Read Silencio sepulcral Online
Authors: Arnaldur Indridason
—¿Sobrevivirá, o...? —preguntó Sigurdur Óli cuando volvieron a entrar en el coche para dirigirse a la siguiente vivienda.
Habían empezado a hablar de Eva Lind al salir de la ciudad, y la conversación volvía a centrarse en la chica a intervalos regulares.
—No lo sé —respondió Elinborg—. Creo que nadie lo sabe. Pobre chica —dijo con un profundo suspiro—. Y él también —añadió—. Pobre Erlendur.
—No es más que una yonqui —dijo Sigurdur Óli con cara muy seria—. Está embarazada y se dedica a divertirse como si le fuera la vida en ello, y acaba matando al niño. Yo no puedo sentir compasión por ese tipo de personas. No soy capaz de sentir ni la más mínima compasión. No lo entiendo y nunca podré entenderlo.
—Nadie te pide que sientas compasión —replicó Elinborg.
—¡Vaya! Siempre se habla de ellos como de esos pobrecitos. Los que yo he llegado a conocer... —Calló—. No puedo sentir compasión por esa gente —repitió—. Son unos miserables. Nada más. Unos miserables.
Elinborg suspiró.
—¿Cómo se lleva eso de ser tan perfecto? Siempre vestido con tanta elegancia, tan bien afeitado y tan repeinado, con ese diploma americano, las uñas perfectamente cuidadas, sin otra preocupación en este mundo que comprarse ropa de moda... ¿Nunca te cansas de eso? ¿No te cansas de ti mismo?
—No —dijo Sigurdur Óli.
—¿Qué tiene de malo mostrar a esa gente un mínimo de comprensión?
—Son unos miserables y lo sabes perfectamente. Aunque sea hija del viejo, eso no la hace mejor que los demás. Es igual que todos esos miserables que hay tumbados por la calle drogándose y que utilizan las terapias y los centros de desintoxicación como parada y fonda para volver a pincharse como locos, que es lo único que quieren, miserables. Vagabundear y meterse algo en el cuerpo.
—¿Cómo te va con Bergthóra? —preguntó Elinborg, convencido de que no conseguiría hacerle cambiar de opinión lo más mínimo.
—Estupendamente —dijo Sigurdur Óli con voz cansina, deteniéndose en otra de las casas.
Bergthóra no lo dejaba en paz ni un momento. Quería estar haciendo el amor siempre, por las noches y por las mañanas y a mediodía, en todas las posiciones imaginables y en todos los lugares del piso, en la cocina, en el salón y hasta en el pequeño lavadero, tumbados y de pie. Y aunque al principio él estaba encantado, había empezado a notar ciertas señales de cansancio y empezaron a acuciarle las sospechas sobre las pretensiones de su compañera. No es que su vida sexual hasta entonces hubiera sido aburrida, en absoluto. Pero los deseos sexuales de su amiga no habían sido nunca tan fuertes, ni su pasión tan exagerada. Nunca habían hablado de niños en serio, aunque naturalmente su intención era tenerlos. Ya llevaban juntos tiempo suficiente. Ella tomaba la píldora pero él no podía apartar de su cabeza la idea de que quisiera atarlo con un niño. Aunque no tenía necesidad alguna de atarlo: él la quería mucho y no quería estar con ninguna otra. Pero las mujeres son impredecibles, pensaba. Con ellas nunca se sabe.
—Qué extraño que el padrón municipal no tenga los nombres de los que vivieron en esa casa, si es que vivió alguien —dijo Elinborg mientras salía del coche.
—Debe de haber un buen lío en el censo de esa época. Durante los años de la guerra y después hubo muchísima gente que se desplazó a Reykjavik, y se censaban en cualquier otro sitio hasta que acababan de instalarse. Y además creo que se perdieron algunos padrones municipales. Parece que en esa oficina todos andan algo mal de la cabeza. El hombre con quien hablé dijo que no podía encontrarlo así, a todo correr.
