Cometas en el cielo (11 page)

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Authors: Khaled Hosseini


Agha Sahib
estará preocupado —fue todo lo que logró decir. Me dio la espalda y partió cojeando.

Sucedió tal y como me lo había imaginado. Abrí la puerta del despacho lleno de humo e hice mi entrada. Baba y Rahim Kan estaban tomando el té y escuchando las noticias de la radio. Volvieron la cabeza y una sonrisa se dibujó en la boca de mi padre. Abrió los brazos. Dejé la cometa en el suelo y me encaminé hacia sus velludos brazos. Hundí la cara en el calor de su pecho y lloré. Baba me abrazó y me acunó de un lado a otro. Entre sus brazos olvidé lo que había hecho. Y eso fue bueno.. Entre sus brazos olvidé lo que había hecho. Y eso fue bueno.

8

Apenas vi a Hassan en una semana. Cuando me levantaba, encontraba la mesa preparada con el pan tostado, té recién hecho y un huevo duro. Mi ropa aparecía planchada y doblada en la silla de mimbre del vestíbulo donde Hassan planchaba habitualmente. Él solía esperar a que me sentara a desayunar y luego se ponía a planchar, pues de ese modo podíamos charlar. También solía cantar, elevaba la voz por encima del silbido de la plancha y cantaba viejas canciones hazara sobre campos de tulipanes. Pero aquellos días lo único que me recibía era la ropa doblada. Eso, y un desayuno que casi nunca volví a terminar.

Una mañana nublada, mientras me dedicaba a empujar el huevo duro para que diera vueltas por el plato, entró Alí cargado con un montón de leña cortada y le pregunté dónde estaba Hassan.

—Ha vuelto a acostarse —dijo Alí, arrodillándose frente a la estufa. Tiró para abrir la puertecita cuadrada.

¿Podría jugar aquel día Hassan?

Alí se detuvo con un tronco en una mano. Una mirada de preocupación atravesó su semblante.

—Últimamente parece que sólo quiere dormir. Hace sus tareas, por supuesto, pero luego lo único que quiere es meterse debajo de la manta. ¿Puedo preguntarte una cosa?

—¿Qué quieres saber?

—Después del concurso de cometas llegó a casa sangrando un poco y con la camisa rota. Le pregunté qué había sucedido y me dijo que nada, que había tenido una pequeña pelea con otros niños por la cometa. —No dije nada. Me limité a seguir empujando el huevo en el plato—. ¿Le sucedió algo, Amir
agha
? ¿Algo que no me cuenta?

Me encogí de hombros.

—¿Por qué tendría yo que saberlo?

—Tú me lo dirías, si le hubiese sucedido algo, ¿verdad?

—¿Y por qué tendría yo que saber qué le pasa? Tal vez esté enfermo. La gente se pone enferma, Alí. Y ahora, ¿piensas matarme de frío o vas a encender la estufa de una vez?

Aquella noche le pregunté a Baba si podíamos ir a Jalalabad el viernes. Él se columpiaba en el sillón basculante de piel situado detrás de su escritorio mientras leía un periódico iraní. Lo dejó sobre la mesa y depositó también las gafas de lectura que tanto me disgustaban... Baba no era viejo, en absoluto; aún le quedaban muchos años por delante. ¿Por qué, entonces, tenía que ponerse esas gafas absurdas?

—¡Y por qué no! —exclamó. Últimamente, Baba me concedía todo lo que le pedía. Incluso hacía dos noches me había dicho si quería ver
El Cid,
con Charlton Heston, en el cine Aryana—. ¿Quieres que le digamos a Hassan que venga con nosotros?

¿Por qué tenía que estropearlo Baba con eso?

—Está
mareez
—respondí—. No se encuentra bien.

—¿De verdad? —Baba dejó de columpiarse en su asiento—. ¿Qué le ocurre?

Me encogí de hombros y me hundí en el sofá, junto a la chimenea.

—Se ha resfriado o algo así. Alí dice que está guardando cama.

