Circo de los Malditos (28 page)

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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

Marqué el número mientras Larry esperaba en el coche. Por lo menos era discreto. Contestaron al segundo timbrazo.

—¿Eres tú, Anita?

Era mi amigo Irving Griswold, el periodista.

—¿Qué haces tú llamándome a estas horas?

—Jean-Claude quiere verte enseguida —dijo apremiante e inseguro.

—¿Y por qué me das tú el recado? —Me temía que no me iba a gustar la respuesta.

—Porque soy hombre lobo.

—¿Qué tiene que ver?

—¿No lo sabes? —preguntó sorprendido.

—Que si no sé, ¿qué? —Me estaba impacientando. ¿Había dicho que odio las adivinanzas?

—El animal al que convoca es el lobo.

Aquello explicaba lo de Stephen Hombrelobo y lo de la mulata.

—¿Por qué no estabas la otra noche? ¿Te había aflojado la correa?

—No te pases.

Tenía razón. Me estaba pasando.

—Perdona. Es que me siento culpable por haberos presentado.

—Quería entrevistar al amo de los vampiros de la ciudad y lo conseguí.

—¿Valía el precio que estás pagando?

—Sin comentarios.

—Eh, que eso me toca decirlo a mí —protesté. Se echó a reír.

—¿Puedes venir al Circo de los Malditos? Jean-Claude tiene información sobre el maestro vampiro que te atacó.

—¿Alejandro?

—Ese mismo.

—Vamos para allá, pero de aquí a que lleguemos a la Orilla estará a punto de amanecer.

—¿Con quién vienes?

—Con un chico nuevo al que estoy formando. Vamos en su coche. Dile a Jean-Claude que esta noche no quiero cosas raras.

—Díselo tú misma.

—Nenaza.

—Pues sí. Hasta ahora. Date prisa.

—Hasta ahora.

Me quedé unos segundos con el auricular en la mano y luego colgué. Irving era una criatura de Jean-Claude: podía convocar a los lobos, igual que Oliver a las serpientes y Nikolaos a las ratas y los hombres rata. Todos eran monstruos, aunque vinieran en sabores distintos.

—Querías más experiencias con vampiros, ¿no? —le dije a Larry cuando volví al coche. Me puse el cinturón.

—Claro.

—Pues estás de suerte.

—¿Qué quieres decir?

—Te lo explicaré mientras conduces. No tenemos mucho tiempo.

Larry puso el coche en marcha y salió del aparcamiento. La débil luz del salpicadero iluminaba su semblante ansioso. Ansioso y muy, muy joven.

TREINTA Y CUATRO

El Circo de los Malditos ya había cerrado por aquel día, ¿o debería decir por aquella noche? Cuando aparcamos frente al almacén no había amanecido, pero empezaba a clarear por el este. Una hora antes nos habría costado encontrar aparcamiento cerca del Circo, pero los turistas se marchan cuando los vampiros se recogen.

Miré a Larry. Tenía la cara llena de sangre seca, como yo. Hasta entonces no había caído en que deberíamos limpiarnos, pero miré el horizonte y sacudí la cabeza: no teníamos tiempo; se acercaba la aurora.

Los payasos colmilludos seguían encendidos, dando vueltas en la azotea, pero parecían cansados. Aunque igual la cansada era yo.

—Sigue mis instrucciones al pie de la letra —le dije a Larry—. No olvides en ningún momento que son monstruos, por muy humanos que parezcan. No te quites el crucifijo, no permitas que te toquen y no los mires a los ojos.

—Eso ya lo he estudiado. Hice dos semestres de vampirología.

—Olvídate de las clases. —Sacudí la cabeza—. Esto es la realidad; aunque te sepas la teoría, no creas que estás preparado.

—Teníamos seminarios con vampiros.

Suspiré, pero lo dejé estar. Tendría que aprenderlo por sí mismo, como todos. Como lo había aprendido yo.

El portón estaba cerrado. Llamé y, al cabo de un momento, se abrió una puerta. Era Irving, muy serio. Tenía el aspecto de un querubín mofletudo, con unos matojos de pelo suave y ondulado encima de las orejas y una calva en la coronilla.

Se quedó mirándonos un poco sorprendido cuando entramos: con luz, la sangre parecía lo que era.

—¿Qué habéis estado haciendo? —preguntó.

—Levantar muertos.

—¿Es el reanimador nuevo?

—Larry Kirkland, Irving Griswold. Irving es periodista, así que puede usar en tu contra todo lo que digas.

—Eh, Blake, confiesa que nunca he publicado nada que me dijeras sin tener tu permiso.

—Lo confieso.

—Te espera abajo —dijo Irving.

—¿Abajo?

—Amanecerá dentro de poco, y tiene que estar bajo tierra.

—Ah, claro. —Aparenté naturalidad, pero se me hizo un nudo en la garganta. No había bajado al sótano del Circo desde que maté a Nikolaos. Aquel día hubo muchas muertes y corrió mucha sangre, mía y de otros.

