Confieso que he vivido (22 page)

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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

Lo miré al despedirme. Las lágrimas le corrían desde los ojos hasta la boca. Tuve un impulso de arrepentimiento. ¿No habría ido demasiado lejos? Me acerqué y le toqué el hombro.

—No llores!

—Lloro de rabia —me respondió.

Me alejé sin una palabra más. Regresé a París y nunca más lo volví a ver. Al verme bajar la escalera, los dos desconocidos que esperaban subieron rápidamente a su habitación.

El desenlace de esta historia tuvo lugar bastante tiempo después, en México, donde yo era cónsul de Chile para entonces. Un día fui invitado a almorzar por un grupo de refugiados españoles y dos de ellos me reconocieron.

—¿De dónde me conocen? —les pregunté.

—Nosotros somos aquellos dos de Bruselas que subieron para hablar con su compatriota Arellano.

Marín cuando usted bajó de su habitación.

—¿Y qué pasó entonces? Siempre he tenido la curiosidad de saberlo —les dije.

Me contaron un episodio extraordinario. Lo habían encontrado bañado en lágrimas, conmovido por una crisis nerviosa. Y les dijo entre sollozos: «Acabo de sufrir la más grande impresión de mi vida. Neruda ha salido de aquí a denunciarlos a ustedes ante la Gestapo como comunistas españoles peligrosos. No pude convencerlo de que esperara algunas horas. Tienen los minutos contados para escapar. Déjenme sus valijas que yo las guardaré y se las haré llegar más tarde».

—Qué cretino! —les dije—. Menos mal que de todas maneras lograron salvarse ustedes de los alemanes.

—Pero las valijas contenían noventa mil dólares de los sindicatos obreros españoles y no las volvimos ni las volveremos a ver.

Todavía más tarde supe que el diabólico personaje había hecho una larga y placentera tournée por el Cercano Oriente, disfrutando de sus amores parisienses. Por cierto que la coqueta rubia tan exigente, resultó ser un blondo estudiante de la Sorbona.

Tiempo después se publicaba en Chile su renuncia al partido comunista. «Profundas divergencias ideológicas me obligan a tomar esta decisión», eso decía en su carta a los periódicos.

Un general y un poeta

Cada hombre que llegaba de la derrota y del cautiverio era una novela con capítulos, llantos, risas, soledades, idílios. Algunas de estas historias me sobrecogían.

Conocí a un general de aviación, alto y ascético, hombre de academia militar y de toda clase de títulos. Allí andaba por las calles de París, sombra quijotesca de la tierra española, ancha y vertical como un chopo de Castilla.

Cuando el ejército franquista dividió la zona republicana en dos, ese general Herrera debía patrullar en la oscuridad absoluta, e inspeccionar las defensas, dar órdenes a un lado y otro. Con s avión enteramente a oscuras, en las noches más tenebrosas, sobrevolaba el campo enemigo. De cuando en cuando un disparo franquista pasaba rozando su aparato. Pero, en la oscuridad, el general se aburría. Entonces aprendió el método Braille. Cuando dominó la escritura de los ciegos, viajaba en sus peligrosas misiones leyendo con los dedos, mientras abajo ardía el fuego y el dolor de la guerra civil. Me contó el general que había alcanzado a leerse El conde de Montecrísto y que al iniciar Los tres mosqueteros fue interrumpida su lectura nocturna de ciego por la derrota y luego el exilio.

Otra historia que recuerdo con gran emoción es la del poeta andaluz Pedro Garfias. Fue a parar en el destierro al castillo un lord, en Escocia. El castillo estaba siempre solo y Garfias, andaluz inquieto, iba cada día a la taberna del condado y silenciosamente, pues no hablaba el inglés, sino apenas un español gitano que yo mismo no le entendía, bebía melancólicamente su solitaria cerveza. Este parroquiano mudo llamó la atención del tabernero. Una noche, cuando ya todos los bebedores se habían marchado, el tabernero le rogó que se quedara y continuaron ellos bebiendo en silencio, junto al fuego de la chimenea que chisporroteaba y hablaba por los dos.

Se hizo un rito esta invitación. Cada noche Garfias era acogido por el tabernero, solitario como él, sin mujer y sin familia. Poco a poco sus lenguas se desataron. Garfias le contaba toda la guerra de España, con interjecciones, con juramentos, con imprecaciones muy andaluzas. El tabernero lo escuchaba en religioso silencio, sin entender naturalmente una sola palabra.

A su vez, el escocés comenzó a contar sus desventuras, probablemente la historia de su mujer que lo abandonó, probablemente las hazañas de sus hijos cuyos retratos de uniforme militar adornaban la chimenea. Digo probablemente porque, durante los largos meses que duraron estas extrañas conversaciones, Garfias tampoco entendió una palabra.

Sin embargo, la amistad de los dos hombres solitarios que hablaban apasionadamente cada uno de sus asuntos y en su idioma, inaccesible para el otro, se fue acrecentando y el verse cada noche y hablarse hasta el amanecer se convirtió en una necesidad para ambos.

