Cien años de soledad (20 page)

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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #drama

—Lo mismo que él, comadre —contestó—: cumplir con mi deber.

El primero de octubre, al amanecer, el coronel Aureliano Buendía con mil hombres bien armados atacó a Macondo y la guarnición recibió la orden de resistir hasta el final. A mediodía, mientras el general Moncada almorzaba con Úrsula, un cañonazo rebelde que retumbó en todo el pueblo pulverizó la fachada de la tesorería municipal. «Están tan bien armados como nosotros —suspiró el general Moncada—, pero además pelean con más ganas». A las dos de la tarde, mientras la tierra temblaba con los cañonazos de ambos lados, se despidió de Úrsula con la certidumbre de que estaba librando una batalla perdida.

—Ruego a Dios que esta noche no tenga a Aureliano en la casa —dijo—. Si es así, dele un abrazo de mi parte, porque yo no espero verlo más nunca.

Esa noche fue capturado cuando trataba de fugarse de Macondo, después de escribirle una extensa carta al coronel Aureliano Buendía, en la cual le recordaba los propósitos comunes de humanizar la guerra, y le deseaba una victoria definitiva contra la corrupción de los militares y las ambiciones de los políticos de ambos partidos. Al día siguiente el coronel Aureliano Buendía almorzó con él en casa de Úrsula, donde fue recluido hasta que un consejo de guerra revolucionario decidiera su destino. Fue una reunión familiar. Pero mientras los adversarios olvidaban la guerra para evocar recuerdos del pasado, Úrsula tuvo la sombría impresión de que su hijo era un intruso. La había tenido desde que lo vio entrar protegido por un ruidoso aparato militar que volteó los dormitorios al derecho y al revés hasta convencerse de que no había ningún riesgo. El coronel Aureliano Buendía no sólo lo aceptó, sino que impartió órdenes de una severidad terminante, y no permitió que nadie se le acercara a menos de tres metros, ni siquiera Úrsula, mientras los miembros de su escolta no terminaron de establecer las guardias alrededor de la casa. Vestía un uniforme de dril ordinario, sin insignias de ninguna clase, y unas botas altas con espuelas embadurnadas de barro y sangre seca. Llevaba al cinto una escuadra con la funda desabrochada, y la mano siempre apoyada en la culata revelaba la misma tensión vigilante y resuelta de la mirada. Su cabeza, ahora con entradas profundas, parecía horneada a fuego lento. Su rostro cuarteado por la sal del Caribe había adquirido una dureza metálica. Estaba preservado contra la vejez inminente por una vitalidad que tenía algo que ver con la frialdad de las entrañas. Era más alto que cuando se fue, más pálido y óseo, y manifestaba los primeros síntomas de resistencia a la nostalgia. «Dios mío», se dijo Úrsula, alarmada. «Ahora parece un hombre capaz de todo». Lo era. El rebozo azteca que le llevó a Amaranta, las evocaciones que hizo en el almuerzo, las divertidas anécdotas que contó eran simples rescoldos de su humor de otra época. No bien se cumplió la orden de enterrar a los muertos en la fosa común, asignó al coronel Roque Carnicero la misión de apresurar los juicios de guerra, y él se empeñó en la agotadora tarea de imponer las reformas radicales que no dejaran piedra sobre piedra en la revenida estructura del régimen conservador. «Tenemos que anticiparnos a los políticos del partido», decía a sus asesores. «Cuando abran los ojos a la realidad se encontrarán con los hechos consumados». Fue entonces cuando decidió revisar los títulos de propiedad de la tierra, hasta cien años atrás, y descubrió las tropelías legalizadas de su hermano José Arcadio. Anuló los registros de una plumada. En un último gesto de cortesía, desatendió sus asuntos por una hora y visitó a Rebeca para ponerla al corriente de su determinación.

En la penumbra de la casa, la viuda solitaria que en un tiempo fue la confidente de sus amores reprimidos, y cuya obstinación le salvó la vida, era un espectro del pasado. Cerrada de negro hasta los puños, con el corazón convertido en cenizas, apenas si tenía noticias de la guerra. El coronel Aureliano Buendía tuvo la impresión de que la fosforescencia de sus huesos traspasaba la piel, y que ella se movía a través de una atmósfera de fuegos fatuos, en un aire estancado donde aún se percibía un recóndito olor a pólvora. Empezó por aconsejarle que moderara el rigor de su luto, que ventilara la casa, que le perdonara al mundo la muerte de José Arcadio. Pero ya Rebeca estaba a salvo de toda vanidad. Después de buscarla inútilmente en el sabor de la tierra, en las cartas perfumadas de Pietro Crespi, en la cama tempestuosa de su marido, había encontrado la paz en aquella casa donde los recuerdos se materializaron por la fuerza de la evocación implacable, y se paseaban como seres humanos por los cuartos clausurados. Estirada en su mecedor de mimbre, mirando al coronel Aureliano Buendía como si fuera él quien pareciera un espectro del pasado, Rebeca ni siquiera se conmovió con la noticia de que las tierras usurpadas por José Arcadio serían restituidas a sus dueños legítimos.

