Silencio sepulcral

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Authors: Arnaldur Indridason

 

El hallazgo de un esqueleto humano enterrado en una colina en las afueras de Reykjavik pone en una situación difícil al detective Erlendur y sus ayudantes: no sólo necesitan recurrir a un equipo de arqueólogos que empleará varios días para recuperarlo en buenas condiciones, sino que además éstos les advierten desde las primeras paladas de que no se trata de un cadáver reciente, y que probablemente puede corresponder a un enterramiento de unos sesenta años atrás. Desde que conocen este dato, y sin saber a ciencia cierta la identidad del enterrado, los investigadores se yen inmersos en la compleja reconstrucción de unos hechos ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las tropas aliadas estaban acantonadas en esos montes, entonces alejados de la capital y habitados sólo a medias, y que les sumerge poco a poco en la dramática historia privada de algunas familias de la época, rememorada por los ecos de los pocos habitantes de aquella zona que aún quedan con vida.

Un rompecabezas complicado para un atribulado Erlendur, que tiene que enfrentarse a sus propios fantasmas familiares cuando recibe una fugaz llamada de su problemática hija Eva Lind, a la que hace mucho que no ve y para la que nunca ha sido precisamente un modelo de padre, y que sólo tiene tiempo de pedirle auxilio antes de que se corte la comunicación.

Arnaldud Indridason

Silencio sepulcral

La mujer de verde

ePUB v1.0

Nexus
18.10.11

Arnaldur Indriðason, 2002

Título de la edición original: Grafarþögn

Traducción del islandés: Enrique Bernárdez,

Publicado por acuerdo con Eddas Publishing,

RBA Libros, S. A., 2008

Licencia editorial para Círculo de Lectores

Primera edición: Noviembre 2008

Diseño: Winfried Bábrle

Ilustración de la sobrecubierta: Anna Grau Roig

ISBN 978-84-672-3165-6

Capítulo 1

Vio que se trataba de un hueso humano en cuanto se lo quitó a la niña, que estaba sentada en el suelo jugueteando con él.

El cumpleaños acababa de alcanzar su clímax con un estrépito horroroso. El de la pizzería había llegado y se había marchado, y los chicos ya habían devorado las porciones de pizza y se habían bebido los refrescos, sin parar de gritarse unos a otros ni un momento. Luego se largaron pitando de la mesa, como si hubieran dado una señal para salir, unos armados de ametralladoras y escopetas y otros, los más pequeños, con cochecitos o dinosaurios de goma. No comprendía de qué iba el juego. Para él, todo aquello no era sino un estruendo atronador.

La madre del cumpleañero se había puesto a hacer palomitas en el microondas. Le dijo que iba a calmar a los niños encendiendo el televisor y poniendo un vídeo. Si aquello no servía, los haría salir afuera. Era ya la tercera vez que celebraba el octavo cumpleaños de su hijo, y sus nervios no aguantaban más. ¡La tercera fiesta de cumpleaños, una tras otra! Primero salieron a comer fuera, toda la familia, a una hamburguesería carísima donde sonaba una enervante música de rock. Luego habían celebrado una fiesta de cumpleaños con parientes y amigos, que era como si estuvieran celebrando una confirmación. Hoy, el chico había invitado a sus compañeros de colegio y a sus amigos del barrio.

Abrió el microondas, sacó la bolsa hinchada de palomitas, metió otra y pensó que la próxima vez no haría más que una fiesta como ésta. Solamente una fiesta de cumpleaños, y vale. Como cuando ella era pequeña.

Tampoco mejoraba mucho las cosas que el joven que estaba allí sentado en el sofá permaneciera silencioso como una tumba. Había intentado charlar con él pero lo dejó por imposible, y le resultaba estresante tenerlo allí delante en el sofá. No había posibilidad alguna de ponerse a charlar; el ruido y el alboroto de los niños la superaban. Y él no se había ofrecido a ayudarla. Se limitaba a estar allí sentado en silencio. «La timidez lo está matando», pensó.

