Confieso que he vivido (39 page)

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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

De pronto echó la cabeza hacia atrás y sus ojos de fiera cambiaron de expresión.

—¿Es usted el poeta Pablo Neruda? —dijo.

—Sí soy.

Bajó la cabeza y continuó:

—Qué desgraciado soy! Estoy frente al poeta que tanto admiro y es él quien me echa en cara lo miserable que soy!

Y siguió lamentándose con la cabeza tomada entre ambas manos:

—Soy un rufián y el otro que peleó conmigo es un traficante de cocaína. Somos lo más bajo de lo bajo. Pero en mi vida hay una cosa limpia. Es mi novia, el amor de mi novia. Véala, don Pablito. Mire su retrato. Alguna vez le diré que usted lo tuvo en sus manos. Eso la hará feliz.

Me alargó la fotografía de una muchacha sonriente.

—Ella me quiere por usted, don Pablito, por sus versos que hemos aprendido de memoria. Y sin más ni más comenzó a recitar:

—Desde el fondo de ti y arrodillado, un niño triste como yo nos mira…

En ese momento se abrió la puerta de un empellón. Eran mis amigos que volvían con refuerzos armados. Vi las cabezas que se agolpaban atónitas en la puerta.

Salí lentamente. El hombre se quedó solo, sin cambiar de actitud, diciendo «por esa vida que arderá en sus venas tendrían que matar las manos mías», derrotado por la poesía.

El avión del piloto Powers, enviado en misión de espionaje sobre el territorio soviético, cayó desde increíble altura. Dos fantásticos proyectiles lo habían alcanzado, lo habían derribado desde sus nubes. Los periodistas corrieron al perdido sitio montañoso desde donde partieron los disparos.

Los artilleros eran dos muchachos solitarios. En aquel mundo inmenso de abetos, nieves y ríos, comían manzanas, jugaban ajedrez, tocaban acordeón, leían libros y vigilaban. Ellos habían apuntado hacia arriba en defensa del ancho cielo de la patria rusa.

Los acosaron a interrogaciones.

—¿Qué comen? ¿Quiénes son sus padres? ¿Les gusta el baile? ¿Qué libros leen?

Contestando esta última pregunta, uno de los jóvenes artilleros respondió que leían versos y que entre sus poetas favoritos estaban el clásico ruso Pushkín y el chileno Neruda.

Me sentí infinitamente contento cuando lo supe. Aquel proyectil que subió tan alto, e hizo caer el orgullo tan abajo, llevaba en alguna forma un átomo de mi ardiente poesía.

La poesía

…Cuánta obra de arte… Ya no caben en el mundo… Hay que colgarlas fuera de las habitaciones… Cuánto libro… Cuánto librito… ¿Quién es capaz de leerlos?… Si fueran comestibles… Si en una ola de gran apetito los hiciéramos ensalada, los picáramos, los aliñáramos… Ya no se puede más… Nos tienen hasta la coronilla… Se ahoga el mundo en la marea… Reverdy me decía: «Avisé al correo que no me los mandara. No podía abrirlos. No tenía sitio. Trepaban por los muros, temí una catástrofe, se desplomarían sobre mi cabeza»… Todos conocen a Eliot… Antes de ser pintor, de dirigir teatros, de escribir luminosas críticas, leía mis versos… Yo me sentía halagado… Nadie los comprendía mejor… Hasta que un día comenzó a leerme los suyos y yo, egoísticamente, corrí protestando: «No me los lea, no me los lea»… Me encerré en el baño, pero Eliot, a través de la puerta, me los leía… Me sentí muy triste… El poeta Frazer, de Escocia, estaba presente… Me increpó: «¿Por qué tratas así a Eliot?»… Le respondí: «No quiero perder mi lector. Lo he cultivado. Ha conocido hasta las arrugas de mi poesía… Tiene tanto talento… Puede hacer cuadros… Puede escribir ensayos… Pero quiero guardar este lector, conservarlo, regarlo como planta exótica… Tú me comprendes, Frazer»… Porque la verdad, si esto sigue, los poetas publicarán sólo para otros poetas… Cada uno sacará su plaquette y la meterá en el bolsillo del otro… su poema… y lo dejará en el plato del otro… Quevedo lo dejó un día bajo la servilleta de un rey… eso sí valía la pena… O a pleno sol, la poesía en una plaza… O que los libros se desgasten, se despedacen en los dedos de la humana multitud… Pero esta publicación de poeta a poeta no me tienta, no me provoca, no me incita sino a emboscarme en la naturaleza, frente a una roca y a una ola, lejos de las editoriales, del papel impreso… La poesía ha perdido su vínculo con el lejano lector… Tiene que recobrarlo… Tiene que caminar en la oscuridad y encontrarse con el corazón del hombre, con los ojos de la mujer, con los desconocidos de las calles, de los que a cierta hora crepuscular, o en plena noche estrellada, necesitan aunque sea no más que un solo verso… Esa visita a lo imprevisto vale todo lo andado, todo lo leído, todo lo aprendido… Hay que perderse entre los que no conocemos para que de pronto recojan lo nuestro de la calle, de la arena, de las hojas caídas mil años en el mismo bosque… y tomen tiernamente ese objeto que hicimos nosotros… Sólo entonces seremos verdaderamente poetas… En ese objeto vivirá la poesía…

Viviendo con el idioma

Yo nací en 1904. En 1921 se publicó un folleto con uno de mis poemas. En el año 1923 fue editado mi primer libro,
Crepusculario
. Estoy escribiendo estos recuerdos en 1973. Han pasado ya 50 años desde aquel momento emocionante en que un poeta siente los primeros vagidos de la criatura impresa, viva, agitada y deseosa de llamar la atención como cualquier otro recién nacido.

