Cinco semanas en globo (23 page)

Read Cinco semanas en globo Online

Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Era un extraño zoológico en un maravilloso jardín botánico, donde innumerables pájaros de mil colores brillaban entre las plantas arborescentes.

Por aquella prodigalidad de la naturaleza, el doctor reconoció el soberbio reino de Adamaua.

—Seguimos las huellas de los descubrimientos modernos —dijo—. He recuperado la pista interrumpida de los viajeros, lo que es, amigos míos, una feliz fatalidad. Podremos enlazar los trabajos de los capitanes Burton y Speke con las exploraciones del doctor Barth. Hemos dejado a los viajeros ingleses para encontrar a un hamburgués, y no tardaremos en llegar al punto extremo alcanzado por este atrevido sabio.

—Me parece —dijo Kennedy—, a juzgar por el espacio que hemos recorrido, que entre las dos exploraciones hay una extensión de país muy considerable.

—Es cosa fácil de calcular; coge el mapa y mira cuál es la longitud de la punta meridional del lago Ukereue alcanzada por Speke.

—Se encuentra aproximadamente a treinta y siete grados —dijo Kennedy.

—Y la ciudad de Yola, cuya situación fijaremos esta noche y a la que llegó Barth, ¿a cuántos grados se encuentra?

—A unos doce grados de longitud.

—Son, pues, veinticinco grados; a sesenta millas cada uno hacen un total de mil quinientas millas.

—Un agradable paseíto para hacerlo a pie —dijo Joe.

—Se dará, sin embargo, ese paseo. Livingstone y Moffat siguen subiendo hacia el interior; el Nyassa, descubierto por ellos, no está muy lejos del lago Tanganica, reconocido por Burton, y, antes de que concluya el siglo presente, estas comarcas inmensas serán indudablemente exploradas. Pero —añadió el doctor, consultando su brújula— siento que el viento nos empuje tan al oeste; yo hubiera querido remontar hacia el norte.

Después de doce horas de marcha, el Victoria se encontró en los confines de la Nigricia. Los primeros habitantes de aquella tierra, árabes chouas, apacentaban sus rebaños nómadas. Las inmensas cumbres de los montes Alantika pasaban por encima del horizonte. Sus montañas, que hasta ahora no ha pisado ningún pie europeo, tienen una altura que se calcula en mil trescientas toesas. Su pendiente occidental determina el curso de todas las aguas de aquella parte de África hacia el océano; son las montañas de la Luna de aquella región.

A la vista de los viajeros apareció, al fin, un verdadero río, y por los inmensos hormigueros que lo rodeaban, el doctor reconoció el Benué, uno de los grandes afluentes del Níger, llamado por los indígenas la «fuente de las aguas».

—Este río —dijo el doctor a sus compañeros— se convertirá con el tiempo en la vía natural de comunicación con el interior de la Nigricia. El vapor Pléyade, bajo el mando de uno de nuestros bravos capitanes, ya lo ha remontado hasta la ciudad de Yola. De manera que, como veis, nos encontramos en tierras conocidas.

Numerosos esclavos se ocupaban de los trabajos del campo; cultivaban sorgo, una especie de mijo que constituye la base de su alimentación. Las más estúpidas muestras de asombro se sucedían al paso del Victoria, que pasaba como un meteoro. Al anochecer, el globo se detuvo a cuarenta millas de Yola, y ante él, aunque a lo lejos, se alzaban los dos conos puntiagudos del monte Mendif.

El doctor mandó echar las anclas, que quedaron enganchadas en la copa de un árbol elevado. Pero un viento muy recio azotaba al Victoria hasta el punto de tumbarlo, y algunas veces la posición de la barquilla resultaba sumamente peligrosa. Fergusson no cerró los ojos en toda la noche, y con frecuencia estuvo a punto de cortar el cable y huir de la tormenta. Por último, la temperatura calmó y las oscilaciones del aeróstato ya nada tuvieron de alarmante.

