Ciudad (7 page)

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Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

Durante varios minutos, cuando la forma ya había desaparecido, se quedó allí, aferrado a la barandilla, con los ojos fijos en el cielo.

Se le movieron los labios y dijeron:

—Adiós, hijo —pero no se oyó nada.

Lentamente, volvió a tener conciencia del mundo de alrededor. Vio la gente que se movía por la rampa, el campo de aterrizaje que parecía extenderse interminablemente hasta el lejano horizonte salpicado aquí y allá por unas cosas con joroba: naves del espacio. Unos rápidos tractores trabajaban cerca de un hangar, quitando los últimos restos de la nevada de la noche anterior.

Webster se estremeció y pensó que era raro, pues el sol del mediodía calentaba bastante. Volvió a estremecerse.

Se apartó lentamente de la barandilla y se encaminó hacia el edificio de la administración. Y durante un instante sintió un temor desgarrador y repentino, un temor irracional ante aquella masa de cemento que formaba la rampa. Un temor que lo sacudió mentalmente mientras dirigía sus pasos hacia la puerta.

Un hombre se acercaba a él, balanceando el portafolios que llevaba en una mano, y Webster, observándolo de reojo, deseó fervientemente que el hombre no le hablase.

El hombre no le habló. Pasó a su lado lanzándole apenas una mirada y Webster se sintió aliviado.

Si estuviera de vuelta en casa, se dijo Webster, habría terminado de almorzar y estaría preparándose para la siesta. En la chimenea ardería el fuego y el resplandor de las llamas se reflejaría en los morillos. Jenkins le traería una copa de licor y le diría una o dos palabras sin importancia.

Apresuró el paso, ansioso por alejarse de la superficie desnuda y fría de la rampa.

Curioso lo que había sentido con Thomas. Era natural, por supuesto, que no le gustase ver cómo se iba. Pero era enteramente antinatural que en esos últimos minutos hubiese sentido aquel horror. Horror del viaje por el espacio, horror de las tierras extrañas de Marte… Aunque Marte era apenas extraño ahora. Durante más de un siglo los terrestres lo habían conocido, habían luchado en él, habían vivido en él, y algunos habían llegado a amarlo.

Sólo la fuerza de la voluntad había impedido, en aquellos últimos segundos anteriores a la partida de la nave, que corriese por el campo gritándole a Thomas que volviese, gritándole que no se fuera.

Y eso, por supuesto, era algo que no estaba bien. Hubiese sido un exhibicionismo desagradable y humillante… algo impropio de un Webster.

Al fin y al cabo, se dijo, un viaje a Marte no era una gran aventura. Lo había sido un día, pero ya no. Él mismo, en su juventud, había hecho un viaje a Marte y se había quedado allí cinco años. Desde entonces había pasado (al pensarlo se le cortó el aliento) más de un cuarto de siglo.

Cuando el portero robot le abrió la puerta, la charla y los murmullos que venían del vestíbulo le golpearon la cara. Y por aquella charla corría una vena de algo que era casi terror. Durante un instante Webster se detuvo, luego entró en el vestíbulo. La puerta se cerró suavemente a sus espaldas.

Caminó junto a la pared para mantenerse alejado de la gente, y buscó una silla en un rincón. Se sentó echándose hacia atrás, tratando de que el cuerpo se le hundiese en los almohadones, observando la desmenuzada humanidad que bullía en la habitación.

Gente chillona, gente apresurada, gente con rostros extraños y hostiles. Extraños, todos eran extraños. No conocía una sola cara. Gente que iba a alguna parte. Que se dirigía a los planetas. Ansiosa por alejarse. Preocupada por los últimos preparativos. Que corría de aquí para allá.

Una cara familiar surgió de la multitud. Webster se abalanzó hacia ella.

—¡Jenkins! —gritó, y en seguida lamentó haber gritado, aunque nadie, aparentemente, se había dado cuenta.

El robot se acercó y se detuvo ante él.

—Dile a Raymond —ordenó Webster— que debo volver en seguida. Dile que traiga inmediatamente el helicóptero.

—Lo siento, señor —dijo Jenkins—, pero tendremos que esperar. Los mecánicos encontraron una falla en la cámara atómica. Están instalando una nueva. Llevará algún tiempo.

—Pero eso —dijo Webster impacientemente— podría esperar a otra ocasión.

—Los mecánicos dicen que no, señor —afirmó Jenkins—. Tiene que ser ahora. La carga de energía…

—Sí, sí —dijo Webster—, comprendo —jugueteó con el sombrero—. Acabo de recordar —añadió— que tengo algo que hacer. Algo urgente. Debo volver a casa. No puedo esperar.

Se sentó en el borde de la silla con los ojos clavados en la multitud.

Caras… caras…

—Quizá podría usted televisar —sugirió Jenkins—. Uno de los robots se encargaría de ese trabajo. Hay una casilla…

—Espera, Jenkins —dijo Webster. Titubeó un momento—. No tengo nada que hacer en casa. Nada de veras. Pero tengo que volver. No puedo quedarme aquí. Si lo hiciera, me volvería loco. Me asusté allí en la rampa. Aquí me siento turbado y confuso. Tengo una sensación de… una sensación rara y terrible. Jenkins, yo…

—Entiendo, señor —dijo Jenkins—. Su padre sufría de lo mismo. Webster abrió la boca.

