Cinco semanas en globo (6 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

A la una todos dormían a bordo.

Al día siguiente, 21 de febrero, a las tres de la madrugada, las calderas estaban a punto; a las cinco levaron anchas y el Resolute, a impulsos de su hélice, se deslizó hacia la desembocadura del Támesis.

Huelga decir que, a bordo, las conversaciones no tuvieron más objeto que la expedición del doctor Fergusson. Tanto viéndole como oyéndole, el doctor inspiraba una confianza tal que, a excepción del escocés, nadie ponía ya en duda el éxito de la empresa. Durante las largas horas de ocio del viaje, el doctor daba un verdadero curso de geografía en la cámara de los oficiales. Aquellos jóvenes se entusiasmaban con la narración de los descubrimientos hechos durante cuarenta años en África. El doctor les contó las exploraciones de Barth, Burton, Speke y Grant, y les describió aquella misteriosa comarca objeto de las investigaciones de la ciencia. En el norte, el joven Duveyrier exploraba el Sáhara y llevaba a París a los jefes tuaregs. Por iniciativa del Gobierno francés se preparaban dos expediciones que, descendiendo del norte y dirigiéndose hacia el oeste, coincidirían en Tombuctú. En el sur, el infatigable Livingstone continuaba avanzando hacia el ecuador y, desde marzo de 1862, remontaba, en compañía de Mackenzie, el río Rovuma. El siglo XIX no concluiría ciertamente sin que África hubiera revelado los secretos ocultos en su seno por espacio de seis mil años.

El interés de los oyentes aumentó cuando el doctor les dio a conocer en detalle los preparativos de su viaje. Todos quisieron verificar sus cálculos; discutieron, y el doctor participó en la discusión con toda franqueza.

En general, les asombraba la cantidad relativamente escasa de víveres con que contaba. Un día, uno de los oficiales le interrogó acerca del particular.

—¿Eso les sorprende? —preguntó Fergusson.

—Sin duda.

—Pero ¿cuánto suponen que durará mi viaje? ¿Meses enteros? Están en un error; si se prolongase, estaríamos perdidos; no lo lograríamos. Sepan que no hay más de tres mil quinientas millas, pongamos cuatro mil, de Zanzíbar a la costa de Senegal. Pues bien, recorriendo doscientas cuarenta millas cada doce horas, velocidad menor a la de nuestros ferrocarriles, si se viaja día y noche bastarán siete días para atravesar África.

—Pero entonces no podría ver, ni dibujar planos geográficos, ni reconocer el país.

—¿Cómo? —respondió el doctor—. Si soy dueño de mi globo, si subo o bajo a mi arbitrio, me detendré cuando me parezca bien, sobre todo cuando corra peligro de que me arrastren corrientes demasiado violentas.

—Y encontrará esas corrientes —dijo el comandante Pennet—. Hay huracanes en los que la velocidad del viento sobrepasa las doscientas cincuenta millas por hora.

—¿Se dan cuenta? —replicó el doctor—. Con una rapidez tal cruzaría África en doce horas; me levantaría en Zanzíbar y me acostaría en San Luis.

—Pero —repuso el oficial— ¿acaso podría un globo ser arrastrado a una velocidad semejante?

—Es cosa que se ha visto —respondió Fergusson.

—¿Y el globo resistió?

—Perfectamente. Fue en la época de la coronación de Napoleón, en 1804. El aeronauta Garnerin lanzó en París, a las once de la noche, un globo, con la siguiente inscripción en letras de oro: «París, 25 frimario año XIII, coronación del emperador Napoleón por S. S. Pío VII.» A día siguiente, a las cinco de la mañana, los habitantes de Roma veían el mismo globo balancearse sobre el Vaticano, recorrer la campiña romana y caer en el lago de Braciano. Así pues, señores, un globo puede resistir tan considerable velocidad.

—Un globo, sí; pero un hombre… —balbució tímidamente Kennedy.