No se puede vivir toda una vida con un idioma, moviéndolo longitudinalmente, explorándolo, hurgándole el pelo y la barriga, sin que esta intimidad forme parte del organismo. Así me sucedió con la lengua española. La lengua hablada tiene otras dimensiones; la lengua escrita adquiere una longitud imprevista. El uso del idioma como vestido o como la piel en el cuerpo; con sus mangas, sus parches, sus transpiraciones y sus manchas de sangre o de sudor, revela al escritor. Esto es el estilo. Yo encontré mi época trastornada por las revoluciones de la cultura francesa. Siempre me atrajeron, pero de alguna manera no le iban a mi cuerpo como traje. Huidobro, poeta chileno, se hizo cargo de las modas francesas que él adaptó a su manera de existir y expresarse, en forma admirable. A veces me pareció que superaba a sus modelos. Algo así pasó, en escala mayor, con la irrupción de Rubén Darío en la poesía hispánica. Pero Rubén Darío fue un gran elefante sonoro que rompió todos los cristales de una época del idioma español para que entrara en su ámbito el aire del mundo. Y entró.

Entre americanos y españoles el idioma nos separa algunas veces. Pero sobre todo es la ideología del idioma la que se parte en dos. La belleza congelada de Góngora no conviene a nuestras latitudes, y no hay poesía española, ni la más reciente, sin el resabio, sin la opulencia gongorína. Nuestra capa americana es de piedra polvorienta, de lava triturada, de arcilla con sangre. No sabemos tallar el cristal. Nuestros preciosistas suenan a hueco. Una sola gota de vino de Martín Fierro o de la miel turbia de Gabriela Mistral los deja en su sitio: muy paraditos en el salón como jarrones con flores de otra parte.

El idioma español se hizo dorado después de Cervantes, adquirió una elegancia cortesana, perdió la fuerza salvaje que traía de Gonzalo de Berceo, del Arcipreste, perdió la pasión genital que aún ardía en Quevedo. Igual pasó en Inglaterra, en Francia, en Italia. La desmesura de Chaucer, de Rabelais, fueron castradas; la petrarquización preciosista hizo brillar las esmeraldas, los diamantes, pero la fuente de la grandeza comenzó a extinguirse. Este manantial anterior tenía que ver con el hombre entero, con su anchura, su abundancia y su desborde.

Por lo menos, ése fue mi problema aunque yo no me lo planteara en tales términos. Si mi poesía tiene algún significado, es esa tendencia espacial, ilimitada, que no se satisface en una habitación. Mi frontera tenía que sobrepasarla yo mismo; no me la había trazado en el bastidor de una cultura distante. Yo tenía que ser yo mismo, esforzándome por extenderme como las propias tierras en donde me tocó nacer. Otro poeta de este mismo continente me ayudó en este camino. Me refiero a Walt Whitman, mi compañero de Manhattan.

Los críticos deben sufrir

«Los cantos de Maldoror» forman en el fondo un gran folletín. No se olvide que Isidore Ducasse tomó su seudónimo de una novela del folletinista Eugéne Sue: Lautréamont, escrita en Chatenay en 1873. Pero Lautréamont, lo sabemos, fue mucho más lejos que Lautréamont. Fue mucho más abajo, quiso ser infernal. Y mucho más alto, un arcángel maldito. Maldoror, en la magnitud de la desdicha, celebra el «matrimonio del cielo y el infierno». La furia, los ditirambos y la agonía forman las arrolladoras olas de la retórica ducassiana. Maldoror: Maldolor.

Lautréamont proyectó una nueva etapa, renegó de su rostro sombrío y escribió el prólogo de una nueva poesía optimista que no alcanzó a crear. Al joven uruguayo se lo llevó la muerte de París. Pero este prometido cambio de su poesía, este movimiento hacia la bondad y la salud, que no alcanzó a cumplir, ha suscitado muchas críticas. Se le celebra en sus dolores y se le condena en su transición a la alegría. El poeta debe torturarse y sufrir, debe vivir desesperado, debe seguir escribiendo la canción desesperada. Esta ha sido la opinión de una capa social, de una clase. Esta fórmula lapidaria fue obedecida por muchos que se doblegaron al sufrimiento impuesto por leves no escritas, pero no menos lapidarias. Estos decretos invisibles condenaban al poeta al tugurio, a los zapatos rotos, al hospital y a la morgue. Todo el mundo quedaba así contento: la fiesta seguía con muy pocas lágrimas.