—¿Mi padre?

—Sí, señor. Por eso no iba a ninguna parte. Tenía aproximadamente sus años, señor, cuando se dio cuenta. Trató de hacer un viaje a Europa y no pudo. Llegó a mitad de camino y se volvió. Tenía un nombre para eso.

Webster guardó un silencio agobiante.

—Un nombre —dijo al fin—. Claro que hay un nombre. Mi padre sufría de lo mismo. ¿Y mi abuelo? ¿Sufría también de lo mismo?

—No lo sé, señor —dijo Jenkins—. Me crearon cuando su abuelo era ya un anciano. Pero no iba a ninguna parte tampoco.

—Me entiendes entonces —dijo Webster—. Sabes qué es. Siento como si fuese a enfermar físicamente. Trata de conseguir un helicóptero, cualquier cosa, para volver a casa.

—Sí, señor —dijo Jenkins. Jenkins comenzó a alejarse y Webster volvió a llamarlo.

—Jenkins, ¿está enterado algún otro? Algún otro que…

—No, señor —dijo Jenkins—. Su padre nunca hablaba de eso y me parece que deseaba que yo tampoco lo hiciera.

—Gracias, Jenkins —dijo Webster.

Webster volvió a hundirse en la silla, sintiéndose desolado y fuera de lugar. Solo en un vestíbulo ruidoso que hervía de vida. Una soledad que lo desgarraba dejándolo desnudo y débil.

Nostalgia. Nostalgia vergonzosa y total, se dijo a sí mismo. Algo que, se supone, sienten los muchachos cuando se alejan por vez primera del hogar, cuando salen por vez primera a enfrentarse con el mundo.

Había una palabra caprichosa para esto: agorafobia, el temor mórbido a encontrarse en espacios abiertos. De acuerdo con sus raíces griegas, significaba literalmente el temor a la plaza pública.

Si cruzaba la sala hasta la casilla de televisión podría hablar con su madre o alguno de los robots, o, mejor aún, sentarse y mirar el lugar hasta que Jenkins viniese a buscarlo.

Comenzó a incorporarse y en seguida volvió a hundirse en el asiento. No servía. Hablar con alguien, o mirar el lugar, no era estar allí. No podía oler los pinos en el aire del invierno, u oír cómo la nieve familiar crujía bajo sus pasos, o extender un brazo y tocar uno de aquellos robles que crecían junto al sendero. No podía sentir el calor del fuego, ni aquella seguridad de estar íntimamente unido, hasta formar un solo ser, a la tierra y a todas sus cosas.

Y sin embargo, quizá ayudaría. No mucho, posiblemente, pero algo. Comenzó a levantarse otra vez del asiento. Se sintió helado. En los pocos pasos que llevaban a la casilla había horror, un horror terrible e insoportable. Si daba esos pasos, tendría que correr. Correr para huir de esos ojos atentos, esos ruidos poco familiares, la agobiante cercanía de las caras desconocidas.

Se sentó, bruscamente.

La voz chillona de una mujer atravesó el vestíbulo y Webster se encogió como retirándose. Se sentía muy mal. Se sentía enfermo. Ojalá Jenkins se diese prisa.

El primer aliento de la primavera entró por la ventana llenando el estudio con la promesa de las nieves fundidas, de las hojas y flores futuras, de las aves acuáticas que irían hacia el norte rayando el azul, de las truchas que acecharían en las aguas esperando las moscas.

Webster alzó los ojos de sus papeles, aspiró profundamente la brisa, sintió en las mejillas su caricia fresca. Extendió la mano hacia el vaso de brandy, descubrió que estaba vacío, y la retiró.

Volvió a inclinarse sobre los papeles, recogió un lápiz y tachó una palabra.

Leyó, críticamente, los últimos párrafos:

«El hecho de que doscientos cincuenta hombres fuesen invitados a mi casa, casi siempre por razones bastante importantes, y sólo tres pudieran venir, no prueba necesariamente que todos sean víctimas de la agorafobia. Algunos tuvieron quizás otros motivos para no aceptar esa invitación. Y sin embargo, es indudable que luego de la quiebra de las ciudades hay entre los hombres cada vez menos voluntad de dejar los sitios conocidos, y una necesidad creciente de no alejarse de los escenarios y propiedades asociados con la satisfacción y la alegría de vivir.

»Es difícil saber qué puede resultar de todo esto, ya que dichas condiciones no se aplican sino a una pequeña parte de la población. En las familias más numerosas, la presión económica ha obligado a algunos de los hijos a tentar fortuna en otra parte del globo o en los otros planetas. Muchos buscan deliberadamente la aventura y la oportunidad en el espacio, y otros han elegido profesiones u oficios que hacen imposible una existencia sedentaria».

Dio vuelta la hoja y comenzó a leer los últimos párrafos.

