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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (44 page)

Nos quitamos las ropas precipitadamente, entre una polvareda directamente relacionada con nuestra inmersión en el pajar, y aparecieron un par de hematomas y hasta algún arañazo provocado por las astillas del suelo que se había hundido, pero en todo aquello, y en las briznas de paja que se esparcieron por la habitación, no reparamos hasta al día siguiente.

En una cosa tenía razón Octavio: en aquello que había dicho acerca de la personalidad Jekyll y Hyde de las mujeres con pinta de pánfilas. Aquella mujer espiritual que, hasta aquel momento, podría haberse comparado a una frágil porcelana de Lladró, de repente se convirtió en una especie del Plutón secuestrando a Proserpina que Bernini esculpió en mármol. Descargaba contra mí la indignación que habían despertado aquellas fotos blasfemas en forma de desahogo lúbrico. Buscaba las distancias cortas y sospeché que era porque no quería que nuestras miradas se encontrasen, tal vez para esconderme las lágrimas. Mientras me lamía los labios, las mejillas, la oreja, el cuello, los pezones y el vientre en un viaje descendente, iba recitando una extraña letanía incomprensible, amordazada por los besos y compuesta por palabras cortas entre las cuales me pareció distinguir «cabrón», «cerdo» e «hijo de puta».

Actuaba con impaciencia y brusquedad, como si fuera yo quien hubiera provocado la situación con insistencia enfadosa y ella hubiera accedido harta de oírme, enojada, con ganas de acabar cuanto antes mejor.

Durante la vorágine, sonó el teléfono pero a ninguno de los dos se nos ocurrió contestar. Procedente de otro mundo, mientras Flor me trabajaba los bajos, oí el mensaje estridente del inspector Soriano exigiéndome que pasase por Jefatura in-me-dia-ta-men-te. En voz alta, me cagué en la madre que lo había parido (y Flor interrumpió un instante lo que estaba haciendo para preguntar, extrañada: «¿Qué?») En un arranque de sinceridad conmigo mismo, me dije que no soportaba aquellos humos de suficiencia del inspector Soriano, ni la pretendida rectitud que le dibujaba un aura de santidad fosforescente alrededor de la cabeza, ni su estupidez crònica, y decidí, primero, «tendrás que esperar», después, «espabila» y, finalmente, «que te den», y decidí hacerlo sufrir y cabrearlo un poco. A lo mejor, si dejaba pasar los días, sus superiores descubrirían sus verdaderas aptitudes y le destinarían al interior de una vitrina del Museo de Ciencias Naturales, sección Ejemplares Inclasificables.

En el momento decisivo, cuando Flor se me ofreció levantando los pies hacia el techo, pronunció de manera bien alta y clara la expresión: «¡Ven aquí, pedazo de carne!» y, en seguida, se precipitó hacia el orgasmo con la resolución de quien se lanza al estanque de los tiburones decidido a cruzarlo a nado antes de que las fieras se den cuenta de su presencia.

En aquel momento, me vinieron a la cabeza la dulce ingenuidad de Beth y la serenidad balsámica de María, y me las imaginé en el lugar de Flor, juguetona Beth, experimentada y complaciente María, y me sentí fuera de lugar. Como si yo no fuera el timonel de mi vida sino una marioneta manipulada por los dioses. No obstante, no puedo decir que me sintiera desgraciado, no, eso no, de ninguna manera en aquellos momentos, Flor era una mujer que valía la pena conocer, una de las mujeres más sorprendentes que jamás han pasado por mis manos.

De repente, puso los ojos en blanco, se le ensancharon las ventanas de la nariz, me enseñó los dientes apretados y emitió un sonido muy agudo, «ñeñeñeñeñeñeñeñe» al mismo tiempo que yo me «corría el mejor de los caminos, / montado en potra de nácar / sin bridas y sin estribos» (por citar al clásico) y perdía el control de los movimientos de las manos y los brazos que, por su cuenta, se pusieron a bailar sevillanas y a estrujar el cojín.

Después, mientras descansábamos apaciblemente, ella me enroscaba los pelos del pecho, maravillada de que fueran tan blancos como los de la cabeza y, rehuyendo conversaciones embarazosas, me recitó unos poemas.

—«El infierno carece de límites y no se encuentra en ningún lugar concreto. / Donde estamos nosotros, ahí está el infierno, / y donde está el infierno es donde tenemos que estar siempre nosotros. / Y, para resumir, cuando se funda el mundo, / y todas las criaturas se purifiquen, / en todas partes se encontrará el infierno / en ninguna parte habrá cielo.»

—¿Benet Argelaguera? —intenté adivinar.

—No. Christopher Marlowe.

Para estar a la altura y contentarla, le improvisé:

«¿Es éste el rostro que arrojó a la mar diez mil navíos?

¿El que incendió las altas torres de Ilion?

¡Oh, dulce Flor, hazme inmortal con un beso!»

—Marlowe no decía «dulce Flor». Se refería a Helena de Troya —me corrigió, adulada.

