Con los muertos no se juega (23 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Volví, sin prisas, por la carretera de la Conrería hacia el centro de Badalona y por la avenida del Presidente Companys, que se convertía en la calle de Sant Pau, hasta el mar.

Doña Margarita Casals, tía de Ramón Casagrande, vivía en la calle Eduard Maristany, en un décimo piso con vistas a los depósitos de Campsa, a la fábrica de Anís del Mono y, un poco, al Mediterráneo.

Hasta que no pulsé el botón del portero automático, no empecé a preparar el discurso con el que debía conseguir que la viejecita me contara los secretos de su sobrino. La confianza del veterano. Al fin y al cabo, ya nos conocíamos. «¿Me recuerda? Estoy investigando la muerte de su sobrino.» Añadiría: «Trabajo por cuenta del hospital. Su sobrino tenía un cargo de mucha responsabilidad, conocía muchos secretos, tanto de médicos como de pacientes y yo debo procurar que ese secreto profesional quede garantizado, ¿verdad que me entiende?»Contestó una vocecita:

—¿Quién es?

—¿Señora Casals? —pregunté.

—Ah, sí, sí —respondió ella—. Suba, suba.

Me abrió la puerta. Mientras viajaba en ascensor, concreté más el discurso: «Tengo que mirar en todos los muebles de su sobrino, todos los cajones, sus papeles, por si contienen algún detalle indiscreto, ¿sabe? ¿No ha oído hablar de esos documentos de hospitales que, de vez en cuando, se encuentran en la basura? Es un escándalo, y eso es precisamente lo que queremos evitar, que secretos de personas particulares salgan un buen día a la luz… Sólo tratamos de hacer bien nuestro trabajo».

La viejecita de pelo blanco y aspecto frágil me esperaba en el rellano de la escalera, pequeñita, arrugadita, vibrante de vitalidad.

—Ah, hola —dijo.

—Buenas tardes… —dije.

—Pase, pase. —Me precedió hacia el interior del piso—. Mire, aquí tengo los muebles. Mírelos tanto como quiera. Puede abrir y cerrar los cajones, cotillear tanto como sea necesario, yo le diré cuáles eran de mi sobrino. Los míos no le importan, claro.

Pensé que la buena mujer tenía el don de la telepatía. Sólo fui capaz de responder «Ah». Me encontré en un piso pequeño empequeñecido aún más por la invasión de las pertenencias, muebles desvencijados, bártulos y cajas de cartón llenas de efectos personales del sobrino difunto. Los vecinos bienintencionados que habían ayudado a la viejecita en el traslado se habían limitado a dejarlo todo en medio del paso, las sillas amontonadas en el recibidor minúsculo, algunas con las patas para arriba, las cajas alineadas en el corredor, por donde tuvimos que circular de lado, rozando la espalda contra la pared. En el salón-comedor había dos sofás, cuatro butacas, dos mesas grandes, al menos cinco pequeñas. Y mil rincones donde podía estar oculta la caja de zapatos con las fichas de los médicos del Hospital de Collserola.

—Parece mucha cosa, pero no es tanto. Cuatro muebles, pocos pero buenos. El pobre Ramoncito no los pudo disfrutar. Tan joven, Dios mío, tan joven.

Yo ya había empezado a hacer mi trabajo, abriendo cajas de cartón. Un par de ellas estaban llenas de ropa de cama, edredones, mantas y sábanas; otra contenía figuritas, jarrones y pequeños objetos de decoración; en otra había platos y ollas; y estaba la de la ropa de vestir, y la de los libros de auto-ayuda (
Juegue como hombre, gane como mujer, Aprendiendo a quererse, Corazón estresado
), y la llena de zapatos. Y la decepcionante caja de zapatos donde encontré un decepcionante par de zapatos casi nuevos.

—¿Cuándo es el entierro? —pregunté, sólo para llenar el silencio.

