La crianza de José Arcadio ayudó a Úrsula en la tarea agotadora de mantenerse al corriente de los mínimos cambios de la casa. Cuando se daba cuenta de que Amaranta estaba vistiendo a los santos del dormitorio, fingía que le enseñaba al niño las diferencias de los colores.
—Vamos a ver —le decía—, cuéntame de qué color está vestido San Rafael Arcángel.
En esa forma, el niño le daba la información que le negaban sus ojos, y mucho antes de que él se fuera al seminario ya podía Úrsula distinguir por la textura los distintos colores de la ropa de los santos. A veces ocurrían accidentes imprevistos. Una tarde estaba Amaranta bordando en el corredor de las begonias, y Úrsula tropezó con ella.
—Por el amor de Dios —protestó Amaranta—, fíjese por dónde camina.
—Eres tú —dijo Úrsula—, la que estás sentada donde no debe ser.
Para ella era cierto. Pero aquel día empezó a darse cuenta de algo que nadie había descubierto, y era que en el transcurso del año el sol iba cambiando imperceptiblemente de posición, y quienes se sentaban en el corredor tenían que ir cambiando de lugar poco a poco y sin advertirlo. A partir de entonces, Úrsula no tenía sino que recordar la fecha para conocer el lugar exacto en que estaba sentada Amaranta. Aunque el temblor de las manos era cada vez más perceptible y no podía con el peso de los pies, nunca se vio su menudita figura en tantos lugares al mismo tiempo. Era casi tan diligente como cuando llevaba encima todo el peso de la casa. Sin embargo, en la impenetrable soledad de la decrepitud dispuso de tal clarividencia para examinar hasta los más insignificantes acontecimientos de la familia, que por primera vez vio con claridad las verdades que sus ocupaciones de otro tiempo le habían impedido ver. Por la época en que preparaban a José Arcadio para el seminario, ya había hecho una recapitulación infinitesimal de la vida de la casa desde la fundación de Macondo, y había cambiado por completo la opinión que siempre tuvo de sus descendientes. Se dio cuenta de que el coronel Aureliano Buendía no le había perdido el cariño a la familia a causa del endurecimiento de la guerra, como ella creía antes, sino que nunca había querido a nadie, ni siquiera a su esposa Remedios o a las incontables mujeres de una noche que pasaron por su vida, y mucho menos a sus hijos. Vislumbró que no había hecho tantas guerras por idealismo, como todo el mundo creía, ni había renunciado por cansancio a la victoria inminente, como todo el mundo creía, sino que había ganado y perdido por el mismo motivo, por pura y pecaminosa soberbia. Llegó a la conclusión de que aquel hijo por quien ella habría dado la vida era simplemente un hombre incapacitado para el amor. Una noche, cuando lo tenía en el vientre, lo oyó llorar. Fue un lamento tan definido, que José Arcadio Buendía despertó a su lado y se alegró con la idea de que el niño iba a ser ventrílocuo. Otras personas pronosticaron que sería adivino. Ella, en cambio, se estremeció con la certidumbre de que aquel bramido profundo era un primer indicio de la temible cola de cerdo, y rogó a Dios que le dejara morir la criatura en el vientre. Pero la lucidez de la decrepitud le permitió ver, y así lo repitió muchas veces, que el llanto de los niños en el vientre de la madre no es un anuncio de ventriloquía ni de facultad adivinatoria, sino una señal inequívoca de incapacidad para el amor. Aquella desvalorización de la imagen del hijo le suscitó de un golpe toda la compasión que le estaba debiendo. Amaranta, en cambio, cuya dureza de corazón la espantaba, cuya concentrada amargura la amargaba, se le esclareció en el último examen como la mujer más tierna que había existido jamás, y comprendió con una lastimosa clarividencia que las injustas torturas a que había sometido a Pietro Crespi no eran dictadas por una voluntad de venganza, como todo el mundo creía, ni el lento martirio con que frustró la vida del coronel Gerineldo Márquez había sido determinado por la mala hiel de su amargura, como todo el mundo creía, sino que ambas acciones habían sido una lucha a muerte entre un amor sin medidas y una cobardía invencible, y había triunfado finalmente el miedo irracional que Amaranta le tuvo siempre a su propio y atormentado corazón. Fue por esa época que Úrsula empezó a nombrar a Rebeca, a evocarla con un viejo cariño exaltado por el arrepentimiento tardío y la admiración repentina, habiendo comprendido que solamente ella, Rebeca, la que nunca se alimentó de su leche sino de la tierra, de la tierra y la cal de las paredes, la que no llevó en las venas sangre de sus venas sino la sangre desconocida de los desconocidos cuyos huesos seguían cloqueando en la tumba, Rebeca, la del corazón impaciente, la del vientre desaforado, era la única que tuvo la valentía sin frenos que Úrsula había deseado para su estirpe.
—Rebeca —decía, tanteando las paredes—, ¡qué injustos hemos sido contigo!