—Quizá no vivió nadie allí.
—La gente no tiene por qué haber pasado allí mucho tiempo. Incluso podían estar empadronados en otro sitio, no cambiar la dirección. A lo mejor se quedaron unos años en la colina, a lo mejor unos meses, durante la crisis de la vivienda, y luego se instalaron en los barracones del ejército al acabar la guerra. La gente de los barracones. ¿Qué te parece mi teoría?
—A la medida de un hombre con abrigo Burberry.
El propietario de la vivienda los recibió en la puerta, un hombre de edad avanzada, flaco y de movimientos rígidos, cabello escaso y blanco, vestido con una camisa de color azul claro que dejaba ver una camiseta de manga corta por debajo, unos pantalones de pana grises y unas zapatillas de deporte bastante nuevas. Los invitó a entrar y, a la vista de todos los trastos que había allí dentro, Elinborg pensó que a lo mejor vivía allí todo el año. Se lo preguntó.
—Así puede decirse, en realidad —respondió el hombre, que se sentó en un sillón y les indicó que se acomodaran en unas sillas de comedor que había en medio de la habitación—. Empecé a vivir aquí hace cuarenta años y trasladé todas mis cosas en mi Lada hace cinco, creo recordar. O a lo mejor hace seis. Lo confundo todo. Ya no tenía ganas de seguir viviendo en Reykjavik. Una ciudad aburridísima, y...
—¿Había una casa allí arriba en la colina, quizás una residencia de veraneo como ésta, aunque no se utilizara como tal? —preguntó Sigurdur Olí, que no estaba dispuesto a escuchar conferencias—. Hace unos cuarenta años, cuando viniste a vivir aquí.
—¿Una residencia de veraneo que no se usó, qué...?
—Estaba aislada a este lado de Grafarholt —dijo Elinborg—. La construyeron después de la guerra. —Miró por la ventana de la sala—. Tienes que haberla visto desde esta sala.
—Recuerdo una casa allí, sin pintar y sin acabar. Desapareció hace tiempo. Probablemente era una casa de veraneo bastante decente, o debió de ser la intención; era más grande que la mía, aunque estaba en un estado totalmente ruinoso. Apenas se mantenía en pie. Las puertas habían desaparecido y los cristales estaban rotos. A veces subía hasta allí arriba, cuando aún me apetecía pescar en el Reynisvatn. Hace mucho que ya no me apetece.
—¿Así que en esa casa no vivía nadie? —preguntó Sigurdur Óli.
—No, por entonces no había nadie en la casa. Nadie habría podido vivir allí. Estaba en ruinas.
—De modo que, por lo que tú sabes, allí no vivía nadie —repitió Elinborg—. ¿No recuerdas a nadie de esa casa?
—¿Por qué tanto interés en esa casa?
—Hemos encontrado unos huesos humanos allí, en la ladera —dijo Sigurdur Óli—. ¿No lo has visto en los noticiarios?
—¿Huesos humanos? No. ¿Los huesos son de alguien que vivió en esa casa?
—No lo sabemos. Todavía no conocemos la historia de la casa ni quiénes vivieron en ella —dijo Elinborg—. Sabemos quién era el propietario, pero falleció hace mucho tiempo y todavía no hemos encontrado a nadie que estuviera empadronado en esa casa. ¿Recuerdas que hubiera barracones militares de tiempos de la guerra, al otro lado de la colina? En el lado sur. Unos almacenes o algo parecido.
—Había barracones por toda la región —dijo el anciano—. De británicos y de canadienses. No recuerdo ninguno en la colina, pero eso sería antes de venir yo. Bastante antes de mi época. Tendríais que hablar con Róbert.
—¿Róbert? —dijo Elinborg.
—Fue uno de los primeros que construyeron bungalows de veraneo aquí arriba, debajo de la colina. Si no ha muerto. Por lo que sé estaba en una residencia de ancianos. Róbert Sigurdsson. Si sigue con vida.
