Read Ciudad Online

Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

Ciudad (23 page)

7
Esopo

L
A SOMBRA GRIS
se escurrió a lo largo del borde de piedra, encaminándose a su guarida, lloriqueando por el fracaso y la amarga desilusión… pues las Palabras habían fallado.

El sol sesgado del atardecer dibujó una cara, una cabeza y un cuerpo indistintos y lóbregos, como la niebla matinal que se levanta de un abismo.

El sendero se interrumpió de pronto, y la sombra se detuvo, sorprendida, recostándose contra el muro de piedra. Pues la guarida había desaparecido. ¡El sendero se interrumpía antes de llegar a la guarida!

Dio media vuelta, como un látigo restallante, y miró por encima del valle. El río había cambiado. Corría más cerca de los riscos que anteriormente. Había un nido de golondrinas en la pared de piedra, donde nunca había habido uno.

La sombra se endureció, y sobre sus orejas se alzaron unos tentáculos que examinaron el aire.

¡Había vida! El olor de la vida flotaba débilmente en aquella atmósfera; de las hondonadas venía una sensación de vida.

La sombra se movió, enderezándose, y se arrastró a lo largo del camino de piedra.

La guarida había desaparecido, y el río era distinto, y había un nido de golondrinas en la roca.

La sombra se estremeció, babeando mentalmente.

Las Palabras habían resultado exactas, no habían fallado. Éste era un mundo distinto.

Un mundo distinto, de muy diversos modos. Un mundo tan pleno de vida que ésta zumbaba en el aire. Vida quizá que no podía correr muy rápidamente, ni esconderse con mucha eficacia.

El lobo y el oso se encontraron bajo el roble gigantesco y se pusieron a charlar.

—He oído —dijo el lobo— que siguen las muertes.

El oso lanzó un gruñido.

—Unas muertes muy raras, hermano. Muertes que no dan de comer.

—Muertes simbólicas —dijo el lobo.

El oso sacudió la cabeza.

—No hay muertes simbólicas. Esta nueva psicología que enseñan los perros exagera un poco. Cuando se mata a alguien, es por hambre o por odio. No me verás matar a alguien que no voy a comer —se apresuró a aclarar sus palabras:— No es que mate a alguien. Lo sabes bien, hermano.

—Claro que no —dijo el lobo.

El oso cerró los ojitos, los abrió y parpadeó.

—Es cierto que de vez en cuando doy vuelta a una piedra y lamo una hormiga o dos.

—No creo que los perros llamen a eso matar —dijo el lobo gravemente—. Los insectos no son lo mismo que los animales y los pájaros. Nadie nos dijo nunca que no matáramos insectos.

—En eso te equivocas —dijo el oso—. Los Cánones lo dicen muy claramente. No debes destruir la vida. No debes privar a nadie de la vida.

—Sí, imagino que así será —admitió el lobo santurronamente—. Imagino que en eso tienes razón. Pero los perros tampoco hacen muchos remilgos con los insectos. Pues sabrás que están tratando de obtener un polvo mejor contra las pulgas. ¿Y para qué sirve un polvo contra las pulgas, pregunto? Pues para matar pulgas. Para eso. Y las pulgas son vida. Las pulgas son seres vivos.

El oso lanzó un manotazo a una mosquita verde que le pasó zumbando por la nariz.

—Voy a bajar al puesto de comidas —dijo el lobo—. Quizá quieras venir conmigo.

—No tengo hambre —dijo el oso—. Y además es demasiado temprano. No es hora todavía de comer.

El lobo se pasó la lengua por el hocico.

—A veces caigo por allí como casualmente y el webster encargado del puesto me da algo extra.

—Está estudiándote —dijo el oso—. No te va a dar más comida por nada. Se trae algo escondido. No confío en los websters.

—Éste es bueno —declaró el lobo—. Se encarga del puesto de comida sin necesidad. Cualquier robot podría ocupar su lugar. Pero él mismo pidió el trabajo. Estaba cansado de ir de un lado a otro sin tener nada que hacer. Y ahí, en el puesto, se ríe y habla como cualquiera de nosotros.

