Confieso que he vivido (47 page)

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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

Miranda, prisionero de los españoles, murió en el temible presidio de La Carraca, en Cádiz. El cuerpo de este general de la Revolución francesa y profesor de revolucionarios, fue envuelto en un saco y tirado al mar desde lo alto del presidio.

San Martín, desterrado por sus compatriotas, murió en Boulogne, Francia, anciano y solitario. O'Higgins, libertador de Chile, murió en el Perú, lejos de todo lo que amaba, proscrito por la clase latifundista criolla, que se apoderó prontamente de la revolución.

Hace poco, al pasar por Lima, encontré en el Museo Histórico del Perú algunos cuadros pintados por el general O'Higgins en sus últimos años. Todos estos cuadros tienen a Chile por tema. Pintaba la primavera de Chile, las hojas y las flores del mes de septiembre.

En este mes de septiembre me he puesto a recordar los nombres, los hechos, los amores y los dolores de aquella época de insurrecciones. Un siglo más tarde los pueblos se agitan de nuevo, y una corriente tumultuosa de viento y de furia mueve las banderas. Todo ha cambiado desde aquellos años lejanos, pero la historia continúa su camino y una nueva primavera puebla los interminables espacios de nuestra América.

Prestes

Ningún dirigente comunista de América ha tenido una vida tan azarosa y portentosa como Luis Carlos Prestes. Héroe militar y político de Brasil, su verdad y su leyenda traspasaron hace mucho tiempo las restricciones ideológicas, y él se convirtió en una encarnación viviente de los héroes antiguos.

Por eso, cuando en Isla Negra recibí una invitación para visitar el Brasil y conocer a Prestes, la acepté de inmediato. Supe, además, que no había otro invitado extranjero y esto me halagó. Sentí que de alguna manera yo tomaba parte en una resurrección.

Recién salía Prestes en libertad después de más de diez años de prisión. Estos largos encierros no son excepcionales en el «mundo libre». Mi compañero, el poeta Nazim Hikinet, pasó trece o catorce años en una prisión de Turquía. Ahora mismo, cuando escribo estos recuerdos, hace ya doce años que seis o siete comunistas del Paraguay están enterrados en vida, sin comunicación alguna con el mundo. La mujer de Prestes, alemana de origen, fue entregada por la dictadura brasileña a la Gestapo. Los nazis la encadenaron en el barco que la llevaba al martirio. Dio a luz una niña que hoy vive con su padre, rescatada de los dientes de la Gestapo por la infatigable matrona doña Leocadia Prestes, madre del líder. Luego, después de haber dado a luz en el patio de una cárcel, la mujer de Luis Carlos Prestes fue decapitada por los nazis. Todas esas vidas martirizadas hicieron que Prestes jamás fuera olvidado durante sus largos años de prisión.

Yo estaba en México cuando murió su madre, doña Leocadia Prestes. Ella había recorrido el mundo demandando la liberación de su hijo. El general Lázaro Cárdenas, ex presidente de la República Mexicana, telegrafió al dictador brasileño pidiendo para Prestes algunos días de libertad que le permitieran asistir al entierro de su madre. El presidente Cárdenas, en su mensaje, garantizaba con su persona el regreso de Prestes a la cárcel. La respuesta de Getulio Vargas fue negativa.

Compartí la indignación de todo el mundo y escribí un poema en honor de doña Leocadia, en recuerdo de su hijo ausente y en execración del tirano.

Lo leí junto a la tumba de la noble señora que en vano golpeó las puertas del mundo para liberar a su hijo. Mi poema empezaba sobriamente:

Señora, hiciste grande, más grande a nuestra América. Le diste un río puro de colosales aguas: le diste un árbol grande de infinitas raíces: un hijo tuyo digno de su patria profunda.

Pero, a medida que el poema continuaba se hacía más violento contra el déspota brasileño.

Lo seguí leyendo en todas partes y fue reproducido en octavillas y en tarjetas postales que recorrieron el continente.

Una vez, de paso por Panamá, lo incluí en uno de mis recitales, luego de haber leído mis poemas de amor. La sala estaba repleta y el calor del istmo me hacía transpirar. Empezaba yo a leer mis imprecaciones contra el presidente Vargas cuando sentí secarse mi garganta. Me detuve y alargué la mano hacia un vaso que estaba cerca de mí. En ese instante vi que una persona vestida de blanco se acercaba presurosa hacia la tribuna. Yo, creyendo que se trataba de un empleado subalterno de la sala, le tendí el vaso para que me lo llenara de agua. Pero el hombre vestido de blanco lo rechazó indignado y dirigiéndose a la concurrencia gritó nerviosamente: «Soy o Embaxaidor do Brasil. Protesto porque Prestes es sólo un delincuente común…»

A estas palabras, el público lo interrumpió con silbidos estruendosos. Un joven estudiante de color, ancho como un armario, surgió de en medio de la sala y, con las manos dirigidas peligrosamente a la garganta del embajador, se abrió paso hacia la tribuna. Yo corrí para proteger al diplomático y por suerte pude lograr que saliera del recinto sin mayor desmedro para su investidura.

