Read Cometas en el cielo Online
Authors: Khaled Hosseini
—Creo que este año puedes ser tú quien gane el concurso. ¿Qué opinas?
Yo no sabía qué pensar. Ni qué decir. ¿Era lo que me suponía? ¿Acababa de entregarme la llave para abrir nuestra relación? Yo era un buen luchador de cometas. Muy bueno, en realidad. Había estado varias veces a punto de ganar el torneo... En una ocasión incluso había sido uno de los tres finalistas. Pero estar cerca no era lo mismo que ganar. Baba no se había acercado. Había ganado, porque los ganadores ganaban y los demás se limitaban a volver a casa. Baba estaba acostumbrado a ganar en todo. ¿No tenía derecho a esperar lo mismo por parte de su hijo? Sólo de imaginármelo... Si ganase...
Baba fumaba en pipa y hablaba. Yo fingía que escuchaba. Pero no podía escuchar, me resultaba imposible, porque el casual comentario de Baba acababa de plantar una semilla en mi cabeza: la decisión de que aquel invierno iba a ganar el concurso. Ganaría. No existía otra alternativa posible. Ganaría y volaría esa última cometa. Luego la llevaría a casa y se la enseñaría a Baba. Le enseñaría de una vez por todas lo que valía su hijo. Y entonces, tal vez, mi vida como fantasma en aquella casa finalizaría. Me permití soñar: imaginaba la conversación y las risas durante la cena, en lugar del silencio únicamente interrumpido por el sonido metálico de los cubiertos y algún que otro gruñido. Nos imaginaba un viernes, en el coche de Baba de camino a Paghman, haciendo una parada en el lago de Ghargha para comer trucha frita con patatas. Iríamos al zoo para ver a
Marjan,
el león, y tal vez Baba no bostezaría ni miraría de reojo constantemente el reloj. Tal vez Baba leería uno de mis cuentos. Entonces le escribiría un centenar de ellos. Tal vez me llamaría Amir
jan,
como hacía Rahim Kan. Y tal vez..., sólo tal vez..., me perdonaría finalmente haber matado a mi madre.
Baba hablaba sobre aquella ocasión en que cortó catorce cometas en un solo día. Yo sonreía, asentía con la cabeza, reía en el momento oportuno, pero apenas oía una palabra de lo que decía. Tenía una misión. Y no le fallaría a Baba. Aquella vez no.
La noche anterior al torneo nevó con mucha fuerza. Hassan y yo nos sentamos bajo el
kursi
y jugamos al
panjpar
mientras las ramas de los árboles, azotadas por el viento, golpeaban la ventana. A primera hora de la mañana le había pedido a Alí que nos preparara el
kursi,
que era básicamente un calefactor eléctrico que se colocaba debajo de una mesa camilla con faldas de un tejido grueso y acolchado. Alrededor de la mesa dispuso cojines para que pudieran sentarse allí un mínimo de veinte personas y meter los pies dentro. Hassan y yo solíamos pasar jornadas enteras de nieve al calor del
kursi,
jugando al ajedrez y a las cartas..., sobre todo al
panjpar.
Le había matado el diez de diamantes a Hassan y le jugué dos jotas y un seis. En la puerta contigua, la del despacho, Baba y Rahim Kan hablaban de negocios con un par de hombres (reconocí a uno de ellos como el padre de Assef). A través de la pared, se oía el sonido regular de las noticias que emitía Radio Kabul.
Hassan me mató el seis y se llevó las jotas. En la radio, Daoud Kan anunciaba algo relacionado con inversiones extranjeras.
—Dice que algún día tendremos televisión en Kabul —afirmé.
—¿Quién?
—Daoud Kan, tonto, el presidente.
Hassan se rió.
—He oído decir que en Irán ya tienen —comentó.
Entonces suspiré y repliqué:
—Esos iraníes...
