Cinco semanas en globo (22 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Joe se levantó con ligereza, saltó por encima de la leona, ya rematada, y le entregó a su señor la botella llena de agua.

Cogerla y vaciarla casi por completo fue para Fergusson una misma cosa, y los tres viajeros, desde el fondo de su corazón, dieron gracias a la Providencia, que tan milagrosamente les había salvado.

CAPITULO XXVIII

La noche fue encantadora. La pasaron bajo la fresca sombra de las mimosas, después de una reconfortante cena en la que no se escatimaron el té y el grog.

Kennedy había recorrido aquel pequeño dominio en todas direcciones, sin dejarse un solo matorral por registrar. Los viajeros eran los únicos seres animados de aquel paraíso terrenal; se echaron sobre sus mantas y pasaron una noche apacible que les hizo olvidar sus pasados dolores.

Al día siguiente, 7 de mayo, el sol brillaba con todo su esplendor; pero sus rayos no podían atravesar la densa cortina de sombra. Como había abundancia de víveres, el doctor resolvió aguardar en aquel punto un viento favorable.

Joe había trasladado allí su cocina portátil y se entregaba a una multitud de combinaciones culinarias, gastando el agua con despreocupada prodigalidad.

—¡Qué extraña sucesión de penas y placeres! —exclamó Kennedy—. ¡Tanta abundancia después de tanta privación! ¡Tanto lujo después de tanta miseria! ¡Cuán cerca estuve de volverme loco!

—Amigo Dick —le dijo el doctor—, de no ser por Joe, no estarías ahora en actitud de disertar sobre la inestabilidad de las cosas humanas.

—¡Buen amigo! —exclamó Dick, tendiéndole la mano a Joe.

—No tiene que agradecerme nada —respondió éste—. Llegado el caso, señor Dick, usted haría conmigo otro tanto, aunque prefiero que no se le presente la ocasión.

—¡Cuán pobre es nuestra naturaleza! —repuso Fergusson—. ¡Dejarse abatir por tan poca cosa!

—¡Por un poco de agua, señor! ¡Preciso es que sea el agua un elemento muy necesario para la vida!

—Sin duda, Joe. Los que se ven privados de comer resisten mucho más tiempo que los que se ven privados de beber.

—Yo lo creo. Además, en caso necesario se come lo que se encuentra, aunque sea a un semejante, si bien debe de ser un alimento que deja una profunda huella en el ánimo.

—Es una comida, sin embargo —dijo Kennedy—, a la que los salvajes no hacen ningún asco.

—Sí, pero los salvajes son salvajes y están acostumbrados a comer carne cruda, una costumbre que me repugnaría.

—Tan repugnante es, en efecto —repuso el doctor—, que nadie dio crédito a los relatos de los primeros viajeros que vinieron a África, los cuales refirieron que muchas tribus se alimentan de carne cruda. La generalidad negó el hecho, lo que dio origen a una singular aventura de James Bruce.

—Cuéntenosla, señor, ya que tenemos tiempo para escucharle —dijo Joe, repantigándose voluptuosamente sobre la fresca hierba.

