Cien años de soledad (27 page)

Read Cien años de soledad Online

Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #drama

Al principio, Fernanda no hablaba de su familia, pero con el tiempo empezó a idealizar a su padre. Hablaba de él en la mesa como un ser excepcional que había renunciado a toda forma de vanidad, y se estaba convirtiendo en santo. Aureliano Segundo, asombrado de la intempestiva magnificación del suegro, no resistía a la tentación de hacer pequeñas burlas a espaldas de su esposa. El resto de la familia siguió el ejemplo. La propia Úrsula, que era en extremo celosa de la armonía familiar y que sufría en secreto con las fricciones domésticas, se permitió decir alguna vez que el pequeño tataranieto tenía asegurado su porvenir pontifical, porque era «nieto de santo e hijo de reina y de cuatrero». A pesar de aquella sonriente conspiración, los niños se acostumbraron a pensar en el abuelo como en un ser legendario, que les transcribía versos piadosos en las cartas y les mandaba en cada Navidad un cajón de regalos que apenas si cabía por la puerta de la calle. Eran, en realidad, los últimos desperdicios del patrimonio señorial. Con ellos se construyó en el dormitorio de los niños un altar con santos de tamaño natural, cuyos ojos de vidrio les imprimían una inquietante apariencia de vida y cuyas ropas de paño artísticamente bordadas eran mejores que las usadas jamás por ningún habitante de Macondo. Poco a poco, el esplendor funerario de la antigua y helada mansión se fue trasladando a la luminosa casa de los Buendía. «Ya nos han mandado todo el cementerio familiar», comentó Aureliano Segundo en cierta ocasión. «Sólo faltan los sauces y las losas sepulcrales». Aunque en los cajones no llegó nunca nada que sirviera a los niños para jugar, éstos pasaban el año esperando a diciembre, porque al fin y al cabo los anticuados y siempre imprevisibles regalos constituían una novedad en la casa. En la décima Navidad, cuando ya el pequeño José Arcadio se preparaba para viajar al seminario, llegó con más anticipación que en los años anteriores el enorme cajón del abuelo, muy bien clavado e impermeabilizado con brea, y dirigido con el habitual letrero de caracteres góticos a la muy distinguida señora doña Fernanda del Carpio de Buendía. Mientras ella leía la carta en el dormitorio, los niños se apresuraron a abrir la caja. Ayudados como de costumbre por Aureliano Segundo, rasparon los sellos de brea, desclavaron la tapa, sacaron el aserrín protector, y encontraron dentro un largo cofre de plomo cerrado con pernos de cobre. Aureliano Segundo quitó los ocho pernos, ante la impaciencia de los niños, y apenas tuvo tiempo de lanzar un grito y hacerlos a un lado, cuando levantó la plataforma de plomo y vio a don Fernando vestido de negro y con un crucifijo en el pecho, con la piel reventada en eructos pestilentes y cocinándose a fuego lento en un espumoso y borboritante caldo de perlas vivas.

