Cometas en el cielo (16 page)

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Authors: Khaled Hosseini

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Pánico.

Abres la boca. La abres tanto que incluso te crujen las mandíbulas. Ordenas a los pulmones que cojan aire, ahora, necesitas aire, lo necesitas ahora. Pero tus vías respiratorias te ignoran. Se colapsan, se estrechan, se aprietan, y de repente te encuentras respirando a través de una pajita de refresco. La boca se cierra y frunces los labios, y lo único que consigues articular es un grito ahogado. Las manos se agitan y tiemblan. En algún lugar se ha roto una presa y el sudor frío te inunda, empapa tu cuerpo. Quieres gritar. Lo harías si pudieses. Pero para gritar necesitas respirar.

Pánico.

El sótano era oscuro. La cisterna era negra como el carbón. Miré a derecha e izquierda, arriba y abajo, moví las manos ante mis ojos, ni un atisbo de movimiento. Parpadeé, parpadeé de nuevo. Nada. El aire estaba cargado, demasiado espeso, era casi sólido. El aire no es un sólido. Deseaba cogerlo con las manos, romperlo en pequeños pedazos, introducirlos en mi tráquea. Y el olor a gasolina... Me escocían los ojos debido a los vapores, como si alguien me hubiese arrancado los párpados y los hubiese frotado con un limón. Cada vez que respiraba me ardía la nariz. Pensé que en un lugar como ése era fácil morir. Me llegaba un grito. Llegaba, llegaba...

Y entonces un pequeño milagro. Baba me tiró de la manga y en la oscuridad apareció un resplandor verde. ¡Luz! El reloj de Baba. Mantuve los ojos pegados a aquellas manos de color verde fluorescente. Tenía tanto miedo de perderlas que no me atrevía ni a pestañear.

Poco a poco empecé a tomar conciencia de lo que me rodeaba. Oía gemidos y murmullos de oraciones. Oí el llanto de un bebé y el mudo consuelo de su madre. Alguien vomitó. Otro maldijo a los
shorawi.
El camión se balanceaba de un lado a otro, hacia arriba y hacia abajo. Las cabezas golpeaban contra el metal.

—Piensa en algo bueno —me dijo Baba al oído—. En algo feliz.

Algo bueno. Algo feliz. Dejé vagar la mente. Dejé que el recuerdo me invadiera:

Viernes por la tarde en Paghman. Un campo de hierba de color verde manzana salpicado por moreras con el fruto maduro. Estamos Hassan y yo. La hierba nos llega hasta los tobillos. El carrete da vueltas en las manos callosas de Hassan. Nuestros ojos contemplan la cometa en el cielo. No intercambiamos ni una palabra; no porque no tengamos nada que decir, sino porque no es necesario decir nada... Eso es lo que sucede entre personas que mutuamente son su primer recuerdo, entre personas criadas por el mismo pecho. La brisa agita la hierba y Hassan deja rodar el carrete. La cometa da vueltas, baja en picado, se endereza. Nuestras sombras gemelas bailan en la hierba rizada. Más allá del muro de adobe, en el otro extremo del campo, oímos voces y risas y el gorgoteo de una fuente. Y música, algo viejo y conocido, creo que se trata de
Ya Mowlah
tocado al
rubab.
Alguien nos llama desde detrás del muro, dice que es la hora del té y las pastas.

No recordaba muy bien qué mes era, ni siquiera el año. Lo único que sabía era que el recuerdo estaba vivo en mí, un fragmento perfectamente encapsulado de un pasado bueno, una pincelada de color sobre el lienzo gris y árido en que se habían convertido nuestras vidas.

El resto del viaje son retazos dispares de recuerdos que van y vienen, en su mayoría sonidos y olores: aviones Mig rugiendo por encima de nuestras cabezas, el tableteo de las ametralladoras, un asno rebuznando cerca de nosotros, el tintineo de los cencerros y los balidos de las ovejas, la gravilla aplastada bajo las ruedas del camión, un bebé protestando en la oscuridad, el hedor a gasolina, vómitos y mierda...

