Cometas en el cielo (9 page)

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Authors: Khaled Hosseini

Por todas las esquinas aparecían voladores que regresaban triunfantes sosteniendo en alto las cometas capturadas. Se las mostraban a sus padres, a sus amigos. Aunque todos sabían que la mejor estaba todavía por llegar. El premio mayor seguía volando. Partí una cometa de color amarillo chillón que terminaba en una cola blanca en serpentín. Me costó un nuevo corte en el dedo índice y más sangre que siguió resbalando por la mano. Le pasé el hilo a Hassan para que lo sujetase mientras me secaba y me limpiaba el dedo en los pantalones vaqueros.

Al cabo de una hora, el número de cometas supervivientes menguó de las aproximadamente cincuenta iniciales a una docena. Yo era uno de los voladores que resistían. Había conseguido llegar a la última docena. Sabía que el concurso se prolongaría durante un buen rato porque los chicos que llegaban hasta allí eran buenos... No caerían fácilmente en trampas sencillas como el viejo truco de «sustentarse en el aire y caer en picado», el favorito de Hassan.

Hacia las tres de la tarde, aparecieron unos nubarrones y el sol se escondió tras ellos. Las sombras empezaban a prolongarse. Los espectadores de las azoteas se enrollaban en bufandas y gruesos abrigos. Quedábamos media docena y yo seguía volando. Me dolían las piernas; tenía el cuello rígido. Pero con cada cometa derrotada, la esperanza crecía en mi corazón como la nieve que se apila sobre un muro, copo tras copo.

Mi mirada volvía una y otra vez hacia una cometa azul que había causado estragos durante la última hora.

—¿Cuántas ha cortado? —pregunté.

—He contado once —respondió Hassan.

—¿Sabes de quién es?

Hassan chasqueó la lengua y levantó la barbilla. Uno de sus gestos típicos, que significaba que no tenía ni idea. La cometa azul partió otra morada de gran tamaño y barrió dos veces trazando enormes rizos. Diez minutos más tarde había cortado otras dos, enviando tras ellas a una multitud de voladores.

Media hora después quedaban únicamente cuatro cometas. Y yo seguía volando. Me resultaba realmente difícil equivocarme en los movimientos, era como si todas las ráfagas de viento soplaran a mi favor. Jamás me había sentido dominando la situación de aquella manera, tan afortunado. Resultaba embriagador. No me atrevía a apartar los ojos del cielo. Tenía que concentrarme, actuar con inteligencia. Quince minutos más y lo que aquella mañana parecía un sueño irrisorio se convertiría en realidad: sólo quedábamos yo y el otro chico. La cometa azul.

La tensión era tan cortante como el hilo de vidrio del que tiraban mis ensangrentadas manos. La gente se ponía en pie, aplaudía, silbaba, cantaba:
«Boboresh! Boboresh!
¡Córtala! ¡Córtala!» Me preguntaba si la voz de Baba sería una de ellas. Empezó la música. El aroma de
mantu
estofado y
pakora
frita salía en desorden de azoteas y puertas abiertas.

Pero lo único que yo escuchaba, lo único que me permitía escuchar, era el ruido sordo de la sangre en mi cabeza. Lo único que veía era la cometa azul. Lo único que olía era la victoria. Salvación. Redención. Si Baba estaba equivocado y, como decían en la escuela, existía un dios, Él me permitiría ganar. No sabía cuáles eran las intenciones del otro chico, tal vez sólo fuera un fanfarrón. En fin, el caso es que allí estaba mi única oportunidad de convertirme en alguien a quien miraran, no sólo vieran, a quien escucharan, no sólo oyeran. Si había un dios, guiaría los vientos, haría que soplasen para mí de manera que, con un tirón de mi hilo, pudiera liberar mi dolor, mi anhelo. Había soportado demasiado y llegado demasiado lejos. Y de pronto, así, sin más, la esperanza se convirtió en plena conciencia. Iba a ganar. Sólo era cuestión de cuándo.

Y resultó que fue más temprano que tarde. Una ráfaga de viento levantó mi cometa y gané ventaja. Solté hilo, tiré. Mi cometa dibujó un rizo hasta colocarse por encima de la azul. Mantuve la posición. El volador de la cometa azul sabía que se encontraba en una situación problemática. Intentaba desesperadamente maniobrar para salirse de la trampa, pero no la dejé marchar. Mantuve la posición. La multitud intuía que el final estaba muy cerca. El coro de voces gritaba cada vez con más fuerza: «¡Córtala!, ¡córtala», como romanos animando a los gladiadores: «¡Mátalo!, ¡mátalo!»

—¡Casi lo tienes, Amir
agha
! —exclamó Hassan.

Entonces llegó el momento. Cerré los ojos y relajé la mano que sujetaba el hilo, el cual volvió a cortarme los dedos cuando el viento tiró de él. Y entonces... no necesité oír el rugido de la multitud para saberlo. Tampoco necesitaba verlo. Hassan gritaba y me rodeaba el cuello con el brazo.

—¡Bravo! ¡Bravo, Amir
agha
!

