—Tarde o temprano tiene que venir —se dijo—, aunque sólo sea a ponerse estos botines.
No tuvo que esperar tanto como suponía. En realidad, Aureliano Segundo comprendió desde la noche de bodas que volvería a casa de Petra Cotes mucho antes de que tuviera necesidad de ponerse los botines de charol: Fernanda era una mujer perdida para el mundo. Había nacido y crecido a mil kilómetros del mar, en una ciudad lúgubre por cuyas callejuelas de piedra traqueteaban todavía, en noches de espantos, las carrozas de los virreyes. Treinta y dos campanarios tocaban a muerto a las seis de la tarde. En la casa señorial embaldosada de losas sepulcrales, jamás se conoció el sol. El aire había muerto en los cipreses del patio, en las pálidas colgaduras de los dormitorios, en las arcadas rezumantes del jardín de los nardos. Fernanda no tuvo hasta la pubertad otra noticia del mundo que los melancólicos ejercicios de piano ejecutados en alguna casa vecina por alguien que durante años y años se permitió el albedrío de no hacer la siesta. En el cuarto de su madre enferma, verde y amarilla bajo la polvorienta luz de los vitrales, escuchaba las escalas metódicas, tenaces, descorazonadas, y pensaba que esa música estaba en el mundo, mientras ella se consumía tejiendo coronas de palmas fúnebres. Su madre, sudando la calentura de las cinco, le hablaba del esplendor del pasado. Siendo muy niña, una noche de luna, Fernanda vio una hermosa mujer vestida de blanco que atravesó el jardín hacia el oratorio. Lo que más le inquietó de aquella visión fugaz fue que la sintió exactamente igual a ella, como si se hubiera visto a sí misma con veinte años de anticipación. «Es tu bisabuela, la reina», le dijo su madre en las treguas de la tos. «Se murió de un mal aire que le dio al cortar una vara de nardos». Muchos años después, cuando empezó a sentirse igual a su bisabuela, Fernanda puso en duda la visión de la infancia, pero la madre le reprochó su incredulidad.
—Somos inmensamente ricos y poderosos —le dijo—. Un día serás reina.
Ella lo creyó, aunque sólo ocupaban la larga mesa con manteles de lino y servicios de plata, para tomar una taza de chocolate con agua y un pan de dulce. Hasta el día de la boda soñó con un reinado de leyenda, a pesar de que su padre, don Fernando, tuvo que hipotecar la casa para comprarle el ajuar. No era ingenuidad ni delirio de grandeza. Así la educaron. Desde que tuvo uso de razón recordaba haber hecho sus necesidades en una bacinilla de oro con el escudo de armas de la familia. Salió de la casa por primera vez a los doce años, en un coche de caballos que sólo tuvo que recorrer dos cuadras para llevarla al convento. Sus compañeras de clases se sorprendieron de que la tuvieran apartada, en una silla de espaldar muy alto, y de que ni siquiera se mezclara con ellas durante el recreo. «Ella es distinta», explicaban las monjas. «Va a ser reina». Sus compañeras lo creyeron, porque ya entonces era la doncella más hermosa, distinguida y discreta que habían visto jamás. Al cabo de ocho años, habiendo aprendido a versificar en latín, a tocar el clavicordio, a conversar de cetrería con los caballeros y de apologética con los arzobispos, a dilucidar asuntos de estado con los gobernantes extranjeros y asuntos de Dios con el Papa, volvió a casa de sus padres a tejer palmas fúnebres. La encontró saqueada. Quedaban apenas los muebles indispensables, los candelabros y el servicio de plata, porque los útiles domésticos habían sido vendidos, uno a uno, para sufragar los gastos de su educación. Su madre había sucumbido a la calentura de las cinco. Su padre, don Fernando, vestido de negro, con un cuello laminado y una leontina de oro atravesada en el pecho, le daba los lunes una moneda de plata para los