Cinco semanas en globo (32 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

CAPITULO XLII

El doctor Fergusson determinó su posición por la altura de las estrellas; se encontraban a veinticinco millas escasas del Senegal.

—Todo lo que podemos hacer, amigos míos —declaró, después de examinar el mapa—, es pasar el río; pero como en él no hay ni puentes ni barcas, lo hemos de cruzar en globo a toda costa, y al efecto debemos aligerarlo aún más.

—Pues no sé cómo lo haremos —replicó el cazador, que temía por sus armas—, a no ser que uno de nosotros se decida a sacrificarse, a quedarse atrás… Y, en esta ocasión, yo reclamo esa gloria.

—¡De ninguna manera! —protestó Joe—. ¿No tengo yo acaso la costumbre…?

—No se trata de echarse, amigo mío —aclaró el cazador—, sino de alcanzar a pie la costa de África, y yo soy buen andarín.

—¡No lo consentiré jamás! —replicó Joe.

—Vuestro combate de generosidad es inútil, mis buenos amigos —intervino Fergusson—; espero que no lleguemos a tal extremo, y en el caso de llegar a él, lejos de separarnos, permaneceríamos juntos para atravesar el país.

—Eso es lo mejor —dijo Joe—. Un paseíto no nos vendría mal.

—Pero, antes —repuso el doctor—, echaremos mano de un último medio para aligerar nuestro Victoria.

—¿Cuál? —preguntó Kennedy—. Estoy en ascuas deseando conocerlo.

—Debemos desprendernos de las cajas del soplete, de la pila de Bunsen y del serpentín que nos obligan a arrastrar por los aires novecientas libras.

—Pero, Samuel, ¿cómo obtendrás luego la dilatación del gas?

—De ninguna manera; nos las arreglaremos sin ella.

—Pero…

—Oídme, amigos: he calculado muy exactamente lo que nos queda de fuerza ascensional, y es suficiente para transportarnos a los tres con los pocos objetos que llevamos. No pesaremos más de quinientas libras, incluidas las anclas, que tengo interés en conservar.

—Amigo Samuel —respondió el cazador—, tú, más competente que nosotros en la materia, eres el único juez de la situación; dinos lo que hemos de hacer y lo haremos.

—A sus órdenes, señor.

—Os repito, amigos míos, que aunque reconozco la gravedad de la determinación, hemos de sacrificar nuestro aparato.

—¡Sacrifiquémoslo! —replicó Kennedy.

—¡Manos a la obra! —dijo Joe.

La operación presentó numerosas dificultades. Fue preciso desmontar el aparato pieza por pieza. Primero quitaron la caja de mezcla, después la del soplete y por último la caja donde se operaba la descomposición del agua. Se necesitó la fuerza reunida de los tres viajeros para arrancar los recipientes del fondo de la barquilla, donde se hallaban incrustados; pero Kennedy era tan fuerte, Joe tan diestro y Samuel tan ingenioso que vencieron todas las dificultades. Las diversas piezas fueron sucesivamente arrojadas, y desaparecieron abriendo grandes agujeros en el follaje de los sicomoros.

—Los negros se quedarán muy asombrados —dijo Joe— al encontrar en los bosques semejantes objetos. Capaces serán de convertirlos en ídolos.

A continuación tuvieron que ocuparse de los tubos metidos en el globo y que pasaban por el serpentín. Joe consiguió cortar, a unos pies por encima de la barquilla, las articulaciones de caucho; en cuanto a los tubos, hubo mayor dificultad, porque se hallaban retenidos por su extremo superior y sujetos con alambres al círculo mismo de la válvula. Fue entonces cuando Joe demostró una agilidad maravillosa. Descalzo, para no romper la envoltura, con ayuda de la red y a pesar de las oscilaciones, logró encaramarse hasta la cima exterior del aeróstato, y allí, después de mil dificultades, agarrándose con una mano a aquella superficie resbaladiza, desatornilló las tuercas exteriores que sujetaban los tubos. Éstos se desprendieron entonces fácilmente y fueron retirados a través del apéndice inferior, que fue herméticamente cerrado por medio de una fuerte ligadura.