Abrí los ojos y vi la cometa azul, que daba vueltas salvajemente, como una rueda que sale disparada de un coche en marcha. Pestañeé e intenté decir algo, pero no me salía nada. De repente estaba suspendido en el aire, mirándome a mí mismo desde arriba. Abrigo de piel negra, bufanda roja y vaqueros descoloridos. Era un chico delgado, un poco cetrino y algo pequeño para sus doce años. Tenía los hombros estrechos y un atisbo de ojeras alrededor de unos ojos de color avellana. La brisa alborotaba su cabello castaño. Miró hacia arriba y nos sonreímos.

Entonces me encontré gritando. Todo era color y sonido, todo tenía vida y estaba bien. Abrazaba a Hassan con el brazo que me quedaba libre y saltábamos arriba y abajo. Los dos reíamos y llorábamos a un tiempo.

—¡Has ganado, Amir
agha
! ¡Has ganado!

—¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado! —Era lo único que podía decir.

Aquello no estaba sucediendo en realidad. En un instante, abriría los ojos y me despertaría de aquel bello sueño, saltaría de la cama e iría a la cocina para desayunar sin otro con quien hablar que no fuese Hassan. Me vestiría, esperaría a Baba y finalmente abandonaría y regresaría a mi vieja vida. Entonces vi a Baba en nuestra azotea. Estaba de pie en un extremo, apretando con fuerza ambas manos, voceando y aplaudiendo. Ése fue el más grande y mejor momento de mis doce años de vida, ver a Baba en la azotea por fin orgulloso de mí.

Pero entonces hizo algo, movía las manos con prisas. Entonces lo comprendí.

—Hassan, nosotros...

—Lo sé —dijo, rompiendo el abrazo—.
Inshallah,
lo celebraremos más tarde. Ahora tengo que volar esa cometa azul para ti —añadió. Lanzó el carrete al suelo y salió disparado, arrastrando el dobladillo del
chapan
verde sobre la nieve.

—¡Hassan! —grité—. ¡Vuelve con ella!

Estaba ya doblando la esquina de la calle cuando se detuvo y se volvió. Entonces ahuecó las manos junto a la boca y exclamó:

—¡Por ti lo haría mil veces más!

Luego sonrió y desapareció por la esquina. La siguiente ocasión en que lo vi sonreír tan descaradamente como aquella vez fue veintiséis años más tarde, en una descolorida fotografía hecha con una cámara Polaroid.

Empecé a tirar de la cometa mientras los vecinos se acercaban a felicitarme. Les estrechaba las manos y daba las gracias. Los niños más pequeños me miraban parpadeando de asombro; era un héroe. Por todas partes surgían manos que me daban palmaditas en la espalda y otras que me alborotaban el pelo. Yo tiraba del hilo y devolvía las sonrisas, pero tenía la cabeza en la cometa azul.

Finalmente recuperé mi cometa. Enrollé en el carrete el hilo sobrante que había reunido a mis pies, estreché unas cuantas manos más y partí corriendo a casa. Cuando llegué a las verjas de hierro, Alí me esperaba al otro lado. Pasó la mano por entre los barrotes y dijo:

—Felicidades.

Le entregué mi cometa y el carrete y le estreché la mano.


Tashakor,
Alí
jan.

—He estado rezando por vosotros todo el rato.

—Entonces sigue rezando. Aún no hemos terminado.

Me precipité de nuevo a la calle. No le pregunté a Alí por Baba. Todavía no quería verlo. Lo tenía todo planificado en mi cabeza: haría una entrada grandiosa, como un héroe, con el preciado trofeo en mis manos ensangrentadas.

Se volverían las cabezas y las miradas se clavarían en mí. Rostam y Sohrab midiéndose el uno al otro. Un momento dramático de silencio. Entonces el viejo guerrero se acercaría al más joven, lo abrazaría y reconocería su valía.

Vindicación. Salvación. Redención. ¿Y luego? Bueno..., después felicidad para siempre, por supuesto.

Las calles de Wazir Akbar Kan estaban numeradas y se cruzaban entre sí formando ángulos rectos, como una red. Entonces era un barrio nuevo, aún en desarrollo, con solares vacíos; en todas las calles había casas a medio construir en recintos rodeados por muros de dos metros y medio de altura. Recorrí de arriba abajo todas las calles en busca de Hassan. Por todas partes la gente andaba atareada recogiendo sillas y empaquetando comida y utensilios después de una larga jornada de fiesta. Los que seguían sentados en las azoteas me felicitaban a gritos.

Cuatro calles más al sur de la nuestra vi a Ornar, el hijo de un ingeniero amigo de Baba. Jugaba al fútbol con su hermano en el césped de delante de su casa. Ornar era un buen chico. Habíamos sido compañeros de clase en cuarto y en una ocasión me había regalado una estilográfica de las que se cargaban con un cartucho.

—Me han dicho que has ganado, Amir —dijo—. Felicidades.

—Gracias. ¿Has visto a Hassan?