—Con mucho gusto. James Bruce era un escocés del condado de Stirling que, desde 1768 hasta 1772, recorrió toda Abisinia hasta el lago Tana, en busca de las fuentes del Nilo. Regresó después a Inglaterra, donde no publicó sus viajes hasta 1790. Sus narraciones fueron acogidas con la mayor incredulidad, como sin duda alguna serán acogidas las nuestras. Los hábitos de los abisinios parecían tan diferentes de los usos y costumbres ingleses que nadie quería creerlo. Entre otros pormenores, James Bruce había dicho que los pueblos del África oriental comían carne cruda. Este hecho hizo que todo el mundo se declarase contra el viajero. ¡Podía decir lo que se le ocurriese! ¡Nadie iría a comprobarlo! Bruce era un hombre de mucho valor y con un genio de demonios. Las dudas le ponían de un humor de perros. Un día, en un salón de Edimburgo, un escocés sacó delante de él el tema de las chanzas diarias, y al hablar de la carne cruda declaró que tal cosa no era ni posible ni cierta. Bruce guardó silencio. Salió y volvió a los pocos instantes con un filete crudo, espolvoreado con sal y pimienta, según la costumbre africana. «Caballero —dijo el escocés—, por el mero hecho de dudar de una cosa que yo he asegurado, me ha inferido una gran ofensa. Creyéndola imposible, ha incurrido en error, y para demostrárselo a los presentes se va a comer inmediatamente este filete crudo o me dará satisfacción por sus injurias». El escocés tuvo miedo y obedeció sin dejar de hacer muecas de repugnancia. Entonces, con la mayor sangre fría, James Bruce añadió: «Aun admitiendo, caballero, que la cosa no sea cierta, en lo sucesivo no sostendrá que es imposible».

—Bien contestado —dijo Joe—. Si el escocés cogió una indigestión, bien merecida la tuvo. Y si al regresar a Inglaterra hay quien ponga nuestro viaje en duda…

—¿Qué harás, Joe?

—¡Haré comer a los incrédulos los restos del Victoria, sin sal y sin pimienta!

Y Kennedy y el doctor se rieron de la ocurrencia de Joe. Así pasó el día en agradables conversaciones. Con la fuerza volvía la esperanza, y con la esperanza, la audacia. El pasado se borraba delante del porvenir con una rapidez providencial.

Joe no hubiera querido salir nunca de aquel sitio encantador; era el reino de sus sueños. Estaba en él como en su casa. Se empeñó en que su señor le diera la situación exacta del oasis, y con mucha gravedad escribió entre sus apuntes de viaje: 15° 43’ de longitud y 8° 32’ de latitud.

Kennedy no lamentaba más que una cosa: no poder cazar en aquel bosque en miniatura, por no haber, según él decía, abundancia de fieras.

—Sin embargo, amigo Dick —repuso el doctor—, eres demasiado olvidadizo. ¿Y el león y la leona?

—¿Y qué? —dijo con el desdén que inspira al verdadero cazador la caza ya muerta—. Pero el hecho es que su presencia en este oasis nos permite suponer que no estamos muy lejos de comarcas más fértiles.

—No es suficiente prueba, Dick. Semejantes animales, acosados por el hambre o la sed, salvan con frecuencia distancias considerables. Así es que durante la noche haremos bien en vigilar con más atención e incluso en encender hogueras.

—¡Hogueras con esta temperatura! —exclamó Joe—. En fin, si es necesario, se hará. Pero, la verdad, me causará verdadero pesar la destrucción de este hermoso bosque que tan útil nos ha sido.

—Procuraremos no incendiarlo —respondió el doctor—, a fin de que otros puedan hallar en él un refugio en medio del desierto.

—Lo procuraremos, señor; pero ¿cree usted que este oasis es conocido?

—Sin duda. Es un lugar de alto para las caravanas que frecuentan el centro de África, y su visita podría no gustarte, Joe.

—¿Es que por aquí también abundan esos horribles nyam-nyam?

—Desde luego. Ése es el nombre general de todas estas poblaciones, y, bajo el mismo clima, las mismas razas deben de tener costumbres análogas.

—¡Qué asco! —dijo Joe—. Pero, si bien se mira, la cosa es muy natural. Si los salvajes tuviesen los mismos gustos que los civilizados, ¿en qué se diferenciarían unos de otros? He aquí unos personajes que no se hubieran hecho de rogar para zamparse el filete del escocés y al propio escocés por añadidura.

Después de esta reflexión tan sensata, Joe fue a encender las hogueras para la noche, procurando escatimar la leña todo lo posible. Afortunadamente, las precauciones fueron inútiles, y uno tras otro cayeron en un tranquilo sueño.

