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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (41 page)

Fue el tono. La manera de exclamar «¡No te muevas, que ya voy!», la expresión de su rostro, el nerviosismo de toda la tarde. En mi profesión tenemos que aprender a interpretar detalles como ésos.

—Te has saltado un punto del diálogo. Aquel en el que le preguntabas: «¿Dónde te escondes?»—No se lo he preguntado —dijo ella, ingenua y a la defensiva.

—Y él no te lo ha dicho.

—No. —Sus ojos decían «Uy: ¿dónde me habré equivocado?»

—O sea, que tú ya sabías dónde se escondía sin necesidad de que te lo dijera.

—¿Yo?

Con aquel «¿Yo?» me convenció de que había acertado y entendí las dudas que la habían atormentado durante toda la tarde. Quería correr a encontrarse con su amor, pero no para despedirse definitivamente.

—Llévame.

—Yo… No sé… dónde se esconde Adrián.

—Sí lo sabes.

—No sé dónde está. —Y, a continuación, claudicando sin querer—: Además, tú me has dicho que no puedes hacer nada por salvarlo.

—De momento, la policía le acusaba de asesinato y puedo demostrar que Adrián es inocente.

—Pero hace un momento me has dicho que irá a la cárcel…

—Déjame hablar con él. Encontraremos atenuantes. Él no tenía nada en contra de Casagrande. Si intentó matarlo fue porque le obligaron, estoy seguro.

—¿Quién? —Chispas en las pupilas.

—Déjame hablar con él y demostraré que es víctima de un chantaje. Confía en mí.

—¿Y no irá a la cárcel?

—En todo caso, no estará mucho tiempo allí. Un buen abogado demostrará que es muy difícil imputarle la muerte de aquel pobre anciano. Sólo tendrás que esperarle un año, seis meses, como mucho. Adrián podría reconstruir su vida en menos de dos años. Ya no necesitará huir para siempre.

«Reconstruir su vida» eran palabras mágicas para Flor.

—¿De verdad? ¿Puedes convencerle de que no huya?

—Lo intentaré. ¿Dónde podemos encontrarle?

Yo sólo quería una respuesta. No pretendía que me contara su vida. Ella se mordía las uñas.

—Lo adiviné ayer. Cuando le vi vestido con aquel mono verde. Lo reconocí. Supe de dónde lo había sacado y, por lo tanto, dónde es posible que se esconda.

Escena 7

Unos años atrás, antes de que lo expulsaran de su casa y se convirtiera en celador de hospital, Adrián había trabajado un par de veranos en una hípica de Molins de Rei, propiedad de unos parientes lejanos. Los empleados del negocio iban uniformados con un mono característico, de color verde, exactamente igual que el que llevaba puesto cuando fuimos a verle a la residencia.

El negocio acabó quebrando: seguro que la falta de entusiasmo laboral de Adrián puso su granito de arena en el desastre. Las instalaciones de la empresa quedaron abandonadas y, sumando este detalle al del mono, Flor había deducido, de manera muy razonable, que su prometido había ido a esconderse allí.

—¿No sería mejor que fuera yo solo, y le llevara un mensaje de tu parte?

—No.

No pude hacerla cambiar de opinión. Me puse ropa vaquera y cogí una linterna. Cuando me cambiaba, encontré la bolsa de chuches que había comprado para mis nietos, y recordé el compromiso familiar del día siguiente. Me prometí que a mediodía, hubiera o no cerrado el caso, lo dejaría colgado hasta el lunes. Estaba haciendo demasiadas horas extras.

Aprovechando la intimidad de mi dormitorio, a espaldas de Flor que me esperaba desesperada, aproveché para hacer una llamada a Beth al móvil. Le pregunté si había localizado a Virtudes Vila.

Me dijo que todavía no, pero que seguía una pista y que no pensaba dejarlo hasta dar con ella.

—¿Y tú qué haces? —me preguntó.