Con tales antecedentes, mi viaje desde Isla Negra a Brasil para tomar parte en el regocijo popular, pareció natural a los brasileños. Quedé sobrecogido cuando vi la multitud que llenaba el estadio de Pacaembú, en Sáo Paulo. Dicen que había más de ciento treinta mil personas. Las cabezas se veían pequeñísimas dentro del vasto círculo. A mi lado Prestes, diminuto de estatura, me pareció un lázaro recién salido de la tumba, pulcro y acicalado para la ocasión. Era enjuto y blanco hasta la transparencia, con esa blancura extraña de los prisioneros. Su intensa mirada, sus grandes ojeras moradas, sus delicadísimas facciones, su grave dignidad, todo recordaba el largo sacrificio de su vida. Sin embargo habló con la serenidad de un general victorioso.

Yo leí un poema en su honor que escribí pocas horas antes. Jorge Amado le cambió solamente la palabra albañiles por la portuguesa «pedreiros». A pesar de mis temores, mi poema leído en español fue comprendido por la muchedumbre. A cada línea de mi pausada lectura estalló el aplauso de los brasileños. Aquellos aplausos tuvieron profunda resonancia en mi poesía. Un poeta que lee sus versos ante ciento treinta mil personas no sigue siendo el mismo, ni puede escribir de la misma manera después de esa experiencia.

Por fin me encuentro frente a frente con el legendario Luis Carlos Prestes. Está esperándome en la casa de unos amigos suyos. Todos los rasgos de Prestes —su pequeña estatura, su del gadez, su blancura de papel transparente— adquieren una precisión de miniatura. También sus palabras, y tal vez su pensamiento, parecen ajustarse a esta representación exterior.

Dentro de su reserva, es muy cordial conmigo. Creo que me dispensa ese trato cariñoso que frecuentemente recibimos los poetas, una condescendencia entre tierna y evasiva, muy parecida a la que adoptan los adultos al hablar con los niños.

Prestes me invitó a almorzar para un día de la semana siguiente. Entonces me sucedió una de esas catástrofes sólo atribuible al destino o a mi irresponsabilidad. Sucede que el idioma portugués, no obstante tener su sábado y su domingo, no señala los demás días de la semana como lunes, martes, miércoles, etc., sino con las endiabladas denominaciones de segonda feíra, tersa Jeira, quarta Jeira, saltándose la primera Jeira para complemento. Yo me enredo enteramente en esas feiras, sin saber de qué día se trata.

Me fui a pasar algunas horas en la playa con una bella amiga brasileña, recordándome a mí mismo a cada momento que al día siguiente me había citado Prestes para almorzar. La quarta feira me enteré de que Prestes me esperó la tersa Jeira inútilmente con la mesa puesta mientras que yo pasaba las horas en la playa de Ipanema. Me buscó por todas partes sin que nadie supiera mi paradero. El ascético capitán había encargado, en honor a mis predilecciones, vinos excelentes que tan difícil era conseguir en el Brasil. Ibamos a almorzar los dos solos.

Cada vez que me acuerdo de esta historia, me quisiera morir de vergüenza. Todo lo he podido aprender en mi vida, menos los nombres de los días de la semana en portugués.

Codovila

Al salir de Santiago supe que Vittorio Codovila quería conversar conmigo. Fui a verlo. Siempre mantuve una buena amistad con él. Hasta su muerte.

Codovila había sido un representante de la III Internacional y tenía todos los defectos de la época. Era personalista, autoritario, y creía poseer siempre la razón. Imponía fácilmente su criterio y entraba en la voluntad de los demás como un cuchillo en la manteca. Llegaba apresuradamente a las reuniones y daba la sensación de tenerlo ya todo pensado y resuelto. Parecía que escuchaba por cortesía y con cierta impaciencia las opiniones ajenas; luego daba sus instrucciones perentorias. Su capacidad era inmensa, su poder de síntesis era abrumador. Trabajaba sin ningún descanso e imponía ese ritmo a sus compañeros. Siempre me dio la idea de ser una gran máquina del pensamiento político de aquellos tiempos.

Por mí tuvo siempre un sentimiento muy especial de comprensión y deferencia. Este italiano, transmigrado y utilitario en lo civil, era desbordantemente humano, con un profundo sentido artístico que lo hacía comprender los errores, las debilidades en los hombres de la cultura. Esto no le impedía ser implacable —y a veces funesto— en la vida política.

Estaba preocupado, me dijo, por la incomprensión de Prestes ante la dictadura peronista. Codovila pensaba que Perón y su movimiento eran una prolongación del fascismo europeo. Ningún antifascista podía aceptar pasivamente el crecimiento de Perón ni sus repetidas acciones represivas. Codovila y el partido comunista argentino pensaban en ese momento que la única respuesta a Perón era la insurrección.

Codovila quería que yo hablara del tema con Prestes. No se trata de una misión, me dijo; pero lo sentí preocupado dentro de esa seguridad en sí mismo que lo caracterizaba.