Al día siguiente, el viento fue más moderado, pero alejaba a los viajeros de la ciudad de Yola, la cual, reconstruida por los fuhlahs excitaba la curiosidad de Fergusson; sin embargo, fue preciso elevarse hacia el norte e incluso un poco hacia el este.

Kennedy propuso hacer un alto en aquel territorio de caza; Joe, por su parte, afirmaba que la necesidad de carne fresca se dejaba sentir; pero las costumbres salvajes de aquel país, la actitud de la población y algunos disparos dirigidos al Victoria obligaron al doctor a proseguir el viaje. Atravesaban una comarca, escenario de matanzas y de incendios, en que los combates son incesantes y los sultanes se juegan un reino entre las más atroces carnicerías.

Numerosas y pobladas aldeas se extendían entre inmensos prados, cuya espesa hierba estaba sembrada de violetas; las chozas, semejantes a gigantescas colmenas, se refugiaban detrás de espinosos setos. Kennedy comentó varias veces que las agrestes laderas de las colinas recordaban los glen de las altas tierras de Escocia.

Pese a todos sus esfuerzos por seguir otro rumbo, el doctor iba derecho al nordeste, hacia el monte Mendif, que desaparecía entre las nubes. Las altas cumbres de aquellas montañas separan la cuenca del Níger de la cuenca del lago Chad.

No tardó en aparecer el Bagelé, con sus dieciocho aldeas a su alrededor, corno una multitud de niños en torno a su madre. El espectáculo era magnífico para unas miradas que dominaban y abarcaban todo el conjunto. Las laderas estaban cubiertas de campos de arroz y de cacahuetes.

A las tres, el Victoria se hallaba frente al monte Mendif. No habiéndolo podido evitar, era menester traspasarlo. El doctor, aumentando ciento ochenta grados la temperatura, dio al globo una fuerza ascensional de cerca de mil seiscientas libras; éste se elevó a más de ocho mil pies. Fue la mayor elevación obtenida durante el viaje; la temperatura bajó de tal modo que el doctor y sus compañeros tuvieron que recurrir a las mantas.

Fergusson se dio prisa en bajar, ya que el envoltorio del aeróstato amenazaba romperse. Tuvo, sin embargo, suficiente tiempo para comprobar el origen volcánico de la montaña, cuyos cráteres apagados no son más que profundos abismos. Grandes aglomeraciones de excrementos de aves daban a las lomas del Mendif la apariencia de rocas calizas, bastando aquellas aglomeraciones para abonar las tierras de todo el Reino Unido.

A las cinco, el Victoria, a resguardo de los vientos del sur, seguía con lentitud las pendientes de la montaña y se detenía en un inmenso raso separado de todo lugar habitado. Apenas llegó a tierra, se tomaron las debidas precauciones para sujetarlo, y Kennedy, escopeta en mano, se dirigió hacia la llanura inclinada. No tardó en volver con media docena de ánades y una especie de chocha que Joe condimentó lo mejor que pudo. La cena fue agradable y la noche transcurrió en una gran calma.

CAPITULO XXX

Al día siguiente, de mayo, el Victoria reemprendió su azaroso viaje. Los viajeros tenían puesta en él la misma confianza que un marino en su buque.

Huracanes terribles, calores tropicales, ascensiones peligrosas y descensos más peligrosos aún, todo lo había resistido. Se podría decir que Fergusson lo guiaba con un gesto; de modo que, pese a no conocer el punto definitivo de su llegada, el doctor no dudaba del buen éxito de su viaje. Pero, en aquel país de bárbaros y fanáticos, la prudencia le obligaba a tomar las más severas precauciones, por lo que recomendó a sus compañeros que estuviesen siempre ojo avizor, vigilándolo todo a todas horas.

El viento conducía un poco más hacia el norte, y alrededor de las nueve entrevieron la gran ciudad de Mosfeya, edificada en una eminencia encajonada entre dos altas montañas. Inexpugnable por su posición, no se podía penetrar en ella sino por un camino angosto entre un pantano y un bosque.

