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Authors: Jack London

Colmillo Blanco (5 page)

Pero esta vez, antes de que volviera a vencerle el sueño, se ató una tea ardiendo en la mano derecha. Solo hacía unos minutos que se le habían cerrado los ojos, cuando le despertó el olor producido por la llama que le quemaba la carne. Durante horas enteras se aferró a la práctica de este procedimiento. Cada vez que se despertaba de este modo, se apresuraba a ahuyentar a los lobos arrojándoles encendidas ramas, añadía leña a la hoguera y disponía convenientemente sobre su mano la tea. Todo marchó como él deseaba, hasta que la ató mal y, a poco de cerrársele los ojos, se le cayó de la mano.

Al dormirse, soñó. Creyó hallarse en Fuerte Macgurry. La temperatura de la estancia era tibia, se encontraba muy a gusto y jugaba a las cartas con el agente encargado de la factoría. También le pareció que los lobos habían sitiado el fuerte. Estaban aullando a las puertas del mismo, y de cuando en cuando, él y el agente suspendían unos momentos el juego para ponerse a escuchar y reírse de los vanos esfuerzos de aquellas fieras que intentaban entrar. Pero tan raro era el sueño que, de pronto, se oía un estallido y la puerta saltaba hecha pedazos. Ya estaba viendo a los lobos entrando como una oleada en la gran sala donde se hacía toda la vida del fuerte. En línea recta y arrastrándose, avanzaban hacia él y hacia el agente. Desde que saltó la puerta, el ruido que producían los aullidos había aumentado de un modo tremendo. Este estrépito era lo que se le hacía insoportable. En el sueño, las imágenes se confundían ya con otras; pero, a través de todo, el ruido, el vocerío aquel iba siguiéndole; persistían los aullidos.

Y entonces se despertó y se encontró con que estos eran muy reales: los lobos los producían al echársele encima. Lo rodeaban ya, atacándolo. Uno le había clavado los dientes en un brazo. Instintivamente, el hombre saltó a la hoguera, y al saltar sintió sobre una pierna el tajo terrible de unos dientes que le arrancaban la carne. Enseguida empezó la lucha por en medio del fuego. Los gruesos mitones que usaba Henry protegían de momento sus manos, y así empezó a lanzar ascuas al aire en todas direcciones, hasta que la hoguera parecía más bien un volcán en erupción.

Pero no podía durar esto mucho tiempo. Con el ardor de la lumbre, la cara se le llenaba de ampollas, tenía quemadas cejas y pestañas, y los pies le abrasaban de modo insoportable. Con un trozo de rama ardiendo en cada mano, saltó al borde de la hoguera. Los lobos se habían visto obligados a retirarse. Por todos los lados donde habían caído las ascuas, se oía el chirriar de la nieve en que ardían, y a cada momento, alguno de los lobos que retrocedía anunciaba con un desesperado salto, acompañado de quejidos y de furioso gruñir, que acababa de pisar una de aquellas ascuas.

Lanzando aún tizones a sus más cercanos enemigos, el hombre arrojó sobre la nieve sus mitones, en los que había prendido el fuego, y pateó sobre la fría superficie para refrescar sus abrasados pies. Entonces echó de menos a los dos perros, y comprendió que habían tenido el mismo fin que sus otros compañeros.

El
Gordito
había sido el primero, y él probablemente sería el último manjar en alguno de los próximos días. Lo estaba presintiendo, horrorizado.

—¡No me habéis cogido aún, no! —gritó como un loco, amenazando con el puño a las hambrientas fieras. Y al sonido de su propia voz, todo el círculo se agitó, se oyó un gruñido general y la loba se adelantó a través de la nieve. Cuando estuvo cerca de él, se puso a mirarle con aquella seriedad suya, hija del hambre.