No lo había visto nunca. Aquel chico tendría unos veinticinco años y era hermano de un amigo de su hijo, que había acudido a la fiesta. Debía de haber veinte años de diferencia entre los dos. Era muy delgado y cuando le dio la mano en la puerta, ella notó que tenía los dedos largos y la palma fría y húmeda, y que era muy tímido. Venía a recoger a su hermano, pero el pequeño se negó tajantemente a marcharse, ya que la fiesta estaba en su apogeo. Decidieron que se quedara un ratito. «Terminan enseguida», dijo ella. Él le explicó que sus padres, que vivían en un edifico de apartamentos más abajo, en la misma calle, estaban en el extranjero y entretanto él se encargaba de su hermano pequeño; habitualmente vivía en el centro de la ciudad. Se movía inquieto en la puerta delantera. El hermano pequeño había vuelto a meterse en el jaleo.

Se sentó en el sofá mirando a la hermana del cumpleañero, una niña de un año que gateaba hacia una de las habitaciones de los niños. Llevaba un vestidito blanco de blonda y una cinta en el pelo y hacía gorgoritos. Pero él maldijo a su propio hermano en silencio. Le resultaba de lo más incómodo estar allí sentado en una casa desconocida. Estuvo pensando si sería conveniente ofrecerse a ayudar. La mujer le había dicho que el padre trabajaba hasta tarde. Él asintió con la cabeza e intentó sonreír. Rechazó una Coca-Cola y pizza.

Se dio cuenta de que la niña tenía en la mano una especie de juguete que se puso a chupar y mordisquear con gran dedicación dejándose caer sobre el trasero. Era como si le dolieran las encías, y el joven pensó que le estarían saliendo los dientes.

La niña se acercó con su juguete en la mano y él intentó averiguar qué podía ser aquello. La niña se detuvo, se dejó caer sobre el trasero y se quedó sentada en el suelo con la boca abierta, mirándolo. Un hilillo de saliva le bajaba por el pecho. Levantó el juguete y lo mordió y luego volvió a gatear hacia él con el objeto en la boca. Se estiró, hizo una mueca y el juguete se le cayó de la boca. Volvió a encontrarlo con ciertas dificultades y lo cogió con la mano y se agarró al brazo del sofá hasta que consiguió ponerse en pie al lado del joven, insegura pero orgullosa.

Él le cogió el objeto y lo observó. La niña le miró como si no pudiera dar crédito a sus ojos y al cabo se puso a berrear como si le fuera la vida en ello. El joven no tardó mucho en darse cuenta de que lo que tenía en la mano era un hueso humano, el extremo de una costilla, de unos diez centímetros de largo. Era de color amarillento, sometida a tantos años de erosión que los bordes ya no eran afilados, y en el corte había unas manchitas como de tierra.

Pensó que debía de tratarse de la parte delantera de la costilla, y que era muy antigua.

La madre oyó a la niña llorar a gritos, y cuando miró hacia la sala la vio de pie junto al sofá, al lado del desconocido. Dejó el cuenco de palomitas y fue hacia su hija, la cogió en brazos y luego lo miró a él, que parecía no darse ni cuenta de la presencia de madre e hija.

—¿Qué ha pasado? —preguntó la madre en voz alta intentando hacerse oír por encima del ruido que hacían los chicos, preocupada, intentando consolar a su hija.

Él levantó la cabeza, se puso de pie lentamente y acercó el hueso a la madre.

—¿De dónde ha sacado esto? —preguntó.

—¿El qué? —respondió la madre.

—El hueso —dijo él—. ¿De dónde ha sacado este hueso?

—¿Qué hueso? —preguntó la madre.

La niña dejó de llorar al volver a ver el hueso y se esforzó por cogerlo, sacándose de la boca el pulgar lleno de babas. Lo agarró, se lo apropió y miró a su alrededor.

—Creo que es un hueso —dijo el chico.

La niña se lo introdujo en la boca y se calmó.

—¿Qué dices de un hueso? —preguntó la madre.

—Eso que está mordiendo —dijo él—. Creo que es un hueso humano.