Poco después del nacimiento de la niña, se anunció el inesperado jubileo del coronel Aureliano Buendía, ordenado por el gobierno para celebrar un nuevo aniversario del tratado de Neerlandia. Fue una determinación tan inconsecuente con la política oficial, que el coronel se pronunció violentamente contra ella y rechazó el homenaje. «Es la primera vez que oigo la palabra jubileo», decía. «Pero cualquier cosa que quiera decir, no puede ser sino una burla». El estrecho taller de orfebrería se llenó de emisarios. Volvieron, mucho más viejos y mucho más solemnes, los abogados de trajes oscuros que en otro tiempo revolotearon como cuervos en torno al coronel. Cuando éste los vio aparecer, como en otro tiempo llegaban a empantanar la guerra, no pudo soportar el cinismo de sus panegíricos. Les ordenó que lo dejaran en paz, insistió que él no era un prócer de la nación como ellos decían, sino un artesano sin recuerdos, cuyo único sueño era morirse de cansancio en el olvido y la miseria de sus pescaditos de oro. Lo que más le indignó fue la noticia de que el propio presidente de la república pensaba asistir a los actos de Macondo para imponerle la Orden del Mérito. El coronel Aureliano Buendía le mandó a decir, palabra por palabra, que esperaba con verdadera ansiedad aquella tardía pero merecida ocasión de darle un tiro, no para cobrarle las arbitrariedades y anacronismos de su régimen, sino por faltarle al respeto a un viejo que no le hacía mal a nadie. Fue tal la vehemencia con que pronunció la amenaza, que el presidente de la república canceló el viaje a última hora y le mandó la condecoración con un representante personal. El coronel Gerineldo Márquez, asediado por presiones de toda índole, abandonó su lecho de paralítico para persuadir a su antiguo compañero de armas. Cuando éste vio aparecer el mecedor cargado por cuatro hombres y vio sentado en él, entre grandes almohadas, al amigo que compartió sus victorias e infortunios desde la juventud, no dudó un solo instante de que hacía aquel esfuerzo para expresarle su solidaridad. Pero cuando conoció el verdadero propósito de su visita, lo hizo sacar del taller.

—Demasiado tarde me convenzo —le dijo— que te habría hecho un gran favor si te hubiera dejado fusilar.

De modo que el jubileo se llevó a cabo sin asistencia de ninguno de los miembros de la familia. Fue una casualidad que coincidiera con la semana del carnaval, pero nadie logró quitarle al coronel Aureliano Buendía la empecinada idea de que también aquella coincidencia había sido prevista por el gobierno para recalcar la crueldad de la burla. Desde el taller solitario oyó las músicas marciales, la artillería de aparato, las campanas del Te Deum, y algunas frases de los discursos pronunciados frente a la casa cuando bautizaron la calle con su nombre. Los ojos se le humedecieron de indignación, de rabiosa impotencia, y por primera vez desde la derrota se dolió de no tener los arrestos de la juventud para promover una guerra sangrienta que borrara hasta el último vestigio del régimen conservador. No se habían extinguido los ecos del homenaje, cuando Úrsula llamó a la puerta del taller.

—No me molesten —dijo él—. Estoy ocupado.

—Abre —insistió Úrsula con voz cotidiana—. Esto no tiene nada que ver con la fiesta.