—¡Un hombre también! Porque no lo olviden, un globo siempre está inmóvil con relación al aire que lo circunda; no es él el que avanza, sino la propia masa de aire. Si encendemos una vela en la barquilla, la llama no oscilará siquiera. Un aeronauta que se hubiese hallado en el globo de Garnerin, no habría sufrido ningún daño a causa de la velocidad. Además, yo no trato de alcanzar una rapidez semejante, y si durante la noche puedo enganchar el ancla en algún árbol o algún accidente del terreno, no dejaré de hacerlo. Llevamos víveres para dos meses, y nada impedirá que nuestro hábil cazador nos proporcione caza en abundancia cuando tomemos tierra.

—¡Ah! ¡Señor Kennedy! ¡Dará golpes maestros! —dijo un joven guardiamarina, mirando al escocés con envidia.

—Sin contar —repuso otro— con que a su placer se asociará una gran gloria.

—Señores —respondió el cazador—, soy muy sensible… a sus cumplidos…, pero no me corresponde aceptarlos…

—¡Cómo! —exclamaron todos—. ¿No partirá?

—No partiré.

—¿No acompañará al doctor Fergusson?

—No sólo no le acompañaré, sino que mi presencia aquí no tiene más objeto que intentar detenerle hasta el último momento.

Todas las miradas se dirigieron al doctor.

—No le hagan caso —respondió éste con calma—. Es un asunto que no se debe discutir con él; en el fondo, sabe perfectamente que partirá.

—¡Por san Patricio! —exclamó Kennedy—. Juro…

—No jures nada, amigo Dick. Estás medido y pesado, y también lo están tu pólvora, tus escopetas y tus balas; así que no hablemos más del asunto.

Y de hecho, desde aquel día hasta la llegada a Zanzíbar, Dick no dijo esta boca es mía. No habló ni del asunto ni de ninguna otra cosa. Calló.

CAPITULO IX

El Resolute avanzaba rápidamente hacia el cabo de Buena Esperanza. El tiempo se mantenía sereno, aunque el mar se pico un poco.

El 30 de marzo, veintisiete días después de la salida de Londres, se perfiló en el horizonte la montaña de la Mesa. La ciudad de El Cabo, situada al pie de un anfiteatro de colinas, apareció a lo lejos, y muy pronto el Resolute ancló en el puerto. Pero el comandante no hacía escala allí, sino para proveerse de carbón, lo que fue cosa de un día, y al siguiente el buque se dirigió hacia el sur para doblar la punta meridional de África y entrar en el canal de Mozambique.

No era aquél el primer viaje por mar de Joe, de manera que éste no tardó en hallarse a bordo como en su propia casa. Todos le querían por su franqueza y su buen humor. Gran parte de la celebridad de su señor repercutía en él. Se le escuchaba como a un oráculo, y no se equivocaba más que cualquier otro.

Mientras el doctor proseguía su curso en la cámara de los oficiales, Joe se despachaba a gusto en el castillo de proa y hacía historia a su manera, procedimiento seguido por los más eminentes historiadores de todos los tiempos.

Se trataba, como era natural, del viaje aéreo. Joe consiguió, no sin trabajo, que aceptasen la empresa los espíritus recalcitrantes; pero, una vez aceptada, la imaginación de los marineros, estimulada por los relatos de Joe, ya no concibió nada que fuese imposible. El ameno narrador persuadía a su auditorio de que después de aquel viaje emprenderían otros muchos. Aquél no era más que el primer eslabón de una larga serie de empresas sobrehumanas.

—Creedme, camaradas; cuando se ha probado este género de locomoción, no se puede prescindir de él; así es que, en nuestra próxima expedición, en lugar de ir de lado, iremos hacia adelante sin dejar de subir.

—¡Bueno! —exclamó un oyente, maravillado—. Entonces llegaréis a la Luna.

