Circo de los Malditos (22 page)

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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

Larry se metió por la puerta del conductor y desde allí pasó al asiento del acompañante; después cerró su puerta y echó el seguro, como si fuera a servir de algo. El vampiro rompió la cadena y la lanzó a lo lejos; el crucifijo se perdió entre los árboles como una estrella fugaz.

Entré en el coche, cerré la puerta, eché el seguro de la Browning y me la coloqué entre las piernas.

Alejandro, el vampiro, se retorcía de dolor. De momento no estaba en condiciones de perseguirnos. Mira qué bien.

Puse el coche en marcha y pisé el acelerador. El vehículo culeó; reduje a warp uno y lo enderecé. Nos sumergimos en el túnel de oscuridad con un círculo de luz mortecina que proyectaba sombras de árboles. Y al final de la arboleda vi una forma humana, con el pelo largo y castaño agitado por el viento. Era la primera vampira que había atacado a Larry, y estaba allí, en mitad de la carretera, inmóvil. Estábamos a punto de averiguar qué tal se les daba a los vampiros jugar a la gallina.

Dispuesta a seguir mi propio consejo, pisé el acelerador a fondo, y el coche salió disparado hacia delante. La vampira siguió sin moverse mientras nos precipitábamos hacia ella.

En el último instante me di cuenta de que no se iba a apartar, y yo tampoco tenía tiempo. Estábamos a punto de averiguar si era cierta mi teoría sobre los automóviles y la carne de vampiro. Y nunca tengo a mano el coche de plata cuando lo necesito.

VEINTIDÓS

Los faros iluminaron a la vampira como si fueran focos. Vi la imagen de una tez pálida, un pelo castaño y unos colmillos desafiantes. La atropellé a cien por hora. El coche se sacudió, y la mujer nos cayó encima. Todo parecía ocurrir a cámara lenta y, sin embargo, demasiado deprisa para que pudiera hacer nada. Cuando golpeó el parabrisas se oyó un
crac
.

El cristal se llenó de grietas en forma de telaraña, y de repente me encontré sin visibilidad. Aun así, el vidrio de seguridad había cumplido su función: no se había desmenuzado ni nos había cortado a cachitos; sólo se había astillado, pero hasta tal punto que no permitía ver nada. Frené de golpe, y un brazo atravesó el cristal, arrojando un montón de esquirlas brillantes encima de Larry.

El chico gritó. La mano le aferró la camisa y lo arrastró hacia los dientes del parabrisas.

Giré a la izquierda tan bruscamente como pude; el coche derrapó, y no tuve más remedio que soltar el freno y el acelerador.

Larry se agarraba con fuerza al reposabrazos y a la cabecera del asiento. Gritaba y hacía lo posible por no dejarse arrastrar. Recé para mis adentros y solté el volante. El coche entró en trompo. Pasé una cruz por la mano; empezó a echar humo, soltó a Larry y desapareció por el hueco del parabrisas.

Intenté dominar el volante, pero ya era tarde: el coche se salió de la carretera y entró derrapando en la cuneta. El metal protestó mientras se rompía algo muy grande. Me vi lanzada contra la puerta del conductor, con Larry encima; después caímos hacia el otro lado. Y se terminó. El silencio nos sobresaltó; era como si nos hubiéramos quedado sordos. Sentía el eco del estruendo en todo el cuerpo.

—Gracias a Dios —dijo alguien. Era yo.

La puerta del acompañante se desprendió como la cáscara de una nuez, y me aparté a toda prisa. Larry se quedó desconcertado mientras lo arrastraban fuera. Me eché al suelo del coche, pistola en mano, mirando hacia donde había salido el cuerpo de Larry.

Estaba justo delante, y una mano le atenazaba la garganta. No sabía si podía respirar. Apunté al rostro bronceado de Alejandro, el vampiro, que me miraba con expresión inescrutable.

—¿Quieres que le desgarre el cuello? —dijo.

