Circo de los Malditos (27 page)

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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

—A mí no suele perseguirme tanta gente como a ti.

—Suerte que tienes.

—Y lo que me alegro. —Colgó.

Teníamos una pista y quizá una pauta, aunque el ataque contra mí no encajaba. A mí me habían atacado para dar con Jean-Claude. Parecía que todos querían quitarle el trabajo, y el problema era que no podía dimitir. Para que hubiera un nuevo amo tenía que morir el anterior. Me gustaba el planteamiento de Oliver y estaba de acuerdo con él, pero ¿sería capaz de sacrificar a Jean-Claude en aras del sentido común?

Pues no lo sabía.

TREINTA Y DOS

Bert tenía un despacho pequeño de paredes azul claro. Le parecía que relajaba a los clientes. A mí me resultaba frío, pero en eso se parecía a su ocupante. Bert medía uno noventa, y tenía las espaldas y la constitución que correspondían a un antiguo jugador de fútbol universitario. También tenía la barriga que correspondía a alguien que comía mucho y hacía poco ejercicio, pero los trajes de setecientos dólares se la disimulaban bastante bien. Por ese precio ya podían disimular el Taj Majal.

Su piel bronceada contrastaba con unos ojos grises y un pelo tan rubio que casi parecía blanco, cortado a cepillo.

Estaba sentada frente a él, con ropa de trabajo: falda roja, chaqueta a juego y una blusa de un granate tan oscuro que me había obligado a maquillarme un poco para no parecer un fantasma. La chaqueta estaba cortada a medida para que no se notara la sobaquera.

Larry estaba a mi lado, con un traje azul, una camisa blanca y una corbata bitono a juego con el traje. La piel que le rodeaba los puntos había florecido en una magulladura multicolor que le cruzaba la frente, y el flequillo no conseguía ocultársela. Parecía que le hubieran dado un golpe con un bate de béisbol.

—Podían haberlo matado por tu culpa —le dije a Bert.

—No corrió ningún peligro hasta que apareciste tú. Los vampiros te perseguían a ti, no a él. —En eso tenía razón, por poco que me gustara.

—Intentó levantar tres zombis en una noche.

—¿No eres capaz? —preguntó Bert con un brillo de frialdad en los ojos.

—Casi. —El chaval tuvo el detalle de mostrarse avergonzado.

—¿Qué significa eso? —preguntó Bert frunciendo el ceño.

—Que levantó el tercero pero perdió el control —contesté por él—. Si yo no hubiese intervenido, el zombi se habría descontrolado.

—¿Es cierto, Larry? —Bert se apoyó en la mesa, con las manos entrelazadas y una mirada muy seria.

—Me temo que sí, señor Vaughn.

—Eso podría haber tenido consecuencias muy graves. ¿Lo entiendes?

—¿Graves? Habría sido un puto desastre. El zombi podría haberse comido a uno de nuestros clientes.

—Tampoco hace falta asustar al chico, Anita.

—¿Cómo que no? —Me puse en pie.

—Si no hubieras llegado tarde, él no habría intentado levantar el último zombi.

—No, Bert. No cuela eso de que fue culpa mía. Fuiste tú quien lo mandó a trabajar solo el primer día.

—Y se las arregló muy bien.

—Es estudiante y tiene veinte años. —Contuve el impulso de gritar; habría sido contraproducente—. Es un puto trabajo de prácticas. ¿Y si lo hubieran matado?

—¿Puedo intervenir? —dijo Larry.

—No —dije.

—Por supuesto —dijo Bert.

—Soy mayorcito y sé cuidarme.

Quería discutírselo, pero mirando el candor de aquellos ojos azules fui incapaz de llevarle la contraria. Era un niñato. Recuerdo que a su edad creía que me las sabía todas; tardé una buena temporada en darme cuenta de que no tenía ni idea. Y seguía esperando aprender más cosas antes de los treinta, aunque ahí ya no las tenía todas conmigo.

