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Authors: Jack London

Colmillo Blanco (8 page)

Asomó la cabeza por la esquina de una roca donde empezaba uno de esos recodos excepcionalmente vasto, y su penetrante vista se percató de algo que le obligó a agacharse rápidamente. Era el animal del cual provenían aquellas huellas: una enorme hembra de lince. Estaba echada, en acecho, de igual modo que había estado él antes: frente a un puerco espín convertido en bola de erizadas púas. Si antes parecía el lobo una sombra, se convirtió luego en un espectro, en la apariencia de una hembra, al irse arrastrando y trazando círculos hasta quedar bien a sotavento y bastante cerca de aquel par de inmóviles animales.

Se echó en la nieve colocando a su vera el ave que había cazado, y, con penetrantes ojos que atravesaban la pinocha de un abeto bajo, se puso a contemplar aquel drama de la vida que ante él se desarrollaba: el lince esperando y el puerco espín esperando también; cada uno atento a su propia existencia; y lo curioso de esta especie de juego era que el camino de la vida para el uno consistía en comerse al otro, mientras que para este estribaba precisamente en no ser comido. Entretanto, el
Tuerto
, el lobo que acechaba oculto, representaba allí su papel, esperando que algún raro capricho de la suerte le ayudara a procurarse la carne que le era necesaria para vivir.

Transcurrió media hora, hasta una hora, y nada ocurría. La bola de erizadas púas lo mismo podía haber sido una piedra, a juzgar por su inmovilidad; el lince parecía helado y hecho en mármol, y el lobo lo mismo hubiese podido estar muerto. Y sin embargo, en los tres animales la vida había llegado a una tensión casi dolorosa, y apenas en alguna otra ocasión les había ocurrido estar tan vivos como en aquella, en que más bien parecían petrificados.

El
Tuerto
se movió ligeramente y con creciente ansiedad. Algo ocurrió entonces. El puerco espín había decidido que su enemigo se había ido. Lentamente, con gran cautela, comenzaba a desenroscar aquella bola que constituía su impenetrable armadura. No sentía ni el temblor de las dudosas esperanzas. Poco a poco, la erizada bola se iba estirando y enderezándose. El
Tuerto
, que lo observaba, sintió de pronto que la boca se le hacía agua y que babeaba involuntariamente, excitado por aquella carne viva que se ofrecía a su vista como un exquisito manjar.

No había aún acabado de desenroscarse del todo cuando el puerco espín descubrió a su enemiga. En aquel momento lo atacó la hembra de lince. El golpe que le asestó fue como un rayo. La garra encorvada, como la de un ave de rapiña, se clavó bajo el vientre del animal y con un movimiento de retroceso desgarró por completo la carne. Si el puerco espín no hubiera estado a medio desenroscar, o no hubiera descubierto a su enemiga una fracción de segundo antes de que le fuera asestado el golpe, la pata aquella habría herido sin recibir el menor daño, pero ahora, un movimiento de lado de la cola la llenó de afiladas púas al ser retirada.

Todo había ocurrido casi a la vez: el ataque, el contraataque, el grito de agonía del puerco espín y el chillido del gran felino, arrancado a este tanto por el dolor como por la sorpresa. El
Tuerto
casi se levantó impulsado por la excitación que sentía, tiesas las orejas, tiesa y tendida la cola que le temblaba. La ira se sobrepuso a todo lo demás en el lince hembra. De un furioso salto se arrojó sobre lo que había herido. Pero el puerco espín, chillando y gruñendo, con el cuerpo medio abierto y tratando de enroscarse débilmente para formar la bola que era su protección, sacudió de nuevo la cola, y de nuevo también se oyó el alarido de dolor y de asombro del felino. Enseguida retrocedió dando bufidos, estornudando, con la nariz cubierta de púas, como un monstruoso acerico. Se esforzó en limpiarla de aquellos dolorosos dardos con las garras, revolcó el hocico en la nieve, lo restregó contra renuevos y ramas; y todo esto, saltando continuamente, de frente, de lado, en todas las posiciones, en un frenesí de dolor y de miedo.

No cesaba de estornudar, y, con aquella especie de raigón que tenía por rabo, se esforzaba en sacudirse con rápidos y violentos latigazos. Dejó al fin de cometer más grotescas rarezas y se quedó algo más apaciguada por unos minutos. El
Tuerto
la estaba observando. Y hasta no pudo reprimir un movimiento de sobresalto y que se le erizaran los pelos del lomo involuntariamente, cuando vio que de pronto daba un inesperado salto en el aire, al propio tiempo que lanzaba un prolongado y terrible chillido. Después salió disparada por el camino que él conocía dando saltos y chillando de nuevo a cada brinco.

Hasta que los gritos del felino, tras irse debilitando con la distancia, dejaron de oírse por completo, el
Tuerto
no se atrevió a adelantarse. Andaba con tal cuidado y suavidad como si toda la superficie de la nieve estuviera alfombrada de púas de puerco espín, erizadas y a punto de clavarse en las partes blandas de sus pies.

