En estas páginas está el mejor Cabrera Infante, el memorioso, el fanático del cine capaz de mezclar la ficción con la vida; la mirada, unas veces tierna, siempre irónica, de quien no puede imaginar el mundo sin películas. La vida se puede concebir sin sardinas, nunca sin el cine. Es este un libro de libros, el resumen de una vida que parece muchas vidas dedicadas a la pasión por el cine.
Guillermo Cabrera Infante nos habla de cine profundizando en su propia experiencia cinéfila y en sus gustos a la hora de sentarse ante la pantalla, combinando erudición, crítica y humor. El resultado es una magnífica obra de divulgación cinematográfica y también la crónica de cómo el cine clásico podía marcar la vida de varias generaciones hasta el punto de configurar, como un elemento más, un marco de vivencias propias.
Guillermo Cabrera Infante
Cine o sardina
ePUB v1.0
minicaja24.07.12
Título original:
Cine o sardina
Guillermo Cabrera Infante, 1997.
Diseño/retoque portada: minicaja
Editor original: minicaja (v1.0)
ePub base v2.0
A José Luis Guarner
in memoriam
Sí, una pantalla pero no en la boca: en sus dos ojos. Debo saber lo que digo porque fui yo quien nació con una pantalla de plata en los ojos. La pantalla era la del cine y lo que primero vi fue como humo en los ojos, ya que era una imagen gris y nublada como el humo pero pasaba no en la platea sino en la pantalla. Como sabemos, la visión del cine está en los ojos del que mira. Las películas no son más que un
trompe l'oeil
con éxito y desde la llegada del sonido un
trompe l'oreille
aún con más éxito.
Pero hay que admitir que hay algo de excesivo en el cine. Debe de ser la pantalla, que ya no es como era en la era heroica una sábana blanca sino, según
Katz
, la enciclopedia del cine, «el material reflector sobre la que se proyecta la película». En vez de reflector debería decir reflexivo porque para mí el cine es una lección de moral a 24 cuadros por segundo, que es lo que hace la ilusión de movimiento. Debida, como se sabe, a un defecto del ojo: la persistencia de la imagen en la retina.
Como en la magia de salón, donde la mano es más rápida que el ojo, para el cine el ojo es más lento que la imagen. La pantalla además tiene una desproporcionada proporción: 1:33:1. Nunca desde que la manzana le cayó a Newton en la cabeza una ecuación ha dado tanto que hablar y este formidable aspecto nos convierte a todos (las estrellas, los actores y lo que les rodea) en versiones de Gulliver y nosotros, hormigas o cigarras, liliputienses en la playa viendo a los gigantes dormir, despertarse y, en estos tiempos, fornicar con actitudes (y aptitudes) de trapecistas con la cama por red.
El cine, que es el arte del siglo XX, es el único arte que nació de una tecnología. Es cierto que para construir una escultura hace falta un cincel y un martillo, utensilios anteriores, pero antes de la piedra y el mármol se hacían figuras de barro cocido (¿quién inventó el fuego, Prometeo?) o eran sacadas de la madera mediante un cuchillo —una simple cuchilla bastaba. No hacía falta la laja negra de
2001
para que el hombre prehistórico aprendiera a hacer arte, como en Altamira. El óleo, una nueva técnica inventada en el Renacimiento, tuvo su precedente en la tempera y el carboncillo, cuyos orígenes se pierden en la antigüedad. La arquitectura comenzó con la primera casa hecha para salir de la cueva, mientras la música tenía ya en el mundo mitológico el caramillo o flauta de Pan y, todos, más a mano, la voz humana.
Sólo el cine ha sido posible gracias a un avance de la tecnología. Está, es verdad, la imperfección fisiológica de la persistencia en la retina de una imagen cuando ya ha desaparecido —o, en la invención del cine, cuando ha sido sustituida por otra imagen. Pero fue la fotografía, al exhibir unas cuantas fotos sucesivas la que permitió que unos pocos inventores del siglo pasado pensaran en acelerar el paso de las imágenes a 16 fotos fijas por segundo (en el cine sonoro se elevó esa aceleración a 24 fotogramas por segundo y la ilusión de movimiento se hizo perfecta) y así hace con los artefactos que jugaban con las sombras (chinescas o no) aparatos asombrosos por eficaces en la creación de ilusiones no muy lejanas de un juguete o, si se quiere, de la magia de salón. Uno de esos videntes que nos permitieron ver fue Thomas Alva Edison. Lo llamaron, sin ditirambo, el mago de Menlo Park.
Edison, que había inventado la bombilla incandescente (sin la cual no habría proyección de películas) y el fonógrafo (que sería central al cine sonoro), inventó también la cámara de cine, con el auxilio de George Eastman, el hombre que fue Kodak, creador de la película de 35 milímetros, esencial al cine. (Todavía está en uso hoy). Pero Edison, que era un inventor despectivo, dijo de uno de sus innumerables inventos: «El fonógrafo jamás reproducirá la voz de soprano».
Pace
María Callas.
Si el cine no es una invención sino un proceso en que colaboraron Edison, Eastman y los hermanos Lumière (para no mencionar los inventores anteriores que crearon el fonokistoscopio, el zoetropio y el dibujo animado del ciego belga Plateau), el resultado final de un rodaje, la película, el film, la cinta o como se llame es un esfuerzo colectivo del fotógrafo primero que nadie (no hay película sin fotografía), el director, que puede ser un genio o un megalómano obtuso o un simple artesano, los actores y los técnicos detrás de la cámara, del foquista certero, artero, a los anónimos electricistas, las atentas maquilladoras y los hombres y mujeres del vestuario y la guardarropía, todos,
todos
, colaboran para fabricar un mismo producto que fue hasta entonces proyecto y ahora pertenece al productor y tal vez al público. La estética francesa de los años cincuenta, llamada la
politique des auteurs
, (el director como autor) y que no era más que la política de los
amateurs
para hacerse profesionales, ha dejado de ser verdad. Es decir siempre fue mentira, pero las mentiras críticas francesas tienen el atractivo elegante de París y duran un solo verano de fidelidad. (Véanse todos esos ismos que riman con istmo, que es un pasaje estrecho).
