Ciudad (15 page)

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Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

—Me sentiré muy solo —dijo Towser. Pero no lo dijo de veras. Por lo menos no había palabras. Se trataba más bien de una sensación de soledad, un llanto de despedida. Como si, por un instante, Fowler hubiese entrado en la mente del perro.

Fowler guardaba silencio, mientras la repulsión crecía en él. Repulsión ante la idea de ser transformado otra vez en un hombre, en eso tan inadecuado que eran la mente y el cuerpo humanos.

—Te he acompañado hasta aquí —dijo Towser—, pero no lo soporto más. Prefiero morir antes que volver. Yo ya estaba casi acabado, recuérdalo. Era un viejo comido por las pulgas. Tenía los dientes estropeados y mis digestiones eran atroces. Y me consumían las pesadillas. Cuando era cachorro yo solía cazar conejos, pero últimamente los conejos me cazaban a mí.

—Espérame —dijo Fowler—. Volveré.

Si por lo menos logro que entiendan, pensó. Si por lo menos logro eso. Si logro explicarlo.

Alzó la maciza cabeza y miró las cimas de las montañas envueltas en la niebla rosada y purpúrea. Un relámpago serpenteó en el cielo, y las nubes y vapores se encendieron en un fuego estático.

Fowler se adelantó lentamente, con repugnancia. Un vaho de aroma bajó con la brisa, y Fowler bañó su cuerpo en él. Y sin embargo aquello no era un aroma, pero no había otra palabra con que designarlo. En los años venideros la raza humana desarrollaría una nueva terminología.

Cómo podía uno, se preguntó, explicar aquellas nieblas que flotaban sobre la tierra y aquel delicioso aroma. Entenderían otras cosas. El hecho de que no tuviesen que comer ni dormir, de que la gama de neurosis depresivas que parecían alimentar al hombre hubiesen terminado para siempre. Comprenderían estas cosas que podían explicarse con términos muy simples, con el vocabulario común.

¿Pero qué ocurriría con las otras cosas, los factores que exigían un lenguaje nuevo? Emociones que el hombre no había conocido nunca. Capacidades que no había soñado. La claridad mental, y la comprensión; la posibilidad de utilizar todo el cerebro. Cosas que uno conocía y podía hacer instintivamente, y que los hombres ignoraban puesto que sus cuerpos carecían de muchos sentidos.

—Las escribiré —se dijo—. Lo pensaré y las escribiré.

Pero la palabra escrita, reflexionó, era una pobre herramienta.

La lente de una cámara de televisión surgió de la cúpula, y Fowler se adelantó, vacilante. Unos hilos de niebla condensada corrían por el lente. Fowler se enderezó para mirar directamente el cristal.

No es que pudiese ver algo, pero los hombres de la cúpula lo verían a él. Los hombres que se pasaban las horas mirando, los ojos clavados en la brutalidad de Júpiter, las ráfagas rugientes y las llamas de amoníaco, las nubes de metano mortal que cruzaban el cielo. Pues así veían los hombres a Júpiter.

Alzó una pata y escribió rápidamente en la humedad del lente: con letras invertidas.

Tenían que saber quién era, para que no se cometiesen errores. Tenían que saber cómo usar las coordenadas. De otro modo le darían un cuerpo equivocado, utilizando una matriz equivocada, y se convertiría en algún otro: el joven Allen, por ejemplo, o Smith, o Pelletier. Y eso podía ser fatal.

La lluvia de amoníaco corrió sobre la lente emborronando el nombre, y lo hizo desaparecer. Fowler volvió a escribir.

Entenderían. Sabrían que uno de los hombres transformados en jovianos había regresado.

Dio media vuelta enfrentándose con la puerta que conducía a la cámara de conversión. La puerta se movió lentamente, abriéndose hacia afuera.

—Adiós, Towser —dijo Fowler, suavemente.

Un grito de advertencia le resonó en el cerebro:

—No es demasiado tarde. No estás dentro todavía. Puedes cambiar de idea. Aún puedes volverte y escapar.

Siguió adelante, decidido, apretando mentalmente los dientes. Sintió el suelo de metal bajo sus pies, sintió que la puerta se cerraba a sus espaldas. Percibió un último pensamiento fragmentario de Towser, y luego no hubo más que oscuridad.

La cámara de conversión se encontraba ante él, y Fowler subió por la rampa.

Un hombre y un perro, pensó, habían salido de allí, y ahora un hombre volvía.

La conferencia de prensa había llegado a buen término. Había cosas satisfactorias que informar.

Sí, Tyler Webster les dijo a los periodistas, las dificultades en Venus se han solucionado. Bastó con que las partes se decidiesen a hablar. Los experimentos biológicos en los fríos laboratorios de Plutón progresaban. La expedición a Centauri saldría muy pronto tal como se había convenido, y a pesar de los rumores. La comisión de comercio lanzaría nuevas normas monetarias para varios productos, anulando unas pocas diferencias.

Nada sensacional. Nada para grandes titulares. Nada.

