Ciudad (10 page)

Read Ciudad Online

Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

—Sí, señor —dijo Jenkins, y desapareció.

—Siéntese —dijo Thomas Webster—. Siéntese y escúcheme un rato. Hablar me ayudará a conciliar el sueño. Y, por otra parte, no vemos caras nuevas todos los días.

Grant se sentó.

—¿Qué piensa usted de mi hijo? —preguntó el viejo.

Grant se sorprendió ante lo insólito de la pregunta.

—Cómo… Creo que es un hombre extraordinario. Las cosas que está haciendo con los perros…

El viejo lanzó una risita.

—¡Él y sus perros! ¿No le hablé de la vez en que Nathaniel se enredó con un zorrino? Pero por supuesto que no. No he cambiado más de dos palabras con usted.

Dejó correr las manos por la manta, tirando nerviosamente de los hilos con sus largos dedos.

—Tengo otro hijo, sabrá usted, Allen. Lo llamamos Al. Esta noche se encuentra a una distancia a la que no ha llegado ningún otro hombre. En camino hacia las estrellas.

Grant movió la cabeza afirmativamente.

—Sí, ya sé. Lo he leído. La expedición a Alpha Centauri.

—Mi padre era cirujano —dijo Thomas Webster—. Quería que yo también lo fuese, como es natural. Casi le destrocé el corazón, me imagino, cuando no quise seguir esa carrera. Pero si estuviese aquí, se sentiría orgulloso de nosotros esta noche.

—No debe preocuparse por su hijo. Él… —dijo Grant.

El viejo lo miró en silencio.

—Yo mismo construí esa nave. La diseñé, la vi crecer. Si se trata sólo de atravesar el espacio, llegará a la meta. Y el chico sabe lo que hace. Es capaz de pasar por entre las llamas del mismísimo infierno.

Thomas Webster se incorporó, golpeando con el gorro de dormir contra la pila de almohadas.

—Y hay otra razón que me hace creer que llegará a la meta, y que volverá. En un principio no lo pensé mucho, pero últimamente he estado recordando, reflexionando, preguntándome si eso no significaría… bueno, si no pudiera ser que… —se detuvo y respiró profundamente—. No crea que soy supersticioso.

—Claro que no —dijo Grant.

—Puede estar seguro —dijo Webster.

—Una especie de señal —sugirió Grant—. Una sensación, un presentimiento.

—No —declaró el viejo—. La certidumbre, casi, de que el destino me acompaña. De que yo debía construir una nave que haría ese viaje. Que alguien o algo decidió que había llegado la hora de que el hombre viajase a las estrellas y trató de ayudarlo.

—Habla usted como si se refiriese a un incidente real —dijo Grant—. Como si hubiera ocurrido algo que le hace pensar que la expedición será un éxito.

—Puede apostarlo —dijo Webster—. Eso es exactamente lo que quiero decir. Ocurrió veinte años atrás. Ahí, en el jardín de esta misma casa —se enderezó un poco más, jadeando—. Estaba en un callejón sin salida, ya me entiende. Mi sueño ya no existía. Años y años pasados en vano. El principio básico de la velocidad necesaria para ese vuelo era erróneo. Y lo peor era que yo sabía que casi había acertado. Yo sabía que sólo se trataba de algo muy pequeño, un pequeño cambio que había que efectuar en la teoría. Pero no podía descubrirlo.

»De modo que allí estaba yo, en el jardín, sintiendo pena de mí mismo, con un esbozo del plan en las manos. Vivía con él; lo llevaba a todas partes quizá sólo para mirarlo, imaginando quizá que si lo miraba continuamente el error se me aparecería de pronto. Ya sabe usted que eso da resultado, a veces.

Grant movió afirmativamente la cabeza.

—Y mientras estaba allí en el jardín, se me acercó un hombre. Uno de los vagabundos de los cerros. ¿Conoce usted a esos vagabundos?

—Naturalmente —dijo Grant.

