Ciudad (14 page)

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Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

—Quería pedirle, señorita Stanley, que se preparara para enviar a otros dos.

—¿No teme —preguntó la señorita Stanley— terminar con todos? Si envía uno por vez durarán más, tendrá usted una doble satisfacción.

—Uno de ellos —dijo Fowler— será un perro.

—¡Un perro!

—Sí, Towser.

Fowler sintió la furia helada que había en la voz de la mujer.

—¡Su propio perro! Ha estado con usted durante años…

—Por eso mismo —dijo Fowler—. Se sentiría muy triste si yo lo dejara.

No era el mismo Júpiter que había visto en el televisor. Había esperado algo diferente. Había esperado un infierno de llamas amoniacales, y sofocantes humaredas, y el ruido ensordecedor del huracán. Había esperado torbellinos de vapores, y el mordiente resplandor de unos rayos monstruosos.

No había esperado que los látigos del agua quedasen reducidos a una leve niebla purpúrea que flotaba como una sombra sobre una tierra rojiza. No había ni siquiera sospechado que los rayos serpenteantes fuesen un resplandor estático en un cielo de color.

Mientras aguardaba a Towser, Fowler flexionó los músculos, asombrado ante aquella sensación de fuerza y bienestar. El cuerpo era en verdad excelente, y sonrió al recordar cómo había compadecido a los jovianos.

Había sido difícil imaginar un organismo adaptado al amoníaco y al hidrógeno, en vez del agua y el oxígeno. Había sido difícil creer que semejante forma de vida pudiese sentir una alegría de vivir similar a la de los hombres. Difícil concebir algo vivo en esta tormenta oscura que era Júpiter; difícil concebir que para unos ojos jovianos no hubiese tormentas oscuras.

El viento lo golpeaba como con dedos suaves, y Fowler recordó sorprendido que de acuerdo con las normas de la Tierra ese viento era un ciclón que corría a trescientos kilómetros por hora, cargado de gases mortíferos.

Unos suaves aromas le bañaban el cuerpo. Y apenas podían llamarse aromas, pues no eran percibidos por el olfato. Parecía que hubiese sumergido todo el cuerpo en agua de colonia, y sin embargo no era agua de colonia. Era algo inexpresable, el primero de una serie de enigmas terminológicos. Pues las palabras que él, Fowler, conocía, los símbolos de que se había servido en su vida terrestre, eran aquí totalmente inútiles.

Una puerta se abrió en un lado de la cúpula, y Towser salió tambaleándose. Por lo menos Fowler pensó que debía de ser Towser.

Trató de llamar al perro, modelando mentalmente las palabras que quería decir. Pero no pudo decírselas. No había cómo.

Durante un instante un tenebroso terror le nubló el cerebro, un terror ciego que lo asaltaba con pequeñas olas de pánico.

¿Cómo hablan los jovianos? Cómo…

De pronto tuvo conciencia de Towser, intensa conciencia del cariño tenaz de aquel animal envejecido que lo había seguido a todos los planetas. Como si el ser que era Towser hubiese salido de sí mismo y se le hubiera instalado en el cerebro.

Y junto con aquella calurosa bienvenida, llegaban las palabras: «Hola, amigo».

No palabras realmente. Algo mejor, símbolos de pensamientos, símbolos con matices que nunca podrían tener las palabras.

—Hola, Towser —dijo Fowler.

—Me siento muy bien —dijo Towser—. Como cuando era cachorro. Últimamente me encontraba bastante inservible. Se me doblaban las piernas y se me estropeaban los dientes. Apenas podía morder un hueso. Además, las pulgas me hacían la vida negra. En otro tiempo no les hacía caso. Un par de pulgas más o menos no significaba mucho entonces.

—Pero… pero… —los pensamientos se le confundían a Fowler—. ¡Me estás hablando!

—Claro —dijo Towser—. Siempre he hablado. Pero usted no me oía. Trataba de decirle cosas, pero no lo lograba.

—Te entendía a veces —dijo Fowler.

—No mucho —replicó Towser—. Usted sabía cuándo yo quería comer, o beber, o salir. Pero nada más.

—Lo siento —dijo Fowler.

—Olvídelo —le dijo Towser—. Le echo una carrera hasta el acantilado.

Fowler vio por vez primera el acantilado. A muchos miles de kilómetros, aparentemente, pero con una rara y cristalina belleza que resplandecía a la sombra de unas nubes coloreadas.

Fowler titubeó.

—Está muy lejos.

—Oh, vamos —dijo Towser, y aún estaba diciéndolo cuando echó a correr.

Fowler lo siguió, probando sus piernas, probando la fuerza de este cuerpo nuevo, un poco desconfiado al principio, asombrado en seguida, corriendo luego con una alegría vivaz que parecía identificarse con la tierra purpúrea y roja, y el humo flotante de la llanura.

Mientras corría, tuvo conciencia de la música que venía hacia él, una música que le golpeaba en el interior del cuerpo, que se alzaba en su interior, que le daba alas de plata. Una música que parecía descender del campanario de una colina en una soleada primavera.