—¿Quieres que te vuele la cabeza? —Vi como entraba una mano por el parabrisas roto—. Ojo, que te quedas sin cara.

—Él morirá primero —dijo el vampiro. Pero la mano se apartó del parabrisas. Su inglés estaba teñido de algún otro idioma; la tensión le había hecho aflorar el acento.

Larry tenía los ojos como platos y la respiración agitada, demasiado agitada. Iba a hiperventilar, si vivía lo suficiente.

—Decídete —dijo el vampiro en tono neutro, sin rastro de emociones. La expresión de Larry ya transmitía bastantes por los dos.

Le puse el seguro a la pistola y la deposité, con la culata por delante, en la mano que me tendía. Sabía que estaba cometiendo un error, pero también sabía que no podía cruzarme de brazos mientras le desgarraban el cuello a Larry. Hay cosas más importantes que la supervivencia física; por ejemplo, poder mirarse al espejo. Entregué el arma por el mismo motivo por el que había parado a socorrer al niño: no tenía elección. Era de los buenos, y a los buenos nos va eso de sacrificarnos. Seguro que lo pone en algún sitio.

VEINTITRÉS

La cara de Larry era una mascara sanguinolenta. Ningún corte parecía grave, pero las heridas superficiales sangran que da gusto. El vidrio de seguridad resistía los choques, pero no los ataques de vampiros; a ver si los fabricantes toman nota.

La mano de Alejandro, que aún sujetaba el cuello de Larry, chorreaba sangre. El vampiro se había metido mi pistola en los pantalones; por su forma de manejarla, se notaba que sabía usarla. Ya era mala suerte, con tanto vampiro tecnófobo… Una ventaja menos.

La sangre de Larry, pringosa y cálida como la gelatina a medio solidificar, corría por la mano del vampiro impávido: un autodominio férreo. Miré sus ojos casi negros y sentí el peso de los siglos como unas alas monstruosas que se desplegaran ante mí. El mundo empezó a dar vueltas; tenía la sensación de que me hundía y alargué la mano para tocar algo, para evitar precipitarme al vacío. Una mano me sujetó. Tenía la piel fría y tersa. Me aparté de un tirón y me di contra el coche.

—¡No me toques! ¡Ni se te ocurra tocarme!

El vampiro se quedó indeciso, con una mano ensangrentada alrededor del cuello de Larry y la otra tendida hacia mí en un gesto muy humano. En cuanto a Larry, parecía que se le iban a salir los ojos de las órbitas.

—Lo estás estrangulando —dije.

—Perdón —dijo el vampiro, soltándolo.

Larry cayó de rodillas, respirando con jadeos entrecortados. Quería preguntarle cómo estaba, pero me abstuve: mi trabajo consistía en sacarlo y salir de allí, con vida si era posible, y además tenía una idea bastante aproximada de cómo se sentía: fatal. Para qué hacer preguntas tontas. Bueno, tal vez una…

—¿Qué quieres? —le pregunté al vampiro.

Me miró, y contuve el impulso de devolverle la mirada para hablar con él. Era difícil. Acabé con la vista clavada en el agujero que le había hecho mi bala en el pecho. Era muy pequeño y había dejado de sangrar. Mierda, sí que se curaba deprisa. Me concentré en la herida, combatiendo el impulso de establecer contacto visual. Es difícil hacerse la dura con alguien a quien no se mira a la cara, pero ya llevaba años de práctica antes de que a Jean-Claude le diera por hacerme su fatídico «regalo». Y a base de práctica… Bueno, ya sabéis.

El vampiro no contestó, de modo que repetí la pregunta, con la voz firme y controlada. No se me notó el miedo; qué mayor.

—¿Qué quieres?

Sentí la mirada de Alejandro por todo el cuerpo, como si me lo estuviera recorriendo con un dedo, y me puse a temblar de forma incontrolable. Larry se arrastró hacia mí, con la cabeza gacha y goteando sangre.

