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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (43 page)

Pero ella ya estaba sobre las fotos, ya había cogido alguna, yo la sujetaba pretendiendo arrebatárselas y hacerlas desaparecer de alguna manera. Se había hecho la oscuridad más absoluta y Flor y yo bailábamos un baile absurdo, manoteando, golpeándonos los dedos mutuamente.

—¡Que me lo dejes ver! —chillaba ella—. ¡Que enciendas la luz!

Tropecé con el cuerpo del joven que estaba en el suelo y estuve a punto de caer, y aquello me hizo bajar la guardia. Flor me arrebató la linterna y pegó un salto hacia atrás. Volvió a encenderla enfocando la foto que tenía en la mano.

—¡No la mires, Flor! —exclamé cuando ya era demasiado tarde.

Porque yo ya me podía imaginar qué se veía en aquella instantánea.

Flor chilló.

Todo había empezado la noche de Fin de Año. En el preciso instante en que el egregio poeta Benet Argelaguera fue atropellado por el Tranvía Azul, la noche que alguien había sorprendido a Adrián Gornal celebrando una fiesta enloquecida, con cava, bolsas de fritos de maíz y almendras saladas y otros celadores en el depósito de cadáveres del Hospital de Collserola. Por una cuestión de proximidad, era muy probable que el cuerpo de Benet Argelaguera fuera trasladado al Hospital de Collserola, o sea que estaba en aquel depósito cuando Adrián y su grupo de amigos y amigas borrachos se lo estaban pasando estupendamente. ¿Qué ocurrió allí?

Las fotos respondían a esta pregunta sin dejar el menor resquicio para la duda.

Cuando las arranqué de entre los dedos de Flor, éstos no ofrecieron ninguna resistencia.

—Flor… —tenía que decir algo.

También le quité la linterna porque estaba a punto de caérsele al suelo.

—Flor… Hablemos un poco de ello…

Había desaparecido todo el color del rostro de Flor, incluso el color rojo de los labios. Estaba a punto de volverse transparente y desaparecer del mundo. Ya se la veía ausente, como si no tuviera contacto con el suelo.

—Flor… Adrián era humano…

Pero, de repente, el color volvió a sus mejillas con una intensidad feroz y aquella boca que un segundo antes parecía petrificada, aquella boca que sólo se abría para pronunciar palabras cultas y que sustituía las que eran groseras por eufemismos, se abrió y mostró los dientes con instinto de antropófago después de una huelga de hambre.

—¡Hijo de puta! —aulló, arrancando la voz del centro del pecho—. ¡Hijo de la grandísima puta mamona!

Escena 2

Convertida en una fuerza de la naturaleza destructora y desencadenada, Flor empezó a pegar furibundas patadas al cadáver de su querido Adrián. La sujeté en el momento en que se lanzaba con las zarpas por delante, dispuesta a arrancarle los pelos y a sacarle los ojos. Inmovilizándole los brazos contra el cuerpo, levantándola del suelo, la llevé hacia el exterior, y ella pataleaba, gritaba y lloraba, pidiendo a todos los dioses de la venganza que Adrián se pudriera en el infierno, y dedicándole todo tipo de epítetos, ninguno de ellos muy poético.

—¡Basta, Flor, basta! —le grité con energía, como se grita a los perros.

Y ella se rompió y arrancó un llanto cada vez menos rabioso y más sentido. No le sostenían las piernas. Mientras yo recogía la caja de cartón y las fotografías, cayó de rodillas. Su cuerpo menudo y frágil se estremecía con bruscas sacudidas de vez en cuando.

—No es Adrián —repetía—. No era él. Me lo han cambiado. Le ha pasado algo. No era él. No era él. No quiero que la policía vea esta infamia. Me niego a que nadie vea estas fotos. ¡Son un atentado a la cultura, al sentido común, a la civilización!

Tenía algo de razón. Aquellas fotos, tres copias hechas con ordenador e impresora, podían convertirse en catástrofe natural si saltaban a las primeras páginas de la prensa.

Sólo un exceso de alcohol y de juerga, combinado con la mala leche de tener que trabajar en una noche tan señalada como es la de Fin de Año, podía explicar lo que mostraban.

Era fácil imaginar lo sucedido.

Adrián y sus amigos habían bajado al depósito de cadáveres, para estar tranquilos y poder montar una fiesta particular y clandestina sin interferencias. Y resulta que en el depósito se encontraron el cadáver de un viejo, aún sin identificar, posiblemente un indigente sin familia ni amigos que le reclamasen.

¿Y qué se les ocurrió, a Adrián y a sus amigos, para animar un poco la fiesta?