Al ver que se aproximaba, el puerco espín lo recibió con un furioso chillido y castañeteo de sus largos dientes. Había conseguido al fin enroscarse nuevamente hasta formar una bola; pero no era ya tan apretada como antes. Sus músculos estaban muy heridos para ello. Había quedado casi abierto en canal y continuaba sangrando abundantemente.

El
Tuerto
socavó en algunos sitios la nieve empapada en sangre, la mascó, la saboreó y acabó por tragársela. Esto le sirvió de aperitivo, y su hambre creció con ello extraordinariamente; pero era demasiado viejo y experto para olvidarse de toda prudencia. Esperó. Se echó y esperó, mientras el puerco espín rechinaba los dientes y alteraba los gruñidos y los sollozos con breves y penetrantes chillidos. Al cabo de un rato notó que las púas se iban inclinando hacia el suelo y que se iniciaba un temblor en el animal. El temblor cesó de pronto. Le siguió un castañeteo final de los dientes que parecía un reto. Luego, las púas fueron bajándose aún más, desfalleció el cuerpo y ya no se movió.

Encogida la pata y no sin cierto temor, el
Tuerto
tocó al puerco espín, lo estiró todo lo largo que era y lo puso boca arriba. No ocurrió nada. Indudablemente, estaba muerto. Se quedó observándolo un rato con gran atención, lo cogió entre los dientes con no menor cuidado y fue arroyo abajo, sosteniendo en parte, y en parte arrastrando, al puerco espín, torcida hacia un lado la cabeza para no pisar aquella espinosa masa. De pronto, se acordó de algo, dejó caer la carga y regresó trotando al lugar en que había dejado la perdiz de las nieves. No dudó un momento. Comprendía claramente lo que debía hacer y lo puso en práctica comiéndose rápidamente el ave. Luego se volvió y fue a recoger la otra pieza.

Cuando arrastró hasta el interior de la cueva el botín de aquel día de caza, la loba lo examinó, volvió hacia él el hocico y le lamió ligeramente el cuello. Pero un momento después lo estaba ya sacando de allí, lejos de los cachorros, con un gruñido que era menos áspero que de costumbre y que más tenía de disculpa que de amenaza. El miedo instintivo que le inspiraba el padre de sus hijos empezaba a disminuir. Él se portaba como debía portarse un padre que fuera lobo, no manifestando en lo más mínimo el limpio deseo de devorar aquellos tiernos seres que había traído al mundo.

III

El cachorro gris

Resultaba diferente se sus hermanos y hermanas. El pelo de estos acusaba ya aquel matiz rojizo heredado de su madre la loba, mientras que él era el único que se parecía a su padre.

Era el cachorrillo gris de la manada. Representaba el lobo de pura cepa: en realidad, la imagen misma del
Tuerto
, en lo físico, con la única excepción de que él tenía dos ojos y su padre sólo uno.

No hacía mucho que los del cachorro gris se habían abierto a la luz, cuando ya veían con toda claridad. Y mientras estaban aún cerrados, tanteaba, paladeaba y olía. A sus dos hermanos y a sus otras tantas hermanas los conocía perfectamente. Había empezado a retozar con ellos débil y torpemente, y hasta puede decirse que a reñir, pues en su tierna garganta vibraba a veces un singular ruido como de carraspera —precursor del gruñido futuro— cuando estaba encolerizado. Y mucho antes de abrir los ojos conocía ya por el tacto, por el gusto y por el olfato a su madre. Ella tenía una lengua suave, acariciadora, que era como un calmante cuando se la pasaba por el delicado cuerpecillo, y le impulsaba a él a acurrucarse bien apretado contra el otro cuerpo, dormitando o durmiéndose del todo.

La mayor parte del primer mes de su vida la había pasado así, durmiendo; pero ahora, que veía bien, se quedaba despierto mucho más rato e iba aprendiendo a conocer su mundo mucho mejor. El mundo era lóbrego; pero él no lo había descubierto puesto que no sabía que existiera otro mejor. No gozaba más que de una luz opaca, pero sus ojos no habían tenido que acostumbrarse a otra. Su mundo era pequeñísimo. No tenía otros límites que las paredes del cubil. Pero como ignoraba todo acerca del ancho mundo que quedaba fuera, nunca sintió la opresión de los estrechos confines a que estaba reducida su existencia.

Sin embargo, muy pronto descubrió que una de aquellas paredes resultaba diferente de las demás. Era la boca de la cueva y el manantial de donde provenía la luz. Y averiguó esta diferencia mucho antes de que tuviera ideas propias y voliciones conscientes. Había constituido para él una atracción irresistible aun antes de que sus ojos se abrieran y pudiese mirar hacia allí. La claridad daba sobre sus cerrados párpados, y los ojos y los nervios ópticos habían vibrado en chispazos de luz de cálidos tonos y singularmente agradables. La vida de su cuerpo y de cada fibra del mismo, la vida que era como su propia sustancia corporal había deseado con ahínco esa luz y lo impulsaba hacia ella, de igual suerte que las sabias combinaciones químicas de una planta impulsan a esta hacia el sol.