Me arrodillé a su lado y, casi sin querer, solté la gilipollez de rigor:

—¿Cómo estás?

Me miró a través de la sangre que le cubría los ojos.

—Nada que no se cure con unos puntos. —Intentaba bromear. Quería abrazarlo y asegurarle que ya había pasado lo peor, pero no me gusta hacer promesas que no pueda mantener.

No era que el vampiro se moviera, pero algo me hizo volverme hacia él. La hierba otoñal le llegaba por las rodillas. Era bajo en comparación con un hombre blanco, anglosajón y del siglo
XX
. Llevaba un cinturón con hebilla de oro, labrada con la forma de una figura humana estilizada. Igual que el rostro del vampiro, parecía sacada de una postal azteca.

El impulso de levantar la vista y mirarlo a los ojos me hacía hormiguear la piel. Llegué a enderezar un poco la cabeza, pero reaccioné a tiempo. El muy capullo me la estaba jugando y yo no podía hacer nada. Ni siquiera sabía qué hacía exactamente, a pesar de que me lo estaba haciendo a mí; me engatusaba como a una turista.

O no tanto. No me habían hincado el diente, y todo parecía indicar que querían algo más que sangre; de lo contrario llevaría rato muerta, y Larry también. Aún tenía los crucifijos consagrados. ¿Qué podría hacerme aquella criatura si me los quitaba? Mejor no averiguarlo.

Seguíamos con vida, y eso significaba que muertos no servíamos a sus propósitos, pero ¿cuáles eran?

—¿Qué demonios quieres? —Me tendió la mano para ayudarme a incorporarme, pero me levanté yo sólita y escudé a Larry.

—Dime quién es tu amo y no te haré nada.

—Y entonces, ¿quién se encargará?

—Muy lista, pero te garantizo que, si me das el nombre, te permitiré marchar sana y salva.

—En primer lugar, no tengo amo, pero es que ni siquiera estoy segura de tener a nadie que me comprenda. —Contuve el impulso de mirarlo para ver si había pillado el chiste. No me cabía duda de que a Jean-Claude no se le habría escapado.

—¿Te atreves a bromear? —preguntó sorprendido, al borde de la indignación. Supongo que eso era bueno.

—No tengo amo —insistí. Los maestros vampiros podían saber, por el olor, si alguien mentía o decía la verdad.

—Si crees eso, no tienes ni idea. Llevas dos marcas de un maestro. Dame su nombre y acabare con él. De paso, te librarás del… problema.

Vacilé. Era más antiguo que Jean-Claude; mucho más. Quizá fuera capaz de matar al amo de los vampiros de la ciudad. Claro que eso lo convertiría en amo a él, y teníamos a sus tres ayudantes de propina. Cuatro vampiros… y había cinco matando gente por ahí. Sólo faltaba otro para completar el cuadro. No podía haber tantísimos maestros descontrolados en una ciudad de tamaño medio.

Y sospechaba que a los demás vampiros de la zona no les hacía nada de gracia que un maestro se estuviera dedicando a matar civiles.

—No puedo. —Sacudí la cabeza.

—Deseas desembarazarte de él, ¿verdad?

—No sabes hasta qué punto.

—Pues déjame liberarte. Te puedo ayudar.

—¿Igual que ayudaste al hombre y a la mujer asesinados?

—Yo no los asesiné —dijo con voz pausada. Sus ojos eran tan potentes que daba para ahogarse en ellos, pero su voz no era tan buena; no tenía magia. Tanto Jean-Claude como Yasmín usaban la voz mucho mejor. Bueno era saber que cada habilidad se desarrolla más o menos según el vampiro: la antigüedad no lo es todo.

—De modo que no asestaste el golpe mortal, ¿y qué? Tus seguidores cumplen tu voluntad, no la suya.

—No te imaginas cuánto margen dejamos al libre albedrío.

—¡Basta! —estallé.

—¿Qué quieres decir?