Hay que entender que la gente que trabaja en un hospital, tanto médicos como enfermeras como celadores, tiene que acostumbrarse a convivir con la enfermedad y la muerte, porque forma parte de su trabajo cotidiano. Hay que recordar que, en las facultades de medicina, enseñan a amputar y diseccionar cadáveres sin manías, para que al cirujano no le tiemble el pulso cuando tenga que operar a un paciente. Hay que reconocer que aún se hace aquella broma macabra de meter los genitales de un muerto en el bolso de la estudiante más guapa, para asustarla y escandalizarla y hacerla gritar y así reírse un poco. Si no fuera así, si no se curtieran y no se atrevieran a tratar a la muerte de tú y con naturalidad, ningún médico, ni enfermera ni celador podría pasar ni un mes en un hospital. Claro que la frialdad de un forense cuando hurga en las entrañas de un muerto nos provoca repeluznos; claro que la carcajada de un médico ante el dolor nos parece inhumana; claro que, a veces, esta insensibilización necesaria puede ser juzgada como irreverente e incluso cruel para quien la observa de lejos, pero hay que aceptar que así son las cosas y así tienen que ser para que todo funcione como es debido.

A pesar de lo cual, había que reconocer que Adrián y sus compañeros se habían pasado.

En una de las fotos, se veía el cadáver del insigne poeta, desnudo y con uno de esos sombreros de cartón, pequeños y ridículos, que la gente se pone para celebrar el
reveillón
, sentado en un banco. Un Adrián que se partía de risa le había abierto los ojos y, con dos dedos de una mano, le tiraba hacia arriba las comisuras de los labios para procurarle una espantosa sonrisa
post mortem
. En la segunda, le tenían echado sobre la mesa de autopsias, boca arriba y con los brazos colgando a ambos lados, ile manera grotesca, mientras Adrián, arrodillado entre sus piernas abiertas, sugería una obscenidad insufrible. En la tercera instantánea, a Benet Argelaguera le habían puesto una peluca de rizos rubios, un poco de maquillaje para disimularle los hematomas producto del accidente y una faldita y Adrián le sostenía en pie simulando que estaban bailando alegremente.

Se comprendía que Adrián estuviera dispuesto a hacer cualquier cosa para evitar que aquellas fotos salieran a la luz. Si se descubría lo que había hecho en el depósito, ya podía darse por desheredado definitivamente por su padre, abandonado por Flor que (dejando de lado la pregunta de si estaba o no enamorado de verdad) representaba su oportunidad alternativa de vivir sin dar golpe y, de propina, despedido del trabajo y denunciado por profanación de cadáver.

Tuve que sujetar a Flor otra vez para evitar que, según amenazaba, escupiera y orinara sobre el cadáver de Adrián. La contuve, abrazándola bien fuerte y ella correspondió al abrazo, sollozando y parafraseando citas de Christopher Marlowe para expresar su aflicción:

—¡Oh, Dios mío! ¿Cómo he podido manchar mi cama conyugal con esta infamia?

Le di un beso en la frente, y ella me rodeó el cuello con los brazos fuertemente y me correspondió con besos en las mejillas, empapándome de lágrimas y exigiéndome que no la dejara sola, que no la dejara sola por nada del mundo.

—No, no te dejo. Pero vamos, vámonos antes de que llegue la policía, que tú ahora no estás para policías.

Conduje hasta el coche a una Flor que alternaba violenta e inesperadamente dos actitudes bien opuestas. Tan pronto se abandonaba al desánimo y a la desesperación, dejando que la cabeza se le fuera hacia atrás o le oscilara de un hombro al otro, arrastrando los pies, los ojos cerrados, melancólica y laxa, vencida por sentimientos tan poderosos que la dejaban exhausta, como resucitaba crispando los músculos y las mandíbulas y, convertida en una furia indomable, escupía odio entre dientes y lanzaba puñetazos y patadas al aire.

—¡Déjame! ¡Yo también quiero profanar a ese hijo de puta de mierda podrida…! —Y al instante siguiente—: Por favor, por favor, dime que no es verdad. Es demasiado horroroso. Estoy a punto de experimentar un ataque. Necesito beber algo que me reponga…

Avanzamos por el bosque, entre helechos y zarzales, hasta el calvero donde habíamos escondido el Golf y la deposité dentro del vehículo como si temiera que, de repente, abriera la puerta y echase a correr para despedazar el cadáver de Adrián Gomal.

Carretera abajo, decidí llevarla a su casa donde sus padres conocerían a un médico que la cuidara. Ella iba hablando, entonces, de los recuerdos de una niñez compartida con Adrián:

—¡Nos conocíamos de pequeños, corcho! —protestaba—. ¡Ese hijo de bastarda ha traicionado veintiséis años de intimidad, bah, di veinticinco, veinticuatro, aunque sólo fueran veinte, años de intimidad, de amor, de juegos, de amistad, de confidencias…! —Estallaba—: ¡Putas confidencias! ¡A saber qué uso habrá dado a los secretos que le he confiado durante estos veintitantos años! ¡Fue la primera persona a quien le conté que me había venido la regla, que él no sabía ni qué era la regla, el muy imbécil! «No se dice me ha venido la regla. Flor», decía, como un bobo. «Se dice me han comprado o me han regalado una regla», ¡que él se imaginaba la que utilizábamos en la clase de dibujo geométrico, el mermado! Yo no era consciente de que estaba tratando con un monstruo. ¡Un traidor, depravado, asqueroso, repugnante de dos caras, que copulaba con los muertos! ¡Me ponía los cuernos hasta con los muertos, el muy cabrón! ¡Él ha profanado la memoria del poeta más importante que ha tenido este país desde Espriu! Sobre todo, que nadie lo sepa, Ángel, prométeme que no lo sabrá nadie…

Yo se lo prometía cuando llegábamos a la carretera de Vallvidrera y, un poco más tarde, mientras bajábamos la carretera de curvas y curvas hacia Barcelona. Mientras, estuvo un rato llorando en silencio con una amargura espeluznante.

