Cine o sardina (10 page)

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Authors: Guillermo Cabrera Infante

Tags: #Ensayo, Referencia, Otros

La película ha sido escrita, producida y dirigida por John Carpenter, un joven director americano que, antes de estrenarse la
Guerra de las Galaxias
, había producido su
Dark Star
¡que costó sesenta mil dólares! Carpenter es también el autor de la excelente música de
Assault
y, lo que es más importante, el director que ha recobrado los valores eternos de la película B. Su historia está contada con gran economía (este ahorro de imágenes llega al extremo que Carpenter planeó y dibujó cada plano mucho antes de filmarlo: un ojo puesto en la imagen y el otro en el presupuesto:
Assault
costó sólo 200.000 dólares, lo que en estos tiempos cuesta solamente el guión de cualquier película) y al mismo tiempo que rinde homenaje a sus antecesores, es una sutil parodia de las películas de gángsters de los años treinta, con su reo rudo pero-bueno-en-el-fondo, que tanto recuerda al George Raft de la gran época. El Asalto, relatado desde el punto de vista de los sitiados, toma la forma de un oeste clásico, con los terroristas de todas las razas y clases sociales unidos como indios urbanos en su sitio sevicioso manteniendo un odio que nunca descansa, los sitiadores vistos apenas pero siempre presentes, como una amenaza invisible pero cierta. El final tiene la culminación heroica de la convención épica y el salvamento de última hora, el grupo de policías providenciales es presentado como una versión burlona de la
US Cavalry
, tan cara a John Ford. Ciertamente
Assault on Precinct 13
podría llamarse Rescate de la Película B.

Las fotos del cine

Obsérvese que no digo «Las fotos en el cine» ni «la foto y el cine». No hablo de la relación entre la fotografía y el cine. Ni siquiera de la importancia que la fotografía tuvo para el cine —que no sería mala idea subrayar. Todo el mundo sabe que el cinematógrafo surgió de la fotografía, que en cada momento del cine hay veinticuatro fotografías proyectadas por segundo, otras tantas fotos fijas que crean la ilusión de movimiento, aprovechando que el ojo humano, por una imperfección fisiológica que tiene un nombre poético, la persistencia de la visión, no puede asimilar muchas imágenes simultáneas— o que casi ocurren al mismo tiempo. Pero si la fotografía permitió la invención del cinematógrafo, como dicen los teóricos franceses, hay que distinguir el cinematógrafo del cine, el aparato que crea la ilusión de la ilusión creada, como el sueño y la memoria. Así una foto se diferencia fundamentalmente de una imagen del cine. La diferencia no estriba en que una película, por ejemplo, narra una historia. Hay fotos reveladoras, que cuentan un cuento y hasta toda una vida: una foto puede ser una biografía. No está la diferencia tampoco en que la foto refleje la vida y el cine sea ficción. Hay fotos fantásticas y películas de un realismo atroz. La diferencia está en que una película es toda movimiento y la condición esencial de una fotografía es la fijeza. Las fotos animadas revelan enseguida un carácter grotesco, contrario a la nobleza que puede producir una fotografía —o ciertas características que no son aparentes en ese arte, el cine, que tuvo su origen en la animación de las fotos.

