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Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

Ciudad (22 page)

—¿Los fantasmas?

—Lo que ustedes llaman fantasmas. Pero no son fantasmas. Estoy seguro. Hay algo en el cuarto de al lado. Alguna forma de vida, en otra dimensión.

—¿Quieres decir que puede haber varios planos de vida que coexisten simultáneamente en la Tierra?

—Empiezo a creerlo, señor. Tengo un cuaderno lleno de notas acerca de las cosas que han visto y oído los perros. Y hoy, después de tantos años, comienzan a tener sentido… Puedo equivocarme, señor. Ya sabe usted que no estoy preparado para esto. No he sido más que un sirviente. Otro robot me ayuda a fabricar los robots pequeños para los perros, y ahora éstos producen a sus semejantes en las fábricas cuando se necesitan algunos más.

—Pero ¿y los perros? Escuchan, y eso es todo.

—Oh no, señor. Hacen muchas cosas. Tratan de entablar amistad con los animales y vigilan a los robots salvajes y a los mutantes…

—¿Los robots salvajes? ¿Hay muchos?

Jenkins afirmó con la cabeza.

—Muchos, señor. Desparramados por todo el mundo, en campamentos. Son los que quedaron en la Tierra. Los que no tenían utilidad en Júpiter. Se han juntado y trabajan…

—Trabajan. ¿En qué?

—No lo sé, señor. Ante todo construyen máquinas. Me pregunto qué harán con todas las máquinas que tienen. En qué piensan usarlas.

—Lo mismo digo —comentó Webster.

Y con los ojos clavados en la oscuridad, pensó. Pensó en cómo los hombres, agrupados en Ginebra, habían perdido todo contacto con el mundo. Cómo no sabían nada de los perros, ni de los campamentos de robots, ni de los refugios de los temidos y odiados mutantes.

Perdimos todo contacto, pensó. Nos encerramos con llave y dejamos el mundo fuera. Nos hicimos una cuevita y nos metimos dentro… en la última ciudad del mundo. Y no sabíamos qué ocurría fuera de la ciudad. Pudimos haberlo sabido, debimos haberlo sabido, pero no nos preocupamos.

Es hora de que volvamos a intervenir.

Nos sentíamos angustiados y perdidos. Al principio intentamos hacer un esfuerzo, pero luego abandonamos.

Los pocos que habían quedado comprendieron por primera vez la grandeza de la raza; por primera vez vieron las obras realizadas por el hombre. Y trataron de continuarlas, y no pudieron, y racionalizaron. Como suele hacer el hombre con casi todas las cosas. Se engañaron a sí mismos diciéndose que los fantasmas no existían, dando a las cosas que se aparecían de noche el nombre más suave e inexpresivo que les vino a la cabeza.

No pudimos continuar las obras de los hombres, y racionalizamos. Buscamos refugio detrás de una pantalla de palabras, y el juwainismo nos ayudó. No nos faltó mucho para que adorásemos a nuestros antecesores. Queríamos glorificar a la raza humana. No podíamos continuar la obra del hombre, e intentamos entonces glorificarla, intentamos entronizar a su autor. Y lo mismo hicimos con todas las otras cosas que iban muriendo.

Nos convertimos en una raza de historiadores. Excavamos con dedos agusanados las ruinas de la raza, llevándonos al pecho, como si se tratara de una preciosa joya, el hecho más insignificante. Y ésta fue la primera parte, el entretenimiento que acabó por aburrirnos cuando comprendimos qué éramos realmente: las heces en la copa vacía de la humanidad.

Pero nos sobrepusimos. Oh, sí, nos sobrepusimos. Bastó una generación. El hombre es una criatura adaptable. ¿De modo que no podíamos construir naves del espacio? ¿De modo que no podíamos ir a las estrellas? ¿Ni resolver el enigma de la vida? ¿Y eso qué?