gastos domésticos, y se llevaba las coronas fúnebres terminadas la semana anterior. Pasaba la mayor parte del día encerrado en el despacho, y en las pocas ocasiones en que salía a la calle regresaba antes de las seis, para acompañarla a rezar el rosario. Nunca llevó amistad íntima con nadie. Nunca oyó hablar de las guerras que desangraron el país. Nunca dejó de oír los ejercicios de piano a las tres de la tarde. Empezaba inclusive a perder la ilusión de ser reina, cuando sonaron dos aldabonazos perentorios en el portón, y le abrió a un militar apuesto, de ademanes ceremoniosos, que tenía una cicatriz en la mejilla y una medalla de oro en el pecho. Se encerró con su padre en el despacho. Dos horas después, su padre fue a buscarla al costurero. «Prepare sus cosas», le dijo. «Tiene que hacer un largo viaje». Fue así como la llevaron a Macondo. En un solo día, con un zarpazo brutal, la vida le echó encima todo el peso de una realidad que durante años le habían escamoteado sus padres. De regreso a casa se encerró en el cuarto a llorar, indiferente a las súplicas y explicaciones de don Fernando, tratando de borrar la quemadura de aquella burla inaudita. Se había prometido no abandonar el dormitorio hasta la muerte, cuando Aureliano Segundo llegó a buscarla. Fue un golpe de suerte inconcebible, porque en el aturdimiento de la indignación, en la furia de la vergüenza, ella le había mentido para que nunca conociera su verdadera identidad. Las únicas pistas reales de que disponía Aureliano Segundo cuando salió a buscarla eran su inconfundible dicción del páramo y su oficio de tejedora de palmas fúnebres. La buscó sin piedad. Con la temeridad atroz con que José Arcadio Buendía atravesó la sierra para fundar a Macondo, con el orgullo ciego con que el coronel Aureliano Buendía promovió sus guerras inútiles, con la tenacidad insensata con que Úrsula aseguró la supervivencia de la estirpe, así buscó Aureliano Segundo a Fernanda, sin un solo instante de desaliento. Cuando preguntó dónde vendían palmas fúnebres, lo llevaron de casa en casa para que escogiera las mejores. Cuando preguntó dónde estaba la mujer más bella que se había dado sobre la tierra, todas las madres le llevaron a sus hijas. Se extravió por desfiladeros de niebla, por tiempos reservados al olvido, por laberintos de desilusión. Atravesó un páramo amarillo donde el eco repetía los pensamientos y la ansiedad provocaba espejismos premonitorios. Al cabo de semanas estériles, llegó a una ciudad desconocida donde todas las campanas tocaban a muerto. Aunque nunca los había visto, ni nadie se los había descrito, reconoció de inmediato los muros carcomidos por la cal de los huesos, los decrépitos balcones de maderas destripadas por los hongos, y clavado en el portón y casi borrado por la lluvia el cartoncito más triste del mundo:
Se venden palmas fúnebres
. Desde entonces hasta la mañana helada en que Fernanda abandonó la casa al cuidado de la Madre Superiora apenas si hubo tiempo para que las monjas cosieran el ajuar, y metieran en seis baúles los candelabros, el servicio de plata y la bacinilla de oro, y los incontables e inservibles destrozos de una catástrofe familiar que había tardado dos siglos en consumarse. Don Fernando declinó la invitación de acompañarlos. Prometió ir más tarde, cuando acabara de liquidar sus compromisos, y desde el momento en que le echó la bendición a su hija volvió a encerrarse en el despacho, a escribirle las esquelas con viñetas luctuosas y el escudo de armas de la familia que habían de ser el primer contacto humano que Fernanda y su padre tuvieran en toda la vida. Para ella, esa fue la fecha real de su nacimiento. Para Aureliano Segundo fue casi al mismo tiempo el principio y el fin de la felicidad.