—¿Cuántos años tenías cuando te contraté? —preguntó Bert.

—¿Qué?

—¿Cuántos años tenías?

—Veintiuno. Acababa de licenciarme.

—¿Cuándo cumples los veintiuno, Larry?

—En marzo.

—¿Ves, Anita? Prácticamente tiene la misma edad que tenías tú.

—Mi caso era distinto.

—¿Por qué? —preguntó Bert.

No era fácil de explicar. Larry seguía teniendo cuatro abuelos y nunca se había visto envuelto en una situación violenta. Era un inocentón; a su edad, yo había dejado de serlo muchos años atrás. Pero ¿cómo podía explicárselo a Bert sin ofender a Larry? Los veinteañeros son incapaces de aceptar que una mujer sepa más de la vida que ellos. Hay rémoras culturales difíciles de desarraigar.

—A mí me mandabas con Manny, no sola.

—Y a él iba a mandarlo contigo, pero te surgió lo de la policía.

—Eso no vale como argumento, y lo sabes.

—Si te hubieras presentado a trabajar, él no habría tenido que ir solo —dijo Bert encogiéndose de hombros.

—Ha habido dos asesinatos. ¿Qué se supone que tendría que hacer? ¿Decir «Lo siento, chicos, pero tengo que irme a hacer de canguro de un reanimador nuevo, así que apañáoslas»?

—No necesito canguro —protestó Larry. Ninguno de los dos le hizo caso.

—Trabajas para Reanimators, Inc. a tiempo completo.

—Ya hemos tenido esta discusión.

—Demasiadas veces.

—Tú eres el jefe. Haz lo que consideres adecuado.

—No me des ideas…

—¡Un momento! —dijo Larry—. Tengo la impresión de que me estáis usando de excusa para pelearos. Tranquilos, ¿vale?

Los dos le lanzamos una mirada asesina, pero no se dejó amilanar. Bien por él.

—Si no te gusta mi trabajo, despídeme, pero deja de protestar.

Bert se puso en pie lentamente, como un leviatán que surgiera de las aguas.

—Anita…

Sonó el teléfono, y los tres nos quedamos mirándolo como si no supiéramos qué era. Al final, Bert lo cogió.

—¿Qué pasa? —rezongó. Escuchó un momento. Después me tendió el auricular—. Para ti —añadió con una sonrisa falsa y la voz melosa—. Es el inspector Storr. Asuntos policiales.

Tendí la mano sin decir nada, y me pasó el auricular. Aún sonreía, con los ojitos muy brillantes. Mal rollo.

—Hola, Dolph, ¿qué hay?

—Estamos en el bufete que nos ha indicado tu amiga Verónica Sims. Qué detalle, llamarte a ti en primer lugar.

—Pero después os ha llamado a vosotros, ¿no?

—Sí.

—¿Qué habéis averiguado? —No me molesté en bajar la voz; si se tiene cuidado, una parte del diálogo no da demasiadas pistas.

—Han identificado las fotografiás del cadáver. Era Reba Baker.

—Bonita forma de terminar la semana laboral.

—Las dos víctimas eran clientes del bufete y tenían peticiones de muerte permanente. Si morían por mordiscos de vampiro, querían que les clavaran una estaca y las incineraran.

—A mí me suena a pauta.

—Pero ¿cómo lo averiguaron los vampiros?

—¿Es una pregunta con trampa? Alguien se lo diría.

—Ya lo sé —contestó con disgusto patente. ¿Qué me había perdido?

—¿Qué quieres de mí, Dolph?

—He interrogado a todos los empleados, y todos juran y perjuran que no han sido ellos. ¿Es posible que alguien haya facilitado esa información y no lo recuerde?

—¿Que si es posible que los vampiros hayan hecho algún truco para que el traidor no sepa que lo es?

—Exactamente.

—Sí, claro.

—Si vinieras, ¿podrías averiguar quién ha sido?

