Circo de los Malditos (20 page)

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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

—Que no controlabas al zombi. Si yo no le hubiera dado sangre, la habría buscado por su cuenta. ¿Lo entiendes?

—Creo que no.

—Habría atacado a alguien —dije con un suspiro—. Le habría pegado un mordisco.

—Eso de que los zombis muerden a los vivos es pura superstición. Cuentos de miedo.

—¿Eso es lo que enseñan ahora en la universidad? —pregunté.

—Sí.

—Ya te prestaré unos ejemplares de
El Reanimador
, pero créeme: los zombis atacan a los vivos, y hasta pueden matarlos. Lo he visto.

—Sólo intentas asustarme.

—Prefiero que estés asustado a que hagas estupideces.

—Lo he levantado, ¿qué más se supone que tenía que hacer? —me preguntó desconcertado.

—Quiero que entiendas lo que ha estado a punto de pasar. Quiero que entiendas que este trabajo no es ningún juego, ni un truco para entretener a los amigos. Es algo muy serio y puede ser peligroso.

—De acuerdo. —Cedía con demasiada facilidad: no me había creído; sólo me seguía la corriente. Pero hay cosas que no se aprenden hasta que se sufren en carne propia. Me habría gustado poder envolver a Larry en celofán y dejarlo en un estante, a salvo y con la inocencia intacta, pero aquello no funcionaba así. Si seguía en el negocio el tiempo suficiente, ya se le saltaría el barniz, pero no era nada que se le pudiera dejar claro a nadie que, a los veinte años, ni siquiera se había visto afectado por la muerte. Esa gente no cree en el hombre del saco.

A los veinte años, yo ya creía en todo. De repente me sentí muy vieja.

Larry se sacó un paquete de tabaco del bolsillo del abrigo.

—Dime que no fumas, por favor.

—¿Tú no? —Me miró sobresaltado.

—No.

—¿Te molesta que fumen cerca de ti?

—Sí.

—Mira, me siento bastante mal y necesito un cigarro, ¿vale?

—¿Lo necesitas?

—Sí, lo necesito. —Sostenía un cigarrillo, muy blanco, entre dos dedos de la mano derecha. Ya se había guardado el paquete y había sacado un mechero. Me miró muy fijamente. Le temblaban un poco las manos.

Mierda. Había levantado tres zombis la primera noche, y yo quería convencer a Bert de que no era buena idea mandarlo a trabajar solo.

Ademas, estábamos al aire libre.

—Adelante —le dije.

—Gracias. —Encendió el cigarrillo y aspiró una profunda calada de nicotina y alquitrán. El humo le salió por la nariz y la boca como un fantasma blanquecino—. Mucho mejor.

—Mientras no fumes cuando estemos en el coche… —Me encogí de hombros.

—Vale. —Cuando aspiró, la punta del cigarrillo se iluminó con un resplandor naranja. Fijó la vista a mi espalda—. Nos reclaman.

Me volví y, en efecto, los abogados nos hacían señas. Como quien llama a la señora de la limpieza: venga a arreglar el desastre que hemos montado. Me puse en pie, y Larry me siguió.

—¿Seguro que ya estás en condiciones? —le pregunté.

—No podría reanimar ni a una hormiga, pero creo que podré mirarte trabajar.

Estaba ojeroso y demacrado, pero si quería hacerse el machote, ¿quién era yo para impedírselo?

—De acuerdo, vamos allá.

Saqué la sal del maletero. Los pertrechos para levantar zombis son perfectamente legales. Supongo que el machete que usaba para decapitar a los gallos se podría catalogar como arma, pero todo lo demás se consideraba inofensivo. Una muestra de cuánto sabían de mi oficio los leguleyos.

El aspecto de Andrew Doughal había mejorado mucho. Aún estaba un poco cerúleo, pero tenía una expresión seria, preocupada, viva. Se pasó una mano por la elegante solapa de la chaqueta y me miró de arriba abajo, no sólo porque era más alto que yo, sino porque lo suyo eran los aires de superioridad. Los hay con talento para la altanería.

—¿Sabe qué esta ocurriendo, señor Doughal? —le pregunté.

—Me voy a casa con mi mujer —dijo bajando la vista a lo largo de su afilada nariz de patricio.

Suspiré. Me daban mucha grima los zombis que no se daban cuenta de que estaban muertos. Tenían un comportamiento tan humano…

—¿Sabe por qué estamos en un cementerio?

—¿Qué pasa? —preguntó un abogado.

—Se le ha olvidado que está muerto —contesté en voz baja.

El zombi seguía mirándome con su expresión de perfecta arrogancia. En vida debía de haber sido insoportable, pero hasta los hijoputas dan algo de pena de vez en cuando.

—¿A qué vienen esas necedades? —dijo—. Está desvariando.

—¿Me puede explicar qué hacemos en un cementerio? —le pregunté.

—A usted no tengo nada que explicarle.

—¿Recuerda cómo ha venido?

—En coche, por supuesto. —Un deje de incertidumbre le empañó ligeramente la voz.

—Eso es lo que supone, porque la verdad es que no recuerda haber venido en coche al cementerio, ¿verdad?