—Bueno, este hombre se me acercó. Un joven desenfadado, que se movía como si en el mundo no hubiese problemas para él. Se detuvo, y miró por encima de mi hombro; me preguntó de qué se trataba.

»"El motor de una nave del espacio", le dije. El hombre se inclinó y tomó el proyecto, y yo le dejé. Al fin y al cabo, ¿para qué esconderlo? El hombre no podía entender nada, y de cualquier modo el plano no servía.

»Y al rato el hombre me devolvió el plano y señaló un punto con el dedo. «Ésta es su dificultad», me dijo. Y luego dio media vuelta y se alejó. Y yo me quedé allí, mirando cómo se iba, demasiado sorprendido para decir una palabra o llamarlo.

El viejo, sentado en la cama, miraba fijamente la pared, con el gorro de dormir curiosamente torcido. Afuera el viento corría ululando por los aleros. Y en la habitación bien iluminada, parecía haber sombras, aunque Grant sabía que no las había.

—¿Logró encontrarlo alguna vez? —preguntó.

El viejo sacudió la cabeza.

—Desapareció sin dejar rastro —dijo.

Jenkins entró con un vaso y lo puso sobre la mesa de noche.

—Volveré, señor —le dijo a Grant—, para mostrarle su habitación.

—No es necesario —dijo Grant—. Dígame sólo cuál es.

—Como usted quiera, señor —dijo Jenkins—. La tercera hacia abajo. Encenderé las luces y entornaré la puerta.

Los hombres se quedaron escuchando los pasos del robot que bajaba al vestíbulo.

El viejo lanzó una ojeada al whisky y carraspeó.

—Ahora pienso —dijo— que me gustaría que Jenkins me hubiese traído uno.

—Pero eso tiene remedio —dijo Grant—. Tome éste. Realmente no lo necesito.

—¿De veras?

—En absoluto.

El viejo extendió la mano, bebió un sorbo, y suspiró satisfecho.

—Esto es lo que llamo una bebida bien hecha —dijo—. El doctor obliga a Jenkins a que me las sirva aguadas.

Había algo en la casa que se le metía a uno en los huesos. Algo que hacía que uno se sintiese un extraño, incómodo y desnudo ante el callado murmullo de las paredes.

Grant se sentó en el borde de la cama, se desató lentamente los zapatos, y los dejó caer sobre la alfombra.

Un robot que había servido a la familia durante cuatro generaciones, que hablaba de hombres de otros siglos como si ayer les hubiese servido un whisky. Un viejo que se preocupaba por una nave que estaba atravesando la oscuridad del espacio, más allá del sistema solar. Otro hombre que soñaba con una raza que le ofrecería su garra a la humanidad para acompañarla por el camino del destino.

Y sobre todo eso, casi secreta, y sin embargo inconfundiblemente, la sombra de Jerome A. Webster… el hombre que había traicionado a un amigo, el cirujano que había traicionado su profesión.

Juwain, el filósofo marciano, había muerto en vísperas de un gran descubrimiento porque Jerome A. Webster no había sido capaz de dejar su casa, pues la agorafobia lo ataba a unos pocos kilómetros cuadrados.

Grant cruzó en calcetines la habitación hasta la mesa donde Jenkins había puesto el equipaje. Desató las correas, lo abrió, y sacó un grueso portafolios. De vuelta en la cama, se sentó y comenzó a pasar con el pulgar unas hojas.

Formularios, centenares de hojas escritas. La historia de centenares de vidas humanas puestas en papel. No sólo lo que le habían dicho o las respuestas que le habían dado, sino también docenas de otras cosas, cosas que él había obtenido observando, esperando, mirando,
viviendo
con ellos una hora o un día.