Lo que recuerdo a continuación es la luz cegadora de primera hora de la mañana al salir de la cisterna de gasolina. Recuerdo volver la cara en dirección al cielo, entornar los ojos y respirar como si el mundo estuviera quedándose sin aire. Me tumbé en un margen del camino de tierra junto a una zanja llena de piedras, miré hacia el cielo gris, dando gracias por aquel aire, dando gracias por aquella luz, dando gracias por estar vivo.

—Estamos en Pakistán, Amir —afirmó Baba. Estaba de pie a mi lado—. Dice Karim que llamará a un autobús para que nos lleve hasta Peshawar.

Me puse bocabajo, sin levantarme del frío suelo, y vi nuestras maletas a ambos lados de los pies de Baba. A través de la uve invertida que formaban sus piernas, vi el camión parado junto a la carretera y a los demás refugiados, que descendían por la escalera trasera. Más allá, la carretera de tierra se deslizaba entre campos que eran como sábanas plomizas bajo el cielo gris hasta que desaparecía detrás de una cadena de montañas sinuosas. El camino pasaba a lo lejos por un pequeño pueblo que se extendía a lo largo de una loma reseca por el sol. Ya echaba de menos Afganistán.

Mi mirada regresó a las maletas. Me producían tristeza, y era por Baba. Después de todo lo que había construido, planificado, de todas las cosas por las que había luchado, se había inquietado, soñado. Ése era el compendio de su vida: un hijo decepcionante y dos maletas.

Alguien gritaba. No, no gritaba. Gemía. Vi a los pasajeros congregados en círculo y escuché la impaciencia de sus voces. Alguien pronunció la palabra «vapores». Alguien la repitió. El gemido se convirtió en un chillido hiriente.

Baba y yo corrimos hacia el montón de mirones y nos abrimos paso entre ellos. El padre de Kamal estaba sentado en medio del círculo con las piernas cruzadas, balanceándose de un lado a otro y besando la cara cenicienta de su hijo.

—¡No respira! ¡Mi hijo no respira! —lloraba. El cuerpo sin vida de Kamal yacía en el regazo de su padre. Su mano derecha, abierta y flácida, se movía al ritmo de los sollozos de su padre—. ¡Mi hijo! ¡No respira! ¡Alá, ayúdalo a respirar!

Baba se arrodilló a su lado y le pasó un brazo por el hombro. Pero el padre de Kamal lo apartó y arremetió contra Karim, que estaba entre el grupo con su primo. Lo que sucedió a continuación fue demasiado rápido y breve para poder calificarlo de pelea. Karim pegó un grito de sorpresa y retrocedió. Vi un brazo que se movía y una pierna que daba una patada. Un instante después, el padre de Kamal tenía en sus manos la pistola de Karim.

—¡No me dispares! —chilló éste.

Pero antes de que cualquiera de nosotros pudiera decir o hacer nada, el padre de Kamal se introdujo el cañón en la boca. Nunca olvidaré el eco de aquel disparo. Ni el destello de luz, ni cómo quedó todo rociado de rojo.

Me encorvé de nuevo y vomité bilis en la cuneta.

11

Fremont, California. Década de los ochenta

A mi padre le encantaba la idea de América.

Y fue la vida en América lo que le provocó la úlcera.

Nos recuerdo a los dos, paseando en Fremont por Lake Elizabeth Park, unas cuantas calles más abajo de donde se encontraba nuestro apartamento, observando cómo los niños jugaban con bates y las niñas reían en los columpios. Durante aquellos paseos, Baba me instruía en política con sus interminables disertaciones.

—En este mundo, Amir, sólo hay tres hombres de verdad —decía. Los contaba con los dedos: América, el salvador inculto, Gran Bretaña e Israel—. El resto... —solía mover la mano y emitir un sonido como «ffft»— son como viejas cotillas.

