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Authors: Guillermo Cabrera Infante

Tags: #Ensayo, Referencia, Otros

Cine o sardina (16 page)

He visto todas las películas de María Félix desde
El peñón de las ánimas
, donde la vi casualmente, hasta su despedida definitiva. Nunca he olvidado su cara pero tampoco sus brazos delgados ni sus piernas ni ese cuerpo que cuando pocas lo hacían se desnudó en
French Cancan
, en que Jean Renoir supo apreciar lo que Buñuel, sordo a la belleza, no pudo ver. Conocí de manera menos íntima que mi copia de Ava Gardner a su original en 1956. No tuvimos un
tête à tête
indiscreto porque yo entrevistaba a María Félix, de paso por La Habana. El director de
Carteles
me aconsejó que evitara las manos de María Félix, que eran feas. Recuerdo que no hice otra cosa que mirar sus manos, fascinado con ellas tanto como por su cara o su voz baja, grave, de secreto que no había divulgado al cine. Las manos de María eran para mí bellísimas. Tal vez no fueran fotogénicas, pero eran como las manos de Rita Hayworth, como las garras amables de un ave de presa, peligrosas en potencia, hostiles aún inertes, tal vez terribles desplegadas para apresar. La voz velada de María Félix reveló su verdadero secreto: la estrella no sólo era una actriz, era una mujer inteligente que contestaba mis preguntas con extrema seriedad y atención y sin la menor sonrisa a lo que debía ser un cuestionario para poner en cuestión. Atento a las manos y a la voz y a la cara de una belleza inescrutable me había olvidado de que la esfinge no tiene sentido del humor. Tampoco lo tiene Greta Garbo. O Hedy Lamarr. La belleza es hierática: es por eso que impone y cautiva y se hace memorable, como una imagen.

María Félix se dejó pintar entre velos por Diego Rivera, uno de los hombres más feos de la historia de la pintura. En ese retrato que es un avance veraz de su aparición desnuda en el cine y una idealización de la carne de María en alma sola, Rivera consiguió su obra maestra: su único cuadro bello. No se me escapa que es gracias a la presencia de María Félix que deja de ser modelo, objeto a pintar, para ser sujeto de la pintura. Una vez el compositor Agustín Lara, en esa época el hombre más feo de México, compuso un vals que oscilaba rítmico y melodioso entre Johann Strauss y Richard Strauss, en honor de María Félix. Se llamaba «María Bonita» y Lara, consumado compositor de canciones, incurable romántico, tuberculoso tenaz, creó una tonada de gran gracia que todos cantaban y algunos bailaban. María Félix se divorció de Agustín Lara para casarse con el charro cantor Jorge Negrete, alcohólico atroz. Este matrimonio terminó en la muerte y María fue viuda por primera vez. Lara murió frustrado porque María Bonita no quedó encerrada para siempre en su vals venéreo y Jorge Negrete murió en el delirio tremendo, su igual, mientras María Félix venía a Europa a buscar su propia imagen, su pareja, y convertirse en
La bella Otero
en el cine: dos leyendas en una sola sombra. Fue también una de las pocas bellezas que captó Renoir hijo, uno de los hombres más feos del cine. María Félix se retiró del cine y ahora a veces se la ve en un palco de Longchamp atenta al trote de un potro, el galope de un caballo, a esa insólita yegua que ganó la séptima carrera; el ruido de cascos la emociona más que el aplauso. Se sabe que se casó otra vez y de nuevo es viuda —nunca alegre, siempre dramática— y que vive entre París y México y es capaz de cambiar sus joyas por un potrico con estampa de purasangre. Me dijeron, confidencialmente, que es todavía bella. Respondí que «todavía» es una palabra mezquina para María Félix, eterna como Venus, que es la belleza y el amor: su belleza, nuestro amor. Sé que ahora le harán un homenaje en Huelva, no lejos de Palos de Moguer, donde el Gran Almirante empezó todo al hacerse a la mar, desde donde descubrieron otra isla larga que hace balance geográfico con la Inglaterra en que vivo, de donde salió Hernán Cortés para conocer a una belleza india llamada Malinche y juntos hicieron posible el México moderno. A su vez los hermanos Lumière hicieron posible el cine mexicano, mientras México hizo posible a María Félix y la unión del cine y su rostro creó a su vez el mito de la belleza que no muere, de alguien que es algo más que María Bonita, que es María la Bella.