—Es que no es de Marlowe. Es Benet Argelaguera, que plagió a nuestro poeta isabelino.

—¡Mentiroso!

—«Por un campo desierto, gris y blando —recité de repente— / iba la Muerte galopando. / Los dedos a las crines bien sujetos, / iba la Muerte galopando, / ¡galopando! / ¡sobre montones de esqueletos!»

—¿Y eso? —preguntó ella.

—Argelaguera.

—No.

—Marlowe.

—¡No!

—Jardiel Poncela —reconocí.

Después, Flor empezó por la primera estrofa del
Passionate Shepherd to his Love
, aquella que decía
Come with me and be my love
, y me hizo notar que Shakespeare se la había plagiado casi entera a Marlowe en
Las alegres comadres de Windsor
. Eso es lo que pasa cuando ligas con una literata; en lugar de tener «nuestra canción» como las parejas normales, acabas teniendo «nuestro poema isabelino».

Una vez satisfechas las necesidades sexuales y culturales, ella se apoyó sobre mi pecho y se durmió enroscada a mí de manera posesiva. Me pregunté si el hecho de permitir tanta familiaridad me comprometía demasiado. Contra todo pronóstico, Flor no tuvo pesadillas ni sueños agitados.

Escena 3

Media hora después, sustituí con cuidado mi pecho por un cojín mucho más confortable y me levanté de la cama sin hacer ruido. Contemplé durante unos instantes su belleza delicada, de piel blanca, de mujer satisfecha, impúdicamente despatarrada, con el maquillaje esparcido por la cara, inmersa en un sueño feliz, y me pregunté, inevitablemente, si había querido a Adrián tanto como ella creía.

Me serví un poco de whisky de malta con hielo y me senté ante la caja de zapatos llena de fichas. La caja de Pandora que debía revelarme los secretos que me faltaban por conocer. La caja a cambio de la cual Helena Gimeno estaba dispuesta a entregarme su cuerpo y a llevar a cabo cualquier tipo de actividad, ortodoxa o contra natura, que yo le sugiriese.

Había cerca de cien fichas, de personal del Hospital de Collserola y de otros centros. Me puse a revisarlas, una por una, minuciosamente y con paciencia. Estaban escritas a mano, con añadidos de diferentes bolígrafos y lápices y plumas estilográficas, y el factor común de una caligrafía apresurada. La mayoría sólo contenían datos generales: direcciones, teléfonos, e-mails, tendencias políticas y futboleras, filias y fobias, fechas de aniversarios familiares, pequeños obsequios promocionales recibidos por los médicos o asistencia a congresos financiados por los laboratorios, y también rasgos referentes al carácter de los facultativos en cuestión:

«Le gusta ir al grano, le cabrea mucho que le hagan la pelota.»

O bien:

«Tartamudea y odia que le ayuden y completen las palabras en su lugar.»

En algunas, ponía «Insistir» y en otras, «No insistir».

Un porcentaje modesto de fichas, escritas de manera más telegráfica, contenía datos algo más comprometidos:

«Acepta regalos línea cosméticos para su mujer.»

«Entradas palco Camp Nou.»

«Llevó a su novia, por cuenta de los laboratorios, al Congreso de Sao Paulo. Billete novia: talón n/n n. 370786FA del BCL 3/5/00.» (Había una fotocopia del talón grapada en la ficha.)Todas las anotaciones comprometidas estaban escritas a lápiz, como para prever la posibilidad de poder borrarlas en caso de necesidad. Algunas de estas fichas llevaban documentos grapados.

A medida que iba reconociendo los nombres, hice un montón con las fichas de los médicos del equipo del doctor Barrios. Primero, miré la del doctor Aramburu, el que le había confesado las maquinaciones de Casagrande a Helena Gimeno. La información, añadida bajo los datos generales, coincidía con la que me había dado la visitadora.

«Amante: Engracia López. Sala de Baile Tres Boleros, mart, y jue; f/ en casa de ella.» (Fotografía grapada de la pareja acaramelada en la pista de baile.)Continué con la ficha de la doctora Mallol. Según lo que se podía interpretar de las anotaciones escritas a lápiz, la doctora Mallol, madura y divorciada, acumulaba el dinero negro procedente de su consulta privada en una cuenta numerada que tenía en determinado banco de Andorra y se gastaba otra parte en salas de baile donde solían ir inmigrantes cubanos y centroamericanos. La doctora Falgás, por su parte, era ludópata del bingo, vicio que soportaba en secreto y que escondía a todo el mundo porque le daba mucha vergüenza. No especificaba si la vergüenza le venía del hecho de ser ludópata, o del hecho de ser asidua de un bingo. A lo mejor, si lo hubiera sido de casinos caros y selectos, no se habría avergonzado tanto. En cambio, el doctor Marín estaba tan limpio que la única anotación, aparte de los datos generales que había en su ficha, era «Insobornable. Ya madurará». También constaban dos direcciones de correo electrónico, y una era de Liammail pero aquello no me pareció significativo ya que otros muchos, entre ellos Barrios y Falgás, también tenían direcciones de ese servidor tan popular. A un llamado doctor Bustos, que no estaba en la lista que me había dado Helena, los Laboratorios Haffter le habían pagado generosamente un estudio de tres páginas sobre los efectos secundarios de un medicamento en fase de investigación.