Después del mitin de Pacaembú conversé largamente con Prestes. No se podía encontrar dos hombres más diferentes, más antípodas. El italoargentino, voluminoso y rebosante, pareció siempre ocupar toda la habitación, toda la mesa, todo el ambiente. Prestes, esmirriado y ascético, parecía tan frágil que una ventolera podía llevárselo por la ventana.

Sin embargo, encontré que detrás de las apariencias los dos hombres eran tan duros el uno como el otro.

«No hay fascismo en Argentina; Perón es un caudillo, pero no es un jefe fascista», me dijo Prestes respondiendo a mis preguntas. «¿Dónde están las camisas pardas? ¿Las camisas negras? ¿Las milicias fascistas?».

«Además, Codovila se equivoca. Lenin dice que no se juega con la insurrección. Y no se puede estar anunciando una guerra sin soldados, si se cuenta sólo con los espontáneos».

Estos dos hombres tan diferentes eran, en el fondo, irreductibles. Alguno de ellos, probablemente Prestes, tuvo la razón en estas cosas, pero el dogmatismo de ambos, de estos dos revolucionarios admirables, producía a menudo alrededor de ellos una atmósfera que yo encontraba irrespirable.

Debo añadir que Codovila era un hombre vital. A mí me gustaba mucho su combate contra la gazmoñería y el puritanismo de una época comunista. Nuestro gran hombre chileno de los viejos tiempos partidarios, Lafferte, era antialcoholista hasta la obsesión. El viejo Lafferte gruñía igualmente a cada rato contra los amores y amoríos que surgían fuera del Registro Civil, entre compañeros y compañeras del partido. Codovila derrotaba a nuestro limitado maestro con su amplitud vital.

Stalin

Mucha gente ha creído que yo soy o he sido un político importante. No sé de dónde ha salido tan insigne leyenda. Una vez vi, con candorosa sorpresa, un retrato mío, pequeño como una estampilla, incluido en las dos páginas de la revista Lile que mostraban a sus lectores los jefes del comunismo mundial. Mi efigie, metida entre Prestes y Mao Tse Tung, me pareció una broma divertida, pero nada aclaré porque siempre he detestado las cartas de rectificación. Por lo demás, no dejaba de ser gracioso que se equivocara la CIA, no obstante sus cinco millones de agentes que mantiene en el mundo.

El más largo contacto que he mantenido con un líder cardinal del mundo socialista fue durante nuestra visita a Pekín. Consistió en un brindis que cambié con Mao Tse Tung, en el curso de una ceremonia. Al chocar nuestros vasos me miró con ojos sonrientes, y ancha sonrisa entre simpática e irónica. Mantuvo mi mano en la suya, apretándomela por unos segundos más de lo acostumbrado. Luego regresé a la mesa de donde había salido.

Nunca vi en mis muchas visitas a la URSS ni a Molotov, ni a Vishinski, ni a Beria; ni siquiera a Mikoian, ni a Litvinov, personajes estos últimos más sociables y menos misteriosos que los otros.

A Stalin lo divisé de lejos más de una vez, siempre en el mismo punto: la tribuna que sobre la Plaza Roja se levanta llena de dirigentes de alto nivel, tanto el 1.º de mayo como el 7 de noviembre de cada año.

Pasé largas horas en el Kremlin, como participante del comité de los premios que llevaban el nombre de Stalin, sin que nunca nos cruzáramos en un pasillo; sin que él nos visitara durante nuestras deliberaciones o almuerzos, o nos llamara para saludarnos. Los premios se concedieron siempre por unanimidad, pero no faltó más de una cerrada discusión previa a la selección del candidato. A mí me dio siempre la impresión de que alguien de la secretaría del jurado, antes de que se tomaran las decisiones finales, corría con los acuerdos a ver si el gran hombre los refrendaba. Pero la verdad es que no recuerdo que se recibiera nunca una objeción de su parte; ni tampoco recuerdo que, a pesar de su perceptible proximidad, se diera por enterado de nuestra presencia. Decididamente, Stalin cultivaba el misterio como sistema; o era un gran tímido, un hombre prisionero de sí mismo. Es posible que esta característica haya contribuido a la influencia preponderante que tuvo Beria sobre él. Beria era el único que entraba y salía sin avisar de las cámaras de Stalin.

Sin embargo, tuve en cierta oportunidad una relación inesperada, que hasta ahora me parece insólita, con el hombre misterioso del Kremlin. Íbamos hacia Moscú con los Aragón —Louis y Elsa— para participar en la reunión que otorgaría ese año los premios Stalin. Unas grandes nevazones nos detuvieron en Varsovia. Ya no llegaríamos a tiempo a la cita. Uno de nuestros acompañantes soviéticos se encargó de transmitir en ruso, a Moscú, las candidaturas que Aragón y yo propiciábamos y que, por cierto, fueron aprobadas en la reunión. Pero lo curioso del caso es que el soviético que recibió la respuesta telefónica, me llamó a un lado y me dijo sorpresivamente:

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