El hombre se decidió a trabajar en la realización de una nueva idea que se le había ocurrido. Extendió la hoguera hasta formar con ella un amplio círculo. Dentro del mismo se acurrucó él y se puso debajo toda la ropa con la que contaba para protegerse de la nieve derretida. Cuando desapareció tras el amparo de las llamas, la manada entera se acercó con curiosidad hasta el borde de la lumbre para averiguar qué había sido de él. Hasta entonces se les había impedido estar al amor del fuego, pero ahora podían establecerse allí en estrecho círculo, como si fueran perros, parpadeando o con repetidos guiños, bostezando y estirándose mientras sus flacos cuerpos participaban del grato y desacostumbrado calor. Luego, la loba se sentó sobre sus patas traseras, levantó el hocico apuntándolo a una estrella y comenzó a aullar. Uno por uno fueron imitándola el resto de los lobos, hasta que toda la manada, en la misma posición que ella había adoptado, sentada sobre sus patas y el hocico señalando al cielo, lanzó al aire el aullido del hambre.

Llegó la hora del alba y, con ella, la luz diurna. La hoguera seguía ardiendo, pero tímidamente. Se había acabado la leña y era necesario procurarse más. El hombre intentó salir de su círculo de llamas, pero los lobos se lanzaron a su encuentro. Su defensa por medio de los ardientes tizones los obligó a saltar a un lado; pero ya no retrocedían. Cuanto hizo para lograrlo resultó en vano. Por fin se dio por vencido y, tropezando, volvió a meterse en su círculo de fuego. Entonces, uno de los lobos saltó hacia él, erró el golpe y cayó de cuatro patas en medio de la lumbre. Dio un alarido de terror que acabó en gruñido y se apresuró a retroceder para ir a refrescar sus patas en la nieve.

El hombre se sentó sobre sus mantas, agachado, con todo el cuerpo hacia delante, los hombros caídos, sin fuerza, y la cabeza apoyada en las rodillas. Todo indicaba que al fin renunciaba a la lucha. De cuando en cuando, levantaba la cabeza para observar cómo la hoguera iba bajando, consumiéndose. El círculo de llamas se iba dividiendo ya en segmentos con aberturas entre ellos. Estas iban haciéndose cada vez mayores, y los segmentos disminuían.

—Me parece que ahora sí que podéis venir y apoderaros de mí en cualquier momento —murmuró—. Pero, suceda lo que suceda, voy a dormir.

Hubo un instante en que se despertó, y en una de las aberturas del círculo vio a la loba que le estaba mirando.

Se volvió a dormir y a despertarse, poco después, aunque a él le pareció que debían de haber transcurrido horas enteras. Se había realizado un misterioso cambio, tan misterioso que la impresión le hizo abrir más que nunca los ojos. Algo había ocurrido. Al principio no acababa de comprenderlo, pero al fin se dio cuenta de lo que era. Los lobos ya no estaban allí. No quedaba de ellos más que sus huellas impresas en la nieve, que indicaban lo cerca que habían estado de él. El sueño volvía a rendirle; la cabeza se le caía, sin que pudiera evitarlo, sobre las rodillas, cuando con un repentino sobresalto se desveló de nuevo.

Se oían gritos humanos, traqueteo de trineos, crujir de guarniciones y ansiosos latidos de los perros que luchaban por arrastrarlos. Eran cuatro los trineos que avanzaban desde el cauce del río, allá entre los árboles. Media docena de hombres se habían juntado ya alrededor del que estaba agachado en el centro de la moribunda hoguera, sacudiéndolo y obligándolo a salir de su modorra. Él les miró como si estuviera ebrio y masculló de un modo raro, soñoliento aún, estas palabras:

—La loba roja… Se metía entre los perros a la hora de darles su ración… Primero se la comía ella. Luego se comió a los perros… Y finalmente a Bill…

—¿Dónde está lord Alfred? —le gritó junto al oído uno de los hombres, al mismo tiempo que lo sacudía bruscamente.

Él movió lentamente la cabeza en ademán negativo y dijo:

—No, a él no se lo comió… Él descansa izado allá en un árbol del último sitio en que acampé.

—¿Muerto?

—Y en su ataúd —contestó Henry.