Al principio, antes de que comenzara a alborear su vida consciente, él se había acercado, arrastrándose, a la boca de la covacha. Y en ello había unanimidad con sus hermanos y hermanas. Nunca, en aquel período, se arrastró ni uno de ellos hacia los oscuros rincones de la pared posterior. La luz los atraía como si fueran plantas; la química de la vida, de la que eran ellos el compuesto, pedía luz como una necesidad del ser, y sus diminutos cuerpecillos de juguete se deslizaban ciegamente, mejor químicamente, hacia ella.

Más tarde, cuando cada uno de ellos había ido desarrollando ya su personalidad y llegaron a tener conciencia de sus impulsos y anhelos, la atracción de la luz aumentó. Continuamente bregaban por llegar a ella, y su madre tenía que retirarlos hacia el interior una y otra vez.

De aquella manera precisamente, el cachorro gris se enteró de otros de los maternos atributos, distintos de aquella lengua tan suave y tan calmante de la que hemos hablado. En su incesante arrastrarse hacia la luz, descubrió que su madre poseía también una nariz que con un duro golpecito sabía administrarle un ligero castigo, y más adelante, que tenía una pata que lo aplastaba contra el suelo y lo hacía rodar luego repetidas veces con rápidos y bien calculados empujones. Así se enteró de que había cosas que hacían daño, y aprendió con ello a evitar dicho daño; en primer lugar, no incurriendo en el peligro de recibirlo, y en segundo, una vez que se había hecho acreedor al castigo, hurtando el cuerpo y retrocediendo. Eran estas ya acciones conscientes, resultado de las primeras ideas generales acerca del mundo. Antes se retiraba automáticamente de lo que le causaba dolor o molestia, como se había arrastrado, automáticamente también, hacia la luz. Después se retiraba ya de lo que le causaba daño porque sabía, había llegado a comprender, que el daño era aquello.

El cachorrillo resultaba feroz. Y sus hermanos y hermanas no le iban a la zaga. Era de esperar. Al fin y al cabo, eran animales carnívoros, de casta acostumbrada a matar para tener carne y devorarla. Solo de ella vivían sus padres. La leche que mamó al comenzar su vida era producto, transformación directa de carne, y ahora, cuando el cachorro contaba un mes, cuando no había transcurrido más que una semana desde que se abrieron sus ojos, empezaba ya él mismo a comer también carne, medio digerida por la loba y ofrecida después a sus cinco hijos, que pretendían mamar con demasiada frecuencia.

Pero de todos ellos, el peor era él. Ninguno lo aventajaba en el fuerte tono de aquella especie de incipiente gruñido que emitían. Sus rabietas superaban siempre en mucho, por lo terribles, a las de los demás. Él fue el primero que aprendió a hacer rodar por el suelo a sus hermanos, de un zarpazo hábilmente dado; el que primero clavó los dientes en la oreja de uno de los otros y tiró de lo lindo hasta arrancarle un pedazo, gruñendo, mientras, entre los apretados dientes. Y en fin, él fue el que más trabajo le dio a la madre para evitar que toda la camada se le fuera a la boca de la cueva.

La fascinación que la luz ejercía en el cachorro gris fue aumentando de día en día. Continuamente andaba en busca de aventuras en el espacio de un metro que lo separaba de la entrada de la covacha, y continuamente había que retirarlo de nuevo. Solo que él ignoraba que aquello fuera una entrada. Ni siquiera sabía que hubiera algo de tal nombre que sirviera para pasar de un sitio a otro. No conocía ningún otro lugar más que aquel, y mucho menos que hubiera un modo de penetrar allí. Así, la entrada de la cueva no era para él más que otra pared…, una pared de luz. A semejanza de lo que el sol era para el que vivía fuera de allí, así aquel muro luminoso era para él el sol de un mundo. Le atraía como una vela encendida atrae a una mariposa nocturna. No cesaba de esforzarse en alcanzarla. La vida, que tan rápidamente se desarrollaba en él, lo impulsaba hacia la luz, sabiendo que allí estaba la salida, el camino que debía pisar. Pero él mismo no sabía nada de todo esto, ni siquiera que lo exterior existiese.

Ocurría una cosa rara con aquel muro de luz. Observaba él que su padre —pues había llegado ya a reconocer a su padre como a otro habitante del mundo, como a un ser semejante a su madre, que dormía cerca de la luz y traía carne para comer— tenía la costumbre de penetrar en el distante muro blanco y desaparecer por él. El lobato gris no comprendía aquello. Aunque su madre nunca le hubiera permitido acercarse a lo que él juzgaba pared, se había aproximado a las demás, encontrando siempre una dura obstrucción de dolorosas consecuencias para su tierno hocico. Aquello dolía, y así, tras diversas tentativas, decidió no intentar penetrar por las paredes. Sin detenerse a pensar en ello, dio por cosa averiguada que el desaparecer a través de un muro era algo característico y privativo de su padre, como la leche y la carne medio digerida eran rasgos típicos de su madre.

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