Cinco semanas en globo (27 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

«¡Ya apareció lo que yo temía! —se dijo—. ¡El caimán no anda lejos!».

Y se zambulló rápidamente, aunque no lo bastante para evitar el contacto de un cuerpo enorme, cuya escamosa epidermis le arañó al pasar; se creyó perdido y empezó a nadar con una precipitación desesperada; subió a la superficie, respiró y desapareció de nuevo. Pasó un cuarto de hora en una angustia indecible que toda su filosofía no pudo dominar, creyendo oír detrás el ruido de las monstruosas mandíbulas que ya casi le tenían atrapado. Nadaba entre dos aguas, con la mayor suavidad posible, cuando se sintió cogido por un brazo y luego por la mitad del cuerpo.

¡Pobre Joe! Tuvo para su señor un último pensamiento y empezó a luchar con desesperación, sintiéndose atraído, no hacia el fondo del lago, que es a donde los cocodrilos suelen arrastrar la presa para devorarla, sino hacia la superficie.

No bien pudo respirar y abrir los ojos, se vio entre dos negros que parecían de ébano, los cuales le sujetaban vigorosamente y lanzaban gritos extraños.

—¡Toma! —exclamó Joe—. ¡Negros en lugar de caimanes! Mal por mal, los prefiero. Pero ¿cómo se atreven esos monotes a bañarse en estos parajes?

Joe ignoraba que los habitantes de las islas del Chad como otros muchos negros, se zambullen impunemente en las islas infestadas de caimanes, sin hacerles el menor caso. Los anfibios de aquel lago gozan sobre todo de una reputación bastante merecida de animales inofensivos.

Pero ¿no había evitado Joe un peligro para caer en otro? Dio a los acontecimientos el encargo de resolver este problema y, no pudiendo hacer otra cosa, se dejó conducir a la playa sin manifestar el menor miedo.

«Evidentemente —se decía—, estos salvajes han visto el Victoria rozando las aguas del lago como un monstruo aéreo; han sido testigos lejanos de mi caída y no pueden dejar de guardar consideraciones a un hombre caído del cielo. Dejémosles obrar a su gusto».

Estaba Joe sumido en estas reflexiones cuando aterrizó en medio de una muchedumbre aulladora, compuesta de individuos de ambos sexos y de todas las edades, aunque no de todos los colores. Se encontraba entre una tribu de biddiomahs de un negro magnífico. No tuvo motivos para avergonzarse de la ligereza de su traje, ya que se hallaba «desnudo» a la última moda del país.

Pero antes de tener tiempo de darse cuenta de su situación, no pudo equivocarse respecto a la adoración de que era objeto, lo que no dejó de tranquilizarle, si bien la historia de Kazeh asaltó su memoria.

«¡Presiento que voy a convertirme de nuevo en un dios, en un hijo cualquiera de la Luna! En fin, lo mismo da ese oficio que otro cualquiera cuando no se tiene elección. Lo que importa es ganar tiempo. Si veo pasar el Victoria, aprovecharé mi nueva posición para ofrecer a mis adoradores el espectáculo de una ascensión milagrosa».

Mientras se hacía Joe estas reflexiones, la turba se agolpaba a su alrededor, se prosternaba ante él, aullaba, lo palpaba, se hacía familiar, y tuvo la buena idea de ofrecerle un magnífico festín, compuesto de leche agria y miel con arroz machacado. El digno muchacho, que de todo sabía sacar partido, hizo una de las mejores comidas de su vida y dio a su pueblo una ajustada idea de cómo devoran los dioses en las grandes ocasiones.

Llegada la tarde, los magos de la isla lo cogieron respetuosamente de la mano y lo condujeron a una especie de choza rodeada de talismanes. Antes de penetrar en ella, Joe echó una mirada bastante inquieta a algunos montones de huesos que había alrededor del santuario, y estaba pensando en su posición cuando lo encerraron en la choza.

