había habido, nada en absoluto, que hiciera sospechar que uno de ellos no volvería a salir por aquella puerta con vida...

Capítulo VI
-
George Barton

Rosemary... George Barton bajó el vaso y contempló el fuego con cara de mochuelo.

Había bebido lo bastante para sentirse desgraciado y compadecerse a sí mismo.

¡Qué muchacha más hermosa había sido!. Siempre había estado loco por ella. Ella lo sabía, pero había supuesto siempre que se reiría de él.

Hasta cuando le pidió por primera vez que se casara con él, lo hizo sin ninguna convicción.

Las palabras no le salían. Se había mostrado torpe en extremo y obrado como un tonto de remate.

—¿Sabes, chica?. Cuando tú quieras... No tienes más que hablar. Ya sé que es inútil. No me mirarías dos veces. Siempre he sido un idiota. Pero tú ya conoces mis sentimientos, ¿verdad?. Quiero decir que... siempre me encontrarás esperando. Ya sé que no existe la menor posibilidad, pero pensé que nada perdía con decírtelo.

Rosemary se había echado a reír y le había dado un beso en la calva.

—Eres un encanto, George, y recordaré tu bondadoso ofrecimiento, pero no pienso casarme con nadie de momento.

—Haces bien —había contestado él muy serio—. Mira bien a tu alrededor y no te precipites. Tú puedes escoger.

Jamás había tenido esperanzas. No lo que pudiera llamarse verdaderas esperanzas.

Por eso se había mostrado tan incrédulo y aturdido cuando Rosemary le dijo que iba a casarse con él.

No estaba enamorada de él, desde luego. Eso lo sabía perfectamente. Es más, ella misma se lo había confesado.

—Lo comprendes, ¿verdad que sí?. Quiero sentirme casada, feliz y segura. Contigo lo estaré. ¡Estoy tan harta de sentirme enamorada!. Siempre hay algo que sale mal y termina peor. Me gustas, George. Eres agradable, gracioso y encantador. Y me crees maravillosa. Eso es lo que yo quiero.

—Paso a paso se llega lejos —respondió George con cierta incoherencia—. Seremos felices como reyes.

Bueno, en eso no se había equivocado. Habían sido felices. Siempre se había sentido muy humilde. Siempre se había dicho que tropezarían con algún escollo sin duda. Rosemary no iba a darse por satisfecha con un hombre aburrido como él. Habría
incidentes
. Se había hecho la idea de aceptarlos. ¡Se mantendría firme en la confianza de que no serían duraderos!. Rosemary siempre volvería a su lado. En cuanto aceptara sin reservas este punto de vista, todo iría bien.

Porque ella le tenía afecto, un afecto constante, invariable, que existía completamente aparte de los flirteos y los devaneos amorosos.

Se había hecho a la idea de aceptarlos. Se había dicho a sí mismo que eran inevitables tratándose de una mujer de un temperamento tan voluble y de una belleza tan extraordinaria como la de Rosemary. Con lo que no había contado era con sus propias reacciones.

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