—Ah, dicen que tendremos que esperar hasta el viernes. Por la autopsia, dicen. Supongo que al final ya apestará, tantos días… O a lo mejor no, si le sacan todo lo de dentro… ¿Usted qué cree?

Yo miraba a mi alrededor y pensaba que tal vez necesitaría cuatro horas para encontrar la maldita caja de zapatos entre tanto desorden.

—Son trámites inevitables —dije, evasivo.

—¿Por qué tienen que hacerle autopsia? Si ya saben de qué murió. Le pegaron un tiro. Es evidente que murió de un tiro, ¿no le parece? Si hubiera muerto de repente… Que podría haber muerto, de repente, porque sufría del corazón. Y lo peor es que no se cuidaba nada. Fumaba, bebía, hacía todo lo que le habían prohibido. Él decía: «Ya me tomo la medicina, tía, que no me tiene que pasar nada si me la tomo». Yo ya me veía venir que un día me llamarían para decirme que se había muerto de repente. Y ya lo ve… Sí que me llamaron, sí, pero para decirme… Es tan bestia que te digan esto del tiro. Ni que estuviéramos en América…

Me incorporé y miré a mi alrededor, desanimado.

—Ahí está el escritorio de persiana —me indicó la señora—. Debe de ser el mueble más bonito que tenía Ramoncito. Se lo regalé yo.

—Qué montón de cosas —comenté.

Abrí la persiana del escritorio y abrí y cerré cajones donde no podía caber de ninguna manera una caja de zapatos. Había facturas de la tintorería, tiques de caja de diferentes supermercados y grandes almacenes, entradas de cine, publicidad de buzón a mansalva, extractos bancarios, facturas, una colección de seis postales, una de ellas firmada por un tal Rosendo («Esto es fabuloso, chincha y rabia»), unos cuantos juegos de naipes, un cubilete con dados de póquer, libretas llenas de sumas, restas, multiplicaciones y divisiones, unas llaves en un llavero en forma de pene, una tarjeta magnética para abrir la puerta de una habitación del hotel Husa Imperial Tarraco, de Tarragona… Pensé en las cajas de medicinas e iba a interesarme por ellas cuando la mujer se me volvió a adelantar.

—Y aún había más cosas y cajas —dijo—. Gracias a Dios, hace un rato han venido de la residencia geriátrica para llevarse todas las cajas de medicamentos y muestras que tenía Ramoncito. Yo sólo me he quedado unas cremas para la soriasis, que es que se me escama la piel, sobre todo en los brazos, que me dicen que es de los nervios, pero todas las otras medicinas se las han llevado. ¿Lo quiere ver?

Me volví hacia ella, que ya se estaba arremangando para enseñarme las llagas.

—¿La residencia geriátrica? —dije, mientras observaba con atención las escoriaciones de los codos huesudos.

—Sí… —pareció desconcertada por mi pregunta.

—Le habrán dado un recibo, supongo.

—Sí. —Buscó en los bolsillos de la bata de flores que llevaba y sacó un papel rosa arrugado. Cuando me lo daba, frunció los ojos y me reconoció—. ¿Usted y yo no nos conocemos?

—Sí. Ayer nos vimos en la portería de su sobrino, cuando estaban bajando todos los muebles.

—Ah.

Se quedó pensativa. Yo tomé nota de la dirección de la residencia geriátrica El Estanque Dorado, bajo el membrete de la cual constaba «dir. doc. Mercedes Bartrina». De reojo, entonces, me fijé en la pantalla de ordenador y la columna del disco duro que había en el suelo, entre dos sillones.

—¿El ordenador era de su sobrino?

—Sí, claro.

—¿Puedo…?

Sonó el portero automático.

—Un momento.

Doña Margarita fue a abrir.

Me agaché delante del ordenador. No estaba conectado, claro. Incluso me pareció que faltaban cables. No podía conectarlo en seguida. La viejecita volvía:

—Oiga… ¿Usted quién es? —Antes de que le pudiera responder—: ¿Usted no venía a comprar los muebles de mi sobrino?