En aquel momento, un jeque acompañado de una escolta a caballo, vestido con ropajes de vivos colores, y precedido de trompeteros y batidores que separaban las armas del camino, entraba orgullosamente en la ciudad.

El doctor descendió para contemplar más de cerca a aquellos indígenas, pero, a medida que el globo aumentaba de tamaño a sus ojos, se fueron multiplicando sus ademanes de profundo terror, y no tardaron en desfilar con toda la velocidad que les permitían sus piernas o las patas de sus caballos.

El jeque fue el único que permaneció inmóvil. Cogió su largo mosquete, lo amartilló y aguardó resueltamente. El doctor se acercó a él a menos de quince pies y, con toda la fuerza de sus pulmones, le saludó en árabe. Al oír aquellas palabras bajadas del cielo, el jeque se apeó y se prosternó sobre el polvo del camino, y el doctor no pudo distraerle de su adoración.

—Es imposible —dijo— que esas gentes no nos tomen por seres sobrenaturales, puesto que cuando vieron a los primeros europeos creyeron que pertenecían a una raza sobrehumana. Y cuando este jeque hable de su encuentro con nosotros, no dejará de exagerar el hecho con todos los recursos de una imaginación árabe. Juzgad, pues, lo que las leyendas dirán algún día acerca de nosotros.

—Bajo el punto de vista de la civilización —respondió el cazador—, sería preferible pasar por simples mortales; eso daría a estos negros una idea muy distinta del poder europeo.

—Estamos de acuerdo, amigo Dick; pero ¿qué podemos hacer? Por más que les explicases a los sabios del país el mecanismo de un aeróstato, se quedarían en ayunas y continuarían atribuyéndolo a una intervención sobrenatural.

—Señor —preguntó Joe—, ha hablado de los primeros europeos que exploraron este país, ¿puede decirnos quiénes fueron?

—Querido muchacho, nos hallamos precisamente en la ruta del mayor Denham, que fue recibido en Mosfeya por el sultán de Mandara. Había salido de Bornu, acompañaba al jeque a una expedición contra los fellatahs y asistió al ataque de la ciudad, que con sus flechas resistió denodadamente a las balas árabes y obligó a huir a las tropas del jeque. Todo eso no era más que un pretexto para cometer asesinatos, robos y razzias. Despojaron al mayor de sus pertenencias y lo dejaron desnudo, y de no ser por un caballo bajo el vientre del cual se escondió y que le permitió huir a todo escape gracias a su desenfrenado galope, jamás hubiera regresado a Kuka, la capital de Bornu.

—Pero ¿quién era ese mayor Denham?

—Un intrépido inglés que, desde 1822 hasta 1824, estuvo al mando de una expedición en Bornu, en compañía del capitán Clapperton y del doctor Oudney. Partieron de Trípoli en marzo, llegaron a Murzuk, la capital del Fezzán, y, siguiendo el camino que más adelante tomaría el doctor Barth para regresar a Europa, llegaron a Kuka, cerca del lago Chad, el 16 de febrero de 1823. Denham llevó a cabo varias exploraciones en Bornu, en el Mandara y en las orillas orientales del lago; durante ese tiempo, el 15 de diciembre de 1823 el capitán Clapperton y el doctor Oudney penetraron en Sudán hasta Sackatu, muriendo Oudney de fatiga y agotamiento en la ciudad de Murmur.

—Según veo —dijo Kennedy—, esta parte de África también ha pagado a la ciencia su correspondiente tributo de víctimas.