—Pues, pues… —Miró a su mujer y a sus hijos, que se dirigían hacia los coches sin mirar atrás. Estaba muerto y ya no había vuelta de hoja, aunque era raro que una familia lo aceptara y se marchara sin más. Los parientes solían mostrarse horrorizados, entristecidos y a veces incluso asqueados, pero nunca indiferentes. Los Doughal tenían su testamento y se largaban. Ya tenemos la herencia; que papá se las componga para volver a la tumba.

—¿Emily? —llamó. La viuda titubeó y se envaró, pero uno de sus hijos la cogió del brazo y la condujo hacia los coches. ¿Estaría avergonzada, o asustada?— ¡Quiero volver a casa! —La arrogancia había desaparecido y sólo quedaba un miedo visceral, el deseo desesperado de no creerme. Si se sentía tan vivo, ¿cómo podía estar muerto?

—Lo siento, Andrew —dijo la mujer volviendo un segundo la cabeza. Sus hijos la arrastraron al interior del coche más cercano. Se escabullían a tal velocidad que cualquiera diría que acababan de atracar un banco y tenían que salir por patas.

Los abogados y los testigos se alejaban tan deprisa como podían, dentro de los límites del decoro. Habían terminado con su trabajo y ya no tenían nada más que hacer con el cadáver; el problema era que el cadáver los miraba como un niño al que estuvieran abandonando.

Ya podía haber seguido comportándose como un impresentable.

—¿Por qué me dejáis? —preguntó.

—Murió hace casi una semana, señor Doughal.

—Eso es mentira.

—Es cierto. —Larry se colocó a mi lado—. Yo mismo lo he levantado de la tumba.

Nos miró a uno y a otro. Empezaba a quedarse sin justificaciones.

—No me siento muerto.

—Confíe en nosotros, señor Doughal: está muerto —le dije.

—¿Me dolerá?

Muchos zombis hacían esa pregunta ante la perspectiva de volver a la tumba.

—No, señor Doughal, no le dolerá, se lo prometo.

Respiró profundamente, algo tembloroso, y asintió.

—¿Estoy verdaderamente muerto, del todo? —preguntó.

—Sí.

—Entonces devuélvanme a la tierra, por favor. —Había recuperado el aplomo. Era una pesadilla enfrentarse a un zombi que se negaba a aceptar su condición. Aun así era posible devolverlos, pero sus familiares tenían que sujetarlos a la tumba mientras gritaban y se debatían. Sólo me había pasado dos veces, pero tenía el recuerdo de las dos grabado a fuego. Hay recuerdos que no se difuminan con el tiempo.

Le eché un puñado sal en el pecho; resonó como una lluvia de granizo contra un tejado.

—Con la sal te consigno a la tumba. —Cogí el cuchillo ensangrentado y limpié los restos de sangre en sus labios. No se apartó; me creía—. Con sangre y acero te consigno a la tumba, Andrew Doughal. Descansa y no vuelvas a caminar.

El zombi se tumbó en el montículo de flores, que lo engulló como las arenas movedizas. Así de fácil: había vuelto a la tierra.

El cementerio estaba desierto. Sólo se oían el silbido del viento en las copas de los árboles y el canto melancólico de los últimos grillos de la temporada. En
La telaraña de Charlotte
, los grillos cantan: «El verano termina, se va; el verano está muriendo». Morirían con la primera helada; eran como Chicken Little, que le decía a todo el mundo que se estaba cayendo el cielo, con la diferencia de que los grillos tenían razón.

De repente se quedaron mudos, como si los hubieran apagado con un interruptor. Contuve la respiración y escuché atentamente. Sólo se oía el viento, y sin embargo… Tenía los hombros tan tensos que me dolían.

—¿Larry?

—¿Qué? —Se volvió para mirarme con su cara inocente.

Tres árboles más allá, a nuestra izquierda, la silueta de un hombre se recortaba contra la luz de la luna. De reojo, capté un movimiento un poco más a la derecha. Eran varios. La oscuridad parecía llena de ojos. Había más de dos.

Me coloqué detrás de Larry para que no me vieran sacar la pistola y la oculté con la pierna.

—¿Qué pasa? —susurró alarmado. Tuvo cuidado de no ponernos en evidencia; bien por él. Empezamos a caminar hacia los coches, como si tal cosa: sus amigos y vecinos, los reanimadores, vuelven a casa para tomarse un merecido descanso tras una noche de trabajo productivo.

—Hay gente.

—¿Nos siguen a nosotros?

—Supongo que a mí.

—¿Por qué?

—No hay tiempo. Cuando te diga, sal corriendo hacia los coches.

—¿Cómo sabes que quieren hacernos algo? —Tenía los ojos muy abiertos: había visto las sombras que se nos acercaban en la oscuridad.

—¿Cómo sabes tú que no? —le pregunté.

—Tienes razón. —Respiraba agitadamente. Aún nos faltaban diez metros para llegar.

—¡Corre! —le dije.

—¿Qué? —preguntó sobresaltado.