Para muchos hazaras, Irán representaba una especie de santuario, supongo que porque, como los hazara, la mayoría de los iraníes eran musulmanes chiítas. Y recordé una cosa que mi maestro había comentado aquel verano sobre los iraníes, que eran unos engatusadores, que con una mano te daban la palmadita en la espalda y con la otra te robaban lo que tuvieras en el bolsillo. Se lo conté a Baba y dijo que mi maestro era uno de los muchos afganos que estaban celosos de ellos, porque Irán era un poder en alza en Asia, mientras que casi nadie en el mundo era capaz ni tan siquiera de encontrar Afganistán en un mapamundi. «Duele decirlo —aseguró, encogiéndose de hombros—. Pero es mejor resultar herido por la verdad que consolarse con una mentira.»
—Un día te compraré uno —dije.
La cara de Hassan se iluminó.
—¿Un televisor? ¿De verdad?
—Seguro. Y no de esos en blanco y negro. Probablemente, para entonces, ya seremos mayores. Compraré dos. Uno para ti y otro para mí.
—Lo pondré en mi mesa, donde guardo los dibujos —dijo Hassan.
Ese comentario me entristeció. Me entristeció pensar quién era Hassan y dónde vivía, constatar cómo aceptaba el hecho de que envejecería en aquella cabaña de adobe del patio, igual que había hecho su padre. Robé la última carta y jugué un par de reinas y un diez.
Hassan cogió las reinas.
—¿Sabes? Creo que mañana
agha Sahib
estará muy orgulloso de ti.
—¿Eso crees?
—
Inshallah
—dijo.
—
Inshallah
—repetí, a pesar de que la expresión de «Así lo quiera Dios» no sonó en mi boca tan sincera como en la suya. Hassan era así. Era tan malditamente puro que a su lado te sentías siempre como un falso.
Le maté el rey y le jugué mi última carta, el as de picas. Él tenía que cogerlo.
Había ganado yo, pero mientras barajaba para iniciar un nuevo juego, tuve la clara sospecha de que Hassan me había dejado ganar.
—¿Amir
agha
?
—¿Qué?
—¿Sabes? Me gusta dónde vivo. —Lo hacía siempre, leerme los pensamientos—. Es mi hogar.
—Lo que tú quieras. Anda, prepárate para perder otra vez.
A la mañana siguiente, mientras preparaba el té negro para el desayuno, Hassan me dijo que había tenido un sueño.
—Estábamos en el lago Ghargha, tú, yo, mi padre,
agha Sahib,
Rahim Kan y miles de personas más —dijo—. Hacía calor y lucía el sol. El lago estaba transparente como un espejo, pero nadie nadaba porque decían que había un monstruo. Que estaba en las profundidades, a la espera. —Hassan me sirvió una taza, le puse azúcar, soplé unas cuantas veces y la coloqué delante de mí—. Así que todos tenían miedo de entrar en el agua, y de pronto tú te quitabas los zapatos, Amir
agha,
y la camisa. «No hay ningún monstruo. Os lo demostraré a todos», decías. Y antes de que nadie pudiera detenerte, te lanzabas al agua y empezabas a nadar. Yo te seguía y nadábamos los dos.
—Pero si tú no sabes nadar...
Hassan se echó a reír.
—En los sueños, Amir
agha,
puedes hacer cualquier cosa. Bueno, el caso es que todo el mundo comenzó a gritar: «¡Salid! ¡Salid!», pero nosotros seguíamos nadando en el agua fría. Nos dirigimos hasta el centro del lago y, una vez allí, dejamos de nadar, nos volvimos hacia la orilla y saludamos a la gente con la mano. Parecían pequeños como hormigas, pero podíamos oír sus aplausos. Comprendían que no había ningún monstruo, sólo agua. Después de aquello, cambiaban el nombre del lago y lo llamaban «el lago de Amir y Hassan, sultanes de Kabul» y cobrábamos dinero a la gente que quería nadar en él.
—¿Y qué significado tiene todo eso?
Untó mi
naan
con mermelada y lo puso en un plato.