Fernanda llevaba un precioso calendario con llavecitas doradas en el que su director espiritual había marcado con tinta morada las fechas de abstinencia venérea. Descontando la Semana Santa, los domingos, las fiestas de guardar, los primeros viernes, los retiros, los sacrificios y los impedimentos cíclicos, su anuario útil quedaba reducido a 42 días desperdigados en una maraña de cruces moradas. Aureliano Segundo, convencido de que el tiempo echaría por tierra aquella alambrada hostil, prolongó la fiesta de la boda más allá del término previsto. Agotada de tanto mandar al basurero botellas vacías de brandy y champaña para que no congestionaran la casa, y al mismo tiempo intrigada de que los recién casados durmieran a horas distintas y en habitaciones separadas mientras continuaban los cohetes y la música y los sacrificios de reses, Úrsula recordó su propia experiencia y se preguntó si Fernanda no tendría también un cinturón de castidad que tarde o temprano provocara las burlas del pueblo y diera origen a una tragedia. Pero Fernanda le confesó que simplemente estaba dejando pasar dos semanas antes de permitir el primer contacto con su esposo. Transcurrido el término, en efecto, abrió la puerta de su dormitorio con la resignación al sacrificio con que lo hubiera hecho una víctima expiatoria, y Aureliano Segundo vio a la mujer más bella de la tierra, con sus gloriosos ojos de animal asustado y los largos cabellos color de cobre extendidos en la almohada. Tan fascinado estaba con la visión que tardó un instante en darse cuenta de que Fernanda se había puesto un camisón blanco, largo hasta los tobillos y con mangas hasta los puños, y con un ojal grande y redondo primorosamente ribeteado a la altura del vientre. Aureliano Segundo no pudo reprimir una explosión de risa.
—Esto es lo más obsceno que he visto en mi vida —gritó, con una carcajada que resonó en toda la casa—. Me casé con una hermanita de la caridad.
Un mes después, no habiendo conseguido que la esposa se quitara el camisón, se fue a hacer el retrato de Petra Cotes vestida de reina. Más tarde, cuando logró que Fernanda regresara a casa, ella cedió a sus apremios en la fiebre de la reconciliación, pero no supo proporcionarle el reposo con que él soñaba cuando fue a buscarla a la ciudad de los treinta y dos campanarios. Aureliano Segundo sólo encontró en ella un hondo sentimiento de desolación. Una noche, poco antes de que naciera el primer hijo, Fernanda se dio cuenta de que su marido había vuelto en secreto al lecho de Petra Cotes.
—Así es —admitió él. Y explicó en un tono de postrada resignación—: Tuve que hacerlo, para que siguieran pariendo los animales.
Le hizo falta un poco de tiempo para convencerla de tan peregrino expediente, pero cuando por fin lo consiguió, mediante pruebas que parecieron irrefutables, la única promesa que le impuso Fernanda fue que no se dejara sorprender por la muerte en la cama de su concubina. Así continuaron viviendo los tres, sin estorbarse, Aureliano Segundo puntual y cariñoso con ambas, Petra Cotes pavoneándose de la reconciliación, y Fernanda fingiendo que ignoraba la verdad.
El pacto no logró, sin embargo, que Fernanda se incorporara a la familia. En vano insistió Úrsula para que tirara la golilla de lana con que se levantaba cuando había hecho el amor, y que provocaba los cuchicheos de los vecinos. No logró convencerla de que utilizara el baño, o el beque nocturno, y de que le vendiera la bacinilla de oro al coronel Aureliano Buendía para que la convirtiera en pescaditos. Amaranta se sintió tan incómoda con su dicción viciosa, y con su hábito de usar un eufemismo para designar cada cosa, que siempre hablaba delante de ella en jerigonza.
—
Esfetafa
—decía—
esfe defe lasfa quefe lesfe tifiefenenfe asfacofo afa sufu profopifiafa mifierfedafa
.