En la casa, sencillamente, creían que desvariaba, sobre todo desde que le dio por andar con el brazo derecho levantado, como el arcángel Gabriel. Fernanda se dio cuenta, sin embargo, de que había un sol de clarividencia en las sombras de ese desvarío, pues Úrsula podía decir sin titubeos cuánto dinero se había gastado en la casa durante el último año. Amaranta tuvo una idea semejante cierto día en que su madre meneaba en la cocina una olla de sopa, y dijo de pronto, sin saber que la estaban oyendo, que el molino de maíz que le compraron a los primeros gitanos, y que había desaparecido desde antes de que José Arcadio le diera sesenta y cinco veces la vuelta al mundo, estaba todavía en casa de Pilar Ternera. También casi centenaria, pero entera y ágil a pesar de la inconcebible gordura que espantaba a los niños como en otro tiempo su risa espantaba a las palomas, Pilar Ternera no se sorprendió del acierto de Úrsula, porque su propia experiencia empezaba a indicarle que una vejez alerta puede ser más atinada que las averiguaciones de barajas.
Sin embargo, cuando Úrsula se dio cuenta de que no le había alcanzado el tiempo para consolidar la vocación de José Arcadio, se dejó aturdir por la consternación. Empezó a cometer errores, tratando de ver con los ojos las cosas que la intuición le permitía ver con mayor claridad. Una mañana le echó al niño en la cabeza el contenido de un tintero creyendo que era agua de florida. Ocasionó tantos tropiezos con la terquedad de intervenir en todo, que se sintió trastornada por ráfagas de mal humor, y trataba de quitarse las tinieblas que por fin la estaban enredando como un camisón de telaraña. Fue entonces cuando se le ocurrió que su torpeza no era la primera victoria de la decrepitud y la oscuridad, sino una falla del tiempo. Pensaba que antes, cuando Dios no hacía con los meses y los años las mismas trampas que hacían los turcos al medir una yarda de percal, las cosas eran diferentes. Ahora no sólo crecían los niños más de prisa, sino que hasta los sentimientos evolucionaban de otro modo. No bien Remedios, la bella, había subido al cielo en cuerpo y alma, y ya la desconsiderada Fernanda andaba refunfuñando en los rincones porque se había llevado las sábanas. No bien se habían enfriado los cuerpos de los Aurelianos en sus tumbas, y ya Aureliano Segundo tenía otra vez la casa prendida, llena de borrachos que tocaban el acordeón y se ensopaban en champaña, como si no hubieran muerto cristianos sino perros, y como si aquella casa de locos que tantos dolores de cabeza y tantos animalitos de caramelo había costado, estuviera predestinada a convertirse en un basurero de perdición. Recordando estas cosas mientras alistaban el baúl de José Arcadio, Úrsula se preguntaba si no era preferible acostarse de una vez en la sepultura y que le echaran la tierra encima, y le preguntaba a Dios, sin miedo, si de verdad creía que la gente estaba hecha de fierro para soportar tantas penas y mortificaciones; y preguntando y preguntando iba atizando su propia ofuscación, y sentía unos irreprimibles deseos de soltarse a despotricar como un forastero, y de permitirse por fin un instante de rebeldía, el instante tantas veces anhelado y tantas veces aplazado de meterse la resignación por el fundamento y cagarse de una vez en todo, y sacarse del corazón los infinitos montones de malas palabras que había tenido que atragantarse en todo un siglo de conformidad.
—¡Carajo! —gritó.
Amaranta, que empezaba a meter la ropa en el baúl, creyó que la había picado un alacrán.
—¿Dónde está? —preguntó alarmada.
—¿Qué?
—¡El animal! —aclaró Amaranta.
Úrsula se puso un dedo en el corazón.
—Aquí —dijo.
Un jueves a las dos de la tarde, José Arcadio se fue al seminario. Úrsula había de evocarlo siempre como lo imaginó al despedirlo, lánguido y serio y sin derramar una lágrima, como ella le había enseñado, ahogándose de calor dentro del vestido de pana verde con botones de cobre y un lazo almidonado en el cuello. Dejó el comedor impregnado de la penetrante fragancia de agua de florida que ella le echaba en la cabeza para poder seguir su rastro en la casa. Mientras duró el almuerzo de despedida, la familia disimuló el nerviosismo con expresiones de júbilo, y celebró con exagerado entusiasmo las ocurrencias del padre Antonio Isabel. Pero cuando se llevaron el baúl forrado de terciopelo con esquinas de plata, fue como si hubieran sacado de la casa un ataúd. El único que se negó a participar en la despedida fue el coronel Aureliano Buendía.
—Esta era la última vaina que nos faltaba —refunfuñó—: ¡un Papa!
