Circo de los Malditos (38 page)

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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

CUARENTA Y SIETE

La cobra humanoide se me acercaba a toda velocidad. Cuando se me echó encima, yo había soltado la Browning y estaba desenfundando un cuchillo. Me derribó contra los escalones y se echó hacia atrás para atacar; terminé de sacar el cuchillo. Me clavó los colmillos en el hombro, solté un grito y la apuñalé en el torso, pero no salió sangre ni pareció que le doliera. Seguía masticándome el hombro, inyectándome veneno, y el cuchillo no le hacía nada. Volví a gritar.


Ya no te afecta el veneno
—dijo la voz de Jean-Claude en mi cabeza.

La mordedura dolía horrores, pero no me iba a matar. Hundí el cuchillo en el cuello de la criatura, gritando porque no se me ocurría nada más, y noté que le costaba respirar. La sangre me chorreó por la mano. Volví a clavar la hoja y por fin conseguí que me soltara. Se apartó de mí con un siseo frenético y los colmillos manchados de sangre. Ya lo entendía: el punto débil era la transición entre el cuerpo humano y la cabeza de serpiente.

Busqué la Browning con la mano izquierda; tenía el hombro derecho hecho picadillo. Disparé y contemplé la sangre que salía del cuello. El bicho giró en redondo y salió corriendo; no intenté impedírselo.

Me senté un momento en un escalón, apretándome el brazo derecho contra el cuerpo. Creía que no tenía nada roto, pero el dolor era infernal, aunque ni siquiera sangraba tanto como debería. Miré a Jean-Claude. Seguía inmóvil, pero me pareció notar algo que lo rodeaba, como una oleada de calor. Oliver estaba igual de quieto en su estrado. Aquella era la batalla real; las muertes que tuvieran lugar más abajo sólo tendrían importancia para los que muriesen.

Me acerqué a Edward y Richard sin soltarme el brazo, y cuando llegué junto a ellos ya lo tenía mejor; lo suficiente para pasarme la pistola a la mano derecha. Me miré la herida, y que me aspen si no se estaba curando. La tercera marca. Me regeneraba como un cambiaformas.

—¿Cómo estás? —preguntó Richard.

—Mejor de lo que parece.

—Deberías estar muriéndote —dijo Edward, mirándome extrañado.

—Ya te lo explicaré.

La bicha que me había mordido estaba tendida al pie del estrado, con la cabeza arrancada por las balas de ametralladora. Edward pillaba las cosas al vuelo.

Se oyó un grito agudo y penetrante. Alejandro tenía aferrada a Yasmín, inmovilizándola con una llave detrás de la espalda y sujetándola por los hombros con el otro brazo. Quien había gritado era Marguerite, que se debatía en los brazos de Karl Inger. Las dos llevaban las de perder.

Alejandro clavó los colmillos en el cuello de Yasmín, arrancándole un grito, y le destrozó la columna a mordiscos. Tenía la cara llena de sangre. La vampira quedó inerte. Su cuerpo se agitó, y la mano de Alejandro le salió por el pecho, con el corazón convertido en una pulpa sanguinolenta.

Marguerite gritaba desaforadamente. Karl la soltó, pero ella ni se enteró. Se clavó las uñas en las mejillas hasta hacerse sangre y se desmoronó, sin dejar de arañarse la cara.

—Virgen santa —dije—. Que alguien la detenga.

Karl se quedó mirándome. Lo apunté con la Browning, pero saltó tras el estrado de Oliver. Empecé a acercarme a Marguerite, y Alejandro se interpuso entre nosotras.

—¿Quieres ayudarla?

—Sí.

—Déjame ponerte las dos últimas marcas y me quitaré de en medio.

—¿La ciudad a cambio de una sierva humana que además está como una regadera? —Sacudí la cabeza—. No creo.

—¡Anita, agáchate! —Me tiré al suelo, y Edward lanzó una llamarada por encima de mí. Sentí un calor intenso en la espalda.