—¡A la Luna! —respondió Joe con desdén—. ¡No, eso es demasiado común! A la Luna va todo el mundo. Además, allí no hay agua y es preciso llevar una enorme cantidad de provisiones; e incluso atmósfera en frascos, por poco interés que se tenga en respirar.

—¡Con tal de que haya ginebra! —dijo un marinero muy aficionado a esta bebida.

—Tampoco, camarada. ¡No! Nada de Luna. Recorreremos esas hermosas estrellas, esos encantadores planetas de los que tantas veces me ha hablado mi señor. Visitaremos primero Saturno…

—¿El que tiene un anillo? —preguntó el contramaestre.

—¡Sí, un anillo nupcial! Lo que ocurre es que se ignora el paradero de su mujer.

—¡Cómo! ¿Tan alto irán? —preguntó un grumete, atónito—. Su señor debe de ser el diablo.

—¿El diablo? ¡Es demasiado bueno para ser el diablo!

—¿Y después de Saturno? —preguntó uno de los más impacientes del auditorio.

—¿Después de Saturno? Haremos una visita a Júpiter, un extraño país donde los días no son más que de nueve horas Y media, lo cual resulta cómodo para los perezosos, y donde los años, por extraño que parezca duran doce años, lo cual ofrece ventajas para los que no tienen más que seis meses de vida. ¡Eso prolonga algo su existencia!

—¿Doce años? —repuso el grumete.

—Sí, pequeño, en esas tierras tú mamarías aún, y aquel de allá, que roza la cincuentena, sería un chiquillo de cuatro años y medio.

—¡No puede ser! —exclamaron unánimes todos los hombres que se hallaban en el castillo de proa.

—Es la pura verdad ——dijo Joe con aplomo—. Pero ¿qué queréis? Cuando uno se empeña en vegetar en este mundo, no aprende nada y es tan ignorante como una marsopa. ¡Pasead un poco por Júpiter y veréis! ¡Es menester, sin embargo, saber comportarse allí arriba, pues hay satélites que no son tolerantes!

Y todos reían, pero sólo le creían hasta cierto punto. Y él les hablaba de Neptuno, donde los marineros son muy bien recibidos, y de Marte, donde los militares imponen su autoridad, lo cual acaba por resultar fastidioso. En cuanto a Mercurio, es un pícaro país de ladrones y mercaderes, tan parecidos unos a otros que difícilmente se les distingue. Y, por último, de Venus les pintaba un cuadro verdaderamente encantador.

—Y cuando volvamos de esta expedición —dijo el ameno narrador— se nos condecorará con la Cruz del Sur, que brilla allá arriba en el ojal del buen Dios.

—¡Y bien merecida la tendréis! —admitieron los marineros.

Así, en alegres pláticas, transcurrían las largas tardes en el castillo de proa. Mientras tanto, las conversaciones instructivas del doctor seguían su camino.

Un día, hablando de la dirección de los globos, se le pidió a Fergusson que diese acerca del particular su parecer.

—Yo no creo —dijo— que se pueda llegar a dirigir un globo. Conozco todos los sistemas que se han ensayado o ideado, y ni uno solo es practicable. Como comprenderán, me he ocupado de esta cuestión, de interés capital para mí. Sin embargo, no he podido resolverla con los medios suministrados por los conocimientos actuales de la mecánica. Sería preciso descubrir un motor de un poder extraordinario y de una ligereza imposible. Y aun así, no se podrían contrarrestar las corrientes de cierta importancia. Además, hasta ahora se ha pensado más en dirigir la barquilla que el globo, lo cual es un error.

—Existe, sin embargo —replicó un oficial—, una gran relación entre un aeróstato y un buque, y éste puede dirigirse a voluntad.

—No —respondió el doctor Fergusson—. Existe muy poca relación o ninguna. El aire es infinitamente menos denso que el agua, en la cual el buque no se sumerge más que hasta cierto punto, mientras que el aeróstato se abisma por completo en la atmósfera y permanece inmóvil con relación al fluido circundante.

