Circo de los Malditos (32 page)

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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

Los pasos sonaban muy cerca, y sentía un cuerpo al lado. Abrí los ojos, pero era como estar dentro de una bola de ebonita. Aun así, sabía que había alguien junto a mí, de pie. Apunté adonde supuse que estaría el estómago o la parte inferior del pecho y disparé sin incorporarme.

Los relámpagos azules iluminaron a Morenazo, que se derrumbó. Lo oí caer por el borde de la repisa, y todo volvió a ser silencio y oscuridad.

Unas manos me sujetaron por los antebrazos, sin que yo hubiera oído nada. Era Alejandro. Grité mientras él tiraba de mí para levantarme.

—Tu pistolita no puede dañarme —dijo en voz baja, muy cerca. No me había desarmado; le daba igual. Error—. A Melanie le he ofrecido la libertad cuando mueran Oliver y el amo de la ciudad. A ti te ofrezco la vida y la juventud eternas.

—Me pusiste la primera marca.

—Y hoy te pondré la segunda. —Su voz era normal comparada con la de Jean-Claude, pero la oscuridad y el contacto de sus manos hacían que las palabras resultaran más íntimas de lo normal.

—¿Y si no quiero ser tu sierva humana?

—Te haré mía de todas formas, y con eso le asestaré un golpe a tu amo: perderá seguidores y confianza. Y te aseguro que serás mía, Anita. Si te unes a mí voluntariamente, será placentero; si te resistes, será doloroso.

Guiada por su voz, le encañoné la garganta. Si le partía la columna, tal vez lo matara y todo, por mucho que tuviera más de mil años. Tal vez. Por favor, Dios mío…

Apreté el gatillo, y la bala le dio en el cuello. Se echó hacia atrás, pero no me soltó los brazos. Le pegué dos tiros más en el cuello y otro en la mandíbula, y por fin me lanzó lejos de sí, gritando.

Caí de espaldas al agua helada.

Una linterna horadó la oscuridad, y vi a Rubito. Un blanco perfecto. Disparé y la luz se apagó, pero no se oyó ningún grito. Había fallado por apresurarme. Mierda.

No podía bajar a oscuras de la plataforma de roca; me caería y me rompería una pierna. Así que para huir tendría que adentrarme más en la caverna, si lo conseguía.

Alejandro continuaba soltando gritos coléricos e inarticulados, que retumbaban en las paredes. Además de ciega, estaba sorda.

Gateé por el agua hasta apoyar la espalda en una pared. Puesto que no los oía, quizá ellos tampoco me oyeran a mí.

—Quitadle la pistola —dijo la lamia. Se había desplazado; al parecer, estaba junto al vampiro herido.

Esperé indicios de que se me acercaban. Un soplo de aire frío me rozó la cara, pero no eran ellos. ¿Estaría cerca de la abertura que se internaba en la cueva? ¿Podría escabullirme? ¿A oscuras, sin saber si había hoyos o estanques suficientemente profundos para ahogarse? No parecía buena idea. Igual conseguía matarlos a todos. Sí, ya.

Superpuesto al eco de los gritos de Alejandro me llegaba un sonido sibilante y agudo, como el siseo de una serpiente gigante. La lamia estaba cambiando de forma. Tenía que largarme antes de que terminara. También me llegó otro sonido, como de salpicaduras. Miré hacia arriba y no había nada que ver, sólo oscuridad.

No sabía qué estaba ocurriendo, pero el sonido se repitió; apunté y apreté el gatillo. El resplandor del disparo alumbró la cara de Ronald. Se había quitado las gafas y tenía los ojos amarillos, con pupilas verticales. Disparé dos veces más; gritó y vi que tenía colmillos. Virgen santa, ¿qué era aquello?

Fuera lo que fuera, cayó de espaldas. Lo oí golpear el agua con un estrépito excesivo para el estanque poco profundo, y no pareció que siguiera moviéndose. ¿Estaría muerto?

