Confieso que he vivido (48 page)

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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

—Lo felicito, camarada Neruda. El camarada Stalin, al serle sometida la lista de posibles premiados, exclamó: «¿Y por qué no está el de Neruda entre estos nombres?».

Al año siguiente recibía yo el Premio Stalin por la Paz y la Amistad entre los Pueblos. Es posible que yo lo mereciera, pero me pregunto cómo aquel hombre remoto se enteró de mi existencia.

Supe por aquellos tiempos de otras intervenciones similares de Stalin. Cuando arreciaba la campaña en contra del cosmopolitismo, cuando los sectarios de «cuello duro» pedían la cabeza de Ehrenburg, sonó el teléfono una mañana en la casa del autor de julio Jurenito. Atendió Luba. Una voz vagamente desconocida preguntó:

—¿Está Ilya Grigorievich?

—Eso depende —contestó Luba—. ¿Quién es usted?

—Aquí Stalin —dijo la voz.

—Ilya, un bromista para ti —dijo Luba a Ehrenburg.

Pero una vez en el teléfono, el escritor reconoció la voz de Stalin, tan oída de todos:

—He pasado la noche leyendo su libro La caída de París. Lo llamaba para decirle que siga usted escribiendo muchos libros tan interesantes como ése, querido Ilya Grigorievich.

Tal vez esa inesperada llamada telefónica hizo posible la larga vida del gran Ehrenburg.

Otro caso. Ya había muerto Maiakovski, pero sus recalcitrantes y reaccionarios enemigos atacaban con dientes y cuchillos la memoria del poeta, empecinados en borrarlo del mapa de la literatura soviética. Entonces ocurrió un hecho que trastornó aquellos propósitos. Su amada Líly Brick escribió una carta a Stalin señalándole lo desvergonzado de estos ataques y alegando apasionadamente en defensa de la poesía de Maiakovski. Los agresores se creían impunes, protegidos por su mediocridad asociativa. Se llevaron un chasco. Stalin escribió al margen de la carta de Lily Brick: «Maiakovski es el mejor poeta de la era soviética».

Desde ese momento surgieron museos y monumentos en honor de Maiakovski y proliferaron las ediciones de su extraordinaria poesía. Los impugnadores quedaron fulminados e inertes ante aquel trompetazo de Jehova.

Supe también que a la muerte de Stalin se encontró entre sus papeles una lista que decía: «No tocar», escrita por él de puño y letra. Esta lista estaba encabezada por el músico Shostakovitch y seguían otros nombres eminentes: Eisenstein, Pasternak, Ehremburg, etcétera.

Muchos me han creído un convencido staliniano. Fascistas y reaccionarios me han pintado como un exégeta lírico de Stalin. Nada de esto me irrita en especial. Todas las conclusiones se hacen posibles en una época diabólicamente confusa.

La íntima tragedia para nosotros los comunistas fue darnos cuenta de que, en diversos aspectos del problema Stalin, el enemigo tenía razón. A esta revelación que sacudió el alma, subsiguió un doloroso estado de conciencia. Algunos se sintieron engañados; aceptaron violentamente la razón del enemigo; se pasaron a sus filas. Otros pensaron que los espantosos hechos, revelados implacablemente en el XX Congreso, servían para demostrar la entereza de un partido comunista que sobrevivía mostrando al mundo la verdad histórica y aceptando su propia responsabilidad.

Si bien es cierto que esa responsabilidad nos alcanzaba a todos, el hecho de denunciar aquellos crímenes nos devolvía a la autocrítica y al análisis de los elementos esenciales de nuestra doctrina y nos daba las armas para impedir que cosas tan horribles pudieran repetirse.

Esta ha sido mi posición: por sobre las tinieblas, desconocidas para mí, de la época staliniana, surgía ante mis ojos el primer Stalin, un hombre principista y bonachón, sobrio como u anacoreta, defensor tiránico de la revolución rusa. Además, este pequeño hombre de grandes bigotes se agigantó en la guerra con su nombre en los labios, el Ejército Rojo atacó y pulverizó la fortaleza de los demonios hitlerianos.

Sin embargo, dediqué uno sólo de mis poemas a esa poderosa personalidad. Fue con ocasión de su muerte. Lo puede encontrar cualquiera en las ediciones de mis obras completas. La muerte del cíclope del Kremlin tuvo una resonancia cósmica. Se estremeció la selva humana. Mi poema captó la sensación de aquel pánico terrestre.

Lección de sencillez

Gabriel García Márquez me refirió, muy ofendido, cómo le habían suprimido en Moscú algunos pasajes eróticos a su maravilloso libro Cien años de soledad.

—Eso está muy mal —les dije yo a los editores.

—No pierde nada el libro —me contestaron—, y yo me di cuenta de que lo habían podado sin mala voluntad. Pero lo podaron.

¿Cómo arreglar estas cosas? Cada vez soy menos sociólogo. Fuera de los principios generales del marxismo, fuera de mi antipatía por el capitalismo y mi confianza en el socialismo, cada vez entiendo menos en la tenaz contradicción de la humanidad.