—Sigo otra pista —le dije, sintiéndome tan culpable como si le estuviera poniendo los cuernos.

—Muy bien.

Era viernes, y ya se sabe qué pasa los viernes, cuando empieza el buen tiempo. Alguien había dado la señal de salida y la gente se había lanzado a la autopista, camino de las segundas residencias. Encontramos un atasco apocalíptico en la Ronda de Dalt, provocado por un accidente, y, después, retenciones en las curvas que suben hacia Vallvidrera.

Mientras yo me desesperaba, Flor liberaba sus nervios con una retahíla de especulaciones sobre lo que debíamos hacer cuando encontrásemos a Adrián. Teníamos que hablarle con mucho cuidado, teníamos que ser muy convincentes, demostrarle de entrada que sabíamos que era inocente del crimen de Ramón Casagrande, detallarle todos mis esfuerzos por exonerarlo (así lo expresaba, porque era su manera de hablar). Entretanto, yo pensaba que Adrián se había pagado un par de putas con el dinero que Flor le había dado para comprar libros, y que después se había colado en el piso de Ramón Casagrande para dejarle en la mesita de noche un frasco de Dixitax con las cápsulas cargadas con una dosis de caballo de principio activo. Y me preguntaba por qué.

Cuando Flor también se preguntó el por qué, le contesté al mismo tiempo que me contestaba a mí mismo.

—Le obligaron.

—¿Le obligaron? ¿Cómo se obliga a una persona a meterse en un lío como éste, Ángel?

—¿Chantaje? —insinué.

—¿Chantaje? —Ella quería creérselo pero, al mismo tiempo, se rebelaba contra la idea—. Para hacer chantaje a alguien primero es necesario que haya hecho algo inconfesable, alguna cosa horrible que quiera mantener oculta del resto del mundo. ¿Insinúas que Adrián hizo alguna cosa horrible, de la que se avergonzaba tanto como para llegar a matar, si era preciso, para que no fuera descubierta?

Mi respuesta fue mucho más sencilla que la pregunta, «Sí», y mantuvo callada y pensativa a Flor durante unos cuantos kilómetros.

Tomamos el desvío que hay justo antes de entrar en Vallvidrera y que conduce hacia Molins de Rei y, unos kilómetros más adelante, descubrimos un camino de tierra señalado con un cartel estropeado que había sobrevivido a la quiebra del negocio: «HÍPICA CAMPADAL. ALQUILER DE CABALLOS».

Ya había oscurecido. Nos rodeó un bosque de robles grandes, gruesos y viejos, supervivientes de los incendios estivales, y empezamos a subir una loma. Flor calló y yo experimenté un presentimiento oscuro, relacionado con la llamada de Adrián a Flor.

—Cuando te ha llamado Adrián —pregunté de repente—, ¿te ha dicho que se iría mañana? —Sí.

—¿Mañana? No te ha dicho «Me voy» o «Me iré», sino «Me iré mañana».

—Sí. Me ha dicho «Me iré mañana». ¿Por qué? ¿Te parece raro?

—Me pregunto por qué mañana y no hoy mismo. ¿Qué espera? ¿No te lo ha dicho?

—No.

—Me pregunto si no tendrá algo que ver con el hotel de Colliure y aquello de Sharazad. ¿Te sugieren algo estas pistas?

—Nada en absoluto. Le he dado mil vueltas.

Entre los árboles, por delante y por encima de nosotros, centellearon los faros de otro coche.

—¿Has visto eso? —preguntó Flor.

—¿Te parece que iba por este mismo camino?

—Por aquí sólo se va a la hípica, que yo sepa.

El camino no estaba asfaltado, tenía numerosos baches, y piedras y tenía que ir con cuidado para no desgraciarme el cárter, o lo que sea que se desgracia en una superficie como aquélla. Llegamos a lo alto de la loma y, abajo, entre los árboles y a la luz de los faros del otro coche, vimos los edificios y los terrenos de la hípica. De manera fugaz y confusa, me pareció que un hombre abría un gran portón al coche, que penetraba en el interior. En seguida, los robles volvieron a taparnos el espectáculo.