Lo cogí del brazo y corrí hacia los coches. Seguía intentando ocultar el arma, confiando que no la hubieran visto. Larry jadeaba por el miedo, el tabaco y, probablemente, porque no hacía footing en días alternos.

Delante de los coches apareció un hombre con un revólver enorme. Le disparé con la Browning sin pararme a apuntar, al tiempo que el cañón de su arma emitía un destello. El hombre dio un salto; no estaría acostumbrado a servir de blanco. Su disparo se perdió en la oscuridad, a nuestra izquierda, y él se quedó congelado durante el segundo que tardé en apuntar y disparar de nuevo. Cayó al suelo y dejó de moverse.

—Mierda —dijo Larry entre dientes.

—¡Está armada! —gritaron a lo lejos.

—¿Dónde está Martin?

—Le ha pegado un tiro.

Supongo que Martin era el del revólver. Seguía en el suelo, pero no sabía si lo había matado, y ni siquiera estaba muy segura de que me importara, siempre que no se levantase y volviera a disparar.

Mi coche era el más cercano. Le di las llaves a Larry.

—Entra, abre la puerta del acompañante y arranca, ¿entendido?

Asintió. Las pecas resaltaban con la palidez de su cara. Confié en que no le entrara el pánico y se largara sin mí. No lo creía capaz de hacerlo por falta de consideración, pero sí por miedo.

Las sombras convergían desde todas partes. Eran una docena o más. El viento me transmitía el sonido de carreras en la hierba.

Larry pasó por encima de Martin, y yo le di una patada en la mano inerte para quitarle el revólver, un 45, que se perdió de vista debajo del coche. Si hubiera tenido tiempo, le habría comprobado el pulso; prefiero saber si he matado a alguien o no, más que nada porque luego es más fácil prestar declaración.

Larry entró en el coche y se inclinó para abrir la otra puerta. Apunté a una de las sombras que corrían y apreté el gatillo. El hombre trastabilló, cayó y se puso a gritar. Los otros titubearon; tampoco parecían demasiado acostumbrados a recibir disparos. Pobrecillos.

—¡Sal de aquí! —grité mientras entraba en el coche.

Larry arrancó salpicando grava. Salimos dando tumbos a toda hostia, con la luz de los faros saltando al compás.

—No te estrelles contra un árbol —le dije.

—Lo siento. —El coche pasó de la velocidad vertiginosa a la de agarrarse y cruzar los dedos. De momento había esquivado los árboles; ya era algo.

La vegetación y las lápidas se iluminaban a nuestro paso. Larry tomó una curva, y nos encontramos con que había un hombre plantado en mitad de la carretera, más adelante. Era Jeremy Ruebens, de la Alianza Humana, pálido y fantasmal a la luz de los faros. Si llegábamos a la curva que había detrás de él, saldríamos a la autovía y estaríamos a salvo.

El coche perdió velocidad.

—¿Qué haces? —pregunté.

—No quiero atropellarlo —dijo Larry.

—¿Cómo que no?

—¡No! —Transmitía más miedo que indignación.

—Sólo está jugando a la gallina. Se apartará.

—¿Estás segura? —Como un niño que no acaba de creerse que no hay monstruos debajo de la cama.

—Sí. Pisa a fondo y vámonos de aquí.

Aceleró. El coche saltó hacia delante, hacia la silueta envarada de Jeremy Ruebens.

—No se aparta —dijo Larry.

—Por ahora.

—¿Seguro?

—Que sí.

—Espero que tengas razón —susurró. Me miró de reojo y volvió a concentrarse en la carretera.

Cuando estábamos a punto de darle, Jeremy Ruebens se lanzó a la cuneta. Oímos el roce de su abrigo contra la carrocería. Por los pelos.

Larry aceleró, dobló la curva y enfiló el último tramo. Salimos a la autopista con un rechinar de neumáticos y una lluvia de grava, pero lo habíamos conseguido: estábamos fuera del cementerio. Di gracias al cielo.

El niñato tenía los nudillos blancos, pero seguía aferrando el volante.

—Ya puedes relajarte —le dije—. Estamos a salvo.

Tragó saliva con tanta fuerza que lo oí, y después asintió. El coche fue acercándose gradualmente al límite de velocidad. Tenía la cara bañada en sudor, y no precisamente porque estuviera acalorado.

—¿Cómo te encuentras? —le pregunté.

—No lo sé. —Parecía ausente. Estaba en shock.

—Lo has hecho muy bien.

—Creía que iba a atropellarlo. Creía que iba a matarlo con el coche.

—Él también lo creía: por eso se ha apartado.

—¿Y si no?

—Ya ves que sí.

—Pero ¿y si…?

—Pues le habríamos pasado por encima y estaríamos donde estamos: a salvo en la carretera.

—Me habrías dejado atropellarlo, ¿verdad?

—Lo importante es sobrevivir, Larry. Si no puedes con ello, búscate otro trabajo.

—A los reanimadores no les pegan tiros.

—Esos tipos eran de la Alianza Humana, una asociación de fanáticos ultraderechistas que odian cualquier cosa que tenga que ver con lo sobrenatural. —No le comenté que Jeremy Ruebens había ido a verme; no le pasaría nada por no saberlo.

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