—Sí..., no he visto mucho a Hassan en estos últimos días... Entonces ¿no es más que eso, un resfriado? —No pude evitar odiar la forma en que frunció el entrecejo para mostrar su preocupación.

—Sí, sólo un resfriado. ¿Vamos el viernes, Baba?

—Sí, sí —respondió Baba alejándose de la mesa—. Lo siento por Hassan.

Pensé que te divertirías más si viniese él.

—También podemos divertirnos nosotros dos —dije.

Baba sonrió y me guiñó un ojo.

—Abrígate —me ordenó.

Deberíamos haber ido sólo los dos, como me apetecía a mí, pero el miércoles por la noche Baba se las había apañado para invitar a dos docenas más de personas. Había llamado a su primo Homayoun —en realidad, primo segundo—, y le había comentado que el viernes íbamos a Jalalabad, y Homayoun, que había estudiado ingeniería en Francia y que poseía una casa en Jalalabad, dijo que le gustaría que fuéramos allí, que iría él también con sus hijos, sus dos esposas y que, de paso, le diría a su prima Shafiqa y a su familia, que vivían en Herat pero que en ese momento estaban de visita, que se nos unieran también, y ya que estaba instalada en Kabul en casa de su primo Nader, invitaría también a la familia de éste —aunque Homayoun y Nader estaban peleados—, y que si invitaba a Nader, también debía invitar a su hermano Faruq, pues de lo contrario se sentiría ofendido y podría ser que no los invitara a la boda de su hermana, que iba a tener lugar el mes siguiente y...

Llenamos tres minibuses. Yo fui con Baba, Rahim Kan, Kaka Homayoun (desde muy pequeño, Baba me había enseñado a llamar
kaka,
tío, a todo hombre mayor, y
khala,
tía, a toda mujer de edad). Las dos esposas de Kaka Homayoun iban también con nosotros (la mayor tenía la cara pálida y las manos llenas de verrugas, y la joven olía a perfume y bailaba con los ojos cerrados), así como las dos hijas gemelas de Kaka Homayoun. Yo tomé asiento en la fila de atrás, constantemente mareado y convertido en bocadillo entre las dos gemelas, de siete años de edad, que no paraban de pasar por encima de mí para pelearse entre ellas. El viaje hasta Jalalabad es un trayecto de dos horas por una carretera de montaña que serpentea al borde de un abrupto precipicio, y el estómago se me subía a la boca a cada curva que dábamos. Todos hablaban en voz alta y a la vez, casi gritando, que es la forma de hablar habitual de los afganos. Le pedí a una de las gemelas (a Fazila o a Karima, siempre fui incapaz de distinguir quién era quien) que me cambiara el sitio para estar junto a la ventanilla y recibir un poco de aire fresco. Pero ella me sacó la lengua y me contestó que no. Le dije que no pasaba nada, aunque no me hacía responsable si vomitaba sobre su vestido nuevo. Un minuto después, estaba sacando la cabeza por la ventana. Observé cómo subía y bajaba la carretera llena de agujeros, cómo serpenteaba su cola a lo largo de la montaña, y conté los camiones multicolores que avanzaban pesadamente cargados de pasajeros. Cerré los ojos y dejé que el viento me azotara las mejillas. Luego abrí la boca para engullir aire fresco. Seguía sin sentirme mejor. Noté un dedo clavado en el costado. Se trataba de Fazila/Karima.

—¿Qué quieres? —le pregunté.

—Estaba contándoles a todos lo del concurso —dijo Baba, sentado al volante. Kaka Homayoun y sus esposas me sonreían desde los asientos de la fila intermedia—. ¿Cuántas cometas habría en el cielo aquel día? ¿Un centenar?

—Supongo —musité.

—Un centenar de cometas, Homayoun
jan.
Nada de
laaf.
Y la única que seguía volando al final de la jornada era la de Amir. Tiene en casa la última cometa, una preciosa cometa azul. Hassan y Amir la corrieron juntos.

—Felicidades —dijo Kaka Homayoun.

