Cinco semanas en globo (15 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Se produjo una desbandada general. Los indígenas se echaron al río precipitadamente y lo atravesaron a nado. Enseguida partió de las dos orillas una granizada de balas y una lluvia de flechas, pero sin peligro para el aeróstato, cuya ancla había hincado sus uñas en la hendidura de una roca. Joe se deslizó por la cuerda.

—¡La escala! —gritó el doctor—. Sígueme, Kennedy.

—¿Qué vas a hacer?

—Bajemos; necesito un testigo.

—Heme aquí.

—Joe, alerta.

—Respondo de todo, señor. Esté tranquilo.

—¡Ven, Dick! —dijo el doctor al llegar a tierra.

Y llevó a su compañero hacia un grupo de rocas que se levantaban en la punta de la isla. Una vez allí, se pasó un rato buscando, escudriñó entre la maleza y se llenó las manos de sangre.

De repente, agarró con fuerza el brazo del cazador.

—Mira —le dijo.

—¡Letras! —exclamó Kennedy.

En efecto, aparecían dos letras grabadas con toda claridad en la roca. Se leía perfectamente:

A. D.

—A.D. —especificó el doctor Fergusson—. ¡Andrea Debono! ¡La firma del viajero que más se ha acercado a las fuentes del Nilo!

—El hecho es irrebatible, Samuel.

—¿Estás convencido ahora?

—¡No cabe duda, es el Nilo!

El doctor miró por última vez aquellas preciosas iniciales, cuya forma y dimensiones copió exactamente.

—Y ahora —dijo—, al globo.

—Rápido, porque veo algunos indígenas que se preparan para cruzar el río.

—¡Ya poco nos importa! Que el viento nos empuje hacia el norte durante algunas horas: llegaremos a Gondokoro y estrecharemos la mano de nuestros compatriotas.

Diez minutos después, el Victoria se elevaba majestuosamente, en tanto que el doctor Fergusson, en señal de triunfo, desplegaba el pabellón con las armas de Inglaterra.

CAPITULO XIX

—¿Cuál es nuestra dirección? —preguntó Kennedy a su amigo, que estaba consultando la brújula.

—Norte-noroeste.

—¡Entonces no es norte!

—No, Dick, y creo que nos resultará difícil llegar a Gondokoro. Lo siento; pero, en fin, hemos enlazado las exploraciones del este con las del norte y, por consiguiente, no podemos quejarnos.

El Victoria se alejaba poco a poco del Nilo.

—Quiero dirigir una última mirada —dijo el doctor— a esta altitud infranqueable que nunca han podido traspasar los más intrépidos viajeros. Ahí están esas intratables tribus que mencionan Petherick, D'Arnaud, Miani y el joven viajero Lejean, a quien se deben los mejores trabajos sobre el Alto Nilo.

—¿Quiere eso decir —preguntó Kennedy— que nuestros descubrimientos concuerdan con los presentimientos de la ciencia?

—Completamente. Las fuentes del Nilo Blanco, del Bahr-el-Abiad, están sumergidas en un lago que parece un mar; allí es donde el río nace. Sin lugar a dudas, la poesía saldrá perdiendo, pues gustaba atribuirle a este rey de los ríos un origen celestial. Los antiguos lo llamaron océano, y algunos creyeron que procedía directamente del sol. Pero es preciso ceder y aceptar de vez en cuando lo que la ciencia nos enseña. Quizá no haya sabios siempre; pero siempre habrá poetas.

—Aún se distinguen cataratas —dijo Joe.

—Son las cataratas de Makedo, a tres grados de latitud. ¡No hay nada más exacto! ¡Qué lástima que no hayamos podido seguir por espacio de algunas horas el curso del Nilo!

—Y allá abajo, delante de nosotros —dijo el cazador—, distingo la cima de una montaña.

—Es el monte Logwek, la montaña temblorosa de los árabes. Toda esta comarca ha sido explorada por Debono, que la recorría bajo el nombre de Letif Effendi. Las tribus próximas al Nilo son enemigas unas de otras y tienden a exterminarse mutuamente. Imaginaos cuántos peligros habrá tenido que afrontar Debono.

El viento conducía al Victoria hacia el noroeste. Para evitar el monte Logwek, fue preciso buscar una corriente más inclinada.

—Amigos —dijo el doctor a sus dos compañeros—, ahora empezaremos verdaderamente nuestra travesía africana. Hasta hoy apenas hemos hecho más que seguir las huellas de nuestros predecesores. En lo sucesivo nos lanzaremos a lo desconocido. ¿Nos faltará valor?

—No —respondieron a un mismo tiempo Dick y Joe.

—¡Adelante, pues, y que el cielo nos proteja!

A las diez de la noche, sobrevolando hondonadas, bosques y aldeas dispersas, los viajeros llegaban a la vertiente de la montaña temblorosa, pasando por entre sus inhabitadas colinas.

Aquel memorable día 23 de abril, en quince horas de marcha habían recorrido, a impulsos de un viento fuerte, una distancia de más de trescientas quince millas.