Al día siguiente el tiempo siguió sin cambiar; se mantenía obstinadamente bueno. El globo permanecía inmóvil, sin que la más insignificante oscilación revelase el menor soplo de viento.

El doctor empezaba a inquietarse de nuevo. Si el viaje se prolongaba, los víveres serían insuficientes. Después de haber estado próximos a sucumbir por falta de agua, ¿se verían condenados a morir de hambre?

Pero cobró ánimo al ver que el mercurio bajaba muy sensiblemente en el barómetro. Había señales evidentes de una próxima variación atmosférica. Resolvió, por tanto, hacer los preparativos de marcha para aprovechar la primera ocasión. La primera medida fue llenar la caja de víveres y la de agua.

Fergusson tuvo que restablecer a continuación el equilibrio del aeróstato y Joe se vio obligado a sacrificar una notable parte de su precioso mineral. Con la salud le habían vuelto las ideas de ambición, y puso muy mala cara antes de obedecer a su señor, pero este le manifestó que no podía levantar un peso tan considerable, y le dio a escoger entre el agua y el oro. Joe dejó de vacilar, y echó a la arena un considerable número de sus preciosos pedruscos.

—Para los que vengan detrás de nosotros —dijo—. Quedarán muy asombrados al hallar la fortuna en este sitio.

—¿Y si algún sabio viajero —preguntó Kennedy— encuentra esos ejemplares?

—No dudes, amigo Dick, que le sorprenderá mucho y publicará su sorpresa en numerosos volúmenes. Algún día oiremos hablar de un maravilloso yacimiento de cuarzo aurífero en medio de las arenas de África.

—Y la causa de todo será Joe.

La idea de engañar tal vez a algún sabio consoló al joven y le hizo sonreír.

Durante el resto del día el doctor aguardó en vano una variación en la atmósfera. La temperatura subió, y habría resultado insoportable sin las sombras del oasis. El termómetro marcó 1490 al sol. Una verdadera lluvia de fuego atravesaba el aire. Fue el día de más calor observado hasta entonces.

Joe dispuso las hogueras igual que la noche anterior, y, durante las guardias del doctor y de Kennedy, no se produjo ningún nuevo incidente.

Pero, hacia las tres de la mañana, Joe, que era el encargado de la vigilancia, notó que bajaba la temperatura, que el cielo se cubría de nubes y que la oscuridad aumentaba.

—¡Alerta! —exclamó, despertando a sus compañeros—. ¡Alerta! ¡Se levanta viento!

—¡Es una tempestad! —dijo el doctor contemplando el cielo—. ¡Al Victoria! ¡Al Victoria!

Tuvieron que darse prisa. El Victoria se inclinaba bajo la fuerza del huracán y arrastraba la barquilla, que iba surcando la arena. Si, por casualidad, hubiera caído una parte del lastre, el globo habría partido y toda esperanza de encontrarlo habría sido vana.

Pero Joe, corriendo más que un galgo, detuvo la barquilla, y el aeróstato se dobló sobre la arena con peligro de romperse. El doctor ocupó su sitio, encendió el soplete y arrojó el exceso de peso.

Los viajeros miraron por última vez los árboles del oasis, que se plegaban por efecto de la tempestad, y luego arrastrados por un viento del este a doscientos pies de altura, desaparecieron en la noche.

CAPITULO XXIX

Desde el momento de la partida, los viajeros avanzaron con gran rapidez, como si les faltase tiempo para abandonar aquel desierto que tan funesto había estado a punto de serles.

Hacia las nueve y cuarto de la mañana se entrevieron algunos indicios de vegetación: hierbas flotando en aquel mar de arena y que les anunciaban, como a Cristóbal Colón, la proximidad de la tierra. Verdes vástagos brotaban tímidamente entre pedruscos que, a su vez, se convertirían en rocas de aquel océano.

Ondeaban en el horizonte colinas aún poco elevadas, cuyo perfil, difuminado por la bruma, se dibujaba vagamente. La monotonía desaparecía.