Los poetas de esta época hemos tenido que elegir. La elección no ha sido un lecho de rosas. Las terribles guerras injustas, las continuas presiones, la agresión del dinero, todas las injusticias se han hecho más evidentes. Los anzuelos del sistema envejecido han sido la «libertad» condicionada, la sexualidad, la violencia y los placeres pagados por cómodas cuotas mensuales.

El poeta del presente ha buscado una salida a su zozobra. Algunos se han escapado hacia el misticismo, o hacia el sueño de la razón. Otros se sienten fascinados por la violencia espontánea y destructora de la juventud; han pasado a ser inmediatistas, sin considerar que esta experiencia, en el beligerante mundo actual, ha conducido siempre a la represión y al suplicio estéril.

Encontré en mi partido, el partido comunista de Chile, un grupo grande de gente sencilla, que habían dejado muy lejos la vanidad personal, el caudillismo, los intereses materiales. Me sentí feliz de conocer gente honrada que luchaba por la honradez común, es decir, por la justicia.

Nunca he tenido dificultades con mí partido, que con su modestia ha logrado extraordinarias victorias para el pueblo de Chile, mi pueblo. ¿Qué más puedo decir? No aspiro sino a ser tan sencillo como mis compañeros; tan persistente e invencible como ellos lo son. Nunca se aprende bastante de la humildad. Nunca me enseñó nada el orgullo individualista que se encastilla en el escepticismo para no ser solidario del sufrimiento humano.

Fidel Castro

Dos semanas después de su victoriosa entrada en La Habana, llegó Fidel Castro a Caracas por una corta visita. Venía a agradecer públicamente al gobierno y al pueblo venezolanos la ayuda que le habían prestado. Esta ayuda había consistido en armas para sus tropas, y no fue naturalmente Betancourt (recién elegido presidente) quien las proporcionó, sino su antecesor el almirante Wolfgang Larrazábal. Había sido Larrazábal amigo de las izquierdas venezolanas, incluyendo a los comunistas, y accedió al acto de solidaridad con Cuba que éstos le solicitaron.

He visto pocas acogidas políticas más fervorosas que la que le dieron los venezolanos al joven vencedor de la revolución cubana. Fidel habló cuatro horas seguidas en la gran plaza de El Silencio, corazón de Caracas. Yo era una de las doscientas mil personas que escucharon de pie y sin chistar aquel largo discurso. Para mí, como para muchos otros, los discursos de Fidel han sido una revelación. Oyéndole hablar ante aquella multitud, comprendí que una época nueva había comenzado para América Latina. Me gustó la novedad de su lenguaje. Los mejores dirigentes obreros y políticos suelen machacar fórmulas cuyo contenido puede ser válido, pero son palabras gastadas y debilitadas en la repetición. Fidel no se daba por enterado de tales fórmulas. Su lenguaje era natural y didáctico. Parecía que él mismo iba aprendiendo mientras hablaba y enseñaba.

El presidente Betancourt no estaba presente. Le asustaba la idea de enfrentarse a la ciudad de Caracas, donde nunca fue popular. Cada vez que Fidel Castro lo nombró en su discurso se escucharon de inmediato silbidos y abucheos que las manos de Fidel trataban de silenciar. Yo creo que aquel día se selló una enemistad definitiva entre Betancourt y el revolucionario cubano. Fidel no era marxista ni comunista en ese tiempo; sus mismas palabras distaban mucho de esa posición política. Mi idea personal es que aquel discurso, la personalidad fogosa y brillante de Fidel, el entusiasmo multitudinario que despertaba, la pasión con que el pueblo de Caracas lo oía, entristecieron a Betancourt, político de viejo estilo, de retórica, comités y conciliábulos. Desde entonces Betancourt ha perseguido con saña implacable todo cuanto de cerca o de lejos le huela a Fidel Castro o a la revolución cubana.

Al día siguiente del mitin, cuando yo estaba en el campo de picnic dominical, llegaron hasta nosotros unas motocicletas que me traían una invitación para la embajada de Cuba. Me habían buscado todo el día y por fin habían descubierto mi paradero. La recepción sería esa misma tarde. Matilde y yo salimos directamente hacia la sede de la embajada. Los invitados eran tan numerosos que sobrepasaban los salones y jardines. Afuera se agolpaba el pueblo y era difícil cruzar las calles que conducían a la casa.

Atravesamos salones repletos de gente, una trinchera de brazos con copas de cóctel en alto. Alguien nos llevó por unos corredores y unas escaleras hasta otro piso. En un sitio sorpresivo nos estaba esperando Celia, la amiga y secretaria más cercana de Fidel. Matilde se quedó con ella. A mí me introdujeron a la habitación vecina. Me encontré en un dormitorio subalterno, como de jardinero o de chofer. Sólo había una cama de la cual alguien se había levantado precipitadamente, dejando sábanas en desorden y una almohada por el suelo. Una mesita en un rincón y nada más. Pensé que de allí me pasarían a algún saloncito decente para encontrarme con el comandante. Pero no fue así. De repente se abrió la puerta y Fidel Castro llenó el hueco con su estatura.