Pero esta última parte del viaje les había dejado una impresión triste. Reinaba en la barquilla un silencio completo. ¿Estaba el doctor Fergusson reflexionando en sus descubrimientos? ¿Pensaban sus dos compañeros en aquella travesía por regiones desconocidas? Algo de eso había, sin duda, mezclado con los más vivos recuerdos de Inglaterra y de los amigos lejanos. Joe era el único que daba muestras de una despreocupada filosofía, pareciéndole muy natural que la patria no estuviese allí estando en otra parte; pero respetó el silencio de Samuel Fergusson y de Dick Kennedy.

A las diez de la noche el Victoria «fondeó» en un punto de la montaña temblorosa; los expedicionarios cenaron debidamente y se durmieron, quedando, como siempre, uno de ellos de guardia.

Al día siguiente se despertaron más serenos. Hacía un tiempo delicioso y el viento era favorable; un almuerzo condimentado con los chistes de Joe acabó de devolver el buen humor a todos.

La comarca que entonces recorrían confina con las montañas de la Luna y las del Darfur, y es casi tan extensa como toda Europa.

—Atravesamos, sin duda —dijo el doctor—, la tierra que se ha dado en llamar reino de Usoga. Algunos geógrafos afirman que en el centro de África hay una vasta depresión, un inmenso lago central. Veremos si tal teoría tiene algún viso de verdad.

—Pero ¿cómo se ha podido hacer una suposición semejante? —preguntó Kennedy.

—Por las narraciones de los árabes. Los árabes son muy aficionados a los cuentos, tal vez demasiado. Algunos viajeros, al llegar a Kazeh o a los Grandes Lagos, vieron esclavos procedentes de las comarcas centrales y les pidieron noticias de su país. De este modo reunieron un legajo de documentos que les sirvieron de base para elaborar teorías. En el fondo de todo eso siempre hay algo cierto, pues ya hemos visto que no se equivocaban respecto al nacimiento del Nilo.

—En efecto, no se equivocaban —respondió Kennedy.

—Basándose en esos documentos se han trazado mapas, entre ellos el que tengo a la vista para que me sirva de guía y que me propongo rectificar en caso necesario.

—¿Toda esta región está habitada? —preguntó Joe.

—Sin duda, y mal habitada, por cierto —respondió el doctor.

—Me lo figuraba.

—Estas tribus dispersas se hallan agrupadas bajo la denominación genérica de nyam-nyam, y este nombre no es más que una onomatopeya tomada del ruido que produce la masticación.

—¡Perfectamente expresado! —dijo Joe—. ¡Nyam! ¡Nyam!

—Si tú, Joe, fueses la causa inmediata de esta onomatopeya, no te parecería tan perfecta.

—¿Qué quiere decir, señor?

—Que estos pueblos tienen fama de antropófagos.

—¿De veras?

—¡Y tan de veras! Se dijo también que estos indígenas estaban provistos de rabo, como la mayor parte de los cuadrúpedos; pero luego se reconoció que tal apéndice pertenecía a la piel de animal con que se vestían.

—¡Lástima! Un buen rabo va muy bien para espantar a los mosquitos.

—Es posible, Joe; pero debemos relegar eso del rabo a la categoría de las fábulas, como las cabezas de perro que el viajero Brun-Rollet atribuía a ciertos pueblos.

—¿Cabezas de perro? Para aullar y hasta para ser antropófago no me parece del todo mal.

—Lo que desgraciadamente no admite duda es la ferocidad de estos pueblos, muy ávidos de carne humana.

—Sentiría que probaran la mía —dijo Joe.

—¿De veras? —dijo el cazador.

—Como lo oye, señor Dick. Si estoy predestinado a ser comido en un momento de hambre, que sea en su provecho y en el de mi señor. Pero ¡servir de pasto a esos salvajes! ¡Me moriría de vergüenza!

—De acuerdo, Joe —dijo Kennedy—, contamos contigo si se da el caso.

—A su disposición, señores.

—Adivino la treta —replicó el doctor—; lo que Joe quiere es que le tratemos a cuerpo de rey y lo engordemos.

—¡Tal vez! —respondió Joe—. ¡Los hombres somos tan egoístas!

Por la tarde, una niebla caliente que rezumaba del sol cubrió el cielo; apenas permitía distinguir los objetos, por lo que, temiendo chocar contra algún pico imprevisto, el doctor, a eso de las cinco, dispuso que se echase el ancla. No sobrevino ningún accidente durante la noche, pero la profunda oscuridad reclamó una vigilancia extrema.

Al amanecer del día siguiente el monzón sopló con gran violencia; el viento penetraba con ímpetu en las cavidades del globo y agitaba violentamente el apéndice por el que entraban los tubos de dilatación. Fue necesario sujetar los tubos con cuerdas, operación que Joe practicó muy hábilmente.

Al mismo tiempo, se aseguró de que el orificio del globo permanecía herméticamente cerrado.

—La importancia que eso tiene para nosotros —dijo el doctor Fergusson— es doble. En primer lugar, evitamos la pérdida de un gas precioso y, en segundo lugar, no dejamos a nuestro alrededor un reguero inflamable, al cual tarde o temprano prenderíamos fuego.