—Se hará lo que tú dispongas, Aureliano —suspiró—. Siempre creí, y lo confirmo ahora, que eres un descastado.

La revisión de los títulos de propiedad se consumó al mismo tiempo que los juicios sumarios, presididos por el coronel Gerineldo Márquez, y que concluyeron con el fusilamiento de toda la oficialidad del ejército regular prisionera de los revolucionarios. El último consejo de guerra fue el del general José Raquel Moncada. Úrsula intervino. «Es el mejor gobernante que hemos tenido en Macondo», le dijo al coronel Aureliano Buendía. «Ni siquiera tengo nada que decirte de su buen corazón, del afecto que nos tiene, porque tú lo conoces mejor que nadie». El coronel Aureliano Buendía fijó en ella una mirada de reprobación:

—No puedo arrogarme la facultad de administrar justicia —replicó—. Si usted tiene algo que decir, dígalo ante el consejo de guerra.

Úrsula no sólo lo hizo, sino que llevó a declarar a todas las madres de los oficiales revolucionarios que vivían en Macondo. Una por una, las viejas fundadoras del pueblo, varias de las cuales habían participado en la temeraria travesía de la sierra, exaltaron las virtudes del general Moncada. Úrsula fue la última en el desfile. Su dignidad luctuosa, el peso de su nombre, la convincente vehemencia de su declaración hicieron vacilar por un momento el equilibrio de la justicia. «Ustedes han tomado muy en serio este juego espantoso, y han hecho bien, porque están cumpliendo con su deber», dijo a los miembros del tribunal. «Pero no olviden que mientras Dios nos dé vida, nosotras seguiremos siendo madres, y por muy revolucionarios que sean tenemos derecho de bajarles los pantalones y darles una cueriza a la primera falta de respeto». El jurado se retiró a deliberar cuando todavía resonaban estas palabras en el ámbito de la escuela convertida en cuartel. A la medianoche, el general José Raquel Moncada fue sentenciado a muerte. El coronel Aureliano Buendía, a pesar de las violentas recriminaciones de Úrsula, se negó a conmutarle la pena. Poco antes del amanecer, visitó al sentenciado en el cuarto del cepo.

—Recuerda, compadre —le dijo—, que no te fusilo yo. Te fusila la revolución.

El general Moncada ni siquiera se levantó del catre al verlo entrar.

—Vete a la mierda, compadre —replicó.

Hasta ese momento, desde su regreso, el coronel Aureliano Buendía no se había concedido la oportunidad de verlo con el corazón. Se asombró de cuánto había envejecido, del temblor de sus manos, de la conformidad un poco rutinaria con que esperaba la muerte, y entonces experimentó un hondo desprecio por sí mismo que confundió con un principio de misericordia.

—Sabes mejor que yo —dijo— que todo consejo de guerra es una farsa, y que en verdad tienes que pagar los crímenes de otros, porque esta vez vamos a ganar la guerra a cualquier precio. Tú, en mi lugar, ¿no hubieras hecho lo mismo?

El general Moncada se incorporó para limpiar los gruesos anteojos de carey con el faldón de la camisa. «Probablemente», dijo. «Pero lo que me preocupa no es que me fusiles, porque al fin y al cabo, para la gente como nosotros esto es la muerte natural». Puso los lentes en la cama y se quitó el reloj de leontina. «Lo que me preocupa —agregó— es que de tanto odiar a los militares, de tanto combatirlos, de tanto pensar en ellos, has terminado por ser igual a ellos. Y no hay un ideal en la vida que merezca tanta abyección». Se quitó el anillo matrimonial y la medalla de la Virgen de los Remedios y los puso junto con los lentes y el reloj.

—A este paso —concluyó— no sólo serás el dictador más despótico y sanguinario de nuestra historia, sino que fusilarás a mi comadre Úrsula tratando de apaciguar tu conciencia.

El coronel Aureliano Buendía permaneció impasible. El general Moncada le entregó entonces los lentes, la medalla, el reloj y el anillo, y cambió de tono.

—Pero no te hice venir para regañarte —dijo—. Quería suplicarte el favor de mandarle estas cosas a mi mujer.

El coronel Aureliano Buendía se las guardó en los bolsillos.

—¿Sigue en Manaure?

—Sigue en Manaure —confirmó el general Moncada—, en la misma casa detrás de la iglesia donde mandaste aquella carta.

—Lo haré con mucho gusto, José Raquel —dijo el coronel Aureliano Buendía.

Cuando salió al aire azul de neblina, el rostro se le humedeció como en otro amanecer del pasado, y sólo entonces comprendió por qué había dispuesto que la sentencia se cumpliera en el patio, y no en el muro del cementerio. El pelotón, formado frente a la puerta, le rindió honores de jefe de estado.

—Ya pueden traerlo —ordenó.