—¿Tu hazara? —Asentí con la cabeza. Ornar cabeceó el balón hacia su hermano—. He oído decir que es un volador de cometas asombroso. —Su hermano le devolvió el balón con otro golpe de cabeza. Ornar lo cogió y jugueteó con él, lanzándolo y cogiéndolo—. Aunque siempre me he preguntado cómo lo hace. Me refiero a cómo es capaz de ver algo con esos ojos tan pequeños y rasgados.

Su hermano se echó a reír, con una carcajada breve, y reclamó el balón.

Ornar lo ignoró.

—¿Lo has visto? —le pregunté.

Ornar indicó con el pulgar por encima del hombro en dirección al suroeste.

—Lo he visto hace un rato corriendo hacia el bazar.

—Gracias —dije, y huí precipitadamente.

Cuando llegué al mercado, el sol casi se había puesto por detrás de las montañas y la oscuridad había pintado el cielo de rosa y morado. A unas cuantas manzanas de distancia, en la mezquita Haji Yaghoub, el
mullah
vociferaba el
azan,
que invitaba a los fieles a extender sus alfombras e inclinar la cabeza hacia el este para la oración. Hassan no se perdía jamás ninguna de las cinco oraciones diarias. Incluso si estábamos fuera jugando, se disculpaba, sacaba agua del pozo del patio, se lavaba y desaparecía en la choza. Luego, en cuestión de minutos, volvía sonriente hasta donde yo lo esperaba, sentado contra una pared o encaramado en un árbol. Sin embargo, aquella noche se perdería la oración por mi culpa.

El bazar estaba vaciándose rápidamente. Los comerciantes daban por finalizados los regateos del día. Troté por el barro entre hileras de puestos en los que había de todo: en uno de ellos era posible adquirir un faisán recién sacrificado, y en el vecino, una calculadora. Me abrí camino entre una muchedumbre que iba menguando: mendigos lisiados y vestidos con capas hechas jirones, vendedores que cargaban alfombras a la espalda, comerciantes de tejidos y carniceros que cerraban el negocio por aquel día. Pero no encontré ni rastro de Hassan.

Me detuve ante un puesto de frutos secos y describí a Hassan al anciano comerciante que cargaba su mula con cestas de piñones y pasas. Llevaba un turbante de color azul claro.

Se detuvo a contemplarme durante un buen rato antes de responder.

—Puede que lo haya visto.

—¿Hacia dónde ha ido?

Me miró de arriba abajo.

—Pero dime, ¿qué hace un chico como tú buscando a un hazara a estas horas?

Su mirada repasó con admiración mi abrigo de piel y mis pantalones vaqueros..., pantalones de
cowboy,
los llamábamos. En Afganistán, ser propietario de algo norteamericano, sobre todo si no era de segunda mano, era signo de riqueza.

—Necesito encontrarlo,
agha.

—¿Qué significa para ti? —me preguntó. No le encontraba sentido a la pregunta, pero me recordé que la impaciencia no serviría para que me dijera cualquier cosa más rápidamente.

—Es el hijo de nuestro criado —contesté.

El anciano arqueó una ceja canosa.

—¿Sí? Sin duda se trata de un hazara afortunado por tener un amo que se preocupa tanto por él. Su padre debería caer de rodillas y barrer el polvo de tus pies con sus pestañas.

—¿Vas a decírmelo o no?

Descansó un brazo en el lomo del mulo y señaló hacia el sur.

—Creo haber visto al niño que me describes corriendo hacia allí. Llevaba una cometa en la mano. Era azul.

—¿Sí? —dije.

«Por ti lo haría mil veces más», me había prometido. El bueno de Hassan. El bueno y fiel Hassan. Había cumplido su promesa y volado para mí la última cometa.

—Sí, seguramente a estas alturas ya lo habrán pillado —comentó el anciano comerciante con un gruñido mientras cargaba otra caja a lomos del mulo.

—¿Quién?

—Los otros muchachos. Los que lo perseguían. Iban vestidos como tú. —

Miró hacia el cielo y suspiró—. Ahora vete corriendo, estás retrasándome para el
namaz.

Pero yo ya corría a trompicones calle abajo.

Durante los minutos que siguieron registré en vano todo el bazar. Tal vez los viejos ojos del comerciante lo hubieran traicionado. Pero había visto la cometa azul. La idea de poner mis manos en esa cometa... Asomé la cabeza en todos los callejones, en todas las tiendas. Ni rastro de Hassan.

Empezaba a preocuparme la idea de que cayera la noche antes de lograr dar con Hassan, cuando escuché voces por delante de mí. Había llegado a una calle apartada y llena de barro. Corría perpendicular a la calle principal que dividía el bazar en dos partes. Me adentré en aquel callejón repleto de baches y seguí las voces. A cada paso que daba, mis botas se hundían en el barro y mi aliento se transformaba en nubes blancas que me precedían. El estrecho camino corría paralelo a un barranco lleno de nieve que en primavera debía de estar surcado por un arroyo. Al otro lado estaba flanqueado por hileras de cipreses cubiertos de nieve que asomaban entre casas de adobe de tejado plano (en la mayoría de los casos, poco más que chozas) separadas por estrechos callejones.

Volví a oír las voces, más fuertes esa vez. Procedían de uno de los callejones. Contuve la respiración y asomé la cabeza por la esquina para mirar.

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