—Sí, esta comarca es fatal. Marchamos directamente hacia el reino de Baguirmi, que en 1856 Vogel atravesó para penetrar en Wadai, donde desapareció. Era un joven de veintitrés años, que había sido enviado para cooperar en los trabajos del doctor Barth; se encontraron los dos el 1 de diciembre de 1854; luego Vogel empezó las exploraciones del país y, hacia 1856, anunció en sus últimas cartas su intención de reconocer el reino de Wadai, en el cual no había penetrado aún ningún europeo; parece que llegó hasta Wara, la capital, donde, según unos, cayó prisionero, y, según otros, fue condenado a muerte y ejecutado por haber intentado subir a una montaña sagrada de las inmediaciones. Pero no se debe admitir con ligereza la noticia de la muerte de los viajeros, ya que ello dispensa de buscarlos. ¡Cuántas veces ha circulado oficialmente la noticia del fallecimiento del doctor Barth, cosa que a menudo le ha causado una legítima irritación! Es muy posible, pues, que Vogel se encuentre retenido por el sultán de Wadai, el cual tal vez exija un rescate. El barón de Nelmans se puso en marcha hacia Wadai, pero murió en El Cairo en 1855. Ahora sabemos que De Heuglin, con la expedición enviada de Leipzig, sigue el rastro de Vogel, y es de esperar que pronto conozcamos de una manera positiva el paradero de este joven e interesante viajero.

Mosfeya había desaparecido del horizonte hacía tiempo. El Mandara desplegaba bajo las miradas de los aeronautas su asombrosa fertilidad, con sus bosques de acacias, sus árboles de rojas flores y las plantas herbáceas de sus campos de algodón y de índigo. El Chari, que desagua en el Chad, ochenta millas más allá, corría impetuosamente.

El doctor mostró a sus compañeros el curso del río en los mapas de Barth.

—Ya veis ——dijo— que los trabajos de este sabio son de una precisión suma. Nosotros marchamos en línea recta hacia el distrito de Loggum, tal vez hacia su capital, Kernak, que es donde murió el pobre Toole, joven inglés de veintidós años. Era abanderado en el 80º regimiento y hacía algunas semanas que se había unido al mayor Denham en África, donde no tardó en hallar la muerte. ¡Bien puede llamarse a esta inmensa comarca el cementerio de los europeos!

Algunas canoas de cincuenta pies de longitud descendían el curso del Chari. El Victoria, a mil pies de tierra, llamaba poco la atención de los indígenas; pero el viento, que hasta entonces había soplado con bastante fuerza, tendía a disminuir.

—¿Vamos a sufrir otra nueva calma chicha? —preguntó el doctor.

—¿Qué nos importa, señor? Ahora no hemos de temer ni la falta de agua ni el desierto.

—No, pero hemos de temer a las tribus, que son aún peores.

—He aquí —dijo Joe— algo que parece una ciudad.

—Es Kernak, a donde nos llevan las últimas bocanadas de viento. Podremos, si nos conviene, sacar un plano con toda exactitud.

—¿No nos acercaremos? —preguntó Kennedy.

—Nada más fácil, Dick. Estamos justo encima de la ciudad. Permíteme cerrar un poco la espita del soplete y no tardaremos en bajar.

Media hora después, el Victoria se mantenía inmóvil a doscientos pies de tierra.

—Más cerca estamos de Kernak —dijo el doctor— que lo estaría de Londres un hombre encaramado en la esfera que corona la cúpula de San Pablo. Podemos examinar la ciudad a gusto.

—¿Qué ruido de mazos es ese que se oye por todas partes?

Joe miró con atención y vio que el ruido era producido por un considerable número de tejedores, que golpeaban al aire libre sus telas extendidas sobre gruesos troncos de árbol.

La capital de Loggum se dejaba abarcar toda entera por las miradas de los viajeros, como si fuese un plano. Era una verdadera ciudad, con casas alineadas y calles bastante anchas. En medio de una gran plaza había un mercado de esclavos que atraía a muchos compradores, pues los mandarenses, de manos y pies sumamente pequeños, van muy buscados y se colocan ventajosamente.

Other books

The House of Thunder by Dean Koontz
Undercover Marriage by Terri Reed
Shards of Us by Caverly, K. R.
The Shadowlands by Emily Rodda
Random Winds by Belva Plain
Taken by the Fae Lord by Emma Alisyn
Love me ... Again by Beazer, Delka
Since You Left Me by Allen Zadoff