Miré a mi jefe. Si faltaba otra noche en plena temporada alta, igual me echaba. A veces me daba igual, pero no era el caso.

—Busca pérdidas de memoria. Blancos que hayan durado horas, o incluso toda la noche.

—¿Algo más?

—Si alguien ha estado facilitando información a los vampiros, puede que no lo recuerde, pero un buen hipnotizador podría sacárselo.

—Por aquí protestan como locos alegando algo de derechos y órdenes judiciales. La que tenemos nos permite hurgarles los papeles, no la mente.

—Pregúntale al abogado si quiere ser responsable del asesinato de otro de sus clientes.

—A la abogada, querrás decir.

Oh. Qué sexista por mi parte.

—Pregúntale si le apetecería tener que explicarle a la familia de su cliente por qué obstaculizó la investigación.

—La familia no tendría por qué enterarse.

—Si no lo sacáis a la luz.

—Eso sería chantaje.

—No me digas.

—Seguro que fuiste policía en otra vida. Eres demasiado retorcida.

—Gracias por el cumplido.

—¿Nos recomiendas algún hipnotizador?

—Alvin Thormund. Un momento, ahora te doy su número.

Saqué el tarjetero del bolso. Intentaba conservar sólo las tarjetas que me resultaran útiles para el trabajo, y habíamos recurrido a Alvin en varios casos de víctimas de vampiros con amnesia. Le di el número a Dolph.

—Gracias.

—Cuéntame lo que averigüéis. Igual puedo identificar al vampiro en cuestión.

—¿Quieres asistir a las sesiones?

Miré a Bert. Seguía con su expresión afable y tranquila. Qué miedo.

—No puedo, pero grábalas. Si es necesario las escucharé después.

—¿Cuando encontremos el próximo cadáver? No me digas que tu jefe está dando la vara otra vez.

—Pues sí.

—¿Quieres que hable con él?

—No te molestes.

—¿Se ha puesto muy tocacojones?

—Lo habitual.

—Bien. Llamaré a Thormund, grabaré las sesiones y te llamaré si averiguamos algo.

—Dame un toque al busca.

—De acuerdo. —Como de costumbre, colgó sin despedirse.

Le devolví el auricular a Bert, que lo colgó sin dejar de dedicarme su amabilísima mirada amenazada.

—¿Tienes que ir esta noche con la policía?

—No.

—¿Y a qué debo el honor de que vengas al trabajo?

—Corta el rollo. —Me volví hacia Larry—. ¿Preparado, chaval?

—¿Cuántos años tienes? —me preguntó Larry.

Bert sonrió de oreja a oreja.

—¿Qué más da?

—Contesta, ¿vale?

—Veinticuatro —dije encogiéndome de hombros.

—¿Sólo me llevas cuatro años y me llamas chaval?

—Intentaré evitarlo. —Sonreí—. Pero más vale que nos pongamos en marcha: tenemos que ir a levantar muertos y ganarnos las lentejas.

Miré a Bert de reojo. Se había recostado en el sillón, con los dedos regordetes entrelazados sobre la barriga. Seguía muy sonriente.

Me apetecía borrarle la sonrisa a hostias, pero me contuve. Para que luego digan que no tengo autodominio.

TREINTA Y TRES

Faltaba una hora para el amanecer. Todos los quienes de Villaquién roncaban despreocupados… Huy, perdón, me he equivocado de libro. Cosas que pasan por acostarse tan tarde. Llevaba toda la noche enseñando a Larry a ser un buen reanimador respetuoso con la ley. No estaba segura de que a Bert le gustara la última parte, pero me gustaba a mí.

Era un cementerio pequeño, poco más que un jardín con pretensiones. De una carretera de dos carriles que bordeaba una colina salía de repente un camino de grava por el que a nadie se le ocurriría meterse sin saber adónde iba. Y allí estaba: una ladera tachonada de tumbas, en un terreno tan empinado que daba la impresión de que los ataúdes iban a escurrirse.