—¿Cree entonces que la ciencia aerostática ha dicho ya su última palabra?

—¡No tanto! ¡No tanto! Es preciso buscar otra cosa; si no se puede dirigir un globo, al menos hay que intentar mantenerlo en las corrientes atmosféricas favorables. Éstas, a medida que se sube, se vuelven mucho más uniformes y son constantes en su dirección; ya no las perturban los valles y las montañas que surcan la superficie del planeta, y eso, como muy bien sabe, es la principal causa de las variaciones del viento y de la irregularidad de su soplo. Una vez determinadas estas zonas, el globo no tendrá más que colocarse en las corrientes que le convengan.

—Pero, entonces —repuso el comandante Pennet—, para alcanzarlas será menester subir o bajar constantemente. He ahí la verdadera dificultad, mi querido doctor.

—¿Por qué, mi querido comandante?

—Entendámonos: sólo supondrá una dificultad y un obstáculo para los viajes de largo recorrido, no para los simples paseos aéreos.

—¿Y tendría la bondad de decirme por qué?

—Porque para subir es imprescindible soltar lastres, y para bajar es imprescindible perder gas, y con tanto subir y bajar las provisiones de gas y de lastre se agotan enseguida.

—He ahí la cuestión, amigo Pennet. He ahí la única dificultad que debe procurar allanar la ciencia. No se trata de dirigir globos; se trata de moverlos de arriba abajo sin gastar ese gas que constituye su fuerza, su sangre, su alma, si es lícito hablar así.

—Tiene razón, mi querido doctor, pero esa dificultad aún no está resuelta, ese medio todavía no se ha encontrado.

—Perdone, se ha encontrado.

—¿Quién lo ha encontrado?

—¡Yo!

—¿Usted?

—Comprenderá que, de otro modo, no me aventuraría a cruzar África en globo. ¡A las veinticuatro horas me quedaría sin gas!

—Pero no habló de eso en Inglaterra.

—¿Para qué? Quería evitar una discusión pública; me parecía algo inútil. Hice experimentos preparatorios en secreto y quedé satisfecho de ellos. No tenía necesidad de más.

—Y bien, mi querido Fergusson, ¿sería una imprudencia preguntarle su secreto?

—En absoluto. El medio es muy sencillo, señores; ahora lo verán.

El auditorio redobló su atención y el doctor tomó tranquilamente la palabra.

CAPITULO X

—Se ha intentado muchas veces, señores, subir o bajar a voluntad sin perder el gas o el lastre del globo. Un aeronauta francés, el señor Mounier, pretendía alcanzar este objetivo comprimiendo aire en un receptáculo interior Un belga, el doctor Van Hecke, por medio de alas y paletas desplegaba una fuerza vertical que en la mayor parte de los casos hubiera sido insuficiente. Los resultados prácticos obtenidos por estos medios han sido insignificantes.

»Yo he resuelto abordar la cuestión más directamente. Desde luego, suprimo por completo el lastre, salvo que me obligue a recurrir a él algún caso de fuerza mayor, como, por ejemplo, la rotura del aparato o la necesidad de elevarme con gran rapidez para evitar un obstáculo imprevisto.

»Mis medios de ascensión y descenso consisten únicamente en dilatar o contraer, por medio de distintas temperaturas, el gas almacenado en el interior del aeróstato. Y he aquí cómo obtengo este resultado.

»Han visto que, con la barquilla, embarcaron unas cajas cuyo uso desconocen sin duda. Hay cinco cajas.

»La primera contiene unos veinticinco galones de agua, a la cual añado algunas gotas de ácido sulfúrico para aumentar su conductibilidad y la descompongo por medio de una potente pila de Bunsen. El agua, como saben, se compone de dos volúmenes de gas hidrógeno y un volumen de gas oxígeno.

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