El doctor saludaba con entusiasmo aquella nueva comarca, y, cual vigía en un buque, estaba a punto de gritar:

—¡Tierra, tierra!

Una hora después, el continente se ofrecía a sus ojos con un aspecto aún salvaje, pero menos llano, menos desnudo y con algunos árboles que se perfilaban en el cielo ceniciento.

—¿Nos hallamos, pues, en tierra civilizada? —preguntó el cazador.

—Según lo que entienda por civilizado, señor Dick; de momento no veo habitantes.

—Al paso que llevamos —respondió Fergusson—, no tardaremos en verlos.

—¿Nos encontramos aún en tierra de negros, señor Samuel?

—Sí, Joe, mientras no lleguemos al país de los árabes.

—¿Árabes, señor? ¿Verdaderos árabes con sus camellos?

—No, sin camellos. Los camellos son raros, por no decir desconocidos, en estas comarcas. Para encontrarlos es preciso subir unos grados al norte.

—¡Qué fastidio!

—¿Por qué, Joe?

—Porque, si tuviésemos viento contrario, los camellos podrían sernos útiles.

—¿Cómo?

—Es una idea que se me ocurre, señor. Podríamos engancharlos a la barquilla y hacer que la remolcaran.

—¿Qué le parece?

—No eres el primero, Joe, a quien se le ha ocurrido la idea. Ha sido explotada, aunque es verdad que en una novela, por un autor francés muy ingenioso. Unos viajeros montan en un globo tirado por camellos, a quienes devora un león, el cual se coloca en su puesto y arrastra a su vez, y así sucesivamente. Ya ves que todo eso no es más que pura fantasía y nada tiene en común con nuestro género de locomoción.

Joe, algo humillado al pensar que su idea ya había sido utilizada, estuvo devanándose los sesos para averiguar qué animal pudo devorar al león, y, no encontrándolo, se dedicó a examinar el país.

Bajo su mirada se extendía un lago de mediana extensión, con un anfiteatro de colinas que aún no tenían derecho a llamarse montañas. Allí serpenteaban valles numerosos y fecundos, e intrincadas selvas con gran variedad de árboles. El palmito dominaba aquella masa, con sus hojas de quince pies de longitud y sus tallos erizados de agudas espinas; el bombax transmitía al viento el fino vello de sus semillas; los intensos perfumes del pendano, ese kenda de los árabes, impregnaban el aire hasta la zona que atravesaba el Victoria, el papayo de hojas palmeadas, la esterculiácea que produce la nuez de Sudán, el baobab y los bananos completaban aquella flora lujuriante de las regiones intertropicales.

—El país es soberbio —dijo el doctor.

—Ahí hay animales —dijo Joe—. No estarán lejos los hombres.

—¡Magníficos elefantes! —exclamó Kennedy—. ¿No habría medio de cazar un poco?

—¿Cómo quieres que nos detengamos, amigo Dick, con una corriente tan violenta? Sufre un poco el suplicio de Tántalo. Ya te desquitarás más adelante.

Motivos había, en efecto, para excitar la imaginación de un cazador, así es que el corazón de Dick palpitaba con fuerza y sus dedos se crispaban sobre la culata de su Purdey.

La fauna de aquel país estaba a la altura de su flora. El toro salvaje se revolcaba en una hierba espesa bajo la cual desaparecía enteramente. Elefantes de la mayor talla, grises, negros o amarillos, pasaban como un tifón tempestuoso por los poblados bosques, rompiendo, golpeando, saqueando, dejando tras de sí una huella de devastación. Por las verdes laderas de las colinas fluían cascadas y arroyos, formando espaciosas charcas donde los hipopótamos se bañaban con mucho estrépito, y manatíes de doce pies de longitud y de cuerpo pisciforme se exhibían en las orillas, dirigiendo al cielo sus redondos pechos henchidos de leche.

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