El Victoria, libre de aquel peso considerable, se elevó y tensó enormemente la cuerda del ancla.

A medianoche quedaron felizmente terminados aquellos trabajos, que resultaron muy fatigosos. Los viajeros cenaron rápidamente un poco de pemmican y de grog frío, pues el doctor ya no tenía calor para ponerlo a disposición de Joe.

Además, éste y Kennedy estaban rendidos.

—Acostaos y dormid, amigos míos —dijo Fergusson—, yo haré la primera guardia. A las dos despertaré a Kennedy; a las cuatro, Kennedy despertará a Joe; a las seis partiremos, ¡y que el Cielo siga velando por nosotros durante esta última jornada!

Los dos compañeros del doctor, sin hacerse de rogar, se tumbaron al fondo de la barquilla y se sumieron enseguida en un profundo sueño.

La noche era apacible. Algunas nubes velaban de vez en cuando el último cuarto de luna, cuyos rayos indecisos disipaban muy ligeramente la oscuridad. Fergusson, acodado miraba a su alrededor. Vigilaba con atención la sombría cortina de follaje que se extendía bajo sus pies sin dejar ver el suelo. El menor ruido le parecía sospechoso, y procuraba explicarse hasta el más leve temblor de las hojas.

Se hallaba en esa disposición de ánimo que la soledad vuelve más sensible aún, y durante la cual vagos terrores asaltan el cerebro. Al final de un viaje semejante, después de haber vencido tantos obstáculos, en el momento de conseguir el objetivo, los temores son más vivos, las emociones más fuertes, y el punto de llegada parece huir ante los ojos.

Por otra parte, la situación no era para tranquilizar a nadie, en un país bárbaro, y con un medio de transporte que, en definitiva, podía fallar de un momento a otro. El doctor ya no contaba con el globo de una manera absoluta; había pasado el tiempo en que maniobraba con audacia porque estaba seguro de él.

Bajo estas impresiones, el doctor creyó percibir unos rumores indeterminados en aquellos inmensos bosques, incluso creyó ver brillar una llama entre los árboles. Miró con atención y enfocó su anteojo de noche en esa dirección; pero fue incapaz de distinguir nada, y hasta pareció que el silencio se había hecho más profundo.

Sin duda Fergusson había experimentado una alucinación. Escuchó sin sorprender el menor ruido y, habiendo transcurrido el tiempo de su guardia, despertó a Kennedy, le recomendó que vigilara con muchísima atención y se acostó al lado de Joe, que dormía a pierna suelta.

Kennedy encendió tranquilamente su pipa, se restregó los ojos, que le costaba mucho mantener abiertos, apoyó los codos en un rincón y empezó a fumar vigorosamente para disipar el sueño.

El silencio más absoluto reinaba a su alrededor. Un viento suave agitaba la cima de los árboles y mecía suavemente la barquilla, invitando al cazador a un sueño que le invadía a su pesar. Quiso resistirse a él, abrió varias veces los párpados, abismó en las tinieblas de la noche algunas de esas miradas que no ven y, al final, sucumbiendo a la fatiga, se quedó dormido.

¿Cuánto tiempo permaneció sumido en aquel estado de inercia? Lo único que pudo decir fue que le despertó un chisporroteo inesperado.

Se restregó los ojos y se puso en pie. Un calor insoportable llegaba a su rostro. El bosque estaba ardiendo.

—¡Fuego! ¡Fuego! —exclamó, sin comprender lo que pasaba.

Sus dos compañeros se levantaron.

—¿Qué es eso? —preguntó Samuel.

—¡Un incendio! —exclamó Joe—. Pero ¿quién puede…?

En aquel momento se oyeron gritos debajo del follaje, violentamente iluminado.