—No me vendas motos.

—¿Preferirías que perdiera los estribos? —preguntó divertido.

La verdad era que sí, pero me abstuve de decirlo.

—No pienso darte el nombre. ¿Qué más quieres?

Sentí una ráfaga de viento en la espalda. Giré en redondo y vi que la mujer de blanco se abalanzaba hacia mí con las fauces abiertas de mala manera y las garras manchadas de sangre ajena. Caímos las dos en la hierba, y ella quedó encima. Se lanzó contra mi cuello como una serpiente, pero le planté la muñeca izquierda en la cara, y un crucifijo le rozó los labios, arrancando un destello y el hedor de la carne quemada. La vampira desapareció en la oscuridad, gritando. Nunca había visto a nadie moverse tan deprisa. ¿Había sido capaz de realizar sus artimañas a pesar de la cruz consagrada? ¿Cuántos vampiros de más de quinientos años podía haber en el mismo clan? Esperaba que dos como máximo; como fueran más, no habría nada que hacer.

Me puse en pie. El maestro vampiro estaba agazapado junto a los restos de mi coche, y no se veía a Larry por ninguna parte. Sentí la tenaza del miedo, pero después comprendí que Larry se había metido debajo del coche para que el vampiro no pudiera alcanzarlo. Si todo lo demás falla, escóndete: a los conejos les funciona ese truco.

El vampiro dobló la espalda llena de ampollas en un ángulo imposible, para tirar de Larry.

—Como no salgas, te arranco el brazo —dijo.

—Cualquiera diría que intentas sacar un gatito de debajo de la cama.

Alejandro se giró e hizo un gesto de dolor casi imperceptible. Así que estaba tocado. ¡Bieeen!

Me pareció que algo se movía a mis espaldas, y me dejé llevar por el instinto: giré, con las cruces por delante, y me encontré con dos vampiros. Una de ellos era la mujer del pelo claro. Lástima: el disparo no le había destrozado la columna. El otro podría ser su hermano. Los dos bufaron y se apartaron de los crucifijos. Menos mal que aún impresionaban a alguien.

El maestro se me acercó por atrás, pero lo oí llegar, no sé si porque las quemaduras lo hacían patoso o porque los crucifijos me ayudaban. Estaba a medio camino entre los vampiros, blandiendo las cruces a un lado y otro. Los rubios me miraban con miedo escudados tras los brazos, pero el maestro no se dejó amilanar y se me acercó rápidamente. Di un paso atrás, intentando interponer los crucifijos entre nosotros, pero me sujetó por el antebrazo izquierdo. Las cruces colgaban a unos centímetros de su piel.

Di un tirón para apartarme de él tanto como pudiera y lo golpeé en el plexo solar con todas mis fuerzas. Soltó un gemido, pero me descargó la mano contra la cara; me tambaleé y noté el sabor de la sangre. Apenas me había rozado, pero había transmitido el mensaje: si nos liábamos a hostias, yo tenía las de perder.

Aun así, lo golpeé en la garganta, y es que prefería morir de una paliza a vivir con colmillos. Dejó escapar un sonido ahogado, de sorpresa, y cerró una mano alrededor de mi puño, apretando lo justo para exhibir su fuerza, sin hacerme daño. Oh, qué machote.

Levantó los brazos y me atrajo hacia sí. Yo no quería acercarme, pero no podía hacer gran cosa por impedirlo. A no ser, por supuesto, que a los vampiros les molestaran las patadas en los huevos. El golpe en la garganta le había dolido… Le miré la cara, tan cercana que podría haberla besado, y me apoyé en él para apartar la parte inferior del cuerpo. No dejaba de tirar de mí, de modo que aproveché su impulso.

Lo golpeé de lleno, clavándole bien clavada la rodilla en la entrepierna, y él se dobló, pero no me soltó las manos. Aun así, era un comienzo y, de propina, había despejado una incógnita: los vampiros tenían huevos.

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