Alejandro chilló; levanté la vista lo justo para verlo arder. Agitó un brazo envuelto en llamas, en dirección a Edward.

Me incorporé rodando y vi que Edward había caído de espaldas, pero ya se estaba levantando, con la boquilla del lanzallamas apuntando en mi dirección. Me tiré de nuevo al suelo sin necesidad de que me lo pidiera.

Alejandro hizo un gesto con la mano y la llama cambió de sentido, hacia Edward, que rodó por el suelo para apagarse la túnica. Se quitó la máscara de calavera y la tiró. El depósito del lanzallamas, sujeto a su espalda, estaba ardiendo; Richard lo ayudó a desembarazarse de él, y los dos salieron corriendo. Yo me quedé boca abajo y me cubrí la cabeza con las manos. La explosión sacudió el edificio hasta los cimientos. Cuando levanté la cabeza vi que caía una lluvia de ascuas. Richard y Edward se asomaban desde detrás de la tarima.

El vampiro, con la ropa carbonizada y la piel cubierta de ampollas, empezó a caminar hacia mí.

Me incorporé rápidamente, lo apunté con la pistola, aunque no sirviera de gran cosa, y retrocedí hasta dar con los escalones.

Empecé a disparar. Las balas le hacían sangre y todo, pero siguió avanzando. Cuando oí el
clic
del cargador vacío, di media vuelta y me eché a correr.

Algo me golpeó la espalda y me derribó. De repente tenía encima a Alejandro, que me había hundido una mano en el pelo para echarme la cabeza hacia atrás.

—Suelta la ametralladora o le rompo el cuello.

—¡Cóselo a balazos! —grité.

Pero Edward tiró el arma. Hay que joderse. Sacó una pistola y apuntó cuidadosamente. Alejandro dio un respingo y se echó a reír.

—No puedes matarme con balas de plata.

Me clavó una rodilla en la espalda para inmovilizarme y, de repente, le apareció un cuchillo en la mano.

—No —dijo Richard—. No va a matarla.

—No le haré daño si nos dejáis en paz, pero si interferís, la degüello.

—¡Cárgatelo, Edward!

Una vampira saltó contra Edward y lo tiró al suelo. Richard intentó arrancársela, pero un vampirito le saltó a la espalda. Eran la mujer y el niño de la primera noche.

—Ahora que tus amigos están ocupados, vamos a terminar con ese asunto que teníamos entre manos.

—¡No!

El cuchillo me hizo un corte minúsculo; sin embargo, el dolor fue muy intenso. Alejandro se inclinó sobre mí.

—No te dolerá, te lo prometo.

Me puse a gritar.

Me circundó el corte con los labios y se puso a beber. Mentía como un bellaco: sí que dolía. Me rodeó el olor a flores, y me sentí ahogar en el perfume. No veía nada. El mundo era una sensación cálida y de aroma dulzón.

Cuando recuperé la vista y pude pensar de nuevo, estaba tumbada de espaldas, mirando el techo de la carpa. Unos brazos me ayudaron a incorporarme, y Alejandro me acunó contra su pecho. Se había hecho un corte justo por encima del pezón.

—Bebe.

Le puse las manos en el pecho y empujé, debatiéndome, pero él me apretaba por la nuca, acercándome a la herida.

—¡No!

Saqué el otro cuchillo y se lo clavé en el pecho, buscando el corazón. Gruñó, me agarró la mano y la estrujó hasta que solté el cuchillo.

—La plata es inútil contra mí. Estoy por encima de eso.

Me empujaba la cara hacia la herida, y no podía zafarme. Era mucho más fuerte que yo. Podría haberme triturado la cabeza con una sola mano, pero se limitaba a atraerme hacia el corte de su pecho.

Seguí forcejeando, pero no conseguí apartar la boca de la herida. La sangre tenía un sabor entre dulce y salado, ligeramente metálico. Sólo era sangre.