Forcejeó con aire petulante hasta zafarse de la mano con que le tenía cogido el hombro el que hacía las preguntas, y murmuró:

—¡Ea, déjeme tranquilo…! Estoy rendido… Buenas noches, señores.

Sus ojos parpadearon un poco y se cerraron. Incluso mientras le colocaban más cómodamente sobre el montón de mantas, resonaban sus ronquidos en el aire helado.

Pero otro ruido se oyó también. Lejos, a gran distancia, apagado, resonaba el aullido de la hambrienta manada, que comenzaba a seguir la pista de otra caza, de otra carne distinta de la del hombre que acababa de escapársele.

SEGUNDA PARTE: NACIDO EN LO SALVAJE
I

La batalla de los colmillos

La loba fue la primera que, antes que los demás, se percató de que se oían voces de hombres y latir de perros de trineo, y ella fue también la primera en abandonar de un salto al hombre que los lobos tenían prisionero dentro de su propio círculo de moribundas llamas. A la manada le dolía abandonar la presa que veía ya acorralada, y se quedó rezongando unos minutos para asegurarse de que no era injustificada la alarma, hasta que al fin emprendió la huida siguiendo las huellas de la loba.

Al frente de la manada corría un gran lobo gris; era uno de sus varios jefes. Concretamente, el que los dirigía a todos impulsándolos a ir pisándole los talones a la fugitiva. Él era quien gruñía a los lobatos amonestándolos o les lanzaba una dentellada cuando ambiciosamente pretendían adelantarle. Y él fue el que apretó el paso cuando vio que la loba comenzaba a trotar lentamente a través de la nieve.

Ella se puso poco a poco a su lado como si ese fuera el sitio que le correspondía, y ajustó entonces su paso al de la manada. Él no le gruñía ni le enseñaba los dientes cuando, al dar un salto, resultaba que se le había adelantado. Al contrario, parecía muy bien dispuesto en su favor; tanto, que a la hembra le desagradaba, pues, tendiendo él a correr muy cerca, cuando se le acercaba demasiado, era ella la que gruñía y le enseñaba los dientes. Y no se limitaba a eso solo, sino que más de una vez le lanzó una dentellada en el hombro. Cuando eso ocurría, él no mostraba el menor enojo. Se limitaba a dar un salto, apartándose a un lado, y a correr en línea recta como con un cierto embarazo y saltando torpemente, bien parecido, en el porte que adoptaba y en la conducta, a un avergonzado zagal aldeano.

Esto la perturbaba en su dirección de la manada; pero también sufría otras molestias. Si a un lado le tenía a él, al otro corría un enorme lobo viejo de entrecano pelaje, cuyas cicatrices daban fe de las numerosas batallas en que había intervenido. Iba siempre a su derecha, seguramente porque no tenía más que un solo ojo, y este era el izquierdo. También él sentía afición a acercársele, a virar hacia ella, hasta que con el hocico, cruzado de profundas señales, conseguía tocarle el cuerpo, el hombro o el cuello. Lo mismo que con el compañero que tenía a la izquierda, rechazaba ella con los dientes tales atenciones; pero cuando estas se las prodigaban ambos lobos a la vez, se veía bruscamente empujada, no teniendo más remedio que repartir rápidos mordiscos a diestro y siniestro para apartar a los dos cortejadores, mantener la emprendida carrera al frente de la manada y ver, con precisión, el camino por donde debía poner los pies. En tales ocasiones, sus dos compañeros regañaban a la vez y se mostraban los dientes amenazadoramente. Poco les hubiera costado enzarzarse en una lucha, pero hasta el cortejar y el saldar sus cuentas como rivales podía sufrir aplazamiento cuando apremiaba otra necesidad mayor: el hambre de toda la manada.