Quiero agradecer con estas páginas el placer que María Félix me ha regalado sin pedirme nada en cambio. Lo escrito se une a los diversos homenajes que otros hombres le han rendido a su persona de distinta manera. Solamente nos une la fealdad, la mía, y la belleza, de María Félix.

Ni flores ni coronas

No hay que confundir
La corona negra
con
La corona de hierro
ni con
Las joyas de la corona
ni con
Corona de espinas
, ni, por supuesto, con La Corona, cerveza clara en botella oscura. Nuestra
Corona
fue escrita, aparentemente, por Jean Cocteau. Pero de Cocteau sólo se ve un epígrafe para un epitafio que habla de coronas y de buitres, todos negros —y de muerte. Los buitres serán un
leitmotiv
visual y ocurren y recurren para acosar a la protagonista en busca de carne viva, contrarios. Quedan, de Cocteau, como despojos, unos brazos con molleros que surgen del desierto en un recuerdo rencoroso de
La bella y la bestia
y el héroe, es un decir, se mira en un espejo, como para hacernos recordar a
Orfeo
. Fue así donde Cocteau emitió un epigrama especulante: «La muerte siempre entra por los espejos». Pero las artes (y las partes) de Cocteau han sido a menudo un juego de derivaciones. Dijo Oscar Wilde en su Salomé cincuenta y cinco años antes: «No hay que mirar en los espejos, porque los espejos no nos muestran más que máscaras». Cocteau, tal vez hablando de los espectadores de
La corona
escribió
Un amigo duerme
. También los enemigos, creo, duermen.

En
La corona
hay, tenía que haber, espejos: un espejo es, precisamente, causal de suerte —y de muerte. Pero para que funcione el maleficio del azogue hay que echarle agua caliente a la luna. (La del espejo naturalmente.) Si se quiebra el espejo la muerte es segura y dura. La muerte, que siempre viene a través de espejo oscuro, esta vez trae agua clara: no hay espejo o cristal frágil que soporte el contenido de una olla de agua que hiervea cien grados de calor. Así se raja el espejo y comienza el dudoso maleficio.

Relatar el argumento de
La corona negra
es reincidir. Pero hay, sí, ay, sus derivados: esos brazos de braceros que acosan sexualmente a la heroína. Surgen de la cegadora arena blanca igual que emergieron de las paredes negras del suntuoso palacio de la Bestia que hacía Marais. Allí eran fascinantes lámparas humanas, aquí el efecto es burdo, zurdo, absurdo. Los pedazos de brazos pertenecen sin duda a mineros del desierto que no advierten que han quedado de
córpore sepulto
. El surrealismo, como el avestruz, es altamente contagioso en África.

El director de este tenebroso melodrama con espejos es Luis Saslavski, el más prestigioso director argentino de su tiempo. Fue, según una nota de prensa rencorosa entonces, el primer director de Argentina que «traspasó los umbrales de Hollywood». Aunque «fue convocado en 1941 para realizar un frustrado
remake
de su
Historia de una noche
». «Frustrado
remake
» es, como diría Polonio, una frase aviesa. Pero Saslavsky tuvo el raro privilegio de dirigir a las dos mujeres más bellas del cine en español —tal vez del cine
tout court
. Dolores del Río y María Félix. De alguna manera —en el tiempo pero no en el espacio— compartió a la Dolores con Orson Welles y John Ford. La otra versión de Venus, María alias la Doña, alias Ave Félix, es lo único que redime a
La corona negra
de un tedio tan vasto y pertinaz como el desierto. Cesáreo González, su incomprensible productor, hizo naufragar su nave española entre acentos descollantes.