—Y John Culver me pidió —dijo Webster— que os recuerde, caballeros, que hoy se celebra el centésimo vigésimo quinto aniversario del último crimen cometido en el sistema solar. Ciento veinticinco años sin una muerte violenta y premeditada.

Se inclinó en la silla y sonrió mostrando los dientes, ocultando sus temores, pues sabía que la pregunta no tardaría en llegar.

Pero todavía no estaban preparados para hacer preguntas. Lo observaban. Y Webster estaba acostumbrado a que los otros observaran. Agradablemente acostumbrado.

El corpulento Stephen Andrews, jefe de prensa de
Noticias Interplanetarias
, carraspeó como si fuese a hacer un importante anuncio, y preguntó con lo que parecía ser una gravedad mortal:

—¿Y cómo está el muchacho?

Una sonrisa estalló en el rostro de Webster.

—Iré a pasar el fin de semana a casa —dijo—. Le llevo un juguete —se inclinó hacia adelante y alzó el tubito del escritorio—. Un juguete antiguo. De antigüedad garantizada. Una compañía acaba de lanzarlos al mercado. Se mira dentro de él, se lo hace girar y se ven unas bonitas figuras. Vidrios de colores que cambian de posición. Se llama…

—Calidoscopio —interrumpió rápidamente un periodista—. He leído algo acerca de eso. En una vieja historia sobre los usos y costumbres de comienzos del siglo veinte.

—¿Lo ha probado usted, señor secretario? —preguntó Andrews.

—No —dijo Webster—. A decir verdad, no lo he hecho. Lo he comprado esta tarde y he estado demasiado ocupado.

—¿Dónde lo consiguió, señor secretario? —preguntó una voz—. Quiero llevarle uno a mi hijo.

—En la tienda de la esquina. La juguetería. Los recibieron hoy.

Ahora, se dijo Webster, había llegado el momento de que se fueran. Un poco de charla amable y se levantarían para irse.

Pero no se irían. Webster sabía que no. Lo supo al oír un susurro repentino y en seguida el crujido de unos papeles.

Y en seguida Stephen Andrews hizo la pregunta que Webster estaba temiendo. Durante un instante Webster se alegró de que fuese Andrews el que preguntaba. Andrews había sido siempre un hombre amable, y
Noticias Interplanetarias
daba una información objetiva, sin esas disimuladas tergiversaciones a que eran aficionados algunos periodistas.

—Señor secretario —dijo Andrews—, nos han dicho que un hombre que fue convertido en Júpiter ha vuelto a la Tierra. Queremos preguntarle si la noticia es cierta.

—Es cierta —dijo Webster secamente.

Los periodistas esperaban, y Webster esperaba, inmóvil.

—¿Desea hacer algún comentario? —preguntó Andrews al fin.

—No —dijo Webster.

Recorrió con la vista la habitación, examinando las caras. Eran caras en tensión, que adivinaban en parte la verdad detrás de su clara negativa a discutir el asunto. Caras divertidas que ya estaban pensando cómo podrían alterar las pocas palabras que había dicho. Caras de enojo de hombres que escribirían ultrajados comentarios acerca del derecho de información.

—Lo siento, caballeros —dijo.

Andrews se incorporó lentamente.

—Gracias, señor secretario.

Webster se sentó y los miró un rato mientras se iban, y cuando se quedó solo sintió la frialdad y el vacío de la sala.

Me crucificarán, pensó. Me colgarán en la plaza pública y nadie podrá salvarme. Nadie.

Se levantó, cruzó la habitación, se asomó a la ventana y miró el jardín a la luz de la tarde.

¡El paraíso! ¡El cielo al alcance de todos! ¡Y el fin de la humanidad! El fin de todos los ideales y sueños humanos, el fin de la raza misma.

Una luz verde brilló y chispeó sobre el escritorio y Webster volvió a cruzar el cuarto.

—¿Qué pasa? —preguntó.

La pantalla se encendió y apareció una cara.

—Los perros acaban de informar, señor, que Joe, el mutante, fue a su casa y Jenkins lo dejó entrar.

—¡Joe! ¿Estás seguro?

—Eso dijeron los perros. Y los perros nunca se equivocan.

La cara desapareció y Webster se sentó pesadamente.

Buscó con dedos entumecidos en el panel, y movió una llave.

La casa se alzó en la pantalla, la casa erigida en lo alto de la colina barrida por el viento. Un edificio que tenía casi mil años. Un sitio donde varias generaciones de Webster habían vivido, y soñado, y muerto.

Todo estaba bien, o así parecía. La casa dormitaba a la luz de la mañana, y en el jardín se alzaba la estatua de aquel lejano antepasado que había desaparecido camino de las estrellas. Allen Webster, el primero en salir del sistema solar, en viaje hacia Centauri. La expedición ahora en Marte partiría dentro de un día o dos.

Nada se movía en los cuartos y corredores de la casa, nada parecía moverse.

Webster extendió una mano y tocó la llavecita. La pantalla se apagó.

Jenkins es hábil, pensó Webster. Quizá más hábil que un hombre. Al fin y al cabo ha almacenado en su coraza metálica mil años de sabiduría. No tardará en llamar y me lo contará todo.