El oso resopló.

—Uno de los perros me dijo que Jenkins asegura que no se llaman websters. Dice que no son websters, que son hombres.

—¿Y qué son los hombres?

—Bueno, te lo estaba diciendo. Es lo que dice Jenkins…

—Jenkins —afirmó el lobo— está tan viejo que lo confunde todo. Recuerda demasiadas cosas. Debe de tener mil años.

—Siete mil —dijo el oso—. Los perros están preparando una gran fiesta de cumpleaños. Le van a regalar un cuerpo nuevo. El viejo está muy gastado. Cada dos o tres meses va al taller de reparaciones —movió de un lado a otro la cabeza con aire de sabiduría—. Y al fin y al cabo, lobo, los perros han hecho mucho por nosotros. Han instalado esos puestos de comidas, y nos han enviado médicos robots, y otras cosas. El año pasado, por ejemplo, me dolían terriblemente los dientes y…

—Pero los puestos de comidas podrían ser mejores —interrumpió el lobo—. Dicen que esas pastas son lo mismo que carne, que tienen el mismo valor alimenticio y todo, pero no saben a carne.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó el oso.

El balbuceo del lobo duró una fracción de segundo.

—Porque… porque me lo dijo mi abuelo. Era un viejo sinvergüenza, mi abuelo. Se conseguía algún venado de cuando en cuando. Me dijo cómo sabía la carne. Pero en aquel tiempo no había tantos guardias como hoy.

El oso cerró los ojos y volvió a abrirlos.

—A veces me pregunto a qué sabrá el pescado. Hay un banco de truchas allá abajo en el arroyo del Pino. He estado observándolas. Es fácil cazar de un zarpazo un par de ellas… Claro que nunca lo he hecho —añadió rápidamente.

—Claro que no —dijo el lobo.

Un mundo, y después otro, unidos como los eslabones de una cadena. Un mundo que le pisaba los talones a otro. Un mundo hoy, otro mañana. Y ayer es mañana, y mañana, pasado.

Aunque no había pasado. Sólo ese recuerdo fantasmal que flotaba como un ser nocturno en la sombra de la mente. No había pasado real. No había cuadros pintados en el muro del tiempo. No había filmes que uno pudiese hacer retroceder para ver cómo había sido antes.

Joshua se incorporó, sacudiéndose, se sentó y se rascó una pulga. Ichabod estaba sentado a la mesa, muy tieso, tamborileando mentalmente los dedos.

—Es definitivo —dijo el robot—. No hay nada que hacer. No podemos viajar al pasado.

—No —dijo Joshua.

—Pero —dijo Ichabod— sabemos dónde están los duendes.

—Sí —dijo Joshua—. Sabemos dónde están los duendes. Y quizá podamos llegar a ellos. Sabemos qué camino hay que tomar.

Había un camino abierto, pero el otro estaba cerrado. No cerrado en realidad, pues nunca había existido el tal camino. Pues no había pasado, nunca lo hubo, no había cuartos para él. Donde debía estar el pasado, había otro mundo.

Como dos perros, cada uno de los cuales sigue las huellas del otro. Un perro sale y otro perro entra. Como una larga, interminable fila de bolillas de cojinete que corren por un surco, tocándose casi, pero no del todo. Como los eslabones de una cadena infinita que corre sobre una rueda de billones de billones de dientes.

—Estamos retrasados —dijo Ichabod mirando el reloj—. Tenemos que prepararnos para la fiesta de Jenkins.

Joshua volvió a sacudirse.

—Sí, supongo que sí. Un gran día para Jenkins, Ichabod. Piénsalo un poco, siete mil años…

—Tengo todo preparado —dijo Ichabod orgullosamente—. Me he ilustrado esta mañana. Pero tú deberías peinarte un poco. Tienes el pelo todo revuelto.