Cuando Garfias debió partir para México se despidieron bebiendo y hablando, abrazándose y llorando. La emoción que los unía tan profundamente era la separación de sus soledades.

—Pedro —le dije muchas veces al poeta—, ¿qué crees tú que te contaba?

—Nunca entendí una palabra, Pablo, pero cuando lo escuchaba tuve siempre la sensación, la certeza de comprenderlo. Y cuando yo hablaba, estaba seguro de que él también me comprendía a mí.

El «Winnipeg»

Los funcionarios de la embajada me entregaron una mañana, al llegar, un largo telegrama. Sonreían. Era extraño que me sonrieran, puesto que ya ni siquiera me saludaban. Debía contener ese mensaje algo que los regocijaba.

Era un telegrama de Chile. Lo firmaba nada menos que el presidente, don Pedro Aguirre Cerda, el mismo de quien recibí las instrucciones contundentes para el embarque de los españoles desterrados.

Leí con estupor que don Pedro, nuestro buen presidente, había sabido esa mañana, con sorpresa, que yo preparaba la entrada de los emigrados españoles a Chile. Me pedía que de inmediato desmintiera tan insólita noticia.

Para mí lo insólito era el telegrama del presidente. El trabajo de organizar, examinar, seleccionar la inmigración, había sido una tarea dura y solitaria. Por fortuna, el gobierno de España en exilio había comprendido la importancia de mi misión. Pero, cada día, surgían nuevos e inesperados obstáculos. Mientras tanto, desde los campos de concentración, que amontonaban en Francia y en Africa a millares de refugiados, salían o se preparaban para salir hacia Chile centenares de ellos.

El gobierno republicano en exilio había logrado adquirir un barco: el «Winipeg». Este había sido transformado para aumentar su capacidad de pasaje y esperaba atracado al muelle de Trompeloup, puertecito vecino a Burdeos.

¿Qué hacer? Aquel trabajo intenso y dramático, al borde mismo de la segunda guerra mundial, era para mí como la culminación de mi existencia. Mi mano tendida hacia los combatientes perseguidos significaba para ellos la salvación y les mostraba la esencia de mi patria acogedora y luchadora. Todos esos sueños se venían abajo con el telegrama del presidente.

Decidí consultar el caso con Negrín. Había tenido la suerte de hacer amistad con el presidente Juan Negrín, con el ministro Alvarez del Vayo y con algunos otros de los últimos gobernantes republicanos. Negrín era el más interesante. La alta política española me pareció siempre un tanto parroquiana o provinciana, desprovista de horizontes. Negrín era universal, o por lo menos europeo, había hecho sus estudios en Leipzig, tenía estatura universitaria. Mantenía en París, con toda dignidad, esa sombra inmaterial que son los gobiernos en el exilio.

Conversamos. Le relaté la situación, el extraño telegrama presidencial que de hecho me dejaba como un impostor, como un charlatán que ofrecía a un pueblo de desterrados un asilo inexistente. Las soluciones posibles eran tres. La primera, abominable, era sencillamente anunciar que había sido cancelada la emigración de españoles para Chile. La segunda, dramática, era denunciar públicamente mi inconformidad, dar por terminada mi misión y dispararme un balazo en la sien. La tercera, desafiante, era llenar el buque de emigrados, embarcarme con ellos, y lanzarme sin autorización hacia Valparaíso, a ver lo que ocurriría.

Negrín se echó hacia atrás en el sillón, fumando su gran habano. Luego sonrió melancólicamente y me respondió:

—¿No podría usted usar el teléfono?

Por aquellos días las comunicaciones telefónicas entre Europa y América eran insoportablemente difíciles, con horas de espera. Entre ruidos ensordecedores y bruscas interrupciones, logré oír la voz remota del ministro de Relaciones. A través de una conversación entrecortada, con frases que debían repetirse veinte veces, sin saber si nos entendíamos o no, dando gritos fenomenales o escuchando como respuesta trompetazos oceánicos del teléfono, creí hacer comprender al ministro Ortega que yo no acataba la contraorden del presidente. Creí también entenderle que me pedía esperar hasta el día siguiente.

Pasé, como era lógico, una noche intranquila en mi pequeño hotel de París. A la tarde siguiente supe que el ministro de Relaciones había presentado aquella mañana su renuncia. No aceptaba él tampoco mi desautorización. El gabinete tembló, y nuestro buen presidente, pasajeramente confundido por las presiones, había recobrado su autoridad. Entonces recibí un nuevo telegrama indicándome que prosiguiera la inmigración.

Los embarcamos finalmente en el «Winipeg». En el mismo sitio de embarque se juntaron maridos y mujeres, padres e hijos, que habían sido separados por largo tiempo y que venían de uno y otro confín de Europa o de Africa. A cada tren que llegaba se precipitaba la multitud de los que esperaban. Entre carreras, lágrimas y gritos, reconocían a los seres amados que sacaban la cabeza en racimos humanos por las ventanillas. Todos fueron entrando al barco. Eran pescadores, campesinos, obreros, intelectuales, una muestra de la fuerza, del heroísmo y del trabajo. Mi poesía en su lucha había logrado encontrarles patria. Y me sentí orgulloso.