Éramos los herederos, teníamos un legado. Ninguna raza podía compararse a la nuestra, ni por lo que había sido, ni por lo que podía ser. Así que racionalizamos una vez más y olvidamos la gloria de la raza; pues aunque espléndida, era también pesada y humillante.

—Jenkins —dijo Webster muy serio—. Hemos malgastado diez siglos.

—No malgastado, señor —dijo Jenkins—. Ha sido un descanso, quizá. Pero ahora pueden ponerse en camino otra vez. Pueden volver a nosotros.

—¿Vosotros nos queréis?

—Los perros los necesitan —dijo Jenkins—. Y también los robots. Pues ambos no fueron nunca sino los sirvientes del hombre. Están perdidos sin vosotros. Los perros están levantando una civilización, es cierto, pero con demasiada lentitud.

—Quizá resulte una civilización mejor que la nuestra —dijo Webster—. Una civilización más eficaz. La nuestra no lo fue.

—Una civilización más bondadosa —admitió Jenkins—, pero no muy práctica. Una civilización basada en la fraternidad de los animales, en el entendimiento psíquico, y quizá en una eventual comunicación por medio de palabras. Una civilización de la mente y la inteligencia, pero no muy positiva. Sin metas reales, con una técnica limitada. Sólo una búsqueda de la verdad, y la búsqueda de la verdad nunca ha interesado mucho al hombre.

—¿Y crees que el hombre podría ayudar?

—Podría dirigirnos.

—¿Lo haría bien?

—Es difícil saberlo.

Webster, acostado en la oscuridad, se frotó las manos, de pronto sudorosas, en las mantas que le cubrían el cuerpo.

—Dime la verdad —dijo, y su voz era sombría—. El hombre podría dirigiros como tú dices. Pero el hombre podría intentar imponerse otra vez. Podría rechazar las cosas que hacen los perros como poco prácticas. Podría reunir a los robots y utilizar sus habilidades mecánicas para volver al pasado. Tanto los perros como los robots tendrían que arrodillarse ante el hombre.

—Claro —dijo Jenkins—. Ya fueron sirvientes una vez. Pero el hombre es sabio. El hombre conoce mejor las cosas.

—Gracias, Jenkins —dijo Webster—. Muchas gracias.

Cerró los ojos, y la verdad estaba escrita allí en la oscuridad.

Las huellas de sus pies se veían todavía en el piso, y el olor del polvo llenaba el aire. La lámpara de radio brillaba sobre el panel; y el interruptor, el volante y las perillas estaban esperando, esperando que no llegase el día en que se los necesitara.

Webster se detuvo en el umbral, percibiendo en la amarga sequedad del aire, la humedad de la piedra.

Defensa, pensó mirando el interruptor. Algo para apartarnos, un dispositivo para sellar un lugar contra todas las armas, imaginarias o reales, que pueda traer un enemigo hipotético.

E, indudablemente, la defensa que deja al enemigo afuera, dejará al defensor adentro. No necesariamente, claro, pero…

Cruzó el cuarto, se detuvo ante el interruptor, y extendió la mano, y lo tomó. Comenzó a moverlo, lentamente, y supo que funcionaría.

En seguida movió el brazo, con rapidez, y conectó el interruptor. De allá abajo, muy lejos, vino un zumbido grave: las máquinas se ponían en marcha. Las agujas del panel oscilaron.

Webster tocó el volante con dedos temblorosos, lo hizo girar, y las agujas oscilaron de nuevo en sus cajas de vidrio. Con mano rápida y segura movió el volante y las agujas chocaron con sus topes.

Se volvió, rápidamente, salió de la bóveda, cerró la puerta y subió por los gastados escalones.

Si por lo menos funcionase, pensó. Si por lo menos funcionase.

Subió con mayor rapidez y la sangre le golpeó en las sienes.

Si por lo menos funcionase…

Recordó el zumbido de las máquinas, allá abajo, al mover el interruptor. Eso significaba que el mecanismo defensivo, o por lo menos parte del mecanismo, se conservaba en buen estado.