—¡Los salvajes! —exclamó Joe—. ¡Han prendido fuego al bosque para estar seguros de quemarnos!

—¡Los talibas! ¡Los morabitos de Al-Hadjí! —dijo el doctor.

Un círculo de fuego rodeaba al Victoria. Los chasquidos de los troncos secos se mezclaban con los gemidos de las ramas verdes. Los bejucos, las hojas, todas las partes vivas de aquella vegetación exuberante se retorcían envueltas en el elemento destructor. La mirada se perdía en un océano en llamas; los grandes árboles destacaban en negro en la inmensa fragua, con las ramas cubiertas de ascuas; el inflamado conjunto se reflejaba en las nubes, y los viajeros creyeron hallarse encerrados en una esfera de fuego.

—¡Huyamos! —exclamó Kennedy—. ¡A tierra! ¡Es nuestra única posibilidad de salvación!

Pero Fergusson lo detuvo con mano firme y, precipitándose hacia la cuerda del ancla, la cortó de un hachazo. Las llamas, prolongándose hacia el globo, lamían ya sus iluminadas paredes; pero el Victoria, libre de sus ataduras, se elevó más de mil pies.

Espantosos gritos resonaron en el bosque, acompañados de violentas detonaciones de armas de fuego. El globo, atrapado por una corriente que se levantaba con el día, puso rumbo al oeste.

Eran las cuatro de la mañana.

CAPITULO XLIII

—Si ayer por la noche no hubiésemos tomado la precaución de aligerar peso —dijo el doctor—, a estas horas estaríamos irremisiblemente perdidos.

—Por eso es bueno hacer las cosas a tiempo —repuso Joe—. Gracias a eso nos hemos salvado, y es muy natural.

—No estamos fuera de peligro —replicó Fergusson.

—¿Qué temes? —preguntó Dick—. El Victoria no puede descender sin tu permiso, y aun cuando descendiera…

—¡Como descendiese…! ¡Mira, Dick!

Los viajeros acababan de trasponer el lindero del bosque, y vieron a unos treinta jinetes vestidos con pantalón ancho y albornoz ondeante. Unos armados con lanzas y otros con espingardas, seguían al trote, a lomos de sus caballos vivos y ardientes, la dirección del Victoria, que avanzaba a una velocidad moderada.

Al ver a los viajeros prorrumpieron en gritos salvajes, blandiendo sus armas. La cólera y la amenaza se leían en sus semblantes morenos, cuya ferocidad acentuaba una barba escasa pero erizada. Atravesaban con facilidad las mesetas bajas y las suaves colinas que descienden al Senegal.

—¡Son ellos! —dijo el doctor—. ¡Los crueles talibas, los feroces morabitos de Al-Hadjí! Preferiría hallarme en el bosque rodeado de fieras, que caer en manos de tan inmundos bandidos.

—Su aspecto no es tranquilizador —dijo Kennedy—. ¡Y se les ve muy fornidos!

—Afortunadamente —dijo Joe—, son bestias de una especie que no vuela; al menos es un consuelo.

—¡Mirad esas aldeas en ruinas y esas chozas reducidas a cenizas! —dijo Fergusson—. Es obra de ellos; la aridez y la devastación marcan las huellas de su paso.

—Pero no pueden alcanzarnos —replicó Kennedy—. Si logramos poner el río entre ellos y nosotros, estaremos completamente seguros.

—Dices bien, Dick; pero para eso es preciso no caer —respondió el doctor, mirando el barómetro.

—Por si acaso, Joe —repuso Kennedy—, no estaría de más preparar las armas.

—Eso no puede perjudicarnos, señor Dick; ha sido una suerte no haberlas sembrado por el camino.

—¡Mi carabina! ——exclamó el cazador—. Espero no separarme nunca de ella.

Y Kennedy la cargó con el mayor cuidado. Le quedaba aún pólvora y balas suficientes.