Lo de Israel levantaba la ira de los afganos de Fremont, que lo acusaban de projudío y, en consecuencia, de antiislámico. Baba se reunía con ellos en el parque para tomar el té con pastel de
rowt
y los volvía locos con su visión política.

—Lo que no comprenden —me dijo en cierta ocasión— es que la religión no tiene nada que ver con todo esto. —Desde el punto de vista de Baba, Israel era una isla de «hombres de verdad» en un océano de árabes demasiado ocupados en engordar a base del petróleo para preocuparse de nada más—. Israel hace esto, Israel hace aquello —decía Baba, empleando en broma un marcado acento árabe—. ¡Entonces haced algo al respecto! Poneos en acción. ¡Vosotros, árabes, ayudad entonces a los palestinos!

Aborrecía a Jimmy Carter, a quien calificaba de «cretino de dientes grandes». En 1980, cuando todavía estábamos en Kabul Estados Unidos había anunciado su boicot a los Juegos Olímpicos de Moscú.

—¡Caramba! —exclamó, disgustado, Baba—. Breznev está masacrando a los en el Cielo afganos y lo único que sabe decir ese devorador de cacahuetes es que no piensa ir a nadar a su piscina. —Baba creía que, sin quererlo, Carter había hecho más por el comunismo que el mismo Leónidas Breznev—. No está capacitado para gobernar este país. Es como poner a un niño que no sabe montar en bicicleta a seguir la rueda de un Cadillac recién estrenado.

Lo que Estados Unidos y el mundo necesitaban era un hombre duro. Un hombre que se hiciera respetar, alguien que entrara en acción en lugar de lavarse las manos. Ese alguien llegó en la forma de Ronald Reagan. Y cuando Reagan salió en la televisión y calificó a los
shorawi
como «el imperio del mal», Baba salió de inmediato a comprar una fotografía del presidente, sonriendo y con el pulgar hacia arriba indicando que todo iba bien. Enmarcó la fotografía y la colgó en el vestíbulo de casa, justo al lado de la vieja fotografía en blanco y negro en la que aparecía él con su corbata fina estrechándole la mano al sha Zahir. Nuestros vecinos en Fremont eran conductores de autobús, policías, empleados de gasolineras y madres solteras que vivían de la beneficencia, exactamente el tipo de obreros que pronto ahogarían bajo la almohada toda la «reaganomanía» que les pasaban por la cara. Baba era el único republicano del edificio.

Pero la niebla de Bay Area le provocaba escozor en los ojos; el ruido del tráfico, dolor de cabeza; y el polen, tos. La fruta nunca era lo bastante dulce, el agua nunca lo bastante limpia ¿y dónde estaban los árboles y los campos? Estuve dos años intentando que Baba se apuntase a clases para mejorar su mal inglés. Pero se burlaba de la idea.

—Tal vez, cuando supiera pronunciar «gato», el profesor me daría una estrellita brillante para poder correr a casa a enseñártela —murmuraba.

Un domingo de primavera de 1983, entré en una pequeña librería de viejo que había al lado de un cine donde ponían películas hindúes, al oeste del punto donde las vías de Amtrak cruzan Fremont Boulevard. Le dije a Baba que tardaría cinco minutos y se encogió de hombros. Él trabajaba en una gasolinera de Fremont y tenía el día libre. Lo vi desfilar por Fremont Boulevard y entrar en Fast & Easy, una pequeña tienda de ultramarinos regentada por una pareja de vietnamitas ancianos, el señor y la señora Nguyen. Eran personas amables; ella tenía Parkinson y a él lo habían operado de la cadera para ponerle un implante. «Ahora es el hombre de los seis millones de dólares», solía decir ella, con su sonrisa desdentada. «¿Te acuerdas del hombre de los seis millones de dólares, Amir?» Entonces el señor Nguyen fruncía el entrecejo como Lee Majors y fingía que corría a cámara lenta.