La aparición (y eso es lo que es) de María Félix como una Afrodita en África vale la pena (la condena más bien) de tener que ver los trajines de Rossano Brazzi y Vittorio Gassman en su repetido y ridículo pugilato. María está aquí más bella que nunca, les anuncio. Más delgada que en
French Cancan
, coetánea, donde Jean Renoir, para demostrar que era hijo de su padre, mostró su busto (el de María) para revelar sus senos sensuales y secretos y probar que en el cine, en todo el cine, no tiene ella otra rival que Hedy Lamarr. Pero la Lamarr era blanda, blanca, mientras María despliega un mestizaje ideal por perfecto. Cocteau creó un proverbio que parecía un programa para María Félix: «Los privilegios de la belleza son inmensos»: En
La corona
su presencia es nuestro privilegio. Pero ella, final fatal, demuestra que toda belleza es terrible. El odio, no el amor, le restituye la belleza que estuvo a punto de perder en la muerte. Aparentemente apabullada por los hombres, ella domina toda la película con su belleza hierática, ayudada por un
chador
negro que es el sudario, como dijo el poeta Santos, de «la belleza que el cielo no amortaja».

Jaime Soriano, el inventor de la «cápsula crítica», declaró una vez que es tan difícil hacer una mala película como una buena. Con el tiempo esta cápsula específica se ha convertido en verdad absoluta.

BIOGRAFIÁS ÍNTIMAS
Hasta cuándo Catalina

Katharine Hepburn (una Catalina llamada Kate por sus amigos) ha sido por más de sesenta años una de las actrices de cine más conocidas en todas partes y es tal vez la más intrigante de todas las grandes estrellas después de Greta Garbo. A pesar de varias biografías (la primera escrita por su amigo íntimo Garson Kanin, escritor de dos de sus grandes éxitos) y por lo menos dos autobiografías —una de ellas llamada típicamente Yo— permanece, cuando todo se ha dicho y escrito, un enigma menor.

La presenta en su última biografía Barbara Learning (biógrafa de Orson Welles y Bette Davis) como la mujer sufrida en sus líos románticos con un psicópata, un abusador y un borracho incurable. Es lo que eran, respectivamente, Howard Hughes, John Ford y Spencer Tracy. A pesar de sus disfraces públicos. Pero, según parece, Hepburn les cayó atrás a estos personajes pertinaces y no al revés como se creyó. La historia de sus amores se lee como un caso clínico de masoquismo. Este término fue descrito por primera vez por Krafft-Ebing como una «perversión particular», en la que «sus víctimas aparecen superadas por sus sentimientos sexuales… como subyugadas por la voluntad de una persona del sexo opuesto». Pero, es significativo que en su
Psicopathia sexualis
, un análisis sexual maestro, Krafft-Ebing añade: «Esta concepción enferma queda coloreada por el placer».

En el caso de Katharine Hepburn estos rasgos patológicos sexuales se complicaban con el hecho social de que se enamoraba siempre de hombres que no podían (o no querían) casarse. Ella se conformaba con convertirse en amante y quedar sometida a un status de inferioridad. En el caso de su último amante, Spencer Tracy, no podía inclusive estar con él a solas y cuando conseguían pasar la noche juntos tenía que dormir ¡en una colchoneta en el suelo! ¿Es romántico este gesto o simplemente traumático? Si él le hubiera lanzado un palo para que lo recogiera y al hacerlo pegarle con él, ella lo hubiera hecho moviendo con alegría el rabo atávico. Esto es lo que Krafft-Ebing llama esclavitud humana. Es irónico entonces que esta actriz fue experta en protagonizar papeles que eran el retrato de una mujer independiente, feminista inclusive. Como en
La mujer del año
, la película que la unió con Tracy por primera vez.