—¿A qué altura nos mantenemos? —preguntó el cazador.

—A unos setecientos cincuenta pies. Pero ya no tenemos la posibilidad de buscar corrientes favorables subiendo o bajando; nos hallamos a merced del globo.

—Lo cual es un grave inconveniente —repuso Kennedy—. El viento es bastante flojo; si hubiéramos encontrado un huracán como el de otros días, ya habríamos perdido de vista a esos infames bandidos.

—Esos malditos —dijo Joe— nos siguen sin ninguna dificultad, al trote. ¡Un auténtico paseo!

—Si los tuviésemos a tiro —dijo el cazador—, me divertiría derribándolos a todos uno tras otro.

—¡Buena la haríamos! —respondió Fergusson—. Si los tuviésemos a tiro, ellos también nos tendrían a tiro a nosotros, y nuestro Victoria ofrecería un blanco fácil a las balas de sus largas espingardas. Hazte cargo de lo que sería de nosotros si agujereasen el globo.

La persecución de los talibas continuó toda la mañana. Hacia las once, los viajeros apenas habían recorrido quince millas hacia el oeste.

El doctor examinaba en el horizonte hasta las más pequeñas nubecillas. Temía una variación atmosférica. Si el viento arrastraba el globo hacia el Níger, ¿qué sería de ellos? Notaba, además, que el globo tendía a bajar sensiblemente. Desde su partida había perdido ya más de trescientos pies, y el Senegal debía de estar aún a unas doce millas; a la velocidad actual todavía les faltaban tres horas de viaje.

En aquel momento, nuevos gritos llamaron su atención. Los talibas se agitaban, precipitando el galope de sus caballos.

El doctor consultó el barómetro y comprendió la causa de aquella algarabía.

—Bajamos —dijo Kennedy.

—Sí —respondió Fergusson.

«¡Malo!», pensó Joe.

Pasado un cuarto de hora, la barquilla se hallaba a menos de ciento cincuenta pies del suelo, pero el viento era más fuerte.

Los talibas, sin detenerse, hicieron una descarga.

—¡Estáis demasiado lejos, imbéciles! —exclamó Joe—. Bueno será tenerlos a raya.

Y, apuntando a uno de los jinetes que iban delante, hizo fuego. El taliba dio una voltereta; sus compañeros se detuvieron y el Victoria les sacó ventaja.

—Son prudentes —dijo Kennedy.

—Porque creen estar seguros de cogernos —respondió el doctor—. Y nos cogerán si seguimos bajando. Es absolutamente indispensable que nos elevemos.

—¿Qué vamos a echar? —preguntó Joe.

—Todo el pemmican que queda. Serán treinta libras menos de peso.

—¡Pues allá va! —dijo Joe, obedeciendo las órdenes de su señor.

La barquilla, que casi llegaba al suelo, subió entre el griterío de los talibas; pero, media hora después, el Victoria volvía a bajar rápidamente.

El gas se escapaba por los poros de sus paredes.

La barquilla rozó el suelo y los negros de Al-Hadjí se precipitaron hacia ella; pero, como sucede en semejantes circunstancias, apenas el globo tocó el suelo, dio un salto y fue a caer una milla más adelante.

—¡No escaparemos! —dijo Kennedy con rabia.

—Joe, echa nuestra reserva de aguardiente —ordenó el doctor—, nuestros instrumentos, todo lo que pese, por poco que sea, y también el ancla.

Joe arrancó los barómetros y los termómetros; pero todo eso suponía muy poco, y el globo, que subió momentáneamente, no tardó en volver a tocar el suelo Los talibas corrían tras ellos y no estaban ya más que a doscientos pasos.

—¡Echa las dos escopetas! —exclamó el doctor.

—No será sin haberlas descargado —respondió el cazador.

Y cuatro disparos sucesivos hicieron morder el suelo a cuatro talibas, que cayeron entre los frenéticos gritos de la horda.

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