—¡Anita! —Jean-Claude gritó mi nombre, no sé si en voz alta o en mi cabeza.

—Sangre de mi sangre, carne de mi carne, los dos seremos uno. Una sola carne, una sola sangre, un solo espíritu.

Algo se rompió en mi interior. Lo noté claramente. Una oleada de calor líquido me recorrió y me envolvió el cuerpo, despertándome la piel. Notaba un cosquilleo en las yemas de los dedos. Se me contrajo la columna, y me enderecé de golpe. Unos brazos fuertes me sujetaron, me abrazaron, me mecieron.

Una mano me apartó el pelo de la cara; abrí los ojos y vi a Alejandro. Ya no le tenía miedo. Estaba tranquila, flotando.

—¿Anita? —Me volví lentamente hacia la voz.

—Edward…

—¿Qué te ha hecho?

Intenté dar con la forma de explicárselo, pero no encontré palabras que pudieran describir lo que sentía. Me senté y me aparté de Alejandro con delicadeza.

Edward tenía a los pies un montón de vampiros muertos. Puede que Alejandro fuera inmune a la plata, pero estaba claro que el resto de los suyos no había tenido tanta suerte.

—Crearemos más —me dijo Alejandro—. ¿No puedes leerlo en mi mente?

Sí que podía, sólo con proponérmelo, pero no era como la telepatía, ni como las palabras. Supe que Alejandro pensaba en el poder que acababa de obtener de mí, y supe también que no lamentaba nada la muerte de los vampiros.

La multitud estalló en gritos.

Alejandro levantó la cabeza, y seguí su mirada. Jean-Claude estaba de rodillas, sangrando por el costado. Alejandro sentía envidia de la capacidad de Oliver de extraer sangre a distancia. Cuando me convertí en la sierva de otro vampiro, Jean-Claude resultó debilitado, y Oliver había conseguido llegar a él.

Todo había formado parte del plan desde el principio.

—Eres nigromante, Anita. —Alejandro me abrazó, y yo no intenté detenerlo—. Tienes poder sobre los muertos. Por eso quería Jean-Claude que fueras su sierva humana. Oliver cree que, por ser mi sierva, te controla a través de mí, pero al ser nigromante, sigues teniendo libre albedrío. A diferencia de los demás, no estás obligada a obedecerlo. Eso te convierte en arma: puedes enfrentarte a nosotros y verter nuestra sangre.

—¿De qué estás hablando?

—Han acordado que el perdedor se tumbará en el altar para que le claves una estaca.

—¿Qué…?

—Jean-Claude, para reafirmar su poder; Oliver, para demostrar su control sobre lo que perteneció al amo.

La multitud contuvo el aliento. Oliver estaba levitando. Descendió lentamente hasta el suelo, levantó los brazos, y Jean-Claude flotó a su vez por los aires.

—Mierda —dije.

Jean-Claude oscilaba en el aire, prácticamente inconsciente. Oliver lo dejó en el suelo con delicadeza, y la sangre fresca corrió por el cemento.

Karl Inger salió de detrás del estrado, se acercó a Jean-Claude y lo cogió por debajo de los brazos.

¿Dónde se habían metido los demás? Miré a mi alrededor en busca de ayuda. La cambiaformas negra estaba desmembrada, y los trozos seguían retorciéndose. El hombre lobo rubio no estaba mucho mejor, pero se arrastraba hacia el altar. A pesar de que tenía una pierna arrancada, seguía intentándolo.

Karl depositó a Jean-Claude en el altar de mármol. La sangre corrió por un lateral. Karl lo sujetaba por un hombro, sin esfuerzo aparente. ¿Cómo era posible que le resultara tan fácil contener a un vampiro?

—Comparte la fuerza de Oliver.

—Deja de hacer eso.

—¿Qué?

—Contestarme antes de que pregunte.

—Ahorra mucho tiempo —dijo con una sonrisa.

Oliver cogió una estaca blanca lisa y una maza, y me las tendió.

—Ha llegado el momento.