Pero antes Hepburn era una actriz deliciosa, mejor descrita como «testaruda y elocuente» —que iba de capa caída. Pensaba ella entonces que la cima de su carrera era
María de Escocia
, donde, como dijo Dorothy Parker al verla en el teatro, «ella recorría toda la gama de la actuación —de A a B». Ésta fue su única colaboración con el director John Ford, cuya técnica de dirección favorita era ultrajar a su reparto tanto como a su equipo. Ford filmaba por medio del pelotón de fusilamiento y el paredón era el desierto. Un día malo durante la filmación de
La diligencia
, Ford había pinchado a todos y cada uno. Pero le faltaba Thomas Mitchell. Cuando Ford trató de apabullarlo el veterano actor se escudó con una frase: «Recuerde, Mr. Ford, que yo vi
María de Escocia
». Ford lo dirigió pero no volvió a dirigirle la palabra.

La Hepburn, tan agresiva como Bette Davis y tan franca como Dietrich, era demoledora. Cuando era buena podía ser insuperable, como en
Locura de verano
de David Lean. Pero cuando estaba mal, como en
Christopher Strong
o
Sylvia Scarlett
(¡sin mencionar a
María de Escocia
!) podía hacer crujir los dientes. Así no mucho tiempo después fue declarada veneno para la taquilla. Había desarrollado un método de actuar cantando que era realmente odioso. Como por Anselmo,
ensalmo
, todo desapareció cuando comenzó su pareja con Spencer Tracy al principio de los años cuarenta. Antes había cometido el error de todos los actores de entonces (por lo menos los que se consideraban, ay, «intelectuales del Este») de alabar al teatro y denostar a Hollywood no como una meca sino como una mera fábrica de films. (Nunca los tales decían películas si podían evitarlo.) No hay más que echar un vistazo a las obras de Broadway puestas en escena entonces para ver que la mayoría —tanto en la escritura como en la actuación— eran mediocridades que posaban de alta cultura cuando ni siquiera eran alta costura.

Pero sucedió algo bueno: conoció a Spencer Tracy para hacer una película juntos. El encuentro fue casi una cita bonita, según la concibió un guionista de Hollywood. Dice Learning: «Se hablaba mucho de Tracy en el círculo de Ford… pero Kate nunca se lo había encontrado. Ocurrió ahora fuera del edificio Thalberg en la Metro». El encuentro fue casual: ella salía y Tracy entraba con Mankiewicz (el director de
Eva al desnudo
, entonces productor) de regreso del almuerzo. Iban a actuar juntos en
La mujer del año
. Hepburn vio que Tracy no era tan alto como en la pantalla. (De hecho nadie lo es nunca.)

—Mr. Tracy —dijo Kate—, creo que usted me quedará corto.

—No te preocupes —rió Mankiewicz —que él te cortará a su medida.

Tracy, que era a menudo lento pero contento, dijo una última frase después que Hepburn los dejó: —No quiero tener que ver nada con esa mujer. Nunca.

De hecho Tracy y Hepburn tuvieron que ver el uno con la otra hasta el día que murió Tracy. O de 1942 hasta 1967. Entre ellos hicieron nueve películas juntos. Hepburn, siempre sabidilla, dijo de la pareja de baile Ginger Rogers-Fred Astaire: «Ella le dio a él sexo, él le dio a ella el estilo». Ahora se podía decir de la pareja de actores de comedia que ella le dio a él algo de estilo pero él le dio a ella humanidad. (O sea, no más
María de Escocia
.) Pero este libro prueba que Spencer Tracy no sólo era el mejor actor del dúo, sino la persona más interesante. Vean: su verdadera personalidad, un alcohólico enfermo incurable, era totalmente diferente al hombre que vemos en la pantalla todavía. Como actor siempre proyectó estabilidad emocional, salud mental y aplomo. Era todo lo contrario en la vida real.

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