Aquello lo explicaba todo.

—No: yo… ¿Se acuerda de que se lo dije ayer? Estoy investigando la muerte de Ramon cito y, ah…

—¿Qué viene a buscar? ¿Las fichas ésas de la caja de cartón?

—Sí —dije, incapaz de recuperarme de la sorpresa.

—Pues no las tengo. Hoy ya ha venido un médico del hospital, a buscarlas, que también lo he confundido con el señor que tenía que venir a llevarse los muebles. Y ha buscado y rebuscado tanto como ha querido y no las ha encontrado.

—¿Un médico? —me sorprendí, porque hubiera esperado a que hiciera referencia a una mujer de ojos de asesina en serie, Helena Gimeno—. ¿Recuerda su nombre?

—No…

—¿Cómo era?

—Bajo, gordito, con una calva que se tapaba peinándose así, con raya…

El doctor Farina.

—…Me ha dicho que en las fichas había anotaciones sobre los enfermos del hospital y que las necesitaban con urgencia. Ya lo había revuelto todo sin encontrarlo y aún me decía: «¡No hemos buscado bien, tenemos que buscar más! ¡Es muy importante, le pagaré las fichas, si quiere!» Al final, le he dicho que, si no se iba, avisaría a los guardias, y le he mandado escaleras abajo.

Un hombre con gafas de culo de botella se enmarcó en la puerta y tosió discretamente. Doña Margarita se volvió hacia él.

—¿Viene a comprar los muebles? —preguntó.

—Sí…

—¿Seguro? No me venga después diciendo que es del hospital y que está buscando una caja de zapatos.

—¿Caja de zapatos? No, no…

—No me diga que es policía, y que está investigando la muerte de mi sobrino…

—¿Policía? ¿Investigando una muerte? No, no… —El hombre se estaba asustando.

—Yo le compro el ordenador —me ofrecí, sacándome la cartera—. ¿Cuánto quiere?

La mujer parpadeó muy rápido.

—¿Pero usted no era el investigador?

—Sí, pero le compro el ordenador. ¿Cuánto quiere?

—Usted compra —la señora me señaló con el dedo índice. Y con el mismo dedo se dirigió hacia el hombre de las gafas de culo de vaso—. ¿Y usted?

—Yo… yo… También compro. Pero, si no quieren que compre, ya me voy…

—¡No, no! —gritó la viejecita.

—Él le compra todos los muebles —sentencié yo—. Yo le compro el ordenador. Porque el ordenador contiene secretos del hospital que no puede ver cualquiera. Mire… —Sólo llevaba cincuenta euros—. Yo le doy esto a cuenta y mañana le traigo el resto del dinero y me llevo el aparato, ¿de acuerdo?

Escribí en el dorso de una tarjeta: «A cuenta del ordenador», y en la parte de delante, bajo mi nombre, la indicación: «Investigador caso Casagrande», para que me recordase. Después de poner la tarjeta en las manos de doña Margarita, me trasladé hacia donde estaba el futuro comprador del resto de bártulos y le sujeté por los hombros para evitar que echara a correr. Él se encogió, convencido de que me disponía a clavarle en el suelo de un puñetazo. Les dejé allí plantados y salí del piso lamentando llevar tan poco dinero en el bolsillo.

—¡Sobre todo, piense que el ordenador es mío! —grité, a modo de despedida.

Salí de la casa como quien huye, como si hubiera entrado sin permiso y me hubieran pillado robando.

ACTO SEPTIMO
Escena 1

Cuando salí a la calle se había desencadenado un chaparrón violento y el suelo desprendía ese olor tan unánimemente valorado que no sé cómo es que Christian Dior no lo ha convertido en perfume. Volví a Barcelona bajo la lluvia, con los limpiaparabrisas a toda marcha, y di por terminada la jornada laboral.