Al anochecer, y aun después de muy entrada la noche, oyó cánticos de fiesta, el retumbar de una especie de tambor y un estrépito de chatarra, todo ello muy agradable para oídos africanos. Coros de aullidos acompañaban interminables danzas condimentadas con contorsiones y gestos, que se bailaban alrededor de la cabaña sagrada.

Por entre los cañizos rebozados de lodo que formaban las paredes de la choza, Joe distinguía aquel conjunto ensordecedor, y tal vez en otras circunstancias le hubiera divertido tan extraña ceremonia; pero una idea muy desagradable atormentaba su mente. Aun mirando las cosas bajo el mejor aspecto posible, le parecía estúpido e incluso triste hallarse perdido en aquella comarca salvaje entre semejantes tribus. De los viajeros que habían llegado a aquellas comarcas, pocos habían vuelto a su patria. ¿Podía fiarse de la adoración de que era objeto? ¡Tenía muy buenas razones para creer en la vanidad de las grandezas humanas! Se preguntó si, en aquel país, la adoración llevaría hasta el extremo de comerse al adorado.

Pese a tan lamentable perspectiva, después de algunas horas de reflexión el cansancio pudo más que las ideas negras y Joe se entregó a un sueño bastante profundo, que sin duda habría durado hasta el amanecer si no le hubiese despertado una humedad inesperada.

Aquella humedad no tardó en convertirse en agua, que subió hasta cubrirle a Joe la mitad del cuerpo.

«¿Qué es esto? —se dijo—. ¡Una inundación! ¡Una tromba! ¡Un nuevo suplicio que han inventado esos negros! Pues no pienso esperar a que el agua me llegue al cuello».

Apuntaló sus atléticos hombros contra la frágil pared y consiguió derribarla. Entonces se encontró en medio del lago. No había isla; se había sumergido durante la noche. Sólo se veía en su lugar la inmensidad del Chad.

«¡Triste país para sus propietarios!», pensó Joe, y volvió a ejercitar vigorosamente sus facultades natatorias.

Un fenómeno bastante frecuente en aquel lago había salvado al valiente mozo. Del mismo modo que la isla en que él se hallaba, han desaparecido de la noche a la mañana otras que presentaban la solidez de una roca, y con frecuencia las poblaciones ribereñas han tenido que recoger a los infelices que han escapado con vida de tan terribles catástrofes.

Joe ignoraba esta particularidad, mas no por eso dejó de aprovecharse de ella. Descubrió una barquichuela abandonada y no tardó en alcanzarla. No era más que un tronco de árbol toscamente ahuecado. Tenía dentro, afortunadamente, un par de remos, y Joe se dejó llevar a la deriva por una corriente bastante rápida.

«Orientémonos —se dijo—. La estrella Polar, que desempeña honradamente su oficio de indicar a todo el mundo el camino del norte, vendrá gustosa en mi ayuda».

Se dejó llevar por la corriente, pues vio con satisfacción que le llevaba a la orilla septentrional del lago. Hacia las dos de la mañana puso el pie en un promontorio cubierto de cañas espinosas que parecían muy molestas hasta para un filósofo; pero con mucha oportunidad se hallaba allí un árbol que le ofrecía asilo entre sus ramas. Joe trepó a él para mayor seguridad, y aguardó dormitando, la luz del alba.

Llegó la mañana con esa rapidez propia de las regiones ecuatoriales. Joe echó una mirada al árbol que le había servido de refugio durante la noche, y le heló de terror un espectáculo inesperado. Las ramas del árbol estaban literalmente cubiertas de serpientes y camaleones, bajo cuyos apretados anillos desaparecía el follaje. Hubiérase dicho que era un árbol de una especie nueva que producía reptiles, los cuales, a los primeros rayos del sol, empezaron a agitarse y retorcerse. Joe experimentó un sentimiento de terror mezclado con asco y se tiró del árbol entre desapacibles silbidos.