Pero aunque así fuera, ¿serviría de verdad? ¿Qué ocurriría si dejaba fuera al enemigo, pero no encerraba a los hombres?

Qué ocurriría si…

Cuando llegó a la calle, vio que el cielo había cambiado. Una superficie gris y metálica ocultaba el sol. En la ciudad reinaba una luz crepuscular, matizada por las lámparas automáticas de la calle. Una débil brisa le acarició la cara.

Las cenizas grises y frágiles del mapa y los cuadernos de notas descansaban aún en la chimenea. Webster atravesó el cuarto, tomó el atizador y removió las cenizas hasta que ya no se pudo saber que habían estado allí.

Desaparecidas, pensó. El último indicio ha desaparecido. Sin el mapa, sin los conocimientos que le habían llevado veinte años de vida, nadie podría encontrar el cuarto secreto con el interruptor, el panel y las perillas bajo la lámpara de radio.

Nadie sabría exactamente qué había ocurrido. Y aun cuando alguien lo sospechase, nadie podría estar seguro. Y aunque alguien estuviese seguro, nada podría hacer.

Mil años antes no habría ocurrido así. Pues en aquellos días le bastaba al hombre un mínimo indicio para ponerse a resolver cualquier problema.

Pero el hombre había cambiado. Había perdido sus viejos conocimientos y sus viejas habilidades. Su mente se había convertido en una cosa fláccida. Pero conservaba, en cambio, sus viejos vicios; los vicios que se habían convertido en virtudes —desde su propio punto de vista—, y con los que había creído elevarse a sí mismo. Conservaba aún la inconmovible creencia de que su especie y su vida eran las únicas que importaban… el egoísmo y la presunción con que se había designado a sí mismo rey de la creación.

Unos pasos apresurados sonaron en la calle, fuera de la casa, y Webster, de pie ante la chimenea, se volvió y miró los paneles opacos de las ventanas altas y estrechas.

Los he sacado a la calle, pensó. Los he hecho correr. Se preguntan qué pasa. Están excitados. Durante siglos no salieron de la ciudad, y ahora que no pueden salir, están rabiosos.

Su sonrisa se hizo más amplia.

Y si consiguieran salir… bueno, estarían en todo su derecho. Si consiguieran salir habrían ganado el derecho de dominar otra vez el mundo.

Cruzó la habitación y se detuvo unos instantes en la puerta, mirando el cuadro sobre la chimenea. Torpemente, alzó una mano, como en un desmañado saludo, un trasnochado adiós. Luego salió a la calle y se dirigió a la colina por el camino que Sara había recorrido unos días antes.

Los robots del Templo eran amables y considerados, dignos y de suave andar. Lo llevaron al lugar donde yacía Sara, y le mostraron la cámara próxima que la mujer había reservado para él.

—Querrá escoger un sueño —dijo el secretario de los robots—. Tenemos muchas muestras. Podríamos mezclar varios a su gusto. Podríamos…

—Gracias —dijo Webster—, no quiero sueños.

El robot movió afirmativamente la cabeza, comprendiendo.

—Entiendo, señor. Sólo quiere esperar, que el tiempo pase.

—Sí —dijo Webster—. Algo parecido.

—¿Cuánto tiempo?

—¿Cuánto?

—Sí. ¿Cuánto tiempo quiere esperar?

—Oh —dijo Webster—. Ya veo. ¿Qué le parece para siempre?

—¡Para siempre!

—Sí, creo que se dice así —dijo Webster—. Pude haber dicho una eternidad, pero no cambiaría mucho. No vamos a discutir por unas palabras que significan lo mismo.

—Como usted quiera, señor —dijo el robot.

No había por qué discutir. No, naturalmente que no. Pero no quería correr riesgos. Podía haber dicho mil años; pero entonces, al despertar, quizá se arrepintiese y bajase a la bóveda a mover el interruptor.