Entonces el coronel Aureliano Buendía quitó la tranca, y vio en la puerta diecisiete hombres de los más variados aspectos, de todos los tipos y colores, pero todos con un aire solitario que habría bastado para identificarlos en cualquier lugar de la tierra. Eran sus hijos. Sin ponerse de acuerdo, sin conocerse entre sí, habían llegado desde los más apartados rincones del litoral cautivados por el ruido del jubileo. Todos llevaban con orgullo el nombre de Aureliano, y el apellido de su madre. Durante los tres días que permanecieron en la casa, para satisfacción de Úrsula y escándalo de Fernanda, ocasionaron trastornos de guerra. Amaranta buscó entre antiguos papeles la libreta de cuentas donde Úrsula había apuntado los nombres y las fechas de nacimiento y bautismo de todos, y agregó frente al espacio correspondiente a cada uno el domicilio actual. Aquella lista habría permitido hacer una recapitulación de veinte años de guerra. Habrían podido reconstruirse con ella los itinerarios nocturnos del coronel, desde la madrugada en que salió de Macondo al frente de veintiún hombres hacia una rebelión quimérica, hasta que regresó por última vez envuelto en la manta acartonada de sangre. Aureliano Segundo no desperdició la ocasión de festejar a los primos con una estruendosa parranda de champaña y acordeón, que se interpretó como un atrasado ajuste de cuentas con el carnaval malogrado por el jubileo. Hicieron añicos media vajilla, destrozaron los rosales persiguiendo un toro para mantearlo, mataron las gallinas a tiros, obligaron a bailar a Amaranta los valses tristes de Pietro Crespi, consiguieron que Remedios, la bella, se pusiera unos pantalones de hombre para subirse a la cucaña, y soltaron en el comedor un cerdo embadurnado de sebo que revolcó a Fernanda, pero nadie lamentó los percances, porque la casa se estremeció con un terremoto de buena salud. El coronel Aureliano Buendía, que al principio los recibió con desconfianza y hasta puso en duda la filiación de algunos, se divirtió con sus locuras, y antes de que se fueran le regaló a cada uno un pescadito de oro. Hasta el esquivo José Arcadio Segundo les ofreció una tarde de gallos, que estuvo a punto de terminar en tragedia, porque varios de los Aurelianos eran tan duchos en componendas de galleras que descubrieron al primer golpe de vista las triquiñuelas del padre Antonio Isabel. Aureliano Segundo, que vio las ilimitadas perspectivas de parranda que ofrecía aquella desaforada parentela, decidió que todos se quedaran a trabajar con él. El único que aceptó fue Aureliano Triste, un mulato grande con los ímpetus y el espíritu explorador del abuelo, que ya había probado fortuna en medio mundo, y le daba lo mismo quedarse en cualquier parte. Los otros, aunque todavía estaban solteros, consideraban resuelto su destino. Todos eran artesanos hábiles, hombres de su casa, gente de paz. El miércoles de ceniza, antes de que volvieran a dispersarse en el litoral, Amaranta consiguió que se pusieran ropas dominicales y la acompañaran a la iglesia. Más divertidos que piadosos, se dejaron conducir hasta el comulgatorio, donde el padre Antonio Isabel les puso en la frente la cruz de ceniza. De regreso a casa, cuando el menor quiso limpiarse la frente, descubrió que la mancha era indeleble, y que lo eran también las de sus hermanos. Probaron con agua y jabón, con tierra y estropajo, y por último con piedra pómez y lejía, y no consiguieron borrarse la cruz. En cambio, Amaranta y los demás que fueron a misa se la quitaron sin dificultad. «Así van mejor», los despidió Úrsula. «De ahora en adelante nadie podrá confundirlos». Se fueron en tropel, precedidos por la banda de músicos y reventando cohetes, y dejaron en el pueblo la impresión de que la estirpe de los Buendía tenía semillas para muchos siglos. Aureliano Triste, con su cruz de ceniza en la frente, instaló en las afueras del pueblo la fábrica de hielo con que soñó José Arcadio Buendía en sus delirios de inventor.

Meses después de su llegada, cuando ya era conocido y apreciado, Aureliano Triste andaba buscando una casa para llevar a su madre y a una hermana soltera (que no era hija del coronel) y se interesó por el caserón decrépito que parecía abandonado en una esquina de la plaza. Preguntó quién era el dueño. Alguien le dijo que era una casa de nadie, donde en otro tiempo vivió una viuda solitaria que se alimentaba de tierra y cal de las paredes, y que en sus últimos años sólo se la vio dos veces en la calle con un sombrero de minúsculas flores artificiales y unos zapatos color de plata antigua, cuando atravesó la plaza hasta la oficina de correos para mandarle cartas al obispo. Le dijeron que su única compañera fue una sirvienta desalmada que mataba perros y gatos y cuanto animal penetraba a la casa, y echaba los cadáveres en mitad de la calle para fregar al pueblo con la hedentina de la putrefacción. Había pasado tanto tiempo desde que el sol momificó el pellejo vacío del último animal, que todo el mundo daba por sentado que la dueña de la casa y la sirvienta habían muerto mucho antes de que terminaran las guerras, y que si todavía la casa estaba en pie era porque no habían tenido en años recientes un invierno riguroso o un viento demoledor. Los goznes desmigajados por el óxido, las puertas apenas sostenidas por cúmulos de telaraña, las ventanas soldadas por la humedad y el piso roto por la hierba y las flores silvestres, en cuyas grietas anidaban los lagartos y toda clase de sabandijas, parecían confirmar la versión de que allí no había estado un ser humano por lo menos en medio siglo. Al impulsivo Aureliano Triste no le hacían falta tantas pruebas para proceder. Empujó con el hombro la puerta principal, y la carcomida armazón de madera se derrumbó sin estrépito, en un callado cataclismo de polvo y tierra de nidos de comején. Aureliano Triste permaneció en el umbral, esperando que se desvaneciera la niebla, y entonces vio en el centro de la sala a la escuálida mujer vestida todavía con ropas del siglo anterior, con unas pocas hebras amarillas en el cráneo pelado, y con unos ojos grandes, aun hermosos, en los cuales se habían apagado las últimas estrellas de la esperanza, y el pellejo del rostro agrietado por la aridez de la soledad. Estremecido por la visión de otro mundo, Aureliano Triste apenas se dio cuenta de que la mujer lo estaba apuntando con una anticuada pistola de militar.