La madre miró a su hija, que mordisqueaba el hueso.

—Nunca lo había visto. ¿Qué quieres decir? ¿Un hueso humano?

—Yo diría que es parte de una costilla humana —precisó—. Estudio medicina —añadió para justificar sus palabras—, estoy en quinto.

—¿Una costilla? ¿Qué tontería es ésta? ¿La trajiste tú?

—¿Yo? No. ¿No sabes de dónde ha salido? —preguntó.

La madre miró a la niña y de pronto reaccionó y le quitó el hueso de la boca y lo tiró al suelo. La niña se echó a llorar otra vez. El chico cogió el hueso y lo examinó más detenidamente.

—A lo mejor su hermano lo sabe...

Miró a la madre, que le devolvió la mirada con un gesto de desconfianza. Ella miró a su hija, que lloraba a voz en cuello, luego el hueso, luego por la ventana de la sala que daba a un solar en construcción, otra vez al hueso y al desconocido y finalmente a su hijo, que apareció corriendo desde uno de los cuartos de los niños.

—¡Tóti! —lo llamó, pero el chico no hizo ningún caso.

La madre se metió entre el gentío infantil y sacó de allí a su Tóti, no sin ciertas dificultades, y lo llevó frente al estudiante de medicina.

—¿Es tuyo esto? —preguntó al muchacho, mostrándole el hueso.

—Me lo encontré —dijo Tóti, que no quería perderse ni un minuto de la fiesta de cumpleaños.

—¿Dónde? —preguntó su madre.

Dejó en el suelo a la niña, que se quedó mirándola fijamente sin saber si volver a empezar sus gritos.

—Fuera —dijo el chaval—. Es una piedra chulísima. La lavé.

Jadeaba. Una gota de sudor le bajó por la mejilla.

—¿Dónde es fuera? —preguntó su madre—. ¿Cuándo? ¿Qué estabas haciendo?

El niño miró a su madre. No sabía si había hecho algo malo, pero a juzgar por el gesto de ella parecía que sí, de modo que se puso a pensar en cuál podía haber sido su maldad.

—Creo que ayer —dijo—. En la pared del extremo del hoyo. ¿Pasa algo malo?

Su madre y el desconocido se miraron a los ojos.

—¿Puedes indicarme dónde encontraste esto, exactamente? —preguntó ella.

—Ay, ¡que es mi cumple! —protestó el niño.

—Vamos —dijo su madre—. Enséñanoslo.

Levantó a la niña del suelo y, empujando al chaval por delante, salieron de la sala en dirección a la puerta de la calle. El chico los siguió de cerca. El silencio se había adueñado del montón de niños en cuanto el cumpleañero se quedó callado; todos observaban cómo la madre de Tóti lo hacía salir de casa a empujones, con gesto muy serio y la hermana pequeña en brazos. Se miraron unos a otros y salieron detrás.

Estaban en el barrio nuevo junto a la carretera que subía al lago Reynisvatn. El barrio del Milenario. Se construía en una ladera de la colina de Grafarholt, en cuya cima se erguían los depósitos de agua para calefacción de Energía de Reykjavik, unos colosos pintados de marrón que se encumbraban como castillos sobre el barrio nuevo. Las calles se habían abierto en ambas laderas ante la presencia de los depósitos, de modo que cada casa se levantaba a los pies de otra, alguna con un jardín alrededor, tierra nueva y arbolitos que aún tenían que crecer para proporcionar abrigo a sus dueños.

La tropa siguió al cumpleañero con pasos raudos hacia el este de la casa más alta, que estaba al lado de los depósitos. Allí, casas adosadas, recién construidas, se extendían hacia el prado y a lo lejos, hacia el norte y el este, empezaban las viejas residencias de veraneo de los ciudadanos de Reykjavik. Igual que en todos los barrios nuevos, los chicos invadían las casas a medio construir, trepaban por los andamios y jugaban al escondite a la sombra de los muros, o se ocultaban en las excavaciones recién abiertas y chapoteaban en el agua que se iba acumulando allí.

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