Irving nos guió entre las casetas, silenciosas y escasamente iluminadas. Estaban todas cerradas, y los animales disecados, tapados con mantas. Quedaban efluvios de perritos calientes y algodón dulce, como un fantasma cansino del olor que impregnaba el Circo cuando estaba en marcha.

Pasamos junto a la casa encantada. Desde el tejado, la bruja de tamaño natural nos miraba en silencio con sus ojos saltones. Era verde y tenía una verruga en la nariz, aunque todas las brujas que conozco son bastante más normales. Desde luego, no son nada verdosas y, si tenían verrugas, se las han extirpado.

A continuación estaba el laberinto de espejos, y más allá se cernía la noria apagada que lo dominaba todo.

—Presiento ser aquel / que cruza solitario / de fiesta un escenario. / Bajo teas prescitas / y guirnaldas marchitas, / no queda sino él —murmuré.

—Thomas Moore —dijo Irving, volviéndose a mirarme—. «Oft in the Stilly Night».

—Ni pajolera idea del título —confesé—. Supongo que será ese.

—Me licencié en periodismo y en filología.

—Dios mío, un reportero con conocimientos literarios.

—Y muy culto. —Sonaba ofendido, pero sabía que era una farsa. Me alivió que Irving bromeara: era su comportamiento normal. Aquella noche necesitaba tanta normalidad como pudiera conseguir.

Estaba a punto de amanecer. ¿Qué era lo peor que podía pasar con Jean-Claude en tan poco tiempo? Mejor no averiguarlo.

Llegamos a una puerta de madera, muy sólida, con un cartel que ponía
SÓLO PERSONAL AUTORIZADO
. Por una vez me habría gustado no tener autorización.

Al otro lado había un almacén pequeño, con una bombilla desnuda que colgaba del techo y otra puerta que daba a las escaleras. Eran tan anchas que casi cabíamos los tres juntos, pero Irving iba delante, como si siguiéramos necesitando guía, como si pudiéramos hacer otra cosa que ir hacia abajo. Esperaba que no fuera metafórico.

Justo antes de llegar a un recodo noté un roce de tela, una sensación de movimiento. Saqué la pistola, sin pensar. Lo que hace la práctica.

—No la necesitas —dijo Irving.

—Porque tú lo digas.

—Creía que el amo era amigo tuyo —dijo Larry.

—Los vampiros no tienen amigos.

—¿Y los profesores de instituto? —Richard Zeeman apareció por el recodo. Llevaba un jersey verde oliva, con un bosque entretejido en mostaza y marrón, que le llegaba casi por las rodillas. Si me lo pusiera yo, parecería un vestido largo. Tenía las mangas arremangadas. Unos vaqueros y las deportivas blancas de la otra vez completaban su atuendo—. Jean-Claude me ha enviado a esperarte.

—¿Por qué?

—Parecía nervioso —dijo encogiéndose de hombros— y no se lo he preguntado.

—Chico listo.

—Vamos —dijo Irving.

—Tú también pareces nervioso.

—Si me llama, obedezco. Soy su animal —dijo. Le llevé la mano al hombro, pero se apartó—. Creía que podía actuar como un ser humano, pero me ha demostrado que no lo soy.

—No permitas que te haga eso.

—No puedo evitarlo —dijo con los ojos anegados.

—Será mejor que sigamos —dijo Richard—. Va a amanecer muy pronto. —Le lancé una mirada asesina, pero se encogió de hombros—. Sabes que no es conveniente hacerlo esperar.

Asentí. Lo sabía.

—Tienes razón. No tenía derecho a tomarla contigo.

—Gracias.

—Vamos allá.

—Puedes guardar la pistola.

Me quedé mirando la Browning. Me gustaba tenerla en la mano; como objeto reconfortante, le daba veinte vueltas a un osito de peluche. Pero la guardé; siempre podría volver a sacarla.

Al final de las escaleras había otra puerta, más pequeña y rematada en arco, con una robusta cerradura de hierro. Irving sacó una gran llave negra y la introdujo en el cerrojo, que se abrió a la primera: lo mantenían bien aceitado. De modo que Irving era depositario de la llave del sótano, nada menos. ¿Hasta dónde estaría metido? Y ¿cómo podía sacarlo?

—Un momento —dije. Todos se volvieron hacia mí. Perfecto: era el centro de atención—. No quiero que Larry conozca al amo, ni que sepa quién es.

—Anita… —empezó Larry.

—No. Ya me han atacado dos veces para sacarme esa información y es mejor que no la tengas si no hace falta. Y no la hace.

—No hace falta que me protejas.

—Hazle caso —dijo Irving—. A mí me aconsejó que me mantuviera apartado del amo, y le dije que podría apañármelas. No sabes hasta qué punto metí la pata.

—Sé cuidarme —dijo Larry. Se cruzó de brazos y puso cara de determinación.

—Irving, Richard, quiero que me prometáis que lo mantendréis a salvo. Cuanto menos sepa, mejor para él.

Los dos asintieron.

—¿Es que mi opinión no le interesa a nadie? —preguntó Larry.

—No —contesté.

—Joder, que no soy un niño.

—Dejad las peleas para luego —dijo Irving—. El amo espera.