Su primera esposa, la de las verrugas, aplaudió y comentó:

—¡Caramba, Amir
jan,
estamos muy orgullosos de ti!

La esposa joven se sumó al aplauso. En un momento estaban todos aplaudiendo, gritando alabanzas, explicándome lo orgullosos que estaban todos. Sólo Rahim Kan, que estaba sentado junto a Baba, permanecía en silencio. Me miraba de una manera extraña.

—Detente un momento, por favor, Baba —le pedí.

—¿Qué?

—Me estoy mareando —murmuré, tumbándome en el asiento y apretándome contra las hijas de Kaka Homayoun.

A Fazila/Karima les cambió la cara.

—¡Para, Kaka! ¡Se ha puesto amarillo! ¡No quiero que devuelva sobre mi vestido nuevo! —vociferó una.

Baba inició la maniobra para parar a un lado de la carretera, pero no pude evitarlo. Unos minutos más tarde me encontraba sentado sobre una roca junto a la carretera mientras los demás se dedicaban a ventilar el minibús. Baba fumaba en compañía de Kaka Homayoun, quien le decía a Fazila/Karima que dejase de llorar, que ya le compraría otro vestido en Jalalabad. Cerré los ojos y volví la cara hacia el sol. Detrás de mis párpados se crearon pequeñas formas, como manos proyectando sombras en una pared. Se doblaban y se fundían hasta formar una sola imagen: los pantalones de pana de Hassan abandonados en el callejón sobre un montón de ladrillos viejos.

La casa que Kaka Homayoun poseía en Jalalabad era de dos pisos y tenía un balcón desde el que se dominaba un extenso jardín con manzanos y caquis rodeado por un muro. En verano, el jardinero recortaba los setos, dándoles formas de animales, y había una piscina con losetas de color esmeralda. Me senté con los pies colgando al borde de la piscina, vacía excepto por la capa de nieve a medio derretir que había depositada en el fondo. Los hijos de Kaka Homayoun jugaban al escondite en el otro extremo del jardín. Las mujeres cocinaban y se olía el aroma de las cebollas que estaban friendo, se oía el silbido de la olla a presión, la música, las risas. Baba, Rahim Kan, Kaka Homayoun y Kaka Nader estaban sentados en el balcón, fumando. Kaka Homayoun les explicaba que había traído el proyector para enseñarles las diapositivas de Francia. Hacía diez años que había regresado de París y aún seguía pasando esas estúpidas diapositivas.

Pero daba igual. Baba y yo éramos finalmente amigos. Habíamos ido juntos al zoo unos días antes, habíamos visto al león
Marjan
y le habíamos arrojado una piedrecita al oso cuando nadie nos miraba. Después habíamos ido al restaurante de Dad-khoda Kabob, que estaba enfrente del Cinema Park, y habíamos comido
kabob
de cordero con
naan
recién salido del
tandoor.
Baba me había contado historias de sus viajes a la India y a Rusia, de la gente que había conocido, como la pareja de Bombay sin brazos ni piernas que llevaban casados cuarenta y siete años y habían sacado once hijos adelante. Fue divertido pasar el día con Baba escuchando sus historias. Finalmente tenía todo lo que había querido durante tantos años. Y, sin embargo, me sentía tan vacío como la piscina descuidada sobre la que colgaban mis pies.

Al anochecer, las esposas y las hijas sirvieron la cena: arroz,
kofta
y
qurma
de pollo. Cenamos al estilo tradicional, sentados en cojines repartidos por toda la habitación, con el mantel extendido en el suelo, utilizando las manos y compartiendo bandejas comunes entre grupos de cuatro o cinco personas. Yo no tenía hambre, pero me senté igualmente a comer junto a Baba, Kaka Faruq y los dos chicos de Kaka Homayoun. Baba, que se había tomado unos cuantos whiskys antes de la cena, seguía vociferando sobre el concurso de cometas, sobre cómo los había superado a todos y había llegado a casa con la última cometa. Su voz de trueno dominaba la estancia. La gente levantaba la cabeza del plato para proclamar sus felicitaciones. Kaka Faruq me dio unos golpecitos en la espalda con la mano limpia. Yo me sentía como si me estuviesen clavando un cuchillo en un ojo.