—Siete mil años —dijo Joshua—. No me gustaría vivir tanto.

Siete mil años y siete mil mundos, cada uno de los cuales sigue las huellas de los otros. Aunque era más que eso. Un mundo por día. Trescientas sesenta y cinco veces siete mil. O quizás un mundo por minuto. O quizás un mundo por segundo. Un segundo es tiempo suficiente para separar dos mundos. Trescientas sesenta y cinco veces siete mil veinticuatro veces sesenta veces sesenta…

Tiempo suficiente, y final. Pues no había pasado. No era posible retroceder. No era posible retroceder y observar las cosas de que hablaba Jenkins… Las cosas que podían ser ciertas o sólo recuerdos deformados por siete mil años. No era posible volver y verificar las nebulosas leyendas en que se hablaba de una casa y una familia de websters y una cúpula cerrada de nada que se alzaba entre unos montes, del otro lado del mar.

Ichabod se acercó con un peine y un cepillo y Joshua se apartó.

—Vamos, quieto —dijo Ichabod—. No te haré daño.

—La vez pasada —dijo Joshua— casi me despellejas vivo. Ten cuidado con los granos.

El lobo había entrado en el puesto esperando recibir una ración extra, pero no le habían dado nada y era demasiado educado para pedir. Ahora estaba sentado, con la peluda cola entre las patas, observando cómo Peter trabajaba en una varita con un cuchillo.

Una ardilla, que había bajado de las ramas del árbol más próximo, descansaba en el hombro de Peter.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó la ardilla.

—Una vara, para arrojarla.

—Cualquier vara sirve para eso —dijo el lobo—. No necesitas una vara especial. Basta con que tomes una cualquiera y la tires.

—Esto es algo nuevo —dijo Peter—. Algo que he pensado. Aunque no sé realmente qué es.

—¿No tiene nombre? —preguntó la ardilla.

—No todavía —dijo Peter—. Tengo que buscarle uno.

—Pero —insistió el lobo— puedes tirar cualquier vara. La que más te guste.

—No tan lejos —dijo Peter—. No con tanta fuerza.

Peter hizo girar la varita entre los dedos, apreciando su lisura y redondez, alzándola y mirándola de punta para asegurarse de que era bien recta.

—No la voy a tirar con la mano —dijo Peter—. La voy a tirar con otra vara y una cuerda.

Se inclinó y recogió el objeto apoyado contra un árbol.

—Lo que no me imagino —dijo la ardilla— es para qué quieres tirar la vara.

—No sé —dijo Peter—. Es una especie de juego.

—Vosotros los websters —dijo el lobo— sois animales muy raros. A veces me pregunto si tenéis sentido común.

—Puedes darle con esto a lo que quieras —dijo Peter—. Basta con que la vara sea recta y la cuerda resistente. No puedes usar cualquier vara, tienes que buscar y buscar…

—Enséñame —dijo la ardilla.

—Así —dijo Peter alzando la rama de nogal—. Es dura, como veis. Y flexible. Se dobla y vuelve a su forma primitiva. En esta cuerda que une las dos puntas apoyo la vara que voy a arrojar. Y luego tiro así de la cuerda…

—Dijiste que puedes darle a cualquier cosa —dijo el lobo—. Enséñanos.

—¿A qué queréis que le dé? —dijo Peter—. Elegid algo…

La ardilla apuntó excitada:

—A ese petirrojo que está en el árbol.

Peter alzó rápidamente las manos, tiró de la cuerda y la rama se arqueó. La vara silbó en el aire. El petirrojo cayó del árbol como una lluvia de plumas. Golpeó el suelo con un ruido blando y grave, y se quedó allí, boca arriba, diminuto, desamparado, con unas garras recogidas que apuntaban a las copas de los árboles. La sangre que le brotó del pico fue a manchar la hoja en que apoyaba la cabeza.

La ardilla se endureció en el hombro de Peter, y el lobo se puso de pie. Había calma en el aire; la calma de las hojas inmóviles, de las nubes que flotaban en el mediodía azul.