Me sobrepasaba por una cabeza. Se dirigió con pasos rápidos hacia mí.

—Hola, Pablo! —me dijo y me sumergió en un abrazo estrecho y apretado.

Me sorprendió su voz delgada, casi infantil. También algo en su aspecto concordaba con el tono de su voz. Fidel no daba la sensación de un hombre grande, sino de un niño grande a quien se le hubieran alargado de pronto las piernas sin perder su cara de chiquillo y su escasa barba de adolescente.

De pronto interrumpió el abrazo con brusquedad. Se quedó como galvanizado. Dio media vuelta y se dirigió resueltamente hacia un rincón del cuarto. Sin que yo me enterara había entrado sigilosamente un fotógrafo periodístico y desde ese rincón dirigía su 'cámara hacia nosotros. Fidel cayó a su lado de un solo Impulso. Vi que lo había agarrado por la garganta y lo sacudía. La cámara cayó al suelo. Me acerqué a Fidel y lo tomé de un brazo, espantado ante la visión del minúsculo fotógrafo que se debatía inútilmente. Pero Fidel le dio un empellón hacia la puerta y lo obligó a desaparecer. Luego se volvió hacia mí sonriendo, recogió la cámara del suelo y la arrojó sobre la cama.

No hablamos del incidente, sino de las posibilidades de una agencia de prensa para la América entera. Me parece que de aquella conversación nació Prensa Latina. Luego, cada uno por su puerta, regresamos a la recepción.

Una hora más tarde, regresando ya de la embajada en compañía de Matilde, me vinieron a la mente la cara aterrorizada del fotógrafo y la rapidez instintiva del jefe guerrillero que advirtió de espaldas la silenciosa llegada del intruso.

Ese fue mi primer encuentro con Fidel Castro. ¿Por qué rechazó tan rotundamente aquella fotografía? Encerraba su rechazo un pequeño misterio político. Hasta ahora no he logrado comprender por qué motivo nuestra entrevista debía tener carácter tan secreto.

Fue muy diferente mi primer encuentro con el Che Guevara. Sucedió en La Habana. Cerca de la una de la noche llegué a verlo, invitado por él a su oficina del Ministerio de Hacienda o de Economía, no recuerdo exactamente. Aunque me había citado para la media noche, yo llegué con retardo. Había asistido a un acto oficial interminable y me sentaron en el presidium.

El Che llevaba botas, uniforme de campaña y pistolas a la cintura. Su indumentaria desentonaba con el ambiente bancario de la oficina.

El Che era moreno, pausado en el hablar, con indudable acento argentino. Era un hombre para conversar con él despacio, en la pampa, entre mate y mate. Sus frases eran cortas y remataban en una sonrisa, como si dejara en el aire el comentario.

Me halagó lo que me dijo de mi libro Canto general. Acostumbraba leerlo por la noche a sus guerrilleros, en la Sierra Maestra. Ahora, ya pasados los años, me estremezco al pensar que mis versos también le acompañaron en su muerte. Por Régis Debray supe que en las montañas de Bolivia guardó hasta el último momento en su mochila sólo dos libros: un texto de aritmética y mi Canto general.

Algo me dijo el Che aquella noche que me desorientó bastante pero que tal vez explica en parte su destino. Su mirada iba de mis ojos a la ventana oscura del recinto bancario. Hablábamos de una posible invasión norteamericana a Cuba. Yo había visto por las calles de La Habana sacos de arena diseminados en puntos estratégicos. El dijo súbitamente:

—La guerra… La guerra… Siempre estamos contra la guerra pero cuando la hemos hecho no podemos vivir sin la guerra. En todo instante queremos volver a ella.

Reflexionaba en voz alta y para mí. Yo lo escuché con sincero estupor. Para mí la guerra es una amenaza y no un destino.

Nos despedimos y nunca más lo volví a ver. Luego acontecieron su combate en la selva boliviana y su trágica muerte. Pero yo sigo viendo en el Che Guevara aquel hombre meditativo que en sus batallas heroicas destinó siempre, junto a sus armas, un sitio para la poesía.

A América Latina le gusta mucho la palabra «esperanza». Nos complace que nos llamen «continente de la esperanza». Los candidatos a diputados, a senadores, a presidentes, se autotitulan «candidatos de la esperanza».

En la realidad esta esperanza es algo así como el cielo prometido, una promesa de pago cuyo cumplimiento se aplaza. Se aplaza para el próximo período legislativo, para el próximo año o para el próximo siglo.

Cuando se produjo la revolución cubana, millones de sudamericanos tuvieron un brusco despertar. No creían lo que escuchaban. Esto no estaba en los libros de un continente que ha vivido desesperadamente pensando en la esperanza.

He aquí de pronto que Fidel Castro, un cubano a quien antes nadie conocía, agarra la esperanza del pelo o de los pies, y no le permite volar, sino la sienta en su mesa, es decir, en la mesa y en la casa de los pueblos de América.

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