—No lo sé. Esperaba que me lo dijeses tú.
—Es un sueño tonto. No ocurre nada.
—Mi padre dice que los sueños siempre significan algo.
Le di un sorbo al té.
—¿Entonces por qué no se lo preguntas a él, si es tan inteligente? —repliqué con mayor brusquedad de la que pretendía.
No había dormido en toda la noche. Sentía el cuello y la espalda como muelles enroscados y me escocían los ojos. Había sido mezquino con Hassan. Estuve a punto de pedirle perdón, pero no lo hice. Hassan comprendía que lo único que me sucedía era que estaba nervioso. Él comprendía siempre lo que me sucedía.
En la planta de arriba se oía un grifo abierto en el baño de Baba.
Las calles brillaban con la nevada recién caída y el cielo era de un azul inmaculado. La nieve blanqueaba los tejados y sobrecargaba las ramas de las moreras enanas que flanqueaban la calle. En el transcurso de la noche, la nieve se había posado sobre cada grieta y cada cuneta. Hassan y yo salimos por la puerta de hierro forjado y entorné los ojos porque el resplandor me cegaba. Alí cerró la verja detrás de nosotros. Le oí murmurar una oración en voz baja... Siempre que su hijo salía de casa rezaba una oración.
Jamás había visto tanta gente en nuestra calle. Los niños se lanzaban bolas de nieve, se peleaban, se perseguían, reían. Los luchadores de cometas se apretujaban junto a sus ayudantes, los encargados de sujetar el carrete, y llevaban a cabo los preparativos de última hora. En las calles adyacentes se oían risas y conversaciones. Las azoteas estaban ya abarrotadas de espectadores acomodados en sillas de jardín, con termos de té caliente humeantes y la música de Ahmad Zahir sonando con fuerza en los casetes. El inmensamente popular Ahmad Zahir había revolucionado la música afgana y escandalizado a los puristas añadiendo guitarras eléctricas, percusión e instrumentos de viento a la
tabla
y el armonio tradicionales; en el escenario, rehuía la postura austera y casi taciturna de los antiguos cantantes y, a veces, incluso sonreía a las mujeres cuando cantaba. Me volví para mirar nuestra azotea y descubrí a Baba y Rahim Kan sentados en un banco, pertrechados ambos con abrigos de lana y bebiendo té. Baba movió una mano para saludar. Era imposible adivinar si me saludaba a mí o a Hassan.
—Deberíamos darnos prisa —dijo éste.
Llevaba las botas de nieve de caucho negro, un
chapan
de color verde chillón sobre un jersey grueso y pantalones de pana descoloridos. Más que nunca, parecía una muñeca china sin terminar. El sol le daba en la cara y se veía lo bien que le había cicatrizado la herida rosada del labio.
De repente quise retirarme. Guardarlo todo y volver a casa. ¿En qué estaba pensando? ¿Por qué me había metido en aquello si conocía de antemano el resultado? Baba estaba en la azotea, observándome. Sentía su mirada sobre mí como el calor del sol ardiente. Sería un fracaso a gran escala.
—No estoy muy seguro de querer volar hoy la cometa —dije.
—Hace un día precioso —replicó Hassan.
Cambié el peso de mi cuerpo al otro pie. Intentaba apartar la mirada de nuestra azotea.
—No sé. Tal vez deberíamos regresar a casa.
Entonces dio un paso hacia mí y me dijo en voz baja algo que me asustó un poco.
—Recuerda, Amir
agha.
No hay ningún monstruo, sólo un día precioso.
¿Cómo podía ser yo para él como un libro abierto, cuando, la mitad de las veces, yo no tenía ni idea de lo que maquinaba su cabeza? Yo era el que iba a la escuela, el que era capaz de leer y escribir. Yo era el inteligente. Hassan no podía ni leer un libro de párvulos y, sin embargo, me leía a mí. Estar con alguien que siempre sabía lo que necesitaba resultaba un poco inquietante, aunque también reconfortante.