Edison luego se desentendió del cine, que no fue para él más que un
peep-show
. Es decir no un espectáculo sino unas imágenes que se veían por un agujero: el artefacto complacía a aquellos que se entretenían espiando por una cerradura. Cuando Méliès, el originador del cine como espectáculo de magia, fue a visitar a Louis Lumière para adquirir su cámara/proyectora recibió de Lumière una respuesta extraordinaria. «El cine», le dijo, «es una invención que no tiene futuro». Sin embargo Lumière no sólo había inventado la cámara tomavista, el proyector y la pantalla blanca, sino que fue más importante por la creación de los géneros del cine del futuro.
En la primera proyección pública (no en un cine sino en un billar en el que ya se cobraba la entrada) se exhibieron, con asombrosa eficacia técnica, los ejemplares primeros de los géneros del cine. He aquí ese programa iniciático:
La salida de los obreros de la fábrica Lumière
(el producto que es una muestra de su producción, como tantos comerciales de la televisión) establecía el género documental, que en color y montaje audaz inunda ahora las pequeñas pantallas, y el subgénero semidocumental favorito de todos los cineastas totalitarios, de Leni Riefenstahl a Lev Kuleshov. En
La llegada del tren a la estación de la Ciotat
, por la posición de la cámara y la ausencia de tercera dimensión parecía que la locomotora saldría de la pantalla para aplastar a esos primeros espectadores, toma obligada de las series de episodios, de los
thrillers
y creadora del dramatismo del tren, el gran vehículo melodramático de los primeros cincuenta años del siglo —y del cine. Finalmente con
El regador regado
, Lumière establece las premisas mayores de la comedia futura, muda o parlante, con un objeto cotidiano que se rebela al revelarse.
Estas muestras del arte que nacía con su propia invención son el verdadero legado de Louis Lumière y su Auguste hermano. Edison, que inventó una forma de cine (creó el primer estudio, al que llamó Black Maria, aludiendo al cuarto oscuro de las revelaciones), produjo también la primera película en colores y sus invenciones fueron la base de la industria que se llama Hollywood y de ellos recibió un homenaje doble. En 1940 la Metro hizo no una sino dos biografías del inventor:
El joven Edison
y
Edison el hombre
, en que Mickey Rooney crecía para convertirse en Spencer Tracy.
George Eastman, que hizo posible el kinetógrafo de Edison y a la vez el cinematógrafo de Lumière, al inventar la película de 35 milímetros, fue más escéptico que Lumière y que Edison acerca del futuro del cine y se suicidó. Eastman tiene su monumento mínimo en cada rollo de film que insertan, profesionales y aficionados, en cada cámara, pero el artefacto se llama no con su nombre sino con el de Kodak, un nombre derivado de una onomatopeya: el clique o claque del obturador. No ha habido hasta ahora un homenaje adecuado a Louis Lumière, tal vez por su adhesión al nazismo.
Pero todos esos inventores y creadores, ilusos y soñadores tienen su monumento que es su momento en este arte que ya tiene un siglo —y que muere para nacer de nuevo en su vástago más vilipendiado pero más visto en la historia de la humanidad, la televisión. Viejo muere el cine pero renace cada día. Es decir, como el acto sexual que es, cada noche. El cine es, qué duda cabe, un afrodisíaco.
Las sesiones del festival de Cannes comienzan con una frase común en francés pero que la repetición hace ritual: «
La séance commence
». En ninguno de los idiomas que conozco la traducción es remotamente eficaz y alusiva: «Comienza la función» o «
The show is about to begin
», no tienen el misterio ni la significación que creo que tiene en francés, donde
séance
convoca a todos los espíritus y la intervención de Madame Blavatsky, espiritista magna. Lo que Milton reunió ante sus ojos de ciego y de poeta, Homero inglés: «innúmeros espíritus armados / en lucha incierta», puede ser una perfecta evocación del cine de aventuras que jamás verá. Los «innúmeros espíritus» son las sombras vagas convocadas sobre la sábana blanca de la pantalla, la envoltura del espectro que todavía no tiene color: no es el espectro solar sino el enigma de la noche y de la luna.
Georges Méliès fue el primer mago, el primer cineasta, el primero que convocó la fantasía, dejando detrás a esos hermanos Lumière que sólo veían obreros saliendo de una fábrica, un tren entrando en la estación o tal vez un regador regado en una suerte de porno para bobos. Pero no para el Gran Georges. Para Méliès sólo había la posibilidad del viaje: los primeros hombres en el espacio exterior y el cohete disparado que iría a herir el ojo de la luna mirando a la noche, invenciones que hacían posibles no sólo el cine sino el tránsito maravilloso. Méliès estaba preparado para su futuro al haber sido mago de salón, ilusionista y ventrílocuo, adelantándose a los actores que hablarían con una voz desplazada. Méliès, además, había comprado el teatro Robert Houdin (del que era dueña la viuda del mago: ¿no recuerdan a su imitador, que osó llamarse el Gran Houdini?) y destacarse como maestro del ilusionismo: las ilusiones vendrían con el cine. Así fue el primero que dijo: «La aventura comienza», anuncia
la séance
.