Estábamos a oscuras. El viento hacía susurrar las copas de los árboles, que crecían con profusión a ambos lados de la carretera. El cementerio era diminuto, pero estaba bien atendido; los familiares se cuidaban de ello. No quería ni imaginar cómo pasarían la segadora por allí; quizá con un sistema de poleas, para evitar que se precipitara colina abajo y hubiera que organizar otro entierro.

Los últimos clientes de la noche acababan de partir con rumbo a la civilización. Yo había levantado cinco zombis; Larry, uno. Sí, podría haber levantado dos, pero la noche no daba más de sí. No se tarda mucho en levantar un zombi, o yo tardo muy poco, pero hay que añadir el tiempo que se tarda en ir de un lado a otro. En cuatro años, sólo una vez me habían tocado dos zombis en el mismo cementerio la misma noche; normalmente me tocaba conducir como una posesa para llegar a todas las citas.

Una grúa se había llevado mi pobre coche al taller, pero aún no lo había examinado el perito, y pasarían días, o incluso semanas, antes de que la aseguradora me notificara el siniestro total. Mientras tanto, y mientras siguiera a cargo de Larry, podríamos movernos en su coche.

La brisa soplaba entre los árboles y arrastraba por la carretera las hojas caídas. La noche estaba plagada de susurros apresurados, como si algo corriera hacia… ¿qué? Se masticaba la cercanía de la noche de difuntos.

—Me encantan estas noches —comentó Larry.

Me volví hacia él. Los dos estábamos con las manos en los bolsillos y la vista perdida en la oscuridad, disfrutando de aquel momento de calma. También estábamos llenos de sangre de gallo seca. Una noche normal, muy agradable.

De repente, el pitido del busca interrumpió el arrullo del viento. Pulsé el botón y dejó de sonar; algo es algo. En la pantalla había un número que no reconocí. Esperaba que no fuera Dolph, porque un número desconocido a aquellas horas de la noche, o de la madrugada, presagiaba otro asesinato. Otro cadáver.

—Vamos. Tenemos que buscar una cabina.

—¿Quién es?

—No lo sé. —Empecé a caminar colina abajo, y Larry me siguió.

—¿Quién crees que será?

—Puede que la policía.

—¿Por esos asesinatos en los que estás trabajando?

Giré para mirarlo y me golpeé la rodilla con una lápida. Me detuve unos segundos, conteniendo la respiración mientras pasaba el dolor.

—Mierda —dije en voz baja, pero con rabia.

—¿Te has hecho daño? —Larry me sujetó por el codo.

Me aparté, y dejó caer la mano. No me hacen gracia los toqueteos.

—No es nada. —En realidad, aún me dolía, pero qué cojones. Tenía que llegar a un teléfono, y ya se me pasaría a medida que anduviera. De verdad. Seguí caminando con precaución para evitar más colisiones—. ¿Qué sabes de esos asesinatos?

—Sólo que estás ayudando a la policía en un caso de crímenes sobrenaturales, y que por eso faltas tanto al trabajo.

—Te lo ha dicho Bert.

—El señor Vaughn, sí. —Habíamos llegado al coche.

—Mira, Larry: si vas a trabajar en Reanimators, Inc., será mejor que te dejes de formalismos. Somos compañeros de trabajo.

—Como usted mande, señorita Blake. —Sus dientes resplandecieron en la oscuridad.

—Vamos a buscar un teléfono.

Fuimos a Chesterfield basándonos en la suposición de que, puesto que era la localidad más cercana, albergaría el teléfono público más cercano. Dimos con una hilera de cabinas en el aparcamiento de una gasolinera cerrada. El edificio estaba poco iluminado, pero junto a las cabinas había una farola tan potente que convertía la noche en día. Las polillas y demás insectos volaban a su alrededor, así como los murciélagos que los cazaban.

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