A medida que se acercaba al acantilado, la música crecía y crecía, y llenaba el universo con un rocío de sonidos. Y Fowler sintió que la música venía de la cascada del acantilado.

Aunque no era agua lo que caía, sino amoníaco; y el acantilado blanco era de oxígeno sólido.

Se detuvo de pronto, junto a Towser. La cascada estalló en un arco iris de cientos de colores. Cientos, sí, literalmente; pues no se trataba solamente de los colores primarios y sus matices, sino de una precisa selectividad que dividía el prisma hasta sus últimas posibilidades.

—La música —dijo Towser.

—Sí, ¿qué pasa?

—La música —dijo Towser—. Las vibraciones. Vibraciones producidas por el agua al caer.

—Pero, Towser, tú no sabes nada de vibraciones.

—Sí, sé —replicó Towser—. Acabo de saberlo.

Fowler abrió mentalmente la boca.

—¡Acabas de saberlo!

Y de pronto, en el interior de su propia cabeza, encontró una fórmula. La fórmula para un proceso que haría que el metal pudiese resistir la presión de Júpiter.

Miró, asombrado, la cascada; y su mente, con rapidez, clasificó los distintos colores y los colocó en su lugar exacto en el espectro. Así. Nada más. De la nada. Pues nada sabía de metales o colores.

—¡Towser! —gritó—. ¡Towser, algo nos está pasando!

—Sí, ya sé —dijo Towser.

—En nuestros cerebros —dijo Fowler—. Los estamos utilizando totalmente, hasta el último rincón. Descubrimos cosas que ya sabíamos. Quizá los cerebros terrestres son lentos, nebulosos. Quizá somos los retardados del universo. Quizá está en nosotros tener que hacer las cosas del modo más difícil.

Y, en la nueva claridad mental que parecía apoderarse de él, Fowler supo que no había sólo una cascada de colores, o metales capaces de resistir la presión de Júpiter. Sintió otras cosas, cosas todavía no muy claras. Un vago murmullo que se refería a algo más grande, a misterios que sobrepasaban el pensamiento humano, y hasta la imaginación humana. Misterios, hechos, lógica basada en el razonamiento; cosas que cualquier mente podría captar si usase todo su poder.

—Todavía somos, en parte, criaturas terrestres —dijo—. Estamos empezando a aprender algunas cosas. Cosas que no sabíamos como seres humanos, precisamente porque éramos seres humanos. Pues nuestros cuerpos de antes eran unos pobres cuerpos. Pobremente equipados para pensar, pobremente equipados en sentidos. Quizá hasta nos faltaba algún sentido esencial para el verdadero conocimiento.

Se volvió y clavó los ojos en la cúpula lejana: una manchita oscura.

Allá quedaban unos hombres que no podían ver la belleza de Júpiter. Hombres que creían que unos torbellinos de nubes y unas lluvias penetrantes oscurecían la superficie del planeta. Ojos humanos que no podían ver. Pobres ojos. Ojos que ignoraban la belleza de las nubes, que no podían ver a través de la tormenta. Cuerpos incapaces de sentir el estremecimiento de aquella música del agua al quebrarse.

Hombres que andaban solos, en una terrible soledad, y hablaban como niños exploradores intercambiando sus mensajes con banderitas. Incapaces de establecer una verdadera comunicación como la de él y Towser. Alejados para siempre de todo contacto íntimo y personal con otros.

Él, Fowler, había creído que iba a sentir terror; había creído que iba a retroceder ante la amenaza de cosas desconocidas; se había endurecido para poder aguantar una situación extraña.

Pero he aquí que se encontraba ante algo cuya grandeza había ignorado siempre. Un cuerpo más fuerte y ligero. Una sensación de alegría, un sentimiento más profundo de la existencia. Una mente más aguda. Un mundo de belleza que los terrestres no habían logrado concebir ni siquiera en sueños.

—Sigamos —pidió Towser.

—¿A dónde quieres ir?

—A cualquier parte —dijo Towser—. Sigamos a ver qué descubrimos. Tengo una sensación de… bueno, una sensación…

—Sí, ya sé —dijo Fowler.

Pues él también la sentía. La sensación de algo distinto. Una cierta sensación de grandeza. La conciencia de que en alguna parte, más allá del horizonte, esperaba la aventura, y algo más importante que la aventura.

Aquellos otros cinco habían sentido lo mismo. La urgencia de ir, y ver, la persistente sensación de que allí había una vida plena de sabiduría y riquezas.

Por eso no habían vuelto.

—No volveré —dijo Towser.

—No podemos abandonarlos —dijo Fowler.

Dio un paso o dos hacia la cúpula, y se detuvo.

Regresar a la cúpula. Regresar a aquel cuerpo dolorido e intoxicado. No parecía doler entonces, pero ahora sabían que sí.