—He aquí una aventura a la que nadie dará crédito —dijo.

No sabía que las últimas cartas del doctor Vogel mencionaban esa singularidad de las orillas del Chad, donde los reptiles son más numerosos que en ningún otro país del mundo. Después de lo que acababa de ver, Joe resolvió ser más circunspecto en lo sucesivo y, orientándose por el sol, emprendió de nuevo su peregrinación hacia el noroeste. Evitó con el mayor cuidado cabañas, chozas, barracas, cuevas, en una palabra, todo lo que pudiera servir de receptáculo a la raza humana.

¡Cuántas veces levantó la vista al cielo! Esperaba ver al Victoria, y, aunque lo buscó en vano durante todo aquel día de marcha, no por ello disminuyó en lo más mínimo la confianza que tenía en su señor. Mucha firmeza de carácter necesitaba para aceptar tan filosóficamente su situación. Uniose el hambre a la fatiga, porque un hombre no repara sus fuerzas con raíces, médula de arbustos y frutas poco nutritivas; y sin embargo, según sus cálculos había avanzado unas veinte millas hacia el oeste. Las cañas del lago, las acacias y las mimosas habían lacerado con sus espinas su cuerpo, y sus pies ensangrentados sufrían al andar crueles dolores. Pero logró sobreponerse a sus padecimientos y resolvió pasar la noche junto al Chad.

Allí tuvo que soportar las atroces picaduras de millares de insectos. La tierra estaba literalmente cubierta de moscas, mosquitos y hormigas de media pulgada de largo. A las dos horas de estar en aquel sitio no le quedaba ya a Joe ni una hilacha de la poca ropa que llevaba. Las hormigas la habían devorado toda sin dejarle ni un harapo. Aquélla fue una noche horrible, en la que el viajero fatigado no encontró ni un instante de reposo. Los jabalíes, los búfalos y los ajubs, manatíes bastante agresivos, se agitaban entre la maleza y en las aguas del lago, y un concierto de fieras retumbaba en la noche. Joe no se atrevía a moverse. Su resignación y su paciencia eran ya casi insuficientes para sobrellevar una situación semejante.

Llegó por fin el día. Joe se levantó precipitadamente, y júzguese cuál sería su asco al ver con que inmundo animal había compartido su cama: ¡un sapo! Un sapo que medía cinco pulgadas de largo, un animal monstruoso, repugnante, que le miraba con sus grandes ojos redondos. Joe sintió que se le contraía el estómago y, sacando alguna fuerza de su propia repugnancia, corrió al lago y se zambulló en sus aguas. Aquel baño mitigó un poco la comezón que le atormentaba y, después de mascar unas cuantas hojas, volvió a emprender su camino con una obstinación y un empeño de los que él mismo no sabía lo que hacía, aunque sentía en su interior un poder superior a la desesperación.

Sin embargo, le torturaba un hambre terrible, viéndose obligado a ceñirse fuertemente una liana en torno al cuerpo. Su estómago, menos resignado que él, se quejaba; con todo, sentía un bienestar relativo al comparar sus padecimientos con los sufridos en el desierto, cuando le acosaba la sed, pues ahora podía saciarla a cada paso.

«¿Dónde estará el Victoria? —se preguntaba—. El viento viene del norte, ¿cómo es que el globo no vuelve hacia el lago? Sin duda mi señor se habrá detenido en algún sitio para restablecer el equilibrio; para el efecto debió de bastarle el día de ayer, y, por consiguiente, es muy posible que hoy… Pero, procedamos como si le hubiese perdido para siempre. Después de todo, si tuviera la suerte de llegar a una de las poblaciones del lago, me hallaría en la misma posición que los viajeros de que me ha hablado mi señor. ¿Por qué no había de salir yo de apuros como ellos? Algunos han regresado a su país, ¡qué diablos!… ¡Valor, y veremos!».