Compré un periódico. Iba yo andando por una calle de Varenes-sur-Seine. Pasaba junto al castillo viejo cuyas ruinas enrojecidas por las enredaderas dejaban subir hacia lo alto torrecillas de pizarra. Aquel viejo castillo en que Ronsard y los poetas de la Pléiade se reunieron antaño, tenía para mí un prestigio de piedra y mármol, de verso endecasílabo escrito en viejas letras de oro. Abrí el periódico. Aquel día estallaba la segunda guerra mundial. Así lo decía en grandes caracteres de sucia tinta negra, el diario que cayó en mis manos en aquella vieja aldea perdida.

Todo el mundo la esperaba. Hitler se había ido tragando territorios y los estadistas ingleses y franceses corrían con sus paraguas a ofrecerle más ciudades, reinos y seres.

Una terrible humareda de confusión llenaba las conciencias. Desde mi ventana, en París, miraba directamente hacia los inválidos y veía salir los primeros contingentes, los muchachitos que nunca supieron vestirse de soldados y que partían para entrar en el gran hocico de la muerte.

Era triste su partida, y nada lo disimulaba. Era como una guerra perdida de antemano, algo indefinible. Las fuerzas chauvinistas recorrían las calles en persecución de intelectuales progresistas. El enemigo no estaba para ellos en los discípulos de Hitler, en los Laval, sino en la flor del pensamiento francés. Recogimos en la embajada, que había cambiado mucho, al gran poeta Louis Aragón. Pasó cuatro días escribiendo de día y de noche, mientras las hordas lo buscaban para aniquilarlo. Allí, en la embajada de Chile, terminó su novela Los viajeros de la Imperial. Al quinto día, vestido de uniforme, se dirigió al frente. Era su segunda guerra contra los alemanes.

Me acostumbré en aquellos días crepusculares a esa incertidumbre europea que no sufre revoluciones continuas ni terremotos, pero mantiene el veneno mortal de la guerra saturando el aire y el pan. Por temor a los bombardeos, la gran metrópoli se apagaba de noche y esa oscuridad de siete millones de seres juntos, esas tinieblas espesas en las que había que andar en plena ciudad luz, se me quedaron pegadas en la memoria.

Al final de esta época

Como si todo este largo viaje hubiera sido inútil vuelvo a quedarme solo en los territorios recién descubiertos. Como en la crisis de nacimiento, como en el comienzo alarmante y alarmado del terror metafísico de donde brota el manantial de mis primeros versos, como en un nuevo crepúsculo que mi propia creación ha provocado, entro en una agonía y en la segunda soledad. ¿Hacia dónde ir? ¿Hacia dónde regresar, conducir, callar o palpitar? Miro hacia todos los puntos de la claridad y de la oscuridad y no encuentro sino el propio vacío que mis manos elaboraron con cuidado fatal.

Pero lo más próximo, lo más fundamental, lo más extenso, lo más incalculable no aparecía sino hasta este momento en mi camino. Había pensado en todos los mundos, pero no en el hombre. Había explorado con crueldad y agonía el corazón del hombre; sin pensar en los hombres había visto ciudades, pero ciudades vacías; había visto fábricas de trágica presencia pero no había visto el sufrimiento debajo de los techos, sobre las calles, en todas las estaciones, en las ciudades y en el campo.

A las primeras balas que atravesaron las guitarras de España, cuando en vez de sonidos salieron de ellas borbotones de sangre, mí poesía se detiene como un fantasma en medio de las calles de la angustia humana y comienza a subir por ella una corriente de raíces y de sangre. Desde entonces mi camino se junta con el camino de todos. Y de pronto veo que desde el sur de la soledad he ido hacia el norte que es el pueblo, el pueblo al cual mi humilde poesía quisiera servir de espada y de pañuelo, para secar el sudor de sus grandes dolores y para darle un arma en la lucha del pan.

Entonces el espacio se hace grande, profundo y permanente. Estamos ya de pie sobre la tierra. Queremos entrar en la posesión infinita de cuanto existe. No buscamos el misterio, somos el misterio. Mi poesía comienza a ser parte material de un ambiente infinitamente espacial, de un ambiente a la vez submarino y subterráneo, a entrar por galerías de vegetación extraordinaria, a conversar a pleno día con fantasmas solares, a explorar la cavidad del mineral escondido en el secreto de la tierra, a determinar las relaciones olvidadas del otoño y del hombre. La atmósfera se oscurece y la aclaran a veces relámpagos recargados de fosforescencia y de terror; una nueva construcción lejos de las palabras más evidentes, más gastadas, aparece en la superficie del aire; un nuevo continente se levanta de la más secreta materia de mi poesía. En poblar estas tierras, en clasificar este reino, en tocar todas sus orillas misteriosas, en apaciguar su espuma, en recorrer su zoología y su geográfica longitud, he pasado años oscuros, solitarios y remotos.

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