—Lo cual sería un incidente fastidioso —dijo Joe.

—Si tal sucediese, ¿caeríamos despeñados? —preguntó Dick.

—¡No! El gas ardería gradualmente y nosotros bajaríamos poco a poco. De este accidente fue víctima Madame Blanchard, aeronauta francesa que prendió fuego a su globo disparando cohetes desde la barquilla.

No cayó precipitada, y seguramente no habría muerto si no hubiese tenido la desgracia de que su barquilla chocase contra una chimenea, desde la cual cayó al suelo.

—Esperemos que no —dijo el cazador—. Hasta ahora nuestra travesía no me parece peligrosa, y no veo razón que nos impida llegar a nuestra meta.

—Ni yo tampoco, amigo Dick. Los accidentes han sido casi siempre causados por la imprudencia de los aeronautas o por la mala construcción de sus aparatos, y aun así, contándose por millares las ascensiones aerostáticas, no se consignan más que veinte accidentes que hayan ocasionado la muerte. En general, el momento de tomar tierra y el de empezar la ascensión son los más peligrosos, y durante ellos no debemos omitir precaución alguna.

—Ha llegado la hora de almorzar —dijo Joe—. Tendremos que contentamos con carne en conserva y café, hasta que al señor Kennedy se le presente la ocasión de regalarnos con una buena ración de venado.

CAPITULO XX

El viento arreció horriblemente y perdió su regularidad. El Victoria bordeaba incesantemente, mirando tan pronto al norte como al sur, sin poder tomar ningún rumbo determinado.

—Nos movemos mucho y avanzamos poco —dijo Kennedy, observando las frecuentes oscilaciones de la aguja imantada.

—El Victoria se mueve a una velocidad que no baja de treinta leguas por hora —dijo Samuel Fergusson—. Asomaos y veréis cuán rápidamente desaparece el campo bajo nuestros pies. ¡Mirad! Aquel bosque parece que se precipita contra nosotros.

—El bosque se ha convertido ya en un raso —respondió el cazador.

—Y el raso en una aldea —añadió Joe unos instantes después—. ¡Qué caras de negros se ven tan embobadas!

—Es muy natural —respondió el doctor—. En Francia, los campesinos, al aparecer los primeros globos, hicieron a éstos fuego tomándolos por monstruos aéreos; por consiguiente, bien se puede permitir a un negro de Sudán manifestar su asombro.

—Señor, con su permiso voy a echarles una botella vacía —dijo Joe, mientras el Victoria pasaba a unos cien pies de una aldea—. Si la botella llega entera, la adorarán; si se hace pedazos, cada uno de ellos se convertirá en un talismán prodigioso.

Y sin más, tiró una botella, que al llegar al suelo se hizo añicos, como era natural, y los indígenas se metieron precipitadamente en sus chozas lanzando horribles gritos.

Un poco más adelante Kennedy exclamó:

—¡Mirad qué árbol más extraño! Por arriba es de una especie y por abajo de otra.

—¡Ésta sí que es buena! —dijo Joe—. En este país nacen los árboles unos sobre otros.

—Es pura y simplemente un tronco de higuera —explicó el doctor—, sobre el cual ha caído un poco de tierra vegetal. El viento ha llevado hasta allí una semilla de palmera, y ésta ha crecido igual que en pleno campo.

—Es un buen procedimiento —dijo Joe—, que pienso introducir en Inglaterra. Con él mejorarán mucho los parques de Londres y se multiplicarán considerablemente los árboles frutales. Los huertos se extenderán a lo alto, lo que será una gran ventaja para los propietarios de pequeños terrenos.

En aquel momento fue preciso elevar el Victoria para salvar un bosque de seculares banianos de más de trescientos pies de altura.

—¡Magníficos árboles! —exclamó Kennedy—. No he visto nada tan hermoso como el aspecto de esos venerables bosques. Míralos, Samuel.

—La altura de esos banianos es verdaderamente maravillosa, amigo Dick; y sin embargo, no tendría nada de excepcional en los bosques del Nuevo Mundo.

—¡Cómo! ¿Hay árboles aún más altos?

—Sin duda los hay entre los conocidos como mammouth trees. En California se encontró un cedro de cuatrocientos pies de altura, es decir, más alto que la torre del Parlamento y que la gran pirámide de Egipto. La base tenía ciento veinte pies de circunferencia, y por las capas concéntricas de su madera pudo calcularse que tenía más de cuatro mil años.

—No era, pues, extraño que estuviese tan crecidito. En cuatro mil años da tiempo a dar un buen estirón.

Pero, durante la anécdota del doctor y la respuesta de Joe, el bosque había dado paso a un grupo de chozas dispuestas circularmente alrededor de una plaza. En su centro se levantaba un único árbol que hizo exclamar a Joe:

—Pues si éste lleva cuatro mil años dando semejantes flores, no me parece algo digno de elogio.

Y señalaba un sicomoro gigantesco, cuyo tronco desaparecía enteramente bajo un montón de huesos humanos. Las flores a que se refería Joe eran cabezas recién cortadas, clavadas en la corteza con puñales.

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