Alejandro había dejado de gritar. ¿Estaría muerto también? ¿Estaría acercándose en silencio? ¿Lo tendría casi encima? Sostuve la pistola firmemente e intenté percibir algo, lo que fuera.

Algo pesado se arrastraba por la roca. Se me encogió el estómago. La lamia. Mierda.

Decidido. Doblé la esquina a tientas, pasé la abertura y avancé a tres patas, sin soltar la pistola. No quería correr si no era necesario; podría partirme la crisma con una estalactita o caer a un pozo sin fondo. Bueno, fondo tendría, pero si estaba a diez metros, sólo me serviría para estamparme.

Tenía la ropa y las zapatillas empapadas de agua helada, y la roca estaba resbaladiza al tacto. Me arrastraba tan deprisa como podía, buscando con la mano cualquier peligro, ya que los ojos no servían.

El sonido de algo pesado que avanzaba a rastras llenaba la oscuridad. Melanie había cambiado. ¿Cuál de las dos sería más rápida en la roca escurridiza? ¿Ella, con sus escamas, o yo? El impulso de levantarme y correr tan deprisa como pudiera me tensaba todo el cuerpo.

Un chapoteo anunció que había llegado al agua. Estaba segura de que ella reptaría más deprisa que yo, y si me echaba a correr… Sí, podría caerme o darme un golpe, pero siempre era mejor que la alternativa: que me pillara la lamia mientras me arrastraba como un ratón por la roca fría.

Me puse en pie y me eché a correr, con la mano izquierda extendida delante de la cara y dejando el resto al azar. No veía tres en un burro. Corría a toda velocidad, ciega como un topo, con un nudo en la garganta por la perspectiva de que el suelo se abriera bajo mis pies.

El sonido de las escamas se atenuaba. La estaba dejando atrás. ¡Bieeen!

Un saliente de roca me golpeó el hombro derecho, y reboté hacia la pared opuesta. Se me embotó el brazo hasta los dedos, y dejé caer la pistola. Quedaban tres balas, pero eran mejor que nada. Me apoyé en la pared sujetándome el brazo, esperando a recuperar la sensación, preguntándome si conseguiría encontrar la pistola a tientas y si me daría tiempo.

Apareció una luz en la boca del túnel. Rubito se acercaba, corriendo un riesgo considerable. Si tuviera la pistola… Pero no la tenía. Podría haberme roto el brazo, pero ya empezaba a recuperarse. Notaba un dolor sordo en el sitio donde me había golpeado y una lluvia de brasas en el resto del brazo. Necesitaba una linterna. ¿Y si me escondía y se la quitaba a Rubito? Tenía dos cuchillos y, que yo supiera, él no llevaba armas. No era tan descabellado.

La luz avanzaba lentamente, barriendo el pasillo de lado a lado. Quizá tuviera tiempo. Me puse en pie y palpé el saliente que había estado a punto de costarme el brazo. Detrás había una abertura, y noté una corriente de aire frío en la cara. Era un túnel estrecho que me quedaba a la altura de los hombros, con lo que a él le quedaría más abajo. Perfecto.

Apoyé las manos y tomé impulso para subirme. El brazo derecho me protestó, pero no fue grave. Me adentré en el túnel con las manos por delante, en busca de estalactitas o más salientes, pero sólo encontré un espacio reducido. Si abultara más, no habría cabido. Ser un retaco tiene sus ventajas.

Desenfundé un cuchillo y lo cogí con la mano izquierda. La derecha me temblaba. Con ella lo manejaba mejor, evidentemente, pero había practicado con las dos, sobre todo desde que un vampiro me rompió el brazo derecho y conseguí salvarme gracias al otro. No hay nada como estar al borde de la muerte para ponerse las pilas.

Me acurruqué en el túnel con el cuchillo preparado y usé la mano derecha para estabilizarme. Sólo tendría una oportunidad. No me hacía ilusiones respecto a mis posibilidades contra un musculitos que me sacaba al menos cincuenta kilos. Si no daba cuenta de él a la primera, me mataría de una paliza o me entregaría a la lamia. Prefería lo primero.