Las fotos en cuestión, ahora surgieron del cine, como necesidad de su aparato publicitario, al servicio de la materia de que están hechos los sueños del cine, de sus estrellas. Pero estas fotos fueron esencialmente diferentes al cine. Cuando el cine se hizo consciente del poder encantatorio de sus actores (que no eran actores como los entendía el teatro, por ejemplo), de la fuerza de sus imágenes y vino a llamarlos —hábilmente, casi con sabiduría de nación— estrellas, sintió que había que reproducirlos también, por otros medios que el cine, que era su vehículo, por los órganos de difusión —es decir, la prensa diaria y semanal, por supuesto ilustrada. Así nacieron las foto-fijas. Este nombre, que habitualmente se emplea en español para traducir lo que en inglés se conoce como
stills
, nada tiene que ver con los
stills
corrientes. No eran fotos de una producción en rodaje, sino que eran avisos de futuras apariciones o bien recuerdos de una aparición del pasado inmediato. Pero fundamentalmente servían de publicidad a las nacientes estrellas, a los actores consagrados, a las estrellitas que ascendían de la mera turba de extras a distinguirse individualmente. Estas primeras foto-fijas —es decir, las que se han conservado— tenían como motivo la fealdad fotogénica de una Lillían Gish varias veces vetusta o, tenía que serlo, el perfil latino de Rodolfo Valentino. Entonces los nombres de estos fotógrafos de las estrellas no tenían mayor importancia, pero hoy podemos recordarlos como pioneros de un arte. Precisamente, uno de los primeros fotógrafos notables fue James Abbe, que retrató a Rodolfo Valentino en poses mucho más inmortales que sus películas. Otro fotógrafo contemporáneo era George Hesser, que cubrió casi toda la década de los veinte con sus imágenes que creaban sueños de otras imágenes de sueño, el cine.

Pero es en los años treinta que la foto-fija de estrellas —lo que un historiador del cine canadiense, John Kobal, ha llamado
glamour portraits
y efectivamente eso son: retratos de glamor— alcanza su momento más brillante. En este apogeo, en su centro, se mantienen tres nombres notables: George Hurrell, Ernest Bachrach y Clarence Sinclair Bull. Bachrach es un artista elegante, mientras Clarence Bull da una nota a veces verista, pero es George Hurrell quien se muestra a la altura de los fotógrafos maestros del siglo, compitiendo no sólo con aquellos maestros de la fotografía en movimiento, los grandes directores de fotografía del cine, que a veces se dejan llamar humildemente
lighting cameramen
, meros iluminadores, sino también con los nombres consagrados por la prensa. Edward Steichen es, posiblemente, el más grande retratista fotográfico del siglo. Ninguno de los otros que se dedicaron a las celebridades o son maestros de la publicidad personal, pueden acercarse a la maestría de Steichen. Hay una foto de Steichen cuyo objeto es Greta Garbo y la elección de la Garbo es ya de por sí hábil, porque Steichen está recogiendo en una foto una
summa
del cine. Aquí está la gran estrella, el gran rostro de la pantalla, la gran actriz y además viene cargada de hieratismo y de misterio, de reticencia personal. No podía fallar —y no falla Steichen: la foto es una obra maestra. Pero George Hurrell escoge a otra estrella de la pantalla mucho menor que la Garbo (de hecho en alguna película, como
Gran Hotel
, hacía de una mera mecanógrafa mientras Greta Garbo era la Garbo, con la aureola argumental de una gran
ballarina
a la que rodea la tragedia como una miasma visible), a Joan Crawford.