No había timbre en la gruesa puerta de roble, de modo que Erlendur la golpeó con la palma de la mano, esperando que los golpes se oyeran en el interior de la casa. Había pertenecido a Benjamín Knudsen, comerciante de Reykjavik, muerto en la década de 1970. Sus herederos fueron su hermano y su hermana, que se mudaron a la casa cuando falleció él. Los dos eran solteros pero la hermana había tenido una hija natural, que era médico y estaba soltera, por lo que pudo averiguar Erlendur, vivía en la planta baja y tenía alquilado el piso de arriba. Erlendur había hablado con ella por teléfono. Se habían citado al mediodía.
El estado de Eva Lind seguía siendo el mismo. Se había pasado un momento a verla antes de ir a trabajar y estuvo un buen rato sentado al lado de la cama, mirando los aparatos que indicaban sus constantes vitales, los tubos que le cubrían la boca y la nariz, y los que le perforaban las venas. No podía respirar por sí sola y se oía el ruido de succión de la bomba al subir y bajar. El electrocardiograma era estable. Al salir de la UCI habló con un médico que le dijo que no se habían producido cambios en el estado de Eva Lind. Erlendur preguntó si había algo que él pudiera hacer, y el médico le dijo que, aunque su hija estuviera en coma, tenía que hablar con ella todo lo posible. Permitirle que escuchara su voz. No era en absoluto inútil hablar con un enfermo que estuviera en condiciones semejantes. Les ayudaba a superar la crisis. Eva Lind no se le había ido todavía y él tenía que tratarla teniéndolo en cuenta.
La pesada puerta de roble se movió por fin y una mujer, de más o menos sesenta años de edad, le extendió la mano y se presentó. Elsa. Era delgada, con rostro afable, poco pintada y con pelo corto teñido de oscuro que dejaba libre el rostro; llevaba pantalones vaqueros y camisa blanca, y ni anillos, ni collares ni brazaletes. Lo invitó a pasar al salón y le ofreció asiento; una mujer decidida y segura.
—¿Y qué clase de huesos creéis que son? —pregunto cuando él le expuso el asunto.
—No lo sabemos, pero una teoría es que tienen alguna relación con la residencia de verano que hubo allí cerca, una residencia de tu tío Benjamín. ¿Vivió allí mucho tiempo?
—Creo que nunca jamás estuvo en ese bungalow —dijo ella lentamente—. Fue una historia muy triste. Mamá siempre hablaba de lo guapo y lo listo que era y de cómo se enriqueció, hasta que perdió a su novia. Ella desapareció un día. Así, sin más. Estaba embarazada.
El recuerdo de su hija pobló la mente de Erlendur.
—Cayó en una depresión. Dejo de importarle la marcha de sus negocios o de sus propiedades y todo se le fue abajo, hasta que no le quedó nada más que esta casa. Murió en el momento oportuno, por así decir.
—¿Cómo desapareció su novia?
—Pensaron que se había tirado al mar —dijo Elsa—. Eso es lo que oí decir.
—¿Tenía una depresión?
—Nunca dijeron eso.
—¿Y nunca la encontraron?
—No. Ella...
Elsa calló en mitad de la frase. De pronto fue como si comprendiera adónde quería llegar el policía, y lo miró fijamente, llena de desconfianza, y finalmente herida, molesta e irritada, todo al mismo tiempo. Su rostro enrojeció.
—No te creo.
—¿Qué? —dijo Erlendur viendo cómo ella había cambiado de pronto, ante sus propios ojos, y se había vuelto tan hostil.
—Crees que se trata de ella. Que los huesos son suyos.
—Yo no creo nada. Es la primera vez que oigo hablar de esa mujer. No tenemos ni idea de quién pueda estar allá arriba. Es demasiado pronto para afirmar nada sobre quién pueda ser o quién no.
—Y entonces ¿a qué viene tanto interés por ella? ¿Qué sabes tú que yo no sepa?