Un día, irritada con la burla, Fernanda quiso saber qué era lo que decía Amaranta, y ella no usó eufemismos para contestarle.
—Digo —dijo— que tú eres de las que confunden el culo con las témporas.
Desde aquel día no volvieron a dirigirse la palabra. Cuando las obligaban las circunstancias, se mandaban recados, o se decían las cosas indirectamente. A pesar de la visible hostilidad de la familia, Fernanda no renunció a la voluntad de imponer los hábitos de sus mayores. Terminó con la costumbre de comer en la cocina, y cuando cada quien tenía hambre, e impuso la obligación de hacerlo a horas exactas en la mesa grande del comedor arreglada con manteles de lino, y con los candelabros y el servicio de plata. La solemnidad de un acto que Úrsula había considerado siempre como el más sencillo de la vida cotidiana creó un ambiente de estiramiento contra el cual se rebeló primero que nadie el callado José Arcadio Segundo. Pero la costumbre se impuso, así como la de rezar el rosario antes de la cena, y llamó tanto la atención de los vecinos, que muy pronto circuló el rumor de que los Buendía no se sentaban a la mesa como los otros mortales, sino que habían convertido el acto de comer en una misa mayor. Hasta las supersticiones de Úrsula, surgidas más bien de la inspiración momentánea que de la tradición, entraron en conflicto con las que Fernanda heredó de sus padres, y que estaban perfectamente definidas y catalogadas para cada ocasión. Mientras Úrsula disfrutó del dominio pleno de sus facultades, subsistieron algunos de los antiguos hábitos y la vida de la familia conservó una cierta influencia de sus corazonadas, pero cuando perdió la vista y el peso de los años la relegó a un rincón, el círculo de rigidez iniciado por Fernanda desde el momento en que llegó terminó por cerrarse completamente, y nadie más que ella determinó el destino de la familia. El negocio de repostería y animalitos de caramelo, que Santa Sofía de la Piedad mantenía por voluntad de Úrsula, era considerado por Fernanda como una actividad indigna, y no tardó en liquidarlo. Las puertas de la casa, abiertas de par en par desde el amanecer hasta la hora de acostarse, fueron cerradas durante la siesta, con el pretexto de que el sol recalentaba los dormitorios, y finalmente se cerraron para siempre. El ramo de sábila y el pan que estaban colgados en el dintel desde los tiempos de la fundación fueron reemplazados por un nicho del Corazón de Jesús. El coronel Aureliano Buendía alcanzó a darse cuenta de aquellos cambios y previó sus consecuencias. «Nos estamos volviendo gente fina», protestaba. «A este paso, terminaremos peleando otra vez contra el régimen conservador, pero ahora para poner un rey en su lugar». Fernanda, con muy buen tacto, se cuidó de no tropezar con él. Le molestaba íntimamente su espíritu independiente, su resistencia a toda forma de rigidez social. La exasperaban sus tazones de café a las cinco, el desorden de su taller, su manta deshilachada y su costumbre de sentarse en la puerta de la calle al atardecer. Pero tuvo que permitir esa pieza suelta del mecanismo familiar, porque tenía la certidumbre de que el viejo coronel era un animal apaciguado por los años y la desilusión, que en un arranque de rebeldía senil podría desarraigar los cimientos de la casa. Cuando su esposo decidió ponerle al primer hijo el nombre del bisabuelo, ella no se atrevió a oponerse, porque sólo tenía un año de haber llegado. Pero cuando nació la primera hija expresó sin reservas su determinación de que se llamara Renata, como su madre. Úrsula había resuelto que se llamara Remedios. Al cabo de una tensa controversia, en la que Aureliano Segundo actuó como mediador divertido, la bautizaron con el nombre de Renata Remedios, pero Fernanda la siguió llamando Renata a secas, mientras la familia de su marido y todo el pueblo siguieron llamándola Meme, diminutivo de Remedios.