Las cosas cambiaron porque el mundo cambió. Y los poetas, de pronto, encabezamos la rebelión de la alegría. El escritor desventurado, el escritor crucificado, forman parte del ritual de la felicidad en el crepúsculo del capitalismo. Hábilmente se encauzó la dirección del gusto a magnificar la desgracia como fermento de la gran creación. La mala conducta y el padecimiento fueron considerados recetas en la elaboración poética. Holderlin, lunático y desdichado; Rimbaud, errante y amargo; Gérard de Nerval, ahorcándose en un farol de callejuela miserable; dieron al fin del siglo no sólo el paroxismo de la belleza, sino el camino de los tormentos. El dogma fue que este camino de espinas debía ser la condición inherente de la producción espiritual.

Dylan Thomas ha sido el último en el martirologio dirigido.

Lo extraño es que estas ideas de la antigua y ríspida burguesía continúen vigentes en algunos espíritus. Espíritus que no toman el pulso del mundo en la nariz, que es donde se debe tomarlo porque la nariz del mundo olfatea el futuro.

Hay críticos cucurbitáceos cuyas guías y zarcillos buscan el último suspiro de la moda con terror de perderlo. Pero sus raíces siguen aún empapadas en el pasado.

Los poetas tenemos el derecho a ser felices, sobre la base de que estamos férreamente unidos a nuestros pueblos y a la lucha por su felicidad.

«Pablo es uno de los pocos hombres felices que he conocido», dice Ilya Ehremburg en uno de sus escritos. Ese Pablo soy yo y Ehremburg no se equivoca.

Por eso no me extraña que esclarecidos ensayistas semanales se preocupen de mi bienestar material, aunque el personalismo no debiera ser temática crítica. Comprendo que la probable felicidad ofende a muchos. Pero el caso es que yo soy feliz por dentro. Tengo una conciencia tranquila y una inteligencia intranquila.

A los críticos que parecen reprochar a los poetas un mejor nivel de vida, yo los invitaría a mostrarse orgullosos de que los libros de poesía se impriman, se vendan y cumplan su misión de preocupar a la crítica. A celebrar que los derechos de autor se paguen y que algunos autores, por lo menos, puedan vivir de su santo trabajo. Este orgullo debe proclamarlo el crítico y no disparar pelos a la sopa.

Por eso, cuando leí hace poco los párrafos que me dedicó un crítico joven, brillante y eclesiástico, no por brillante me pareció menos equivocado.

Según él mi poesía se resentía de feliz. Me recetaba el dolor.

De acuerdo con esta teoría una apendicitis produciría excelente prosa y una peritonitis posiblemente cantos sublimes.

Yo sigo trabajando con los materiales que tengo y que soy. Soy omnívoro de sentimientos, de seres, de libros, de acontecimientos y batallas. Me comería toda la tierra. Me bebería todo el mar.

Versos cortos y largos

Como poeta activo combatí mi propio ensimismamiento. Por eso el debate entre lo real y lo subjetivo se decidió dentro de mi propio ser. Sin pretensiones de aconsejar a nadie, pueden ayudar mis experiencias. Veamos a primera vista los resultados.

Es natural que mi poesía esté sometida al juicio tanto de la crítica elevada como expuesta a la pasión del libelo. Esto entra en el juego. Sobre esa parte de la discusión yo no tengo voz, pero tengo voto. Para la crítica de las esencias mi voto son mis libros, entera poesía. Para el libelo enemistoso tengo también el derecho de voto y éste también está constituido por mi propia y constante creación Si suena a vanidoso lo que digo tendrían ustedes la razón. En mi caso se trata de la vanidad del artesano que ha ejercitado un oficio por largos años con amor indeleble.

Pero de una cosa estoy satisfecho y es que en alguna forma u otra he hecho respetar, por lo menos en mi patria, el oficio del poeta, la profesión de la poesía.

En los tiempos en que comencé a escribir, el poeta era de dos características. Unos eran poetas grandes señores que se hacían respetar por su dinero, que les ayudaba en su legítima o Ilegítima importancia. La otra familia de poetas era la de los militantes errabundos de la poesía, gigantes de cantina, locos fascinadores, atormentados sonámbulos. Queda también, para no olvidarme, la situación de aquellos escritores amarrados, como el galeote a su cadena, al banquillo de la administración pública. Sus sueños fueron casi siempre ahogados por montañas de papel timbrado y terribles temores a la autoridad y al ridículo.

Yo me lancé a la vida más desnudo que Adán, pero dispuesto a mantener la integridad de mi poesía. Esta actitud irreductible no sólo valió para mí, sino para que dejaran de reírse los bobalicones. Pero después dichos bobalicones, si tuvieron corazón y conciencia, se rindieron como buenos seres humanos ante lo esencial que mis versos despertaban, y si eran malignos fueron tomándome miedo.

Y así la Poesía, con mayúscula, fue respetada. No sólo la poesía, sino los poetas fueron respetados. Toda la poesía y todos los poetas.

De este servicio a la ciudadanía estoy consciente y este galardón no me lo dejo arrebatar por nadie, porque me gusta cargarlo como una condecoración. Lo demás puede discutirse, pero esto que cuento es la rotunda historia.

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