Más tarde, bien pasada la medianoche, después de unas cuantas horas de póquer entre Baba y sus primos, los hombres se acostaron en colchones dispuestos en paralelo en la misma habitación donde habíamos cenado. Las mujeres subieron al piso de arriba. Pasada una hora, yo seguía sin poder conciliar el sueño. Daba vueltas de un lado a otro mientras mis parientes gruñían, resoplaban y roncaban. Me senté. Un rayo de luna entraba por la ventana.

—Vi cómo violaban a Hassan —le dije a la nada.

Baba se estiró en medio del sueño. Kaka Homayoun refunfuñó. Una parte de mí esperaba que alguien se despertara y me escuchase para de ese modo no tener que continuar viviendo con aquella mentira. Pero nadie se despertó, y, durante el silencio que siguió, comprendí la naturaleza de mi nueva maldición: debería vivir con aquella culpa.

Pensé en el sueño de Hassan, aquel en el que los dos nadábamos en el lago. «No hay ningún monstruo —había dicho—, sólo agua.» Pero se había equivocado. En el lago había un monstruo. Había agarrado a Hassan por los tobillos y lo había arrastrado hasta el fondo tenebroso. Y ese monstruo era yo.

Aquella noche me convertí en insomne.

No hablé con Hassan hasta mediados de la semana siguiente. Yo había comido con pocas ganas y Hassan estaba lavando los platos. Me disponía a ir a mi habitación cuando Hassan me preguntó si quería subir a la montaña. Le dije que estaba cansado. Hassan también parecía cansado... Había adelgazado, tenía los ojos hinchados y mostraba oscuras ojeras. Sin embargo, cuando volvió a preguntármelo, acepté a regañadientes.

Subimos a la montaña. Las botas se nos hundían en la nieve fangosa. Ninguno de los dos abrió la boca. Nos sentamos bajo nuestro granado, consciente yo de que había cometido un error. No debía haber subido a la montaña. Aquellas palabras que había escrito en el tronco del árbol con el cuchillo de cocina de Alí: «Amir y Hassan, sultanes de Kabul»... No soportaba mirarlas.

Me pidió que le leyera el
Shahnamah
y le dije que había cambiado de idea, que quería regresar y encerrarme en mi habitación. Él apartó la vista y se encogió de hombros. Bajamos por donde habíamos subido en silencio. Y por primera vez en mi vida, me sentí impaciente ante la llegada de la primavera.

Mis recuerdos del resto de aquel invierno de 1975 son bastante vagos. Recuerdo que me sentía feliz cuando Baba estaba en casa. Comíamos juntos, íbamos al cine, visitábamos a Kaka Homayoun o a Kaka Faruq. A veces venía a vernos Rahim Kan y Baba permitía que me sentara con ellos en el despacho a tomar el té. Incluso me pidió que leyera alguno de mis cuentos. Yo creía que aquella situación duraría. Y creo que Baba también lo creía. Ambos deberíamos haber sido menos ingenuos. Durante los meses posteriores al concurso de cometas, Baba y yo nos sumergimos en una dulce ilusión, nos veíamos el uno al otro como nunca nos habíamos visto y como nunca volveríamos a vernos. En realidad, nos habíamos engañado creyendo que un juguete hecho de papel de seda, cola y bambú podía salvar el abismo que nos separaba.

Cuando Baba viajaba, y viajaba mucho, yo me encerraba en mi habitación. Leía un libro cada dos días, escribía cuentos, aprendía a dibujar caballos. Oía a Hassan trasteando en la cocina por las mañanas, el tintineo de los cubiertos, el silbido de la tetera..., esperaba a oír que se cerrara la puerta y, sólo entonces, bajaba a comer. Tracé un círculo en el calendario en torno a la fecha del primer día de colegio e inicié una cuenta atrás.

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