Se hacía fácil imaginar a Casagrande haciendo sus averiguaciones primero y coincidiendo después en el bingo con la doctora Falgás, o en la sucursal de aquel banco de Andorra con Mallol. Fl chantajista ingenuo, el hombre que simulaba que se enteraba de secretos vergonzosos por pura casualidad, contra su voluntad. Podía imaginar una expresión desolada, como quien dice «Oh, cuánto lamento haber descubierto su talón de Aquiles. Ojalá que no se lo pise nunca». Se entendía que las víctimas, después, cedieran a su insistencia y recetasen los productos de su laboratorio. Al fin y al cabo, aquellos productos eran similares, si no idénticos, a los de las otras marcas, y a alguien que conoce secretos comprometedores sobre tu vida más vale tenerle contento, sobre todo si tenerlo contento te sale gratis.

¿Era posible que alguna de aquellas pequeñas miserias hubiera dado lugar a un asesinato? ¿La doctora Mallol contratando un pistolero para que matara al hombre que podía delatarla como evasora de divisas? ¿La doctora Falgás segando una vida humana para ocultar su ludopatía?

La ficha de Barrios era enigmática: las anotaciones a lápiz se hacían aún más crípticas. Había una que decía: «¿Preguntar a Melania
Melones
?» Otra se preguntaba: «¿Marc Colmenero?» La tercera, añadida con posterioridad, al final de todo, ya se me hizo más familiar. Una sola palabra: «Sharazad».

Además, a juzgar por los dos agujeros que había en el ángulo superior derecho, aquella ficha había estado grapada a otra, o a algún tipo de documento. En seguida pensé en la factura del hotel de Colliure.

O sea, que Casagrande consideraba importante que Barrios tuviera una perra que se llamaba
Sharazad
. ¿Y dónde me conducía eso?

Me había dejado para el final la ficha del doctor Héctor Farina porque era tan extensa que Casagrande había tenido que juntar tres para que cupiera toda la información. Allí se repetía la pregunta «¿Marc Colmenero?» y la referencia a Melania Lladó. Los datos de información general más interesantes decían:

«Tren de vida sólo justificable por la fortuna de su mujer, doña Graciela Daubert de Val! de Mosa (sic).

»Mujer muy católica y celosa e intransigente. Matrimonio de misa y comunión dominical.»Más abajo, las ya familiares anotaciones a lápiz:

«Ac. sex. Lourdes F. Escapadas: Babilonia, Eden, S.M.», que relacioné con populares saunas de alto
standing
de Barcelona que se anunciaban en los periódicos, y supuse que S.M. podría corresponder a «Sauna Majestic», otro lugar para viciosos acaudalados.

Y, grapado, un recibo de tarjeta de crédito, que debía de corresponderse con la que utilizaba para pagarse los vicios, y que su mujer no debía de conocer.

Cuando acabé con las fichas, eran las dos de la madrugada, pero yo estaba desvelado.

Entré en Internet y aún me pasé dos horas más leyendo cosas y tomando notas sobre Marlowe y Shakespeare, hasta que llegué a conclusiones que pensé que deslumbrarían convenientemente a Flor. Como mínimo, era una teoría que no había leído en ninguna otra parte.

Escena 4

Nos despertó el teléfono, porque no bastaba con la luz del día que entraba por los ventanales. Antes de que pudiera impedirlo, Flor descolgó el auricular y dijo: «¿Diga?» con voz de resaca. Por un momento, temí que fuera el inspector Soriano enfurecido. Pero no era él. Era mucho peor.

Me dio el aparato.

—Beth —dijo.

Disimulé. Voz perezosa de mujer en casa de Ángel Esquius a aquellas horas de la mañana. No hay muchas maneras de interpretar este mensaje.

—¿Sí?

—¿Esquius?

—¿Sí?

—Dice Biosca que vengas a toda prisa. No sé si sabes que la policía te está buscando.

—No deben de poner mucho empeño. Estoy en mi casa.

Pero Beth, después de transmitirme la orden de nuestro Amo y Señor, había colgado con brusquedad.

No miré a Flor. No quería mirarla. Estaba un poco cabreado. Me metí en la ducha y, bajo el chorro de agua tibia, me puse a reflexionar. Pero reflexioné deprisa porque no quería que la policía me pillara en casa. Aquel día, no quería que la poli me pillara en ninguna parte.

Empecé a vestirme bajo la mirada asustada de la porcelana de Lladró.

—¿Dónde vas? No pensarás dejarme aquí sola, ¿verdad?

—Tengo que ir a trabajar.

Saltó de la cama precipitadamente. Corrió hacia el cuarto de baño como si acabara de declararse un incendio.

—¡Pero no me dejes! ¡No me abandones aquí! ¡No puedo estar sola! ¿No te das cuenta de que no puedo estar sola?

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