Volvió a alargar la mano, y movió la llave.

Esperó varios segundos antes de que la cara apareciese en la pantalla.

—¿Qué pasa, Tyler? —preguntó la cara.

—Acaban de informarme que Joe…

John Culver hizo un signo afirmativo.

—A mí también. Estoy investigando.

—¿Cuál es tu opinión?

En el rostro del jefe de Seguridad Mundial apareció una mueca estrambótica.

—Se están ablandando quizá. Hemos sometido a Joe y los otros mutantes a una presión bastante dura. Los perros han hecho un trabajo magnífico.

—Pero no había nada que hiciese esperar esto —protestó Webster—. Nada permitía prever este cambio.

—Escuche —dijo Culver—. En los últimos cien años no han hecho nada que nosotros no hayamos sabido. En nuestros archivos está todo, en blanco y negro. Hemos interceptado todos sus movimientos. Al principio pudieron creer que era mala suerte, pero hoy ya no. Quizás han terminado por comprender y han decidido aceptar la derrota.

—No estoy seguro —dijo Webster, solemnemente—. Será mejor que usted no se descuide.

—Estaré atento —dijo Culver—. Y le tendré al tanto.

La pantalla se apagó transformándose en un cuadro de vidrio. Webster se quedó mirándolo, pensativamente.

Los mutantes no estaban derrotados, de ningún modo. Él lo sabía, y Culver también. Y sin embargo…

¿Por qué Joe se había dirigido a Jenkins? ¿Por qué no se había comunicado con el gobierno, aquí en Ginebra? Por no dar la cara, quizá. Por eso había tratado con un robot. Al fin y al cabo Joe conocía a Jenkins desde hacía muchísimo tiempo.

De pronto, Webster sintió una oleada de orgullo. Orgullo de que fuera así. De que Joe buscase a Jenkins. Pues Jenkins, a pesar de su coraza metálica, era también un Webster.

Orgullo, pensó Webster. Éxitos y errores. Pero siempre algo de valor. Todos, a lo largo de los años. Jenkins que hizo perder al mundo la filosofía de Juwain. Y Thomas, que había dado al mundo el principio de la nave interestelar, principio que acababa de ser perfeccionado. Y el hijo de Thomas, Allen, que había tratado de ir a las estrellas, sin éxito. Y Bruce, que había concebido las civilizaciones gemelas del perro y el hombre. Y ahora, finalmente, él mismo, Tyler Webster, secretario del Comité Mundial.

Se sentó al escritorio. Juntó las manos, y miró la luz de la tarde que entraba por la ventana.

Esperaba, reconoció. Esperaba la señal que diría que Jenkins estaba llamando para hablarle de Joe…

A no ser que pudiera llegarse a un entendimiento. Si por lo menos hombres y mutantes pudiesen trabajar juntos. Si pudiesen olvidar por lo menos esta guerra fratricida. Podrían ir muy lejos, los tres unidos: hombres, perros, y mutantes.

Webster sacudió la cabeza. Era mucho esperar. La diferencia era excesiva. Las sospechas del hombre y la divertida tolerancia de los mutantes los mantendría apartados. Pues los mutantes eran otra raza, un vástago que había ido demasiado lejos. Hombres que se habían transformado en verdaderos individuos, que no necesitaban de la vida social, de la aprobación de los hombres, que carecían de ese instinto de rebaño que había unido a la raza.

Y a causa de los mutantes humanos el grupito de perros mutantes había sido hasta ahora de escaso valor para sus viejos hermanos, los hombres. Pues los perros, durante este último siglo, no habían hecho más que vigilar a los mutantes, se habían convertido en una fuerza policial.

Webster echó hacia atrás la silla, abrió un cajón del escritorio, y sacó unos papeles.

Sin quitar la vista de la pantalla del televisor, golpeó con un dedo una llave y llamó a su secretaria.

—Sí, señor Webster.

—Voy a llamar al señor Fowler —dijo Webster—. Si recibo otra llamada…

La voz de la secretaria tembló levemente.

—Si, señor. En ese caso me pondré en contacto con usted.

—Gracias —dijo Webster.

Volvió a golpear la llave.

Ya lo saben, pensó. Todos en este edificio están ansiosos, esperando las noticias.

Kent Fowler estaba echado en una silla observando el pequeño terrier que cavaba furiosamente en el jardín persiguiendo a un presunto conejo.

—Vamos, Rover —dijo Fowler—. No trates de engañarme.

El perro dejó de cavar, miró por encima del hombro con una amplia sonrisa, y ladró excitado. Luego volvió a cavar.

—Te vas a equivocar un día de estos —le dijo Fowler—, y dirás una palabra o dos, y ya te arreglaré entonces.

Zorrito del diablo, pensó Fowler. Más listo que una avispa. Webster lo ha azuzado contra mí, y él ha interpretado muy bien su papel. Busca conejos, no respeta los árboles, y se rasca las pulgas. La imagen perfecta de un perro perfecto. Pero no me engaña. Ninguno de ellos me engaña.

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