—Perdone —murmuró.

Ella permaneció inmóvil en el centro de la sala atiborrada de cachivaches, examinando palmo a palmo al gigante de espaldas cuadradas con un tatuaje de ceniza en la frente, y a través de la neblina del polvo lo vio en la neblina de otro tiempo, con una escopeta de dos cañones terciada a la espalda y un sartal de conejos en la mano.

—¡Por el amor de Dios —exclamó en voz baja—, no es justo que ahora me vengan con este recuerdo!

—Quiero alquilar la casa —dijo Aureliano Triste.

La mujer levantó entonces la pistola, apuntando con pulso firme la cruz de ceniza, y montó el gatillo con una determinación inapelable.

—Váyase —ordenó.

Aquella noche, durante la cena, Aureliano Triste le contó el episodio a la familia, y Úrsula lloró de consternación. «Dios santo», exclamó apretándose la cabeza con las manos. «¡Todavía está viva!». El tiempo, las guerras, los incontables desastres cotidianos la habían hecho olvidarse de Rebeca. La única que no había perdido un solo instante la conciencia de que estaba viva, pudriéndose en su sopa de larvas, era la implacable y envejecida Amaranta. Pensaba en ella al amanecer, cuando el hielo del corazón la despertaba en la cama solitaria, y pensaba en ella cuando se jabonaba los senos marchitos y el vientre macilento, y cuando se ponía los blancos pollerines y corpiños de olán de la vejez, y cuando se cambiaba en la mano la venda negra de la terrible expiación. Siempre, a toda hora, dormida y despierta, en los instantes más sublimes y en los más abyectos, Amaranta pensaba en Rebeca, porque la soledad le había seleccionado los recuerdos, y había incinerado los entorpecedores montones de basura nostálgica que la vida había acumulado en su corazón, y había purificado, magnificado y eternizado los otros, los más amargos. Por ella sabía Remedios, la bella, de la existencia de Rebeca. Cada vez que pasaban por la casa decrépita le contaba un incidente ingrato, una fábula de oprobio, tratando en esa forma de que su extenuante rencor fuera compartido por la sobrina, y por consiguiente prolongado más allá de la muerte, pero no consiguió sus propósitos porque Remedios era inmune a toda clase de sentimientos apasionados, y mucho más a los ajenos. Úrsula, en cambio, que había sufrido un proceso contrario al de Amaranta, evocó a Rebeca con un recuerdo limpio de impurezas, pues la imagen de la criatura de lástima que llevaron a la casa con el talego de huesos de sus padres prevaleció sobre la ofensa que la hizo indigna de continuar vinculada al tronco familiar. Aureliano Segundo resolvió que había que llevarla a la casa y protegerla, pero su buen propósito fue frustrado por la inquebrantable intransigencia de Rebeca, que había necesitado muchos años de sufrimiento y miseria para conquistar los privilegios de la soledad, y no estaba dispuesta a renunciar a ellos a cambio de una vejez perturbada por los falsos encantos de la misericordia.

Other books

Hit and Run by James Hadley Chase
Introducing The Toff by John Creasey
Reaper's Justice by Sarah McCarty
The People Traders by Keith Hoare
To Hiss or to Kiss by Katya Armock
Absence by Peter Handke
Winter Storms by Oliver, Lucy
Out at Night by Susan Arnout Smith