Era un buen artículo, lo sabía, pero no podía publicarse. No por ahora, al menos. Quizá después de su muerte. Nadie, hasta donde él podía saberlo, había advertido con tanta claridad esa tendencia, nadie había notado que los hombres dejaban raramente sus casas.

¿Por qué, al fin y al cabo, tenían que dejarlas?

«Pueden reconocerse algunos peligros en…».

El televisor emitió un zumbido y Webster alargó el brazo e hizo girar una llave.

La habitación se desvaneció, y se encontró cara a cara con un hombre que estaba sentado detrás de un escritorio, casi como si estuviese sentado al otro lado del escritorio de Webster. Un hombre canoso, de mirada triste y gafas gruesas.

Durante un momento, Webster lo miró fijamente, tratando de recordar.

—Podría ser… —murmuró, y el hombre sonrió gravemente.

—He cambiado —dijo—. Usted también. Me llamo Clayborne. ¿Recuerda? La comisión médica marciana…

—¡Clayborne! He pensado a menudo en usted. Se quedó en Marte.

Clayborne movió afirmativamente la cabeza.

—He leído su libro, doctor. Una verdadera contribución. La obra que yo hubiese querido escribir, pero nunca encontré tiempo. Por otra parte, no hubiese igualado su trabajo. Especialmente en lo que se refiere al cerebro.

—El cerebro marciano —dijo Webster—. Siempre me intrigó. Ciertas peculiaridades. Temo a veces haber pasado demasiado tiempo, cinco años, tomando notas. Había otro trabajo que hacer.

—Lo hizo usted —dijo Clayborne—. Por eso le llamo ahora. Tengo un paciente. Una operación del cerebro. Sólo usted podría hacerla.

Webster abrió la boca. Le temblaban las manos.

—¿Lo traerá usted aquí?

Clayborne sacudió la cabeza.

—No se le puede mover. Lo conoce usted, me parece. Juwain, el filósofo.

—¡Juwain! —dijo Webster—. Uno de mis mejores amigos. Hablé con él hace un par de días.

—El ataque fue repentino —dijo Clayborne—. Ha estado preguntando por usted.

Webster calló y sintió frío. Era un frío que venía hacia él desde algún lugar secreto. Un frío que lo hacía transpirar y le retorcía las manos.

—Si sale usted en seguida —dijo Clayborne— puede llegar a tiempo. Ya he hablado con el Comité Mundial para que pongan inmediatamente una nave a su disposición. Es necesario darse prisa.

—Pero yo… —dijo Webster—, pero yo… no puedo ir.

—¡No puede venir!

—No, no puedo —dijo Webster—. No creo, por otra parte, que yo sea indispensable. Seguramente usted…

—No —dijo Clayborne—. Usted, sólo usted. Ningún otro tiene los conocimientos necesarios. La vida de Juwain está en sus manos. Si viene, Juwain vivirá. Si no viene, morirá.

—No puedo salir al espacio —dijo Webster.

—Cualquiera puede salir al espacio —dijo Clayborne—. No es como antes. Las condiciones del viaje pueden cambiarse a voluntad.

—Pero usted no entiende —protestó Webster—. Usted…

—No, no entiendo —dijo Clayborne—. De verdad, no lo entiendo. Que alguien pueda rehusar a salvarle la vida a un amigo…

Los dos hombres se miraron fijamente un largo rato, sin hablar.

—Bien, le diré al Comité que envíen la nave directamente a su casa —dijo Clayborne por último—. Espero que para ese entonces ya se haya decidido usted.

Clayborne se desvaneció y la pared apareció de nuevo; la pared y los libros, la chimenea y los cuadros, los muebles tan queridos, la promesa de la primavera que entraba por la ventana.

Webster se quedó helado en la silla, con los ojos clavados en la pared.

Juwain, su cara velluda y arrugada, el murmullo sibilante, su amistad y comprensión. Juwain, que había tomado entre sus manos la materia de los sueños y la había moldeado hasta convertirla en lógica, en reglas de vida y conducta. Juwain, que había dado a la filosofía el carácter de un instrumento, una ciencia, un escalón hacia una vida mejor.

Webster hundió la cabeza entre las manos y luchó con la agonía que crecía dentro de él.

Clayborne no había comprendido. No se podía esperar otra cosa, ya que nada sabía. Y aun estando enterado, ¿podría comprender? Ni siquiera él, Webster, hubiera podido entenderlo sin descubrirlo en sí mismo. El terrible temor de apartarse de la chimenea, la tierra, la casa, las propiedades, los pequeños simbolismos que había construido con los años. Y esa construcción no era solamente suya, sino también de los otros Webster. Comenzando con el primer John J. Webster. Hombres y mujeres que hacían de la vida un culto, que habían convertido las costumbres en tradición.

Él, Jerome A. Webster, había ido a Marte cuando era joven, y no había sentido o sospechado el anhelo de prisión que le corría por las venas. Pero treinta años de vida tranquila en este retiro que los Webster llamaban hogar habían desarrollado ese anhelo sin que él se diese cuenta. No había tenido, en verdad, oportunidad para darse cuenta.

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