Larry fue a decir algo, pero lo detuve levantando la mano.

—Primera lección: no hagas esperar a un maestro vampiro nervioso.

Volvió a abrir la boca para protestar, pero se lo pensó mejor.

—De acuerdo. Luego lo hablamos —rezongó.

No me apetecía un pelo tener una discusión con Larry sobre si me pasaba de protectora con él, aunque sería infinitamente mejor que lo que había al otro lado de la puerta. Yo lo sabía. Él no, pero si se empeñaba en aprenderlo, yo no podría evitarlo.

TREINTA Y CINCO

El techo se perdía en la oscuridad, pero el recinto estaba delimitado por cortinones de material sedoso, que caían hasta el suelo en franjas de blanco y negro. Una mesita de cristal y madera oscura ocupaba el centro, flanqueada por un grupo de sillas minimalistas, negras con remates plateados. El único adorno era un jarrón negro con un ramo de azucenas blancas. La estancia parecía a medio decorar y faltaban cuadros, pero ¿cómo iban a clavar clavos en una pared de tela? Seguro que a Jean-Claude se le ocurriría algo.

Sabía que la sala era mucho más grande, casi una caverna con gruesas paredes de piedra, pero el techo alto era lo único que me daba alguna pista. Hasta había una moqueta negra, suave y mullida.

Jean-Claude estaba estirado en una silla, con los tobillos cruzados y las manos entrelazadas sobre el estómago. Llevaba una camisa blanca de corte normal, aunque con la parte delantera transparente. La línea de los botones, los puños y el cuello eran opacos, pero el resto, de muselina, dejaba ver el pecho. La quemadura en forma de cruz, de un tono oscuro, resaltaba en la piel pálida.

Marguerite estaba sentada a sus pies y le apoyaba la cabeza en la rodilla, como un perro obediente. Llevaba un pantalón de chándal rosa que, junto con el pelo rubio, parecía fuera de lugar en aquella habitación blanca y negra.

—Veo que has cambiado la decoración.

—Bueno, lo básico.

—Estoy lista para ver al amo de la ciudad —anuncié. Jean-Claude me interrogó con la mirada—. No quiero que mi nuevo compañero lo conozca; ahora mismo es peligroso saber quién es.

Jean-Claude se quedó mirándome mientras acariciaba con gesto ausente el pelo de Marguerite. ¿Dónde estaría Yasmín? Probablemente en un ataúd, esperando tranquilamente la llegada del amanecer.

—Ven conmigo —dijo al cabo de un momento—. Te llevaré con… el amo. —Hablaba con naturalidad, pero percibí un trasfondo jocoso. No era la primera vez que me encontraba graciosa, y probablemente no sería la última.

Se levantó con un movimiento fluido, y Marguerite quedó arrodillada junto a la silla vacía, con gesto contrariado. Le sonreí y me gané una mirada de odio. Sé que picarla era una infantilada, pero lo encontraba gratificante. ¿O es que no tengo derecho a tener pasatiempos?

Jean-Claude apartó las cortinas y reveló la oscuridad. Entonces me di cuenta de que la habitación tenía iluminación indirecta; más allá se veía únicamente el resplandor de las antorchas. Era como si la tela contuviera el mundo moderno, con sus comodidades. Detrás campaban la piedra, el fuego y los secretos que era mejor susurrar a oscuras.

—¿Anita? —Era la voz de Larry. Me volví y vi en su cara la incertidumbre, tal vez mezclada con miedo. Pero yo me llevaba al personaje más temible: ni Irving ni Richard le harían nada malo, y no creía que Marguerite representara una amenaza sin Yasmín para azuzarla.

—Quédate ahí, por favor. Volveré en cuanto pueda.

—Ten cuidado —me dijo.

—Siempre lo tengo. —Sonreí.

—Sí, claro.

Jean-Claude me indicó con un gesto que avanzara, y seguí la dirección de su mano pálida. La cortina cayó a nuestras espaldas, y la oscuridad se cerró a nuestro alrededor como un puño. En la pared más alejada había antorchas encendidas, pero no alumbraban una mierda.

—Vamos a alejarnos para que tu compañero no nos oiga —susurró Jean-Claude internándose en la oscuridad. Su voz incidió en las cortinas como una ráfaga de viento.

El corazón me latía desbocado. ¿Cómo demonios había hecho eso?

—Guárdate el teatro para alguien a quien puedas impresionar.

—Disimula cuanto quieras,
ma petite
, pero noto el sabor de tu pulso. —Con la última palabra me recorrió la piel como si me hubiera pasado los labios por la nuca. Se me puso la carne de gallina.

—Si quieres seguir con estas chorradas hasta que amanezca, allá tú, pero Irving me ha dicho que tienes información sobre el maestro vampiro que me atacó. ¿Es cierto, o era otra mentira?

—No te he mentido nunca,
ma petite
.

—Anda ya.

—Mentira y omisión son conceptos diferentes.

—Lo serán para quien los emplea.

Asintió, dando el tema por zanjado.

—¿Nos sentamos junto a esa pared? —propuso—. Si hablamos ahí no podrán oírnos.

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