Tres meses después, Aureliano Segundo y Fernanda llevaron a Meme al colegio, y regresaron con un clavicordio que ocupó el lugar de la pianola. Fue por esa época que Amaranta empezó a tejer su propia mortaja. La fiebre del banano se había apaciguado. Los antiguos habitantes de Macondo se encontraban arrinconados por los advenedizos, trabajosamente asidos a sus precarios recursos de antaño, pero reconfortados en todo caso por la impresión de haber sobrevivido a un naufragio. En la casa siguieron recibiendo invitados a almorzar, y en realidad no se restableció la antigua rutina mientras no se fue, años después, la compañía bananera. Sin embargo, hubo cambios radicales en el tradicional sentido de hospitalidad, porque entonces era Fernanda quien imponía sus leyes. Con Úrsula relegada a las tinieblas, y con Amaranta abstraída en la labor del sudario, la antigua aprendiza de reina tuvo libertad para seleccionar a los comensales e imponerles las rígidas normas que le inculcaran sus padres. Su severidad hizo de la casa un reducto de costumbres revenidas, en un pueblo convulsionado por la vulgaridad con que los forasteros despilfarraban sus fáciles fortunas. Para ella, sin más vueltas, la gente de bien era la que no tenía nada que ver con la compañía bananera. Hasta José Arcadio Segundo, su cuñado, fue víctima de su celo discriminatorio, porque en el embullamiento de la primera hora volvió a rematar sus estupendos gallos de pelea y se empleó de capataz en la compañía bananera.
—Que no vuelva a pisar este hogar —dijo Fernanda—, mientras tenga la sarna de los forasteros.
Fue tal la estrechez impuesta en la casa, que Aureliano Segundo se sintió definitivamente más cómodo donde Petra Cotes. Primero, con el pretexto de aliviarle la carga a la esposa, trasladó las parrandas. Luego, con el pretexto de que los animales estaban perdiendo fecundidad, trasladó los establos y caballerizas. Por último, con el pretexto de que en casa de la concubina hacía menos calor, trasladó la pequeña oficina donde atendía sus negocios. Cuando Fernanda se dio cuenta de que era una viuda a quien todavía no se le había muerto el marido, ya era demasiado tarde para que las cosas volvieran a su estado anterior. Aureliano Segundo apenas si comía en la casa, y las únicas apariencias que seguía guardando, como las de dormir con la esposa, no bastaban para convencer a nadie. Una noche, por descuido, lo sorprendió la mañana en la cama de Petra Cotes. Fernanda, al contrario de lo que él esperaba, no le hizo el menor reproche ni soltó el más leve suspiro de resentimiento, pero ese mismo día le mandó a casa de la concubina sus dos baúles de ropa. Los mandó a pleno sol y con instrucciones de llevarlos por la mitad de la calle, para que todo el mundo los viera, creyendo que el marido descarriado no podría soportar la vergüenza y volvería al redil con la cabeza humillada. Pero aquel gesto heroico fue apenas una prueba más de lo mal que conocía Fernanda no sólo el carácter de su marido sino la índole de una comunidad que nada tenía que ver con la de sus padres, porque todo el que vio pasar los baúles se dijo que al fin y al cabo esa era la culminación natural de una historia cuyas intimidades no ignoraba nadie, y Aureliano Segundo celebró la libertad regalada con una parranda de tres días. Para mayor desventaja de la esposa, mientras ella empezaba a hacer una mala madurez con sus sombrías vestiduras talares, sus medallones anacrónicos y su orgullo fuera de lugar, la concubina parecía reventar en una segunda juventud, embutida en vistosos trajes de seda natural y con los ojos atigrados por la candela de la reivindicación. Aureliano Segundo volvió a entregarse a ella con la fogosidad de la adolescencia, como antes, cuando Petra Cotes no lo quería por ser él sino porque lo confundía con su hermano gemelo, y acostándose con ambos al mismo tiempo pensaba que Dios le había deparado la fortuna de tener un hombre que hacía el amor como si fueran dos. Era tan apremiante la pasión restaurada, que en más de una ocasión se miraron a los ojos cuando se disponían a comer, y sin decirse nada taparon los platos y se fueron a morirse de hambre y de amor en el dormitorio. Inspirado en las cosas que había visto en sus furtivas visitas a las matronas francesas, Aureliano Segundo le compró a Petra Cotes una cama con baldaquín arzobispal, y puso cortinas de terciopelo en las ventanas y cubrió el cielorraso y las paredes del dormitorio con grandes espejos de cristal de roca. Se le vio entonces más parrandero y botarate que nunca. En el tren, que llegaba todos los días a las once, recibía cajas y más cajas de champaña y de brandy. Al regreso de la estación arrastraba a la cumbiamba improvisada a cuanto ser humano encontraba a su paso, nativo o forastero, conocido o por conocer, sin distinciones de ninguna clase. Hasta el escurridizo señor Brown, que sólo alternaba en lengua extraña, se dejó seducir por las tentadoras señas que le hacía Aureliano Segundo, y varias veces se emborrachó a muerte en casa de Petra Cotes y hasta hizo que los feroces perros alemanes que lo acompañaban a todas partes bailaran canciones texanas que él mismo masticaba de cualquier modo al compás del acordeón.
—Apártense vacas —gritaba Aureliano Segundo en el paroxismo de la fiesta—. Apártense que la vida es corta.