El horror hizo temblar la voz de la ardilla.

—¡Lo mataste! ¡Está muerto! ¡Lo mataste!

Peter protestó inmovilizado por el miedo.

—No sabía. Nunca traté de acertarle a algo vivo. Apuntaba sólo a las cosas.

—Pero lo mataste. Y no se debe matar.

—Ya sé —dijo Peter—. Ya sé que no. Pero me dijiste que le acertara. Me lo enseñaste. Me…

—Nunca dije que lo mataras —chilló la ardilla—. Pensé que ibas a golpearlo, nada más. Que lo asustarías. Era tan gordo y tímido…

—Te dije que la vara salía con fuerza.

El webster parecía clavado en el suelo.

Lejos y con fuerza, pensó. Lejos y con fuerza… y rápido.

—Tranquilízate, compañero —dijo la suave voz del lobo—. Ya sabemos que no lo hiciste a propósito. Que quede entre los tres. Nunca diremos una palabra.

La ardilla saltó del hombro de Peter y chilló desde la rama de un árbol.

—Yo voy a contarlo. Se lo diré a Jenkins.

El lobo lanzó un gruñido con ojos enrojecidos por la cólera.

—Sucia charlatana. Cuentera tramposa.

—Lo contaré —chilló la ardilla—. Esperad y veréis. Se lo voy a decir a Jenkins.

Subió zigzagueando por el árbol, corrió por una rama y saltó a otro árbol vecino.

El lobo se movió rápidamente.

—Espera —dijo Peter, cortante.

—No podrá ir de árbol en árbol —dijo el lobo—. Tendrá que bajar para cruzar la pradera. No tienes por qué preocuparte.

—No —dijo Peter—. No más muertes. Una basta y sobra.

—Lo va a contar, lo sabes.

Peter movió la cabeza de arriba abajo.

—Sí, lo sé.

—Puedo impedírselo —dijo el lobo.

—Alguien te verá e irá a denunciarte —dijo Peter—. No, no quiero que lo hagas.

—Entonces, escapemos —dijo el lobo—. Conozco un lugar donde podrías esconderte. Nunca te encontrarán, ni aunque te busquen mil años.

—No podría —dijo Peter—. Hay ojos en los bosques. Demasiados. Dirían dónde estoy. Ha pasado esa época en que uno podía esconderse.

—Creo que tienes razón —dijo lentamente el lobo—. Sí, creo que tienes razón.

Dio media vuelta y clavó la vista en el petirrojo.

—¿Qué te parece si eliminamos las pruebas?

—¿Las pruebas…?

—Sí, eso mismo.

El lobo se adelantó rápidamente y bajó la cabeza. Se oyó un crujido. El lobo se lamió los bigotes, se sentó y se envolvió los pies con la cola.

—Tú y yo nos entendemos —dijo—. Sí, señor, estoy seguro. Somos muy parecidos.

Una pluma acusadora se le había pegado en la punta de la nariz.

El cuerpo era una joya.

Un martillazo no podía abollarlo, y no se oxidaría nunca. Y tenía un número inimaginable de aparatos.

Era el regalo de cumpleaños de Jenkins. El grabado en el pecho decía:
A Jenkins, de los perros.

Pero nunca lo usaré, se dijo Jenkins. Es demasiado hermoso para mí, demasiado adorno para un robot tan viejo como yo. Me sentiría fuera de lugar en una cosa como ésta.

Se balanceó lentamente hacia adelante y hacia atrás en la silla mecedora, escuchando el murmullo del viento en los aleros.

Tienen buenas intenciones, pensó. Y no quisiera lastimarlos de ningún modo. Tendré que ponérmelo por lo menos una vez, aunque sea para aparentar. Para complacer a los perros. No estaría bien que no me lo pusiese. Trabajaron mucho. Pero no lo usaré todos los días. Sólo en las grandes ocasiones.

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