—Adrián tiene visita.

—¿Quién puede ser?

—El motivo por el cual Adrián no puede huir hasta mañana. Antes tenía que resolver algún trámite.

—¿Qué tipo de trámite?

A la izquierda, se abría un claro en el bosque. Sin dudarlo, giré hacia allí, crucé el claro y pasé con el coche, con mucho cuidado, entre dos árboles.

—Baja.

—¿Por qué? ¿Qué hacemos? ¿Qué piensas hacer?

—Baja.

Puse el Golf detrás de unos arbustos, de modo que no pudiera verse desde el camino. Flor había bajado y me esperaba paralizada de espanto y retorciéndose las manos bajo la barbilla.

—¿Qué te propones? ¿Por qué no bajamos con el coche?

—Quiero saber quién es este visitante, y me gustaría saber qué se llevan entre manos.

Ya empezaba a hacerme una idea de lo que estaba a punto de descubrir.

Agarré la mano de Flor y la conduje hacia el camino, bajando por la pendiente, acercándonos tan rápidamente como nos era posible a la hípica. En la otra mano tenía la linterna, lo bastante grande como para utilizarla como arma contundente, si era preciso. Ella se quejaba porque llevaba tacones altos, no muy altos pero sí lo bastante como para ir tropezando y torciéndose los tobillos. Y aquel vestido sastre negro, tan adecuado para los funerales pero inoportuno para circular por un bosque. Yo le exigía que se callara de una vez. Me parecía imposible que desde abajo no oyeran el roce de los arbustos con nuestras ropas, o el rodar de los pedruscos.

Finalmente, nos vimos ante los edificios oscuros y ruinosos que se erigían alrededor de la pista de tierra donde, tiempo atrás, entrenaban y daban cuerda a los caballos. A la luz de la luna, el lugar resultaba solitario y tétrico, como todos los lugares que han sido abandonados después de haber sido habitados. Habían cerrado el portón de madera y aquello me hacía pensar que quien lo había abierto pretendía asegurarse de que su visitante no saldría huyendo a toda velocidad. En cambio, el recién llegado tenía muchas ganas de irse rápidamente de allí, porque había dejado el motor al ralentí y los faros encendidos. Por las rendijas, se distinguía la luz y, en el silencio de la noche, se oían voces.

Nos acercamos al portón extremando las precauciones. Cerré los ojos, concentrándome en la conversación del interior. Hablaban en voz baja, tranquilos. Un murmullo incomprensible.

La mano de Flor presionaba la mía como un cepo.

ACTO DECIMOPRIMERO
Escena 1

Rodeamos las ruinas buscando algún otro acceso al lugar donde Adrián estaba hablando con alguien. Lo encontramos, a la luz de la linterna, en la parte posterior, en la fachada opuesta al gran portón. No obstante, aquella puerta no daba al lugar donde se hallaba el coche con los faros encendidos, sino a una dependencia anexa, pequeña, que debía de haber servido como despacho o recepción y que ahora estaba llena de trastos abandonados en la última desbandada. Más allá había una puerta que daba al establo, con todos los pesebres destrozados. En el techo de aquel cuchitril oscuro, que aún conservaba un remoto hedor de caballerías, descubrimos unos agujeros por donde entraba una insinuación de claridad. Eran los agujeros a través de los cuales se hacía llegar el pienso a los comederos desde arriba, donde lo almacenaban.

Flor me dijo, en voz baja:

—Mira, Ángel. Mira lo que hay aquí.

Retrocedimos hacia aquella especie de despacho o recepción y me señaló algo que tuve que localizar con el círculo de luz de la linterna. En medio de botes de pintura vacíos, cubos polvorientos y material de limpieza sucio, había una escalera de mano. Le faltaban un par de peldaños, pero comprobé que los que quedaban eran sólidos.