Esperé en la oscuridad dispuesta a rebanar gargantas. No queda muy bien así, pensado en frió, pero era lo que tocaba, ¿no?

Se acercaba. La luz del lápiz linterna me parecía deslumbrante después de tanta oscuridad. Si iluminaba mi escondrijo antes de alcanzarlo, estaba perdida. O si pasaba pegado a la pared izquierda del túnel y no por debajo de mí… Basta. La luz estaba casi a mi altura. Oí los pasos en el agua, acercándose. Se apoyaba en el lado derecho del túnel, tal como yo quería.

Su pelo claro apareció a la altura de mis rodillas. Me adelanté; él se giró y abrió la boca, sorprendido, mientras la hoja se le hundía en el cuello hasta dar con la columna. Otro que tenía colmillos. Le cogí el pelo con la mano derecha para echarle la cabeza hacia atrás y saqué el cuchillo por la garganta, acompañado de un chorro de sangre e incredulidad que me pringó toda la mano.

Cayó al suelo con un fuerte
chof
; yo salté y aterricé junto al cadáver. La linterna se había caído al agua, pero seguía encendida. La pesqué y encontré la Browning, casi al lado de la mano de Rubito. Se había mojado, pero daba igual: casi todas las armas modernas disparaban sin problemas incluso en inmersión.

La sangre oscurecía el riatillo. Alumbré la entrada del túnel y vi a la lamia, que se acercaba. El pelo negro le caía por el torso pálido, y tenía unos pechos erguidos y prominentes, con pezones rojizos. De cintura para abajo era de un color marfileño, con anillas más oscuras en zigzag. Las escamas del abdomen, grandes y alargadas, eran blancas con motas negras. Se incorporó sobre la larga cola y sacó la lengua bífida, que se agitó amenazadora.

Alejandro iba tras ella, cubierto de sangre pero en pie y en marcha. Quería gritarle «¿Por qué no te mueres?», pero no serviría de nada. Quizá estuviera perdida.

La lamia seguía arrastrándose por el túnel. Las balas habían matado a sus chicos con colmillos y a Ronald, el de los ojos serpentinos. Aún no las había probado con ella, pero ¿qué tenía que perder?

Alumbré su pecho pálido y apunté.

—Soy inmortal. No puedes hacerme nada con eso.

—Acércate un poco más y lo comprobamos.

Se deslizó hacia mí, balanceando los brazos como si estuviera andando, aunque sólo se impulsaba con los músculos de la cola. Curiosamente, no quedaba raro.

Alejandro se quedó apoyado en la pared. Así que lo había ablandado. Bien por mí.

Esperé hasta que tuve a Melanie a tres metros: bastante cerca para acertar y bastante lejos para salir por patas si no funcionaba.

La primera bala la alcanzó un poco más arriba del pecho izquierdo. Se tambaleó ligeramente, pero la herida se cerró como si tuviera la piel líquida, y no quedó ni rastro. Sonrió.

Levanté un poco el arma y le pegué un tiro justo encima del puente de aquella nariz perfecta. Volvió a tambalearse, pero ni siquiera sangró; se curó en el acto. Las balas normales tenían un efecto parecido en los vampiros.

Enfundé la pistola, di la vuelta y salí corriendo.

A un lado del túnel había una grieta. Tendría que quitarme la cazadora para pasar por allí. Lo último que me apetecía era quedarme encajada a merced de la lamia, de modo que seguí adelante.

La extensión que tenía delante era lisa y recta. Había varios salientes, algunos de los cuales daban paso a agujeros, pero la idea de arrastrarme mientras me perseguía una serpiente no me parecía muy prometedora.

Corriendo era más rápida que ella; los ofidios, por grandes que sean, son bastante lentos. Mientras no se me acabara el túnel, no sería grave. Cómo me habría gustado creérmelo.