Pues la gente que se había refugiado en las colinas lo aceptaba. Su tarea consistía precisamente en eso: en que lo aceptaran. Lo aceptaban porque llegaba a pie, con las ropas desgarradas por las malezas, fatigado, con el equipaje al hombro. No llevaba consigo nada moderno que lo señalara como un ser aparte, que hiciese que desconfiaran de él. Era algo fatigoso realizar un censo, pero éste era el único modo de obtener lo que el Comité Mundial quería… y necesitaba.

Pues en algún sitio, alguna vez, estudiando hojas como éstas, desparramadas sobre la cama, un hombre encontraría el primer indicio de una existencia que no seguía las normas. Alguna rareza de conducta que opondría una vida a todas las demás.

Las mutaciones humanas no eran raras, por supuesto. Muchas eran bien conocidas: hombres que ocupaban altas posiciones. La mayor parte de los miembros del Comité Mundial eran también mutantes; pero, como los otros, sus especiales cualidades y habilidades habían sido modificadas por las normas del mundo, y en un proceso inconsciente sus ideas y reacciones se habían amoldado a las de otros hombres.

Siempre había habido mutantes. De otro modo la raza no hubiese progresado. Pero hasta los últimos cien años no habían sido reconocidos como tales. Antes habían sido meramente grandes hombres de negocios, o grandes hombres de ciencia, o grandes tramposos. O excéntricos, quizá, que no habían recibido más que piedad o burlas de manos de una raza que no permitía que nadie escapase a las normas.

Aquellos que habían tenido éxito se habían adaptado al mundo, habían hecho entrar sus grandes poderes en los límites de las acciones comunes. Y habían reducido así su utilidad, limitando sus capacidades, encerrando su inteligencia en restricciones destinadas a seres menos extraordinarios.

Aun hoy las habilidades de los mutantes conocidos estaban gobernadas, inconscientemente, por normas ya establecidas: los terribles engranajes de la lógica.

Pero en alguna parte del mundo había docenas, quizá centenares, de otros seres humanos que eran un poco más que humanos; personas cuyas vidas no habían sido rozadas por la rigidez y complejidad de otras vidas. Su inteligencia no había sido limitada; no habían caído en los terribles engranajes de aquella lógica.

Grant sacó del portafolios unos papeles (pocos, lamentablemente), y leyó el título en la primera de las hojas, casi con reverencia:

P
ROPOSICIÓN FILOSÓFICA INCONCLUSA Y NOTAS ORDENADAS DE
J
UWAIN
.

Era necesaria una mente que no hubiese caído entre los engranajes de la lógica, una mente desembarazada de las normas establecidas por cuatro mil años de pensamiento humano, para alzar la antorcha que la mano muerta del marciano había dejado caer. Una antorcha que alumbraba un nuevo concepto de la vida, que mostraba un sendero más fácil y recto. Una filosofía que haría adelantar a la humanidad unos cien mil años en el corto espacio de dos generaciones.

Juwain había muerto, y en esta misma casa había vivido un hombre, obsesionado, escuchando la voz de su amigo muerto, acosado por la censura de una raza castigada.

Algo arañaba furtivamente la puerta. Con un sobresalto, Grant se incorporó y escuchó. Volvió a oírse aquel sonido. Luego un débil lloriqueo.

Grant metió otra vez rápidamente los papeles en el portafolios y se encaminó a la puerta. La abrió y Nathaniel se escurrió en la habitación, como una sombra.

—Oscar —dijo— no sabe que estoy aquí. Si supiese que estoy aquí me castigaría.

—¿Quién es Oscar?

—Oscar es el robot que se encarga de nosotros.

Grant sonrió al perro.

—¿Qué quieres, Nathaniel?

—Quiero hablar contigo —dijo Nathaniel—. Has hablado con todos. Con Bruce y el abuelo. Pero no has hablado conmigo, y yo te encontré.

—Muy bien —dijo Grant—. Adelante. Habla.

—Estás preocupado —dijo Nathaniel.

Grant arrugó el entrecejo.

—Sí. Quizá lo estoy. La raza humana está siempre preocupada. Tú ya deberías saberlo, Nathaniel.