Regresar al nublado cerebro. A aquellos razonamientos enmarañados. A las bocas móviles de las que surgían señales que otros podían entender. A aquellos ojos, lo que ahora parecía peor que ser ciego. A la debilidad, la abyección, la ignorancia.

—Quizá algún día —murmuró Fowler.

—Tenemos mucho que hacer y mucho que ver —dijo Towser—. Tenemos mucho que aprender. Descubriremos cosas.

Sí, descubriremos cosas. Civilizaciones, quizá. Civilizaciones que harían que la civilización humana pareciese ridícula. Belleza, y, lo que era más importante, conocimiento de esa belleza. Y una camaradería que nadie había experimentado antes, ni los hombres ni los perros.

Y vida. Una vida intensa luego de una existencia adormilada.

—No puedo volver —dijo Towser.

—Ni yo —dijo Fowler.

—Harían de mí otra vez un perro —dijo Towser.

—Y de mí un hombre —dijo Fowler.

Notas al quinto cuento

P
OCO A POCO
, a medida que se desenvuelve la leyenda, el lector adquiere una visión más clara de la raza humana. Poco a poco nace la convicción de que esa raza no puede ser sino producto de la fantasía. Una raza semejante nunca pudo haberse alzado desde los humildes comienzos a las eminencias de la cultura que esta leyenda le atribuye. Su naturaleza es esencialmente pobre.

Del mismo modo, su falta de estabilidad es un hecho evidente. Que haya vivido preocupada por la idea de una civilización mecánica y no por una cultura basada en conceptos más valiosos y sólidos, indica falta de carácter.

Y ahora, en este cuento, advertimos que sus medios de comunicación eran muy limitados. Situación que no favorecía ciertamente al progreso. La incapacidad del hombre para comprender y apreciar las ideas y los puntos de vista de sus semejantes tendría que haber sido un obstáculo invencible que ningún aumento de la capacidad mecánica podría derruir.

La prueba de que el hombre mismo sabía esto, es su ansiedad por conocer la filosofía de Juwain; pero nótese que no deseaba este conocimiento por la sabiduría que podría obtener, sino por el poder y la gloria que esa filosofía haría posibles. Esa filosofía era para el hombre un medio con el que podría progresar cien mil años en el espacio de dos generaciones.

Es evidente en estos cuentos que el hombre estaba corriendo una carrera, si no consigo mismo, con algún competidor invisible que le rozaba los talones. El hombre corría locamente detrás del poder y el conocimiento, pero no hay en ninguna parte señal alguna que indique qué haría una vez que los hubiese alcanzado.

Según la leyenda el hombre había dejado las cavernas un millón de años atrás. Y sólo doscientos años antes del tiempo en que se desarrolla esta quinta historia, había logrado eliminar el asesinato como parte fundamental de sus costumbres. Así pues, puede verse hasta dónde llegaba su salvajismo. Después de un millón de años, logra librarse del asesinato; y lo considera una gran hazaña.

Para la mayoría de los lectores será fácil, tras la lectura de este cuento, aceptar la teoría de Rover de que el hombre ha sido concebido deliberadamente como la antítesis del perro: una especie de criatura simbólica, una fábula social.

Subrayan todo esto las pruebas repetidas de la desorientación del hombre, su ir de acá para allá, su obstinación por crear un modo de vivir que continuamente lo elude, quizá porque él mismo no sabe exactamente qué quiere.

5
Paraíso

L
A CÚPULA
era una forma aplastada y extraña que no armonizaba con las nieblas purpúreas de Júpiter, una estructura que parecía encogerse, asustada, en el planeta macizo.

La criatura que había sido Kent Fowler se detuvo, tiesamente.

Un objeto extraño, pensó. Porque he pasado tanto tiempo lejos de los hombres. Pero no es nada extraño. Es el lugar en que he soñado, proyectado, vivido. Es el lugar de donde salí, con miedo. Y el lugar al que vuelvo, forzado, y con miedo.

Forzado por los recuerdos de los que eran como yo, antes de que yo fuera lo que soy, antes de que conociese la intensidad de la vida, y la armonía y el placer posibles si uno no es un ser humano.

Towser se agitó junto a él, y Fowler sintió el cariño del que otrora había sido un perro, el cariño
expresado
, y la camaradería y el amor que habían sentido siempre, quizá, pero no habían conocido cuando eran perro y hombre.

Los pensamientos del perro entraron en el cerebro de Fowler.

—No puedes hacerlo, compañero —dijo Towser. La respuesta de Fowler fue casi un gemido.

—Pero tengo que hacerlo, Towser. Para eso salí de aquí. Para descubrir cómo es Júpiter realmente. Y ahora ya lo sé, ahora puedo decirlo.

Pudiste haberlo hecho hace mucho, dijo una voz dentro de Fowler, una voz humana, que venía de lejos, y que trataba de invadir su ser joviano. Pero eras un cobarde, y no lo hiciste. No lo hiciste. Escapaste porque temías volver. Temías volver, y ser otra vez un hombre.

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