Capítulo 9

El coronel Gerineldo Márquez fue el primero que percibió el vacío de la guerra. En su condición de jefe civil y militar de Macondo sostenía dos veces por semana conversaciones telegráficas con el coronel Aureliano Buendía. Al principio, aquellas entrevistas determinaban el curso de una guerra de carne y hueso cuyos contornos perfectamente definidos permitían establecer en cualquier momento el punto exacto en que se encontraba, y prever sus rumbos futuros. Aunque nunca se dejaba arrastrar al terreno de las confidencias, ni siquiera por sus amigos más próximos, el coronel Aureliano Buendía conservaba entonces el tono familiar que permitía identificarlo al otro extremo de la línea. Muchas veces prolongó las conversaciones más allá del término previsto y las dejó derivar hacia comentarios de carácter doméstico. Poco a poco, sin embargo, y a medida que la guerra se iba intensificando y extendiendo, su imagen se fue borrando en un universo de irrealidad. Los puntos y rayas de su voz eran cada vez más remotos e inciertos, y se unían y combinaban para formar palabras que paulatinamente fueron perdiendo todo sentido. El coronel Gerineldo Márquez se limitaba entonces a escuchar, abrumado por la impresión de estar en contacto telegráfico con un desconocido de otro mundo.

—Comprendido, Aureliano —concluía en el manipulador—. ¡Viva el partido liberal!

Terminó por perder todo contacto con la guerra. Lo que en otro tiempo fue una actividad real, una pasión irresistible de su juventud, se convirtió para él en una referencia remota: un vacío. Su único refugio era el costurero de Amaranta. La visitaba todas las tardes. Le gustaba contemplar sus manos mientras rizaba espumas de olán en la máquina de manivela que hacía girar Remedios, la bella. Pasaban muchas horas sin hablar, conformes con la compañía recíproca, pero mientras Amaranta se complacía íntimamente en mantener vivo el fuego de su devoción, él ignoraba cuáles eran los secretos designios de aquel corazón indescifrable. Cuando se conoció la noticia de su regreso, Amaranta se había ahogado de ansiedad. Pero cuando lo vio entrar en la casa confundido con la ruidosa escolta del coronel Aureliano Buendía, y lo vio maltratado por el rigor del destierro, envejecido por la edad y el olvido, sucio de sudor y polvo, oloroso a rebaño, feo, con el brazo izquierdo en cabestrillo, se sintió desfallecer de desilusión. «Dios mío —pensó—: no era éste el que esperaba». Al día siguiente, sin embargo, él volvió a la casa afeitado y limpio, con el bigote perfumado de agua de alhucema y sin el cabestrillo ensangrentado. Le llevaba un breviario de pastas nacaradas.

—Qué raros son los hombres —dijo ella, porque no encontró otra cosa que decir—. Se pasan la vida peleando contra los curas y regalan libros de oraciones.

Desde entonces, aun en los días más críticos de la guerra, la visitó todas las tardes. Muchas veces, cuando no estaba presente Remedios, la bella, era él quien le daba vueltas a la rueda de la máquina de coser. Amaranta se sentía turbada por la perseverancia, la lealtad, la sumisión de aquel hombre investido de tanta autoridad, que sin embargo se despojaba de sus armas en la sala para entrar indefenso al costurero. Pero durante cuatro años él le reiteró su amor, y ella encontró siempre la manera de rechazarlo sin herirlo, porque aunque no conseguía quererlo ya no podía vivir sin él. Remedios, la bella, que parecía indiferente a todo, y de quien se pensaba que era retrasada mental, no fue insensible a tanta devoción, e intervino en favor del coronel Gerineldo Márquez. Amaranta descubrió de pronto que aquella niña que había criado, que apenas despuntaba a la adolescencia, era ya la criatura más bella que se había visto en Macondo. Sintió renacer en su corazón el rencor que en otro tiempo experimentó contra Rebeca, y rogándole a Dios que no la arrastrara hasta el extremo de desearle la muerte, la desterró del costurero. Fue por esa época que el coronel Gerineldo Márquez empezó a sentir el hastío de la guerra. Apeló a sus reservas de persuasión, a su inmensa y reprimida ternura, dispuesto a renunciar por Amaranta a una gloria que le había costado el sacrificio de sus mejores años. Pero no logró convencerla. Una tarde de agosto, agobiada por el peso insoportable de su propia obstinación, Amaranta se encerró en el dormitorio a llorar su soledad hasta la muerte, después de darle la respuesta definitiva a su pretendiente tenaz.

—Olvidémonos para siempre —le dijo—, ya somos demasiado viejos para estas cosas.

El coronel Gerineldo Márquez acudió aquella tarde a un llamado telegráfico del coronel Aureliano Buendía. Fue una conversación rutinaria que no había de abrir ninguna brecha en la guerra estancada. Al terminar, el coronel Gerineldo Márquez contempló las calles desoladas, el agua cristalizada en los almendros, y se encontró perdido en la soledad.

—Aureliano —dijo tristemente en el manipulador—, está lloviendo en Macondo.

Hubo un largo silencio en la línea. De pronto, los aparatos saltaron con los signos despiadados del coronel Aureliano Buendía.

—No seas pendejo, Gerineldo —dijeron los signos—. Es natural que esté lloviendo en agosto.

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