—Nada —dijo Erlendur confuso—. ¿No se te ocurrió pensarlo cuando te hablé del hallazgo de huesos en ese lugar? Un tío tuyo tenía una casa allí al lado. Su amante desapareció. Encontramos unos huesos. No es difícil establecer una conexión.
—¡Estás loco! ¿Estás insinuando...?
—No estoy insinuando absolutamente nada.
—¿... que la mató él? ¿Que Benjamín asesinó a su amante y la enterró y no le dijo nada a nadie en todos estos años hasta que murió, destrozado como había estado desde aquel día?
Elsa se había puesto de pie y daba vueltas por la sala.
—Espera, yo no he dicho nada —suspiró Erlendur, pensando que habría podido mostrarse más discreto—. Absolutamente nada —insistió.
—¿Crees que se trata de ella? ¿Que son suyos los huesos que encontrasteis? ¿Que es ella?
—Seguramente no —respondió Erlendur sin fundamento alguno para tal afirmación.
Quería calmar como fuera a aquella mujer. Había demostrado poco tacto. Había dado a entender algo sin base alguna, y lo lamentaba.
—¿Sabes algo sobre la casa de veraneo? —dijo para intentar cambiar de tema—. Si vivió alguien en ella hace cincuenta o sesenta años; durante la guerra o poco después. No han encontrado el dato en una primera búsqueda en los archivos.
—Dios mío, tener que oír algo así —suspiró Elsa—. ¿Qué? ¿Qué decías?
—Podría ser que hubiera alquilado la casa —dijo Erlendur, hablando deprisa—. Tu tío. Había escasez de viviendas durante la guerra y después, los alquileres eran altos y se me ocurre que quizá se la hubiera podido ceder a alguien por una renta módica. O incluso podía haberla vendido. ¿Sabes algo al respecto?
—Sí, creo que oí decir que la había alquilado, pero no sé a quién, si es eso lo que me preguntas. Perdona mi comportamiento. Pero es que... ¿Cómo son esos huesos? ¿Es un esqueleto completo, es de hombre, mujer o niño?
Ya estaba más tranquila. Era de nuevo dueña de sí misma. Volvió a sentarse y le miró con gesto interrogante.
—Parece que se trata de un esqueleto completo pero aún no hemos accedido a él —contestó Erlendur—. ¿Tenía tu tío algún papel de sus negocios o sus propiedades? ¿Algo que no se haya tirado aún?
—El sótano de esta casa está lleno de trastos. Toda clase de papeles y cajas que nunca me he decidido a tirar pero que tampoco me ha apetecido nunca revisar. Su escritorio está abajo, y algunos armarios suyos. Dentro de poco tendré tiempo para examinar todo eso.
Lo dijo como excusándose, y Erlendur pensó para sí que quizá no estuviera satisfecha con su destino en la vida, viviendo sola en una gran casa heredada de tiempos pretéritos. Miró a su alrededor y tuvo la sensación de que toda la vida de aquella mujer era de una u otra forma herencia de tiempos pasados.
—¿Podríamos...?
—Adelante. Puedes mirarlo si quieres —respondió ella pensando en otra cosa.
—Estoy dándole vueltas todo el rato —dijo Erlendur poniéndose en pie—. ¿Sabes por qué alquilo Benjamín el bungalow? ¿Necesitaba dinero? No parecía tenerlo en mucho aprecio. Dices que se le fueron los negocios de las manos con el tiempo, pero en la guerra debió de ganar lo suficiente para mantenerse sin agobios durante toda la vida.
—No, creo que no necesitaba el dinero.
—¿Y entonces?
—Tengo entendido que se lo pidieron cuando la gente empezó a abandonar el campo y a venirse a Reykjavik por culpa de la guerra. Creo que le echó una mano a algún necesitado.
—De modo que ni siquiera es seguro que cobrara una renta.
—No tengo ni idea. No creo que estés pensando que él hubiera...