Cada vez que el lobo viejo se veía rechazado y debía alejarse de aquel objeto de sus deseos que tan buenos dientes tenía, chocaba con otro lobo de unos tres años que corría junto a su lado derecho, que era precisamente el de su ojo ciego. Este lobezno había alcanzado ya todo su desarrollo, y teniendo en cuenta el estado de debilidad y de hambre de toda la manada, podía decirse que poseía más vigor y mayores ánimos que la mayoría de los otros. Sin embargo, corría conservando siempre la cabeza al mismo nivel del hombro del lobo tuerto, que le aventajaba en años. Si alguna vez —aunque era poco frecuente— se aventuraba a adelantarlo, un gruñido y un mordisco lo obligaban a volver al lugar que le correspondía. En todo caso, de vez en cuando se quedaba algo rezagado y se metía entre el jefe anciano y la loba. Esto ocasionaba un doble y hasta un triple disgusto. Cuando ella gruñía para manifestar su desagrado, el jefe viejo se volvía rápidamente contra el lobato para castigarlo. Algunas veces, la hembra misma lo ayudaba. Y otras, hasta el otro jefe joven giraba en redondo para tomar parte en el castigo.

En tales ocasiones, el lobato se encontraba con seis hileras de salvajes dientes que lo amenazan. Se detenía precipitadamente, se apoyaba sobre los cuartos traseros, afirmaba las tiesas patas delanteras y resistía el ataque, bien abiertas las fauces y erizados los pelos del cuello. Esta confusión que se originaba en el frente de la manada traía consigo otra en los lobos que venían detrás. Chocaban estos con el lobato y expresaban su disgusto dándole fuertes mordiscos en las patas posteriores y en los lados. Él mismo se buscaba daños y molestias, porque la falta de comida y el mal humor corrían parejos en todos; pero con la fe ilimitada propia de la juventud, se empeñaba en repetir la misma maniobra a cada paso, aunque nunca consiguiera otra cosa que continuas derrotas.

De haber tenido a mano el alimento necesario, el amor y las luchas hubieran ido juntos, y la formación a que se sujetaba la manada hubiese quedado deshecha. Pero la situación de esta era desesperada. El hambre, largo tiempo sostenido, la tenía en un estado de excesiva demacración. Ya ni corría siquiera con la velocidad acostumbrada. Los lobos zagueros, los que cojeando seguían a los demás, eran los más débiles, los muy jóvenes o los muy viejos. Al frente iban los más fuertes. Pero todos ellos parecían esqueletos. Sin embargo, excepción hecha de los que cojeaban, no era fácil adivinar en ellos el esfuerzo ni el cansancio, a juzgar por sus movimientos. Aquellos músculos, que semejaban cuerdas, eran fuente inextinguible de energía. Tras la contracción de uno de aquellos resortes acerados venía otra, y otra, y otra, y así continuaban sin que pareciera tener fin.

Los lobos corrieron muchos kilómetros aquel día. Corrieron toda la noche, y el día siguiente continuaron corriendo. Corrían sobre la superficie de un mundo helado y muerto. No había en él vida que se moviera. Los únicos que se movían a través de aquella vasta inercia eran ellos. Ellos estaban vivos e iban en busca de otros seres vivientes para devorarlos y continuar así viviendo.

Cruzaron grandes llanuras y se dedicaron al ojeo de una docena de arroyos en una comarca llena de hondonadas, antes de que vieran recompensado su trabajo. Al fin dieron con algunas antas. La primera que hallaron fue una especie de buey de gran tamaño. Suponía carne en abundancia y vida, no guardadas y protegidas ambas por misteriosas hogueras ni por voladores proyectiles que lanzaban llamas. Las pezuñas partidas y las astas en forma de pala las conocían ya bien, y así prescindieron entonces de su acostumbrada paciencia y cautela en la caza. La lucha fue corta y feroz. El gran buey fue atacado por todos los lados. Abrió en canal a muchos o les partió el cráneo con hábiles patadas de sus grandes cascos. Los aplastó o los despedazó con sus enormes astas. Revolcándolos en la lucha, los pateó hasta hundirlos en la nieve. Pero al fin fue dominado, y se desplomó con la loba cogida a su cuello, que esta desgarraba furiosamente, y clavados los dientes de otros muchos en diez sitios de su cuerpo. Lo devoraron vivo, antes de que él cesara su lucha por defenderse y dejara de causarles daño.

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