Alejandro intentó ayudarme a ponerme en pie, pero lo aparté. Con cuarta marca o sin ella, podía levantarme sola.

—¡No! —gritó Richard, corriendo hacia el altar. Todo pareció transcurrir a cámara lenta: pasó junto a nosotros y saltó contra Oliver, que lo agarró por la garganta y le arrancó la tráquea.

—¡Richard! —Me eché a correr, pero era demasiado tarde. Estaba en el suelo, sangrando, y se esforzaba en vano por respirar.

Me arrodillé a su lado e intenté parar la sangre. Tenía los ojos desorbitados y una expresión de pánico.

—No puedes hacer nada. —Edward había llegado junto a mí—. Nadie puede hacer nada.

—¡No!

—Anita… —Edward me apartó de Richard—. Se acabó.

Me había echado a llorar y no me había dado cuenta.

—Vamos, Anita, acaba ya con tu antiguo amo: eso era lo que querías. —Oliver seguía tendiéndome la estaca y la maza.

Alejandro me ayudó a incorporarme. Tendí una mano hacia Edward, pero ya no podía ayudarme; ni él ni nadie. No había manera de retirar la cuarta marca, ni de curar a Richard, ni de salvar a Jean-Claude. Pero al menos no le clavaría la estaca; eso podía evitarlo. No conseguirían obligarme.

Alejandro me condujo al altar.

Marguerite se había arrastrado hasta el pie de la tarima. Estaba de rodillas, balanceándose adelante y atrás, con la cara convertida en una máscara sanguinolenta. Se había sacado los ojos.

Oliver me ofrecía la estaca y la maza con sus manos enguantadas de blanco, aún manchadas con la sangre de Richard. Sacudí la cabeza.

—Cógelo. Obedece mis órdenes. —Su carita de payaso tenía el ceño fruncido.

—Que te encule un atún —dije.

—Ahora la controlas, Alejandro.

—Sí, amo. Es mi sierva.

—Pues que acabe con él.

—No puedo obligarla. —Alejandro sonrió mientras lo decía.

—¿Por qué?

—Ya le dije que, al ser nigromante, conservaría el libre albedrío.

—No voy a permitir que la obstinación de una chiquilla lo eche todo a perder.

Intentó entrar en mi mente. Noté que me atravesaba el cerebro como un mal viento, pero pasó de largo. Ya era una sierva humana completa, y los trucos vampíricos habían dejado de afectarme. Aunque el vampiro fuera Oliver.

Me eché a reír y me abofeteó. Noté el sabor de la sangre en la boca. Lo tenía al lado, tembloroso de furia: le estaba estropeando el momento de gloria.

Alejandro rebosaba satisfacción; percibía su entusiasmo como una sensación cálida en el estómago.

—Acaba con él o te reduzco a pulpa con mis propias manos. Ahora no puedes morir tan fácilmente. Puedo hacerte sufrir mucho más de lo que nunca hayas llegado a imaginar y, aunque después te cures, te seguirá doliendo. ¿Lo entiendes?

Mis ojos se cruzaron con los de Jean-Claude, de color ultramar y tan fascinantes como siempre.

—No pienso hacerlo.

—¿Sigues queriéndolo después de todo lo que te ha hecho? —Asentí en respuesta—. Acaba con él y evitarás que sufra una agonía espantosa: le arrancaré la carne de los huesos poco a poco, sin llegar nunca a matarlo. Mientras conserve el corazón y el cerebro, no morirá, le haga lo que le haga.

Miré a Jean-Claude. No soportaba la idea de que Oliver lo torturara, y estaba dispuesta a impedirlo. ¿No sería mejor darle una muerte rápida?

—Lo haré. —Y acepté la estaca.

—Excelente elección. —Oliver sonrió—. Jean-Claude te la agradecería si estuviera en condiciones.

Volví a mirar a Jean-Claude, con la estaca en la mano, y le acaricié la quemadura del pecho. Me manché de sangre.

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