—Podemos subir, ¿no? —dijo Flor.

No parecía difícil. Ella sujetó la linterna y yo cargué la escalera hacia el interior ilei establo, tuve varios tropezones, que me parecieron muy ruidosos, porque Flor nunca enfocaba la luz hacia donde tenía que hacerlo, tan pronto me deslumbraba como se dedicaba a investigar rincones remotos llenos de telarañas, pero al final pude introducir el extremo de la escalera por uno de aquellos agujeros y afianzarla en el suelo.

Me sentía como un adolescente que llega tarde a la fiesta y teme que, mientras tanto, alguien haya ligado con su chica predilecta.

—Espérame aquí y no te muevas. Será un momento.

Flor me miró con una especie de fervor enloquecido centelleando entre los cristales de las gafas. Temblaba y sonreía al mismo tiempo: una mezcla de miedo y de excitación por la aventura que la empujaba irremisiblemente hacia cualquier imprudencia temeraria. Y, la verdad sea dicha, en aquel estado se la veía particularmente atractiva.

Subí agarrándome a los laterales de la escalera para salvar los espacios donde no había peldaños. Me costó un poco pasar por el agujero, primero la cabeza y el brazo izquierdo. Experimenté unos segundos de pánico ante la posibilidad de quedarme atrapado, sin poder avanzar ni retroceder y, al final, pude salvar el obstáculo, pasé el hombro y el brazo derecho y ya me encontré de rodillas en un recinto de techo bajo e inclinado. El suelo era de tablones de madera. La luz difusa de los faros del coche se colaba por entre las juntas y minúsculas rendijas y agujeros del suelo haciendo bailar las partículas de polvo y creando un efecto extraño, como si aquellas estrechas columnas de luz estuvieran soldadas al techo y fueran las que realmente sostuvieran el edificio. A unos cinco metros de donde yo me hallaba, en el otro extremo de la estancia, había un agujero del tamaño y la forma de un cartón de tabaco por donde entraban luz y voces. Reconocí la de Adrián.

—…No, no me has entendido. No es un favor que te pido. ¿Aún no has entendido que te tengo agarrado por los huevos, me cago en San Pedro Mártir?

Otra voz le contestó, pero quien ahora hablaba guardaba las formas, no gritaba, tal vez queriendo demostrar al otro que tenía controlada la situación. Entre su prudencia y el rumor del coche, no conseguí entender ni una sola palabra.

—…No basta con eso, ya te lo he dicho —continuaba Adrián, envalentonado—. ¡Me cago en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo! Esto es calderilla, y yo necesito que me soluciones el resto de mi vida.

Se me ocurrió que, si conseguía llegar hasta aquel agujero y mirar hacia abajo, podría ver el rostro del hombre que hablaba con Adrián, y me pareció muy importante conseguirlo. También me pregunté por qué no había abierto el gran portón, dando la cara, y por qué no me había encarado con los dos. «Hola, Adrián, hola don Quiensea, no sabéis cómo me alegro de encontraros juntos, charlando tranquilamente…» Pero ya era demasiado tarde para aquello. Mi próximo objetivo era acercarme a aquel mirador y ver quién estaba abajo.

—…Pues los diez próximos años de mi vida. ¿Cuánto dinero crees que soy capaz de gastarme en diez años, maldita sea la Santa Madre Iglesia? —Adrián se insolentaba por momentos.

Me disponía a desplazarme hacia allí cuando la escalera, a mis espaldas, empezó a moverse y a hacer ruido. Bajo mis pies, Flor jadeaba y gemía como si estuviera haciendo el amor, toda ella voluntad y determinación. Me volví hacia el agujero, reclamando silencio con un gesto, y descubrí que la linterna iba subiendo hacia mí y, detrás de la linterna, Flor y sus gafas.

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