Si mi hija Monica me pedía que me tirase a la vía del tren lo haría sin dudar. Por complacerla, era hasta capaz de dedicar media tarde a escoger una camisa, una corbata y una chaqueta, y a bañarme y afeitarme.

Aunque las citas a ciegas que me había organizado anteriormente habían terminado, en el mejor de los casos, de manera grotesca y, en consecuencia, ni me hacía ilusión acudir a ella ni me hacía ilusiones respecto a los resultados, me lo tomaba siempre con el espíritu deportivo del primer día. Porque, en realidad, me daba lo mismo la mujer con quien me iba a encontrar: a quien realmente me interesaba complacer era a Monica.

Ya podía ponerme el reloj en la muñeca izquierda. Me encaré al espejo y pensé que no estaba mal. Después, suspiré, conformado y un poco depre, como siempre que me miro en el espejo. Me vi solo, demasiado solo sin Marta pidiéndome que le subiera la cremallera del vestido, o preguntándome si me gustaba su peinado, o consultándome qué collar debía ponerse, o haciéndome esperar demasiado antes de salir, haciéndome desesperar, haciéndome exasperar.

Como me sobraba tiempo, me senté delante del ordenador, desplegué las velas y me puse a navegar por el océano de los laboratorios químicos y los productos que fabricaban.

Los Laboratorios Haffter, para los cuales trabajaba Ramón Casagrande, tenían la sede central en Múnich, sucursales en dieciocho países distintos y diversas líneas de productos. Con el nombre de Laboratorios HP, estaban especializados en veterinaria; con el nombre de Laboratorios Beneham, se dedicaban a pesticidas y abonos para cultivos y plantas. La división Andrionics fabricaba prótesis quirúrgicas.

En la web de los Laboratorios Haffter-Barcelona, constaba una lista de los medicamentos que producían. Analgésicos del estilo de la aspirina (salicílicos y acetilsalicílicos), antiinflamatorios como el diaclofenac, o paracetamol, antiarrítmicos como la amiodarona, el atenolol o la digoxina, anticomiciales como el clonazepam y antibióticos como la amoxicilina, cefazolina, ceftriaxona…

Por lo poco que sabía de toxicología, no parecía que Ramón Casagrande pudiera sacar de su empresa ningún elemento químico que sirviera para la fabricación de drogas de diseño. No se nombraban analgésicos morfínicos, ni anfetaminas, ni psicotrópicos de ningún tipo.

Sonó el teléfono.

—¿Cómo va, Marlowe? —dijo una voz de cantinela inconfundible. Flor Font-Roent.

—Hoy me he dedicado al
Cuaderno de Sombras
de Benet Argelaguera.

—¡Oh, Argelaguera! Fascinante, Benet Argelaguera. ¿No te parece que sus poemas son un cántico a la vida?

Me quedé sin saber qué decir.

—Bueno, sí, no sé. Lo que ahora me viene a la cabeza es aquel de los esqueletos y la podredumbre que me dan la bienvenida…

—¡Oh, claro que sí! ¡Sublime! «Cuando los esqueletos más queridos / y la podredumbre / y los gusanos / y el polvo / y los recuerdos / y la añoranza / me den la bienvenida / por la forma como me miren / sabré cómo he vivido.» ¿No te parece sumamente estimulante? Mirar la muerte de cara es la mejor manera de darte cuenta de que estás vivo, ¿no crees? ¿Tienes algún compromiso para cenar?

Aquélla era la pregunta que motivaba la llamada.

Me sentí como el chatarrero de mi barrio, que dice que, cuando no tiene trabajo, no tiene trabajo, y que, cuando le viene trabajo, es tanto que no puede con todo.

—Lo siento —dije. Escogí un adjetivo que ella pudiera comprender y aceptar—: Tengo un compromiso ineluctable. —Seguro que le gustaba más la palabra ineluctable que ineludible o inevitable. Aunque tal vez habría acertado más recurriendo a fatal o inexorable.

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