Cuando llegábamos a la Ronda de Dalt, nos cruzamos con dos coches K de la policía que subían a toda velocidad, haciendo sonar la sirena y con el intermitente azul centelleando en el techo. Supuse que en uno de los dos debían de ir Soriano y Palop y, por un instante, tuve miedo de que reconocieran mi coche y me detuviesen. Era consciente de que no debería haberme llevado la caja con las fichas ni las fotos, pero tampoco me hubiera gustado que me las confiscaran. Para acabar mi trabajo sólo me faltaba averiguar quién poseía los negativos (o los archivos originales si las fotos habían sido tomadas con una cámara digital) y tenía la esperanza de que eso me lo dijeran las fichas.

—¿Dónde me llevas? No me llevarás a casa de mis padres, ¿verdad? ¡Ah, no, eso sí que no, ni hablar!

—¿Pero por qué no? Necesitas descansar…

—¡Porque no!

—Necesitas que te vea un médico…

—¡No, no, no! ¡Que te digo que no! ¡Todo el mundo me preguntará qué ha sucedido y no podré disimular, me leerán la tragedia en la cara! ¡No quiero que nadie vea estas fotos! ¡Tenemos que ir a un lugar secreto y discreto donde poder quemarlas y hacer desaparecer todo rastro!

El único lugar secreto y discreto que se me ocurrió fue mi piso.

—Ángel, puedo confiar en ti, ¿verdad que sí? —me preguntaba por el camino.

—Claro, mujer.

—No, no me lo digas así. Dime: ¿puedo confiar en ti o no?

Dado su estado mental, cualquiera pensaría que, si no podía confiar en mí, estaba dispuesta a sacrificarme.

—Sí, Flor. Puedes confiar en mí. Lo declaro solemnemente. Has podido confiar en mí desde que llevo este caso y podrás continuar confiando de ahora en adelante. Fui el primero que defendió que Adrián no era un asesino, contra todo pronóstico, ¿recuerdas? Y demostré su inocencia, a que sí. Y nos hemos llevado las pruebas comprometedoras para que no las encuentre la policía, ¿es o no es? Y me estoy jugando la licencia y la libertad al hacerlo, eres consciente de ello, ¿verdad que sí? Me parece que con todo esto queda claro que puedes confiar en mí, Flor, y podrás continuar confiando en mí durante el resto de tu vida.

Había que decirle así las cosas, a aquella chica, si uno quería hacerse entender.

Me entendió.

—¡Eres la única persona del mundo en quien puedo confiar! —aseguró a continuación entre sollozos desconsolados.

Fase depresiva.

—Que no, mujer, que no.

—¡Que sí, Ángel, que sí! ¡Nadie me quiere como me quieres tú!

En el trayecto desde el aparcamiento hasta mi piso, temí que tendría que levantarla en brazos y transportarla como se supone que hacen los novios la noche de bodas y este pensamiento fue premonitorio de lo que estaba a punto de suceder. Si no le flaquearon las piernas en medio de la Gran Vía o mientras subíamos en el ascensor, fue porque iba bien abrazada a mi cintura, pegada como una lapa.

Una vez en el piso, me dijo que no, que no quería tomar nada, ¿qué pensaba yo que era aquello?, ¿una visita social? Y, a continuación, que sí, que sí, que le sirviera un whisky, o un vodka, o una ginebra «bien cargada» que le ayudara a pasar el mal trago. No le pregunté qué quería decir, con aquello de «ginebra bien cargada», pero se la bebió tal y como se la serví: sola, sin hielo ni nada y de un trago. Mientras yo llenaba los vasos en la cocina, ella encendió un fogón y quemó las fotos con una cierta solemnidad. A continuación, volvió a llorar, se bebió otra ginebra y se me echó en los brazos una vez más.

—Abrázame fuerte, muy fuerte, más fuerte —suplicaba—. Tú eres la única persona que me quiere en el mundo, tú eres la única persona en quien me puedo apoyar.

Hizo algo más que apoyarse. Los suspiros, los sollozos y la vehemencia del miedo en seguida se transformaron en algo más próximo al anhelo pasional y a la excitación del sexo. Sus labios dejaron de sorberme las mejillas en besos filiales para buscarme los labios y penetrarme con la lengua como si quisiera averiguar qué había cenado dos días atrás.

Traté de resistirme, lo juro por Dios, porque no es conveniente llegar a esos extremos con una dienta, porque no es honrado aprovecharse de una mujer en semejantes condiciones y porque no era mi mujer preferida en aquellos momentos, pero fue en balde. La delicada poetisa se encendió como una llama, en un santiamén se quitó las gafas y se convirtió en una devoradora de detectives privados. Y yo no soy de piedra.

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