Ahora hay que hablar aparte de Joan Crawford. Nunca fue mi actriz favorita, hasta
¿Qué le pasó a Baby Jane?
cuando era evidentemente demasiado tarde para celebrarla. Si recordaba alguna película suya en el pasado,
Humoresque
, era para identificarme con John Garfield, que resulta un visible violinista díscolo. La reconciliación en
Gran Hotel
estaba precedida por Baby Jane, aunque me obligó a reconocer que si no pudo superar a Bette Davis en esta última película, en
Gran Hotel
casi llega a robarle la atención a su real oponente, Greta Garbo. Joan Crawford, la persona, que no interesa al cine, sino su presencia física en fotografía, es difícil, resulta demasiado pequeña para sus hombros y su cabeza. (Observen por favor que hablo de ella en presente aunque ha muerto no hace mucho: no es una sesión espiritista, es que las estrellas de cine nunca mueren: viven tanto como vive la materia de que están hechas las películas, que son los sueños, y aún el perecedero celuloide es increíblemente duradero.) Pero Crawford nos hace olvidar todos sus defectos por su presencia —no escénica: ella va mucho más allá de la escena, más lejos que la pantalla que siempre parece situada en el horizonte— en el cine. Pero aún en el cine es posible recordar sus faltas que a veces sobran. George Hurrell retrató a Joan Crawford en sus años de apogeo con resultados milagrosos. Hay una secuencia fotográfica entera de ella con Clark Gable en
Possessed
(¡cuán crawfordiano es ese título!), los dos uniéndose, juntos, abrazándose —y Clark Gable desaparece por completo, su prestancia devorada por la presencia de esta mantis atea del cine. Otra foto de Joan Crawford que puede competir con Steichen (de hecho hay una foto famosa de Sinclair Bull de la Garbo, en que no se ve más que una de sus manos, su rostro desnudo y su cabello estirado hacia atrás que es más Garbo, más bella y más una imagen que el retrato de Steichen: todos la han visto pero nadie recuerda a Sinclair Bull, mero fotógrafo, gran artista) y está hecha en 1931. Joan Crawford aparece sentada, aunque no se ve la silla. Está rodeada de pieles: una piel de un gran abrigo o varias pieles envolventes: en todo caso aparece envuelta en pieles. Lleva un sombrero corto ladeado, que deja ver parte de su frente amplia y en el centro del cuadro está su cara, el triángulo que casi es un óvalo perfecto. Tiene los labios pintados en lo que será muy pronto conocida como la boca crawford y tendrá tantas imitadoras y tantos detractores. Esa foto es un retrato.

Pero la foto magistral de George Hurrell es la que le hizo a Jean Harlow al año siguiente. Jean Harlow no era entonces famosa ni era conocida como la rubia de platino, sin embargo en esta foto tiene el pelo platinado y sus cejas dibujadas a lápiz en un arco fino y los labios provocativos: su marca de fábrica. La foto es en blanco y negro (como todas de las que he hablado, por cierto) pero se ve el bronceado de la piel de Harlow, el yodo en contraste con el oxígeno, como en un conflicto químico. No se ve a Jean Harlow más que de medio pecho para arriba, ausentes sus exhibidos pezones turgentes, aunque muestra sus axilas afeitadas y gordas. Está acostada sobre unos almohadones ligeros o sobre un sofá modesto y así los únicos centros de atracción de la imagen son la cara y la cabellera rubia platino abundante. Esta foto muestra la influencia de la moda de su tiempo y de su arte, el Art Déco, pero lo deja ver por reflejo: todo el retrato es puro Art Déco, no podía haber sido hecho más que en su tiempo y al tener como objeto —objetivo, diría George Hurrell— a Jean Harlow, a la rubia de platino, es ciertamente imposible haberlo hecho en otro lugar que Hollywood, California, USA en los primeros años treinta. Este icono —la foto provocaría reverencia al poco tiempo de hacerse, idolatría a los pocos años de impresa, al morir la estrella— es una prueba del arte temporal pero imperecedero de George Hurrell y de los otros fotógrafos como los que inventaron por ese tiempo una forma de arte inmóvil salido del arte del movimiento, que hicieron surgir del cine el arte, ahora justamente apreciado, del retrato glamor.

Estrellas, actrices y pecadoras

Una vez Alfred Hitchcock acuñó una frase que era digna de John Ford (el director que se presentaba a sí mismo diciendo: «Mi nombre es Jack Ford y hago westerns»), esa frase de western fue: «Los actores son ganado». Observen, por favor, que Hitchcock no dijo «Las actrices son ganado». Sin embargo consideraba a la memorable Kim Novak una vaca, sin duda porque la Novak más que una estatua es un busto. Alma Reville fue más dura. Al ver
Vértigo
dijo: «Hitch, esa actriz tuya tiene piernas como columnas. ¡Si la tomas de la falda para abajo te juro que no te vuelvo a hablar!» Alma Reville era la señora Hitchcock y Hitch, mejor marido que director, oyó el consejo y tomó medidas. En
Vértigo
Kim Novak no aparece nunca mostrando sus piernas que no son las de Cyd Charisse pero que son piernas que sirven para algo más que caminar. Hay que recordar que detrás de cada cámara no está el director de la película sino la mujer del director. Un fotógrafo es una cosa buena, un productor es una cosa mala pero una esposa es cosa decisiva.