—Estás preocupado por Juwain. Lo mismo que el abuelo.

—No, no preocupado —protestó Grant—. Reflexiono, nada más. Y espero.

—¿Qué pasa con Juwain? —preguntó Nathaniel—. Y quien es, y…

—No es nadie realmente —declaró Grant—. Es decir, fue alguien alguna vez, pero murió hace años. Ahora es sólo una idea. Un problema. Algo en que pensar.

—Yo puedo pensar —dijo Nathaniel triunfalmente—. Pienso mucho, a veces. Pero no debo pensar como los seres humanos. Eso me dice Bruce. Dice que debo tener pensamientos de perro y dejar a un lado los pensamientos humanos. Dice que los pensamientos de los perros son tan buenos como los pensamientos de los hombres, quizá un poco mejores.

Grant movió afirmativamente y con seriedad la cabeza.

—Hay mucho de cierto en eso, Nathaniel. Al fin y al cabo, tus pensamientos no pueden ser los de un hombre. Tus pensamientos…

—Hay muchas cosas que conocen los perros y los hombres ignoran —se jactó Nathaniel—. Podemos ver cosas, y oír cosas, que los hombres no ven ni oyen. A veces aullamos de noche, y la gente nos maldice. Pero si pudiesen ver y oír como nosotros, se morirían de miedo. Bruce dice que somos…

—¿Psíquicos?

—Eso es —dijo Nathaniel—. No puedo recordar todas las palabras.

Grant tomó su pijama de la mesa.

—¿Qué te parece si pasas la noche conmigo, Nathaniel? Puedes dormir a los pies de la cama.

Nathaniel observó a Grant con los ojos muy abiertos.

—Oh, ¿lo dices de veras?

—Claro. Si vamos a ser compañeros, los perros y los hombres, es mejor que empecemos desde ahora.

—No te ensuciaré la cama —dijo Nathaniel—. Te lo prometo. Oscar me bañó esta noche —alzó una oreja—. Aunque me parece —añadió— que se ha olvidado una o dos pulgas.

Grant, perplejo, observó la pistola atómica. Era un objeto manejable, de utilidad muy diversa, que servía tanto de encendedor como de arma mortífera. Fabricada para durar mil años, estaba asegurada contra el mal uso, o por lo menos eso decía la propaganda. No se descomponía nunca… salvo ahora, que había dejado de funcionar.

Apuntó con el arma al suelo y la sacudió vigorosamente, pero aun así no funcionó. La golpeó suavemente contra una piedra. Sin resultado.

La oscuridad penetraba en las agrupadas colinas. En algún lugar del valle distante un búho rió irracionalmente. Las primeras estrellas, pequeñas e inmóviles, aparecían en el este, y en el oeste el resplandor verdoso que señalaba la desaparición del sol se disolvía en la noche.

La pila de leña descansaba entre unos pedruscos, y había otros troncos a mano para mantener encendido el fuego durante la noche. Pero si la pistola no funcionaba, no habría fuego.

Grant maldijo entre dientes, pensando en la noche helada y las raciones frías.

Volvió a golpear el arma contra una piedra, esta vez con más fuerza. Nada.

Una rama crujió en las sombras y Grant se incorporó de un salto.

Los árboles se alzaban como torres hacia el creciente crepúsculo. Detrás de uno de los troncos había una figura alta y delgada.

—Hola —dijo Grant.

—¿Algo anda mal, extranjero?

—Mi pistola… —replicó Grant, y se interrumpió de pronto. La sombría figura no tenía por qué saber que estaba desarmado.

Other books

Falcon Song: A love story by Cross, Kristin
The Rational Optimist by Ridley, Matt
Pinball, 1973 by Haruki Murakami
Historia de los reyes de Britania by Geoffrey de Monmouth
Convictions by Judith Silverthorne
Claiming Emerald by Kat Barrett
The Push & the Pull by Darryl Whetter
Disruptor by Sonya Clark