Y eso no debía ocurrir. Los perros tenían que tener su posibilidad. Tenían que vivir tranquilos e intentar el éxito allí donde el hombre no lo había logrado. Y mientras hubiese un elemento humano los perros no podrían tener éxito. Pues el hombre querría volver a dominarlo todo, estropearía las cosas, se reiría de los duendes que hablaban en el otro cuarto, objetaría que se domase y civilizase a todos los animales.

Normas nuevas, un nuevo modo de pensar y vivir, una nueva aproximación a los problemas sociales. Y no había que manchar todo eso con el pesado aliento del hombre.

Los perros se reunirían en las noches, después del trabajo, y hablarían del hombre. Contarían, una y otra vez, las viejísimas historias, y el hombre sería un dios.

Y así sería mejor.

Pues un dios no puede obrar mal.

Notas al séptimo cuento

H
ACE VARIOS AÑOS
salió a la luz un viejo texto literario. En un tiempo, aparentemente, tuvo una mayor extensión, y aunque sólo una parte ha llegado hasta nosotros, los pocos cuentos que en él figuran bastan para indicar que se trataba de una colección de fábulas que concernían a los diversos miembros de la confraternidad animal. Los cuentos son muy antiguos y sus puntos de vista y su técnica narrativa parecen hoy singularmente extraños. Algunos de los eruditos que han estudiado este fragmento opinan, con Tige, que muy bien puede ser de origen no perruno.

El título general de los cuentos es Esopo. El título de esta historia es también Esopo, y tanto el uno como la otra parecen haber llegado intactos hasta nosotros desde la más remota antigüedad.

¿Qué significa esto?, se preguntan los eruditos. Tige, como es natural, cree que Esopo añade un nuevo eslabón a su teoría de que la leyenda es de origen humano. La mayor parte de los otros eruditos no está de acuerdo, pero no han dado hasta ahora una explicación más satisfactoria.

Tige señala, además, que el séptimo cuento prueba que si no hay evidencia histórica de la existencia del hombre, ello se debe a que este ser fue deliberadamente olvidado, borrado de la memoria de los perros para asegurar la continuidad de la cultura canina en sus formas más puras.

En la historia, los perros han olvidado al hombre. En los pocos miembros de la raza humana que aún viven entre ellos no reconocen al hombre y llaman a esas raras criaturas con el viejo apellido Webster. Pero este nombre propio, Webster, ha pasado a ser un sustantivo común. Los perros se refieren a los hombres como websters mientras que para Jenkins el nombre tiene una W mayúscula.

¿Qué es un hombre? —preguntó el lobo; y el oso, cuando trató de explicarlo, no pudo.

Jenkins dice, en el cuento, que los perros no deben recordar al hombre. Y nos indica las medidas que tomó para que olvidáramos.

Las viejas historias contadas junto al fuego, ya no existen, dice Jenkins. Y Tige ve aquí un intento deliberado de que olvidemos (quizá no tan altruistamente como Jenkins supone) para salvar la dignidad perruna. Las historias han desaparecido, dice Jenkins, y no deben volver. Pero parece que no desaparecieron. En alguna parte, en algún lejano rincón del mundo, siguieron contándose, y por ese motivo llegaron a nosotros.

Pero si los cuentos persistían, el hombre, en cambio, había desaparecido, o casi. Había aún robots salvajes; pero hasta ellos, si fueron más que pura imaginación, ya no existen hoy. Los mutantes han desaparecido también y forman una sola pieza con el hombre. Si el hombre existió, también existieron los mutantes.

Todas las controversias que giran alrededor de estos cuentos pueden ser reducidas a una única pregunta: ¿Existe el hombre? Si al leer estas historias el lector no sabe qué pensar, está en buena compañía. Pues los mismos expertos y eruditos que se pasaron la vida estudiando la leyenda tampoco saben qué pensar.

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