Pero un crítico de cine también puede ser implacable cuando quiere ser sólo placable. En una crónica sobre una película de Kim Novak llamada
En la mitad de la noche
(que es una buena hora para ver películas) yo dije de Kim Novak, cuando todavía no era la mujer de un veterinario, «entrañable vaca neurótica». Afortunadamente la última línea de esa crítica dice así: «su aparición es siempre contraria a toda impavidez». En otras palabras, esa rubia ampulosa de ojos malva es una de mis apariciones favoritas. (Aparición es como llaman los espiritistas a los fantasmas. Así es como yo llamo a mis fantasmas.) Kim Novak ha convertido películas baratas como
La historia de Eddie Duchin
y
La historia de Jeanne Eagles
en ese museo donde, central, está el cuadro de una mujer tan bella y misteriosa que uno tiene que volver a esa sala, a ese museo, a esa musa que nació llamándose Marilyn y que recorrió los Estados Unidos abriendo y cerrando refrigeradores. Era conocida entonces como Miss Congelador. No conozco mejor origen desde que Stella Stevens, otra rubia de rabia, nació en Hot Coffee, Mississippi. Nacer en Café Caliente y adornar las páginas centrales de
Playboy
sirvieron a Stella Stevens de contraseña a la fama. Eso y haber sido la más bella batería de la historia del jazz en
El cortejo del papá de Eddie
, bajo Vincente Minnelli, otro director con problemas con las rubias, pero capaz de convertir a Lana Turner en la favorita de todos menos Néstor Almendros, que también tuvo problemas con Lana Turner —pero no detrás de la cámara.

Néstor llegó tarde una noche a Nueva York y llamó a su amigo Manuel Puig, que no había escrito todavía
El beso de la mujer araña
, y vivía en Greenwich Village, pero era, como siempre, un apasionado de las estrellas (femeninas) del cine. Manuel insistió en que Néstor dejara su cómoda habitación del Sheraton Plaza para venir a su apartamento que era tan pequeño que Manuel había convertido su máquina de escribir, todas horizontales, en un teclado vertical. La insistencia de Manuel era compulsiva y compelente: «Ven y vamos a hablar de cine toda la noche!» Néstor fue. Es decir vino y hablaron de cine toda la noche y parte de la madrugada. Tengo que recordar ahora que Néstor descubrió
La traición de Rita Hayworth
cuando todavía era un manuscrito y Puig un Manuel desconocido de la literatura. Manuel le preguntó a Néstor de pronto: «¿Y a ti te gusta Lana Turner?». Y Néstor dijo: «Para nada», y «¿Hablas en serio?». «Serísimo». «¡No te puedo creer!» «Pues créeme. Lana Turner me parece horrenda». Manuel, que ya se había puesto de pie, pegó el grito en el cielo raso, que es donde están las estrellas. «¡No puedo estar bajo el mismo techo con una persona que detesta a Lana, que es divina!». Néstor podría haber pensado que Manuel bromeaba, pero todos sabemos que Manuel nunca bromeaba cuando se hablaba de cine. Manuel dijo gritando: «Ahora mismo te vas de mi casa». Manuel era definitivo y Néstor salió como pudo de la casa. Manuel, como Katharine Hepburn a Cary Grant en
La historia de Filadelfia
, le arrojó detrás su equipaje —que no eran palos de golf. A esa hora (las tres de la mañana: en algún lado sonaba el vals de ese nombre), Néstor tuvo que buscar un taxi y regresar a su hotel donde, afortunadamente, el portero de noche (o de madrugada) lo reconoció y pudo terminar la noche que había comenzado como pesadilla en un sueño sin Lana.

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