El agua me llegaba por los tobillos, y estaba tan fría que casi no sentía los pies. Menos mal que estaba haciendo ejercicio, concentrada en correr e intentando no caer ni pensar en lo que tenía detrás. Lo que no sabía era si encontraría otra salida. Si no podía matarlos y tampoco podía salir sin retroceder, lo tenía crudo.

Seguí corriendo. Corría seis kilómetros tres veces por semana, imprevistos aparte. Podía continuar. Además, ¿qué opción me quedaba?

El agua llenaba el túnel y cada vez era más profunda. Ya me llegaba por las rodillas, y me frenaba. ¿La lamia avanzaría por el agua más deprisa que yo? Ni idea. Ni la más remota idea.

Noté una corriente de aire en la espalda. Me volví, pero no vi nada. Era un aire cálido que olía ligeramente a flores. ¿Sería la lamia? ¿Tendría otras formas de atraparme, además de seguirme? No: las lamias sólo podían engañar los sentidos de los hombres. Las mujeres estábamos a salvo.

El viento me rozó la cara, templado y fragante, cargado de un aroma intenso parecido al de las raíces recién arrancadas. ¿Qué era aquello?

—Anita.

Giré en redondo, pero no había nadie. La linterna sólo alumbró rocas y agua, y no había más sonido que el chapoteo. Sin embargo… El viento me golpeaba las mejillas, y el olor a flores era cada vez más intenso.

De repente supe qué era. Recordé un viento imposible que me había perseguido en otra ocasión por una escalera, un resplandor de fuego azul que recordaba unos ojos flotantes. La segunda marca.

La otra vez había sido distinto, sin olor a flores, pero lo reconocí. Jean-Claude no había tenido necesidad de tocarme para ponerme la segunda marca; Alejandro, tampoco.

Resbalé en las piedras y caí de bruces al agua. Me incorporé como pude. Los vaqueros empapados pesaban una tonelada. Intenté seguir corriendo, pero el agua me llegaba por los muslos. Nadando iría más deprisa.

Me lancé hacia delante y me puse a dar brazadas, sin soltar la linterna. La chaqueta de cuero tiraba de mí. Me incorporé, me la quité y dejé que se la llevara la corriente. No me hacía ninguna gracia quedarme sin ella, pero si sobrevivía, podría comprarme otra.

Me alegraba de llevar una camisa de manga larga y no un jersey; hacía demasiado frío para quitarme más ropa. Nadando iba más deprisa, y el viento que me golpeaba la cara parecía ardiente en comparación con el agua.

No sé qué me hizo volverme a mirar; una sensación. Dos puntos negros flotaban hacia mí. Si el negro transmitiera calor, sería una buena forma de describirlo: dos llamas negras se me acercaban arrastradas por la brisa cálida con aroma de flores.

Frente a mí apareció una pared rocosa. El arroyo pasaba por debajo. Me sujeté a la pared y vi que la superficie dejaba sólo un par de centímetros de aire en la parte superior del canal. Parecía una buena forma de ahogarse.

Giré en el agua para alumbrar mis alrededores y vi a un lado una repisa estrecha en la que podía apoyarme y, menos mal, otro túnel. Seco, por añadidura.

Me encaramé a la repisa, pero el viento me alcanzó como una mano acogedora y segura. Era mentira.

Me volví. Las llamas negras se cernían sobre mí como luciérnagas demoniacas.

—Acéptalo, Anita.

—¡Vete a la mierda! —Apreté la espalda contra la pared, asediada por aquel viento tropical—. No, por favor —añadí con una voz que era apenas un susurro.

Las llamas descendieron lentamente. Intenté apartarlas a manotazos, pero me atravesaron como fantasmas. El olor a flores era tan empalagoso que resultaba asfixiante. Las llamas me entraron en los ojos y, durante un instante, vi el mundo a través de retazos llameantes de color y una negrura que se parecía a la luz.

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