Me encontraba hojeando un ejemplar de una novela de misterio de Mike Hammer cuando oí gritos y cristales rotos. Solté el libro y salí precipitadamente a la calle. Vi a los Nguyen detrás del mostrador, pálidos. El señor Nguyen abrazaba a su esposa. En el suelo: naranjas, una estantería de revistas, un bote de cecina de buey roto y fragmentos de cristal a los pies de Baba.

Luego resultó que Baba no llevaba dinero encima para pagar las naranjas. Le hizo un talón al señor Nguyen y éste le pidió un documento de identificación.

—Quiere ver mi documentación —gritó Baba en farsi—. ¡Llevo casi dos años comprándole su condenada fruta y poniéndole dinero en el bolsillo, y el hijo de perra ahora quiere ver mi documentación!

—Baba, no es nada personal —dije, sonriendo a los Nguyen—. Es lógico que quiera verla.

—No lo quiero aquí —dijo el señor Nguyen, dando un paso al frente y protegiendo a su esposa. Apuntaba a Baba con su bastón. Se volvió hacia mí—. Tú eres un joven amable, pero tu padre está loco. Ya no es bienvenido.

—¿Me tiene por un ladrón? —le preguntó Baba, levantando la voz. Se había congregado gente en el exterior para ver qué ocurría—. ¿Qué tipo de país es éste? ¡Nadie confía en nadie!

—Llamaré a la policía —anunció la señora Nguyen asomando la cabeza—. O sale o llamo a la policía.

—Por favor, señora Nguyen, no llame a la policía. Me lo llevaré a casa. No llame a la policía, ¿de acuerdo? Por favor.

—Sí, llévatelo a casa. Buena idea —dijo el señor Nguyen, cuyos ojos, detrás de las gafas bifocales de montura metálica, no se despegaban de Baba.

Acompañé a Baba hacia la puerta. Por el camino le pegó una patada a una revista. Después de hacerle prometer que nunca volvería a entrar allí, volví a la tienda y me disculpé con los Nguyen. Les dije que mi padre estaba pasando por momentos difíciles. Le di a la señora Nguyen nuestro teléfono y nuestra dirección y le dije que evaluara los daños causados.

—Por favor, llámeme en cuanto lo sepan. Lo pagaré todo, señora Nguyen. Lo siento mucho.

La señora Nguyen cogió la hoja de papel y asintió con la cabeza. Vi que le temblaban las manos más de lo normal y eso hizo que me sintiera enfadado con Baba, por conseguir que una anciana temblase de aquella forma.

—Mi padre todavía está adaptándose a la vida en América —añadí a modo de explicación.

Quería decirles que en Kabul utilizábamos una vara como tarjeta de crédito. Hassan y yo íbamos al panadero con la varita. Él hacía una marca con el cuchillo por cada barra de
naan
que apartaba para nosotros de las llamas del
tandoor.
A final de mes, mi padre le pagaba según las marcas que hubiera en la vara. Así de simple. Sin preguntas. Sin documentación.

Pero no lo dije. Le di las gracias al señor Nguyen por no haber llamado a la policía y llevé a Baba a casa. Se fue, de mal humor, a fumar al balcón, mientras yo preparaba arroz con estofado de cuellos de pollo. Había pasado año y medio desde que descendimos del Boeing procedente de Peshawar, y Baba aún estaba adaptándose.

Aquella noche cenamos en silencio. Después de un par de mordiscos, Baba retiró el plato.

Lo miré desde el otro lado de la mesa: tenía las uñas desconchadas y negras por el aceite de motor, y los nudillos pelados, y los olores de la gasolinera (polvo, sudor y combustible) impregnaban su ropa. Baba era como el viudo que vuelve a casarse, pero es incapaz de olvidarse de su esposa muerta. Añoraba los campos de caña de azúcar de Jalalabad y los jardines de Paghman. Añoraba a la gente entrando y saliendo de su casa, añoraba pasear por los bulliciosos callejones del Shor Bazaar y saludar a la gente que le conocía a él y había conocido a su padre, que había conocido a su abuelo, gente que compartía antepasados con él, cuyas vidas se entrelazaban con la suya.

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