Y mientras hablaba, andaba, y andando llegó a un bosque donde encontró a un grupo de negros salvajes ocupados en emponzoñar sus flechas con zumo de euforbio. Tal actividad constituye una de las principales ocupaciones de las tribus de aquellas comarcas y se efectúa con una especie de ceremonia solemne. El intrépido Joe se detuvo antes de que lo vieran.

Inmóvil y sin respirar, se hallaba oculto en la maleza cuando, al alzar la vista, vio entre el follaje al Victoria, que se dirigía hacia el lago apenas a cien pies de su cabeza. ¡Y no podía dar ninguna voz para que le oyeran, ni tampoco salir de su escondrijo para dejarse ver!

Una lágrima asomó a sus ojos, y no de desesperación, sino de reconocimiento. ¡Su señor le estaba buscando! ¡Su señor no le abandonaba! Tuvo que esperar a que se marchasen los negros y entonces pudo salir de la maleza y dirigirse a la orilla del Chad.

Pero entonces el Victoria se perdía a lo lejos en el cielo. Joe, que abrigaba la convicción de que volvería a pasar, resolvió esperarlo; y volvió a pasar, efectivamente, pero más al este. Joe corrió, hizo mil señas, dio mil gritos… ¡En vano! Un viento violento arrastraba al globo a una velocidad irresistible.

La energía y la esperanza abandonaron por primera vez el corazón del desgraciado. Se vio perdido, creyó que su señor había partido para no volver y le faltó hasta la fuerza para seguir reflexionando con serenidad.

Como un loco, con los pies ensangrentados y el cuerpo magullado, estuvo andando, andando sin parar durante todo el día y parte de la noche. Se arrastraba, ya de rodillas, ya a gatas; veía acercarse el momento en que, faltándole las fuerzas, tenía que morir.

Así llegó a un pantano, o más bien a lo que pronto supo que era un pantano, pues estaba ya muy entrada la noche, y cayó inesperadamente en él. A pesar de sus esfuerzos, a pesar de su desesperada resistencia, se fue hundiendo poco a poco en aquel terreno cenagoso, que a los pocos minutos ya le cubría la mitad del cuerpo.

«¡Aquí está la muerte! —se dijo—. ¡Y qué muerte!».

Luchó, forcejeó con denuedo, hasta con rabia, pero sus esfuerzos sólo servían para sepultarle más y más en aquella tumba que se cavaba él mismo. ¡Ni el tronco de un árbol, ni una miserable caña donde agarrarse! Comprendió que todo para él había concluido y cerró los ojos.

—¡Señor! ¡Señor! ¡Socorro…! —gritó.

Y su voz desesperada, aislada, ahogada ya, se perdió en el silencio de la noche.

CAPITULO XXXVI

Desde que Kennedy había vuelto a tomar su puesto de observación en la proa de la barquilla, no cesó un momento de escudriñar con la mayor atención el horizonte.

Pasado algún tiempo, se volvió al doctor y le dijo:

—Si no me equivoco, allá a lo lejos hay un grupo en movimiento, no siéndome aún posible distinguir si es de hombres o de animales. Lo cierto es que se agitan violentamente, pues levantan una nube de polvo.

—¿No será un viento contrario —preguntó Samuel—, tromba que nos arrastraría de nuevo hacia el norte?

Y se levantó para examinar el horizonte.

—No lo creo, Samuel —respondió Kennedy—. Es una manada de gacelas o de toros salvajes.

—Tal vez, Dick; pero, sea lo que sea, se halla al menos a nueve o diez millas de distancia, y yo no alcanzo a ver nada, ni aun con el anteojo.

—De todos modos, no lo perderé de vista. Hay, en lo que vislumbro, algo extraordinario que excita mi curiosidad sin saber por qué; diríase que es una maniobra de caballería. ¡Y loes! ¡Son jinetes! ¡Mira!

El doctor observó con atención el grupo indicado.

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