—Ningún monstruo —repetí, sintiéndome, ante mi sorpresa, algo mejor.
Sonrió.
—Ningún monstruo.
—¿Estás seguro? —Cerró los ojos y asintió con la cabeza. Miré a los niños que corrían por la calle huyendo de las bolas de nieve—. Un día precioso, ¿verdad?
—A volar —dijo él.
Se me ocurrió pensar que tal vez Hassan se hubiese inventado el sueño. ¿Sería posible? Decidí que no. Hassan no era tan inteligente. Yo no era tan inteligente. Inventado o no, aquel sueño absurdo me había liberado un poco de la ansiedad. Tal vez debía despojarme de la camisa y darme un baño en el lago. ¿Por qué no?
—Vamos —dije.
La cara de Hassan se iluminó.
—Bien —dijo.
Luego levantó nuestra cometa, que era roja y con los bordes amarillos, y que estaba marcada con la firma inequívoca de Saifo justo debajo de donde se unían la vara central con las transversales. Se chupó un dedo, lo mantuvo en alto para verificar el viento y echó a correr en la dirección que soplaba (en las raras ocasiones en que volábamos cometas en verano, daba una patada a la tierra para que se levantase el polvo y comprobar así la dirección del viento). El carrete rodó entre mis manos hasta que Hassan se detuvo, a unos quince metros de distancia. Sostenía la cometa por encima de la cabeza, como un atleta olímpico que muestra su medalla de oro. Di dos tirones al hilo, nuestra señal habitual, y Hassan lanzó la cometa al aire.
Entre las ideas de Baba y las de los
mullahs
del colegio, no me había hecho todavía mi propia idea sobre Dios. Sin embargo, recité en voz baja un
ayat
del Corán que había aprendido en clase de
diniyat.
Respiré hondo, expulsé todo el aire y tiré del hilo. En un instante, mi cometa salió propulsada hacia el cielo. Emitía un sonido parecido al de una pajarita de papel batiendo las alas. Hassan aplaudió, silbó y corrió hacia mí. Le entregué el carrete sin dejar de sujetar el hilo y él lo hizo girar rápidamente para enrollar el hilo sobrante.
Un mínimo de dos docenas de cometas surcaban ya el cielo. Eran como tiburones de papel en busca de su presa. En cuestión de una hora, la cantidad se dobló y el cielo se pobló de brillantes cometas rojas, azules y amarillas. Una fresca brisa revoloteaba en mi cabello. El viento era perfecto para volar, soplaba con la fuerza justa para sustentar la cometa arriba y facilitar los barridos. A mi lado, Hassan sujetaba el carrete, con las manos ensangrentadas ya por el hilo.
Pronto empezaron los cortes y las primeras cometas derrotadas giraron en remolino fuera de control. Caían del cielo como estrellas fugaces de colas brillantes y rizadas, lloviendo sobre los barrios y convirtiéndose en premios para los voladores de cometas, que vociferaban mientras se precipitaban por las calles. Alguien informaba a gritos sobre una lucha que estaba teniendo lugar dos calles más abajo.
Yo seguía lanzando miradas furtivas a Baba, que continuaba sentado en la azotea en compañía de Rahim Kan, y me preguntaba en qué estaría pensando. ¿Me animaría? ¿O una parte de él disfrutaría viéndome fracasar? En eso consistía volar cometas; en dejar que tu cabeza volara junto a ella.
Por todas partes caían cometas, y yo seguía volando. Seguía volando. Mis ojos observaban de vez en cuando a Baba, envuelto en su abrigo de lana. ¿Estaría sorprendido de que durara tanto? «Si no mantienes la mirada fija en el cielo, no durarás mucho.» Fijé nuevamente los ojos en el cielo. Se acercaba una cometa roja..., la pillaría a tiempo. Me enredé